Cuando mis hijos pequeños me pusieron en las manos el
siguiente libro para que les leyera por las noches, ni siquiera me fijé en la
cubierta. “Se titula Mariluz y sus
extrañas aventuras”, me resumió el mayor de mis menores. Y eso fue todo. A
partir de ahí, me dediqué a leerles con voz campanuda (y con tonos teatrales)
la historia de la pobre Mariluz, cuyo pueblo estaba sufriendo una misteriosa
oleada de robos muy singular: el caco se llevaba solamente… ladrillos de las
paredes de las casas. Y de nada servía tenderle trampas o vigilar con cautela
para sorprender al delincuente en el momento del robo: jamás nadie conseguía
descubrirlo con las manos en la masa. Una noche de insomnio, Mariluz observa
cómo un ladrillo de su pared empieza a ser extraído y decide seguir los pasos
de quien lo ha sacado del muro. De esa manera acabará por enterarse de quién es
en realidad el autor de los robos; y, sobre todo, por qué los ha ejecutado.
Luego descubrí cómo acudía al pueblo de Mariluz un
desaprensivo vendedor de alfombras voladoras, que pretendía vendérselas a los
incautos habitantes por un precio aparatoso. Y por fin, para rematar el
volumen, descubrí lo bien que se lo pasaba Mariluz acudiendo al museo del Prado
y haciéndose amiga de una de las personas retratadas allí por Velázquez, a la
que termina haciendo un regalo tan singular como llamativo.
Unos relatos muy sencillos y muy amables, firmados por
Fernando Aramburu y adornados con las ilustraciones de Clara Luna, que han
gustado a mis hijos y que, por tanto, me ha gustado a mí.
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