Mario Vargas Llosa y Jorge Luis Borges. Jorge Luis
Borges y Mario Vargas Llosa. Dos de los escritores más lúcidos, exitosos y
brillantes del siglo XX. Dos polemistas de rango planetario. Dos tótems
sagrados de la literatura contemporánea. Dos intelectuales que lo han dicho
todo y sobre los que, en apariencia, todo se ha dicho. Pero como esas
sorprendentes minas que siempre guardan una reserva ignota de oro, o como esa
chistera de prestidigitador de la que brotan inesperadas palomas, he aquí que
el uruguayo Rubén Loza nos entrega, gracias al sello Funambulista, un delicioso
volumen donde recopila charlas y consideraciones de interés sobre ambos
escritores, que aportan novedades y ángulos inesperados sobre los dos genios.
El tomo se titula Conversación con las
Catedrales (Encuentros con Vargas Llosa y Borges) y presenta un agradable
formato de bolsillo, que se completa con el agrado de su contenido, lleno de
anécdotas e informaciones golosas. La presentación que firma el propio Loza no
puede ser más gráfica: “Uno y otro hablan de la literatura, de cómo escriben
sus cuentos y sus poemas, del goce de la lectura, del germen de muchos de sus
libros, del mundo en que vivimos, de la política, de la libertad y la
democracia, así como de la falta de ambas, y también del compromiso del
escritor con su tiempo, del regocijo de estar vivos, sobre la posibilidad de
soñar y la capacidad de admirar” (p.14). ¿Se puede concebir una presentación
más tentadora? Pero es que luego las páginas posteriores no desmerecen de tan
primoroso arranque… Vargas Llosa reconocerá que siempre pensó en Borges como el
más justo ganador del premio Nobel (p.27), califica de “pedestre” al presidente
norteamericano George Bush (p.42), se muestra convencido de que Juan Carlos
Onetti “va a pasar ese examen definitivo que es la prueba del tiempo” (p.69) y
comenta su particular sistema de escritura, tan metódico como eficaz. Jorge
Luis Borges queda retratado como un gigante de las letras, que jamás tuvo
suerte en el amor, al que desdeñaron estúpidamente desde la Academia Sueca y que siempre
hizo gala de un sentido del humor más hondo del que pudiera pensarse. Un
ejemplo lo tenemos en la página 193: “Invitado a Rosario (Argentina) a dar una
conferencia, cuando esta finalizó (era al mediodía y los invitados entraban al
salón principal donde se había servido el almuerzo), Borges pasó al baño a
lavarse las manos; abrió el grifo y cayó una gota de agua y luego otra y
después otra. Inquietos fueron por él, y le preguntaron: ¿Qué pasa, Borges, no sale agua? Borges, inmutable, respondió: Sí; pero con escrúpulos”... No es
extraño que con secuencias como ésta el libro de Rubén Loza resulte tan
interesante y tan ameno. Merece ser leído, créanme.
jueves, 29 de mayo de 2014
martes, 27 de mayo de 2014
Las adivinaciones
De vez en cuando me apetece coger un libro de
poesía, sentarme en un sillón cómodo, rodearme de todo el silencio posible,
tener a mano una taza humeante de café y, simplemente, leer. Sin tomar notas,
sin pensar que podría hacerle una reseña en un periódico o en una revista. Leer
en silencio porque sí, por el gusto de recuperar al adolescente que cogía sus
primeros volúmenes en la biblioteca de Blanca o en su cama y dejaba que las
horas pasaran con lentitud invisible. Y si digo que me gusta realizar esos experimentos
con la poesía es porque cuando cojo una novela me siento siempre tentado de ir
resumiendo su argumento, ir trazando el perfil de sus protagonistas... La
poesía es más pura, más despojada, más autónoma. Burbujas de palabras y de pensamiento,
que te emocionan o te dejan indiferente.
Esta vez he pactado esa tregua con José Manuel
Caballero Bonald y su libro Las
adivinaciones (Adonais, 1952). Y me ha llevado una tarde entera. Ahora,
puesto delante del teclado, podría recurrir a cuanto sé sobre el poeta
gaditano, sobre sus premios e influencia en la literatura española, pero no
haré nada por el estilo. Diré simplemente que durante muchos instantes de esta
lectura me ha asaltado la
Belleza y que con algunos de sus versos me he quedado
flotando, con la mirada perdida en el vacío. Entiendo, pues, que el mejor
comentario que le puedo tributar a este conjunto de poemas es copiar aquí esas
líneas y que quede constancia de mi admiración. El resto sería manchar unas
horas de gran pureza con palabras bastardas. Y no me apetece. Quedémonos, tan
sólo, con esos versos de Caballero Bonald: “El pecho inextinguible de la
muchacha amada”. “Entra la noche como un trueno / por los rompientes de la
vida”. “Reúno en mi memoria las vidas que he amado, / los sitios donde estuve,
los libros que habité, / toda la realidad y sueño en que consisto”. “Eso es
vivir: ir olvidando”. “Soy lo que he sido”. “Nada me pertenece / sino aquello
que perdí”.
sábado, 24 de mayo de 2014
La oscuridad infernal
Existe un porcentaje de escritores —muy pequeño, en
realidad— que, olvidando la habitual pátina de egoísmo que la creación estética
comporta, reservan una parte de su tiempo y de su entusiasmo a las obras de
otros autores, que leen con fruición y que comentan con largueza. Y lo más
asombroso del asunto es que tal enajenación no merma su ritmo de escritura, que
es tenaz y laborioso. Francisco Javier Illán Vivas (Molina de Segura, 1958)
pertenece a ese segmento de intelectuales. A sus tareas de vate, cuentista y
novelista une, sin aparente fatiga, las de antólogo, reseñista, presentador,
editor y prologuista de un buen número de piezas ajenas.
Pero si hoy viene hasta aquí, una vez más, es por
la aparición en el sello ADIH (Asociación de Divulgaciones e Investigaciones
Históricas) de su esperada novela La
oscuridad infernal, que constituye la última entrega de la saga “La cólera
de Nébulos”. La primera de sus partes (La Maldición )
apareció en 2004; la segunda (El rey de
las Esfinges), en 2008. Con este volumen se cierra la trilogía fantástica
y, como es natural, continúa la línea de los anteriores a la hora de
presentarnos ciudades míticas, guerreros legendarios afectados por maldiciones,
monstruos inimaginables y aventuras constantes. La fantasía de Francisco Javier
Illán Vivas, patente desde las primeras páginas de La
Maldición , se mantiene pujante hasta el final de la serie,
sometiendo a todos sus lectores a un ritmo vertiginoso de sucesos que se van encadenando
sin interrupción. No hay tregua para las sorpresas y para los giros narrativos,
que pueblan La oscuridad infernal
hasta el punto final.
Pero los ingredientes que nutren esta sólida obra
no se quedan en lo meramente imaginativo, sino que también podemos detectar en
los diversos capítulos de la novela una amplia selección de referencias
culturales (europeas, americanas y asiáticas), incardinadas en el cuerpo de la
obra con tino, oportunidad y una elegancia nada chirriante: las apacibles aguas
del Cocito, a las que refirió más de una vez Dante Alighieri (p.47); las
menciones a las puertas del Orco (p.78); la variada proliferación de sátiros,
faunos, silenos, centauros y sirenas (p.118); la aparición del Tártaro, ese
abismo insondable donde fueron arrojados los titanes para recibir su castigo
(p.199); la aproximación al Walhalla, el salón de los muertos de la mitología
nórdica (p.223); la laguna Estige o Estigia (p.258); la figura espeluznante del
barquero Caronte (p.267)... El murciano Francisco Javier Illán Vivas mezcla
todas esas menciones y las pone habilidosamente al servicio de su narración,
logrando como resultado una historia atractiva, que no defraudará a sus
incondicionales.
Hace tres años, aproximadamente, cuando reseñé en
este mismo lugar la primera entrega de esta dilatada trilogía, acababa mi
comentario con unas palabras que hoy quisiera reproducir: «Bien harían los amantes de Tolkien y otros
novelistas fantásticos acercándose a las páginas de Francisco Javier Illán
Vivas. Es más que probable que encontrasen en ellas muchos motivos para
aficionarse a este escritor, tan pletórico de recursos como convincente».
Sigo pensando lo mismo. Creo que estamos ante una de las personas que más
esfuerzo han puesto en la
Región por levantar una cosmogonía de héroes y de traidores,
de monstruos y de asechanzas, de palacios y de desiertos, de mezquindades y de
triunfos. Y como fondo, siempre, las pulsiones más hondas de la especie humana.
jueves, 22 de mayo de 2014
Carta de una desconocida
Hay una magia y un fulgor especiales en los amores
secretos. Una persona que adora en silencio a otra, y cuyos labios están
sellados, queda envuelta de manera inevitable por una luz trágica, casi
sobrenatural; y, a veces, por un dolor también sobrenatural. Todo queda en su
interior, hirviendo, dando vueltas, girando sobre sí mismo, tiñéndose de
matices y sin poder verterse al exterior.
El vienés Stefan Zweig es el autor de esta Carta de una desconocida, que traduce
Berta Conill para el sello Acantilado; y la esencia de la obra se sustenta
sobre dicha idea. El protagonista masculino es un escritor famoso, joven y con
fama de seductor, que recibe una carta sorprendente en la que una mujer (la
otra protagonista de la novela) que acaba de perder a su hijo le explica que
siempre ha estado enamorada de él. Desde que era una niña. Poco a poco, ella le
irá haciendo revelaciones sobre los vínculos que los han unido durante años
(“Lo único que te pido es eso, que creas todo lo que te cuento: una no miente
en la hora de la muerte de su único hijo”) y acaba por detallarle un buen
número de encuentros sentimentales y hasta sexuales que mantuvieron... sin que
él logre recordarlos.
En esa línea de confesiones y sorpresas, la mujer
reconocerá ante su ídolo amoroso, sin orgullo y sin vergüenza, que llegó a
pagar la educación de su hijo entregándose a amantes ricos (“Me ganaba el
cariño de todos aquellos a los que me ofrecía, todos me han estado agradecidos,
me han dado afecto, todos me han querido... ¡Tú no, tú eres el único que no me
ha querido!”), y que la mera limosna de haber compartido algunas horas de su
vida con él ha sido suficiente para que no se considere una amargada.
¿Amor, obsesión? Difícil resulta etiquetar los
sentimientos de esta mujer tierna, entregada y sumisa, que no duda a la hora de
idealizar —casi deificar— al hombre del
que se enamoró siendo una cría. Aparcados los prejuicios machistas y
feministas, la lectura se torna deliciosa. Melancólica también, pero sobre todo
deliciosa. Prueben.
martes, 20 de mayo de 2014
Carta al padre
Después de leer por segunda vez la Carta al padre, del atormentado Franz Kafka
(la primera fue durante mi época universitaria), sigo sin tener un concepto
claro sobre el espíritu que la anima.
No sé si pretendía en estas páginas elaborar un memorándum, expeler un gargajo,
mechar una venganza a fuego lento, limpiar su conciencia o construir una
ficción que acreciese su leyenda de torturado. No lo sé, francamente. No dudo
del dolor infantil o vital del escritor checo, pero quizá sí resulte legítimo
dudar de sus dimensiones oceánicas. El dibujo que Franz nos deja es,
admitámoslo, inequívocamente maniqueo, por más que finja ecuanimidad. Nos
ofrece ante los ojos a un hombre enérgico, gruñón, malhumorado, déspota,
machista, clasista, misógino, que jamás permitió a su hijo sentirse relajado y
feliz en su conexión con los demás (“Entre las personas que, en mi niñez,
tuvieron para mí alguna importancia, cítame una sola a quien tú no hayas
criticado al menos una vez hasta dejarla por los suelos”), que reprodujo clichés
educativos que sobre él se habían vertido en la infancia (“Sólo puedes tratar a
un niño según te han hecho a ti mismo, con dureza, gritos y cólera, y en tu
caso este trato te parecía además muy adecuado”), que se burló sarcásticamente
del escritor cuando éste le comunicó su voluntad de contraer matrimonio (alegó
que a la muchacha le había bastado con ponerse una blusa bonita para metérselo
en el bolsillo) y que, en todo momento, ha constituido para él un obstáculo
físico y mental (“A veces imagino el mapamundi desplegado y a ti extendido
transversalmente en él. Entonces me parece que, para vivir yo, sólo puedo
contar con las zonas que tú no cubres o que quedan fuera de tu alcance. Y estas
zonas, de acuerdo con la idea que tengo de tu grandeza, no son muchas ni muy
confortables”). ¿Resulta creíble una figura tan deforme? Lo ignoro.
Dos instantes me han llamado la atención, al margen
de las estridencias de la duda: el primero es cuando Franz recuerda aquella vez
en que, tras desvestirse junto a su padre en una caseta de baño, se sintió
intimidado y abochornado por la corpulencia de su progenitor, tan distinta de
su flacura coleóptera; el segundo, ese detalle melancólico que acontece cuando,
tras rememorar a las dos mujeres con las que pudo casarse y no lo hizo, Franz
anota: “Ninguna de las dos muchachas me ha decepcionado, y yo, en cambio, las
he decepcionado a las dos”.
El interés literario
de estas páginas no pasaría, a mi entender, del aprobado por los pelos.
sábado, 17 de mayo de 2014
Mar de Irlanda
No es muy
frecuente, pero en ocasiones ocurre: coges el libro de un autor que no has
frecuentado con anterioridad, te propones concederle una parte de tu tiempo, te
instalas en un sillón cómodo y abre el volumen por su primera página. La mayor
parte de las veces, bostezas en la quinta, vuelves a mirar el nombre del autor
y, con suerte, le concedes un margen hasta la diez. Después, reclamado por
lecturas u ocupaciones más placenteras, dejas el tomo. Pero en un porcentaje
pequeño de los casos resulta que no sucede así. Hoy quiero traer a este
recuadro la crónica de una de esas excepciones.
El libro
se llama Mar de Irlanda,
el autor es Carlos Maleno (Almería, 1977) y el sello que lo lanza al mercado es
Sloper (con una preciosa imagen de portada de Julia Geiser). Por su estructura,
se diría que son cuentos; pero en la edición se precisa con nitidez que se
trata de una novela “disfrazada de libro de relatos en los que todo está
conectado”. De ahí que te acerques ya con curiosidad a tan ambicioso proyecto.
Y pronto quedas anonadado, porque te encuentras con alguien que afirma proceder
del planeta Lux; con mujeres muertas que sin embargo parecen estar vivas,
porque aparecen y desaparecen con guadiánica frecuencia; con hombres que se
hacen enterrar vivos con una máscara de Felipe González puesta sobre la cara;
con llamadas telefónicas que son respondidas desde el más allá; con vendedores
de aspiradoras que esconden el maravilloso don de resucitar a los muertos,
siempre que sean recientes; con mujeres de gran belleza, que se parecen a
Nastassja Kinski y que quizá lo sean; con chicas que hacen autoestop, o que
esparcen por el suelo los huesecillos blanqueados de todos los gatos que han
ido teniendo durante su vida, o que regalan libros de Ray Loriga con un buen
montón de líneas subrayadas, o que golpean a otras hasta matarlas, o que son
Cristo; con muchachos tristes que leen a Robert Walser y se pasean por
acantilados donde el mar golpea con furia o languidez; con seres desnortados
que viajan hasta Ushuaia, la ciudad más austral del planeta; con doscientas
mujeres desnudas (que en realidad no son mujeres) arrodilladas en un prado de
Wisconsin; y con mil asombros más, que el autor combina de manera singular.
Podrá
parecer que estamos ante una novela disparatada o juvenil, en la que el autor despliega
sus armas narradoras con la única intención de epatarnos; pero no es así. Les
puedo asegurar que, pese a lo que piensen los ingenuos (o los listillos), es
relativamente fácil discernir en el libro de un debutante si sus propuestas son
grano o paja, ganga o mena. Hay una música, un brillo, un fondo que los lectores avezados descubren pronto. Mar de Irlanda es una novela mercúrica,
escurridiza, que crees tener asida con firmeza y que de pronto gira, te da
esquinazo, se camufla, te sorprende con una pirueta. Y cuando crees que se está
burlando de ti y te dispones a cerrarla, un guiño nuevo, un mohín cómplice, una
caída lánguida de ojos... y te dejas llevar otra vez.
No conozco
personalmente a Carlos Maleno. Nunca había leído una página suya. Pero desde
ahora ya sé quién es. Me ha deslumbrado su tarjeta de visita.
miércoles, 14 de mayo de 2014
A media página
Pese al descrédito que suelen tener los libros
misceláneos entre el común de los lectores (que los identifica con una especie
de cajón de sastre), a mí me gustan mucho. De ahí que no dudase a la hora de
sumergirme en uno firmado por —ni más ni menos— el madrileño Medardo Fraile. Y
el volumen, con la excepción de la parte final (un anodino aunque respetable
paseo que podría haberse titulado “Cuánto me gusta este libro”) y de algunos
chirridos ortográficos que presenta el tomo (“Humberto Eco” en la página 222 o
“Eliazer Cansino” en la 255), me ha resultado satisfactorio por muchas razones:
su sentido del humor (“Es bien sabido que en este país se lee poco. Una
solución sería rebajar nuestras ambiciones y, en vez de recomendar que se lean
libros, aconsejar que sólo se lean capítulos. El editor podría enfajar el libro
diciendo: «No se lea este tocho si no quiere, pero no se pierda usted los
capítulos tal y tal»”, p.34), su ironía culta (afirma que el tiempo que se
emplea en leer a escritores mediocres o completar sudokus se podría utilizar
para estudiar Latín, Arte o Filosofía), su desdén por las exageraciones
futbolísticas (“Faltan hinchas de la cultura y es evidente que nos sobran
hinchas del deporte”, p.88), su convencimiento de que no siempre dirigimos la
vista hacia lo importante (“El cosmos nos abre tiendas de delikatessen todos
los días, pero no las queremos”, p.164), algunos juicios literarios
significativos (“Flaubert, el escritor que menos pudo soportar la estupidez
humana”, p.193) o su admiración por quienes desempeñan con fervor su actividad
profesional (“No hay más ley de enseñanza que profesores de ley”, p.234).
Medardo Fraile, buen cuentista y buen ensayista,
siempre regala horas dichosas a sus lectores. Recomendable.
domingo, 11 de mayo de 2014
Esta sombra no es mía
Durante algún tiempo se ha querido ofrecer en la
literatura española la imagen absurda de que los autores, cuanto más jóvenes,
más admirables resultaban: la adolescente que publicaba su primer volumen a los
catorce años (Violeta Hernando, se llamaba la criatura); el chico desgarrado
que le ofrecía al mundo su imprescindible narración llena de garitos, cerveza y
eructos verbales (José Ángel Mañas, Ray Loriga y cualquiera que ustedes deseen
añadir); o el prometedor zagalote que nos entrega su primera novela histórica
antes de llegar a la mayoría de edad (Javier Rivas). Como contrapeso, las
figuras de Alberto Méndez o Gonzalo Hidalgo Bayal, que no se han hecho
presentes en las librerías hasta rozar las fronteras de la senectud, después de
que la vida haya decantado su prosa.
Juan Serrano (Yecla, 1943) nos ofrece hoy, desde el
sello zaragozano Lecturas Hispánicas, su amplia colección de relatos Esta sombra no es mía, compuesta por más
de un centenar de narraciones. En ellas se observa que el autor, usando un
lenguaje sencillo (no desprovisto de carga simbólica en algunas ocasiones), es
capaz de construir un buen número de fabulaciones que giran alrededor de varios
temas básicos: el amor, el paso del tiempo, el azar, las injusticias de la vida…
e incluso el sentido del humor (presente en historias como “Paco Pijo”).
Adentrándose en la lectura de estos cuentos uno descubre las insensateces que
pueden cuajar en el mundo moderno (“Felices los pobres”); las posibilidades que
tenemos a mano para acometer asesinatos simbólicos (“Al estilo bonzo”); las
controversias legales que pueden brotar de una decisión generosa (“Antrópolis”);
los crueles giros que puede dar la existencia en el transcurso de unos pocos
años (“Delgado como un espárrago”, “Okupa calcinado”), las carambolas
agridulces que nos puede reservar la vida (“La niña de mis ojos”)… Y luego,
también, la respuesta a algunas interrogaciones chocantes: ¿qué siente un
arquitecto al que se invita a remodelar el hogar de Belcebú? (“Los pilares del
infierno”); ¿qué ocurre cuando se tala un árbol donde unos enamorados han
grabado sus iniciales? (“Beso pasajero”); ¿y si en un velatorio, mientras
cierras los párpados rebeldes del difunto, descubrieras en ellos el número de
tu DNI, como una acusación de asesinato? (“Los ojos del muerto”).
Pero el tema más frecuentado por el autor es, sin
duda, la mujer maltratada. A veces, se presenta en forma de violación (“El cuco
vacío”); otras veces, el abuso físico se traduce en una amnesia que la marcará
irremediablemente (“María del Olvido”), que la llevará hasta el diván curativo
de un terapeuta (“Cura te ipsum”) o que la conducirá hasta los taludes del
crimen (“No más lentejas”); en otras, la infidelidad del esposo la volverá una
persona infeliz, amargada y metida en sí misma (“La piedra del Arabí”).
Decía el excéntrico J.D.Salinger que lo peor que
podía hacer un escritor es ver publicado su libro, porque eso desvirtuaba la
relación de pureza que existía entre un creador y sus páginas. Por fortuna para
los lectores, ni Flaubert, ni Cervantes, ni Dostoievski, ni Antonio Muñoz
Molina, se han guiado nunca por tan aparatosa boutade; y eso nos ha permitido
disfrutar de sus obras. Disfruten ustedes ahora de Esta sombra no es mía, porque será difícil que en este volumen de
más de trescientas páginas no encuentren bastantes historias de su agrado.
jueves, 8 de mayo de 2014
Infierno de neón
Estamos en el sureste español, entre las provincias
de Murcia y Almería. Unas chicas que ejercen la prostitución y que están hartas
de las sevicias inhumanas que padecen desde hace tiempo han optado por poner en
peligro sus vidas y huir de los proxenetas que las explotan. Pero la
organización que las reclutó con engaños es poderosa y sus métodos son tan
expeditivos como incontestables: el primer intento de fuga se castiga con
mutilaciones, palizas o violaciones con perros. Ellas ya han padecido esas
abruptas represalias. Ahora abordan el desesperado segundo intento; y el
castigo (lo saben) es la muerte.
Hasta aquí, nada que escape al brutal panorama que
una buena novela negra puede dibujar como arranque. Pero el valenciano Juan
Ramón Barat (Borbotó, 1959) introduce como involuntario testigo de estos
crímenes a Matías Vidal, un profesor de filosofía que atraviesa una situación
personal de lo más aciaga (su mujer lo ha abandonado para irse con un banquero,
y se ha llevado a su hijo) y que descubre con asombro y con horror a las dos
víctimas, unas de ellas agonizante. A partir de ese momento, su existencia dará
un vuelco, porque los asesinos intentarán dar con él para eliminar a tan
incómodo testigo. Sólo contará, ahora, con la ayuda fiel de dos personas: el
inspector Corrales (un perro viejo que no ha perdido sus ideales juveniles) y
su amigo Quasimodo (poeta y bohemio, de enorme generosidad). Gracias a ellos le
resultará menos complicado atravesar ese infierno de persecuciones, intentos de
asesinato, allanamientos de morada y pánico constante que se ciernen sobre él.
Hasta que, de pronto, como una luz pentecostal que le llegase de lo alto,
Matías descubre que debe cumplir una misión: si su vida está destrozada, si él
se siente zarandeado por el oleaje y condenado a sufrir, ¿por qué no intenta
ayudar en la lucha contra esos proxenetas? ¿Por qué no colabora con el
inspector Corrales (o trabaja por libre) para combatir esa plaga? ¿Qué tiene
que perder? ¿No es posible que, ayudando a esas mujeres esclavizadas, se libere
él mismo y encuentre una verdad que lo redima y le dé sentido? Realmente, no sé
si estamos tan sólo ante una novela negra. Yo creo que su propósito va más
lejos... Mucho más lejos. Juan Ramón Barat nos ofrece en estas páginas una
historia de humillados y ofendidos, de perdedores, de derrotados por la vida,
de náufragos. Seres que rozaron o creyeron rozar la felicidad y que
infaustamente la vieron alejarse sin remedio: chicas centroeuropeas que
buscaban el dinero necesario para casarse con su novio del pueblo; chicas sudamericanas
que creyeron venir a España para cuidar niños y que se vieron de pronto
violadas, prostituidas y con sus documentos legales requisados; profesores de
filosofía que, expulsados de un matrimonio sedante, conocieron el desierto del
abandono y de la soledad; policías que, al borde de la jubilación, se
encuentran hartos de que su trabajo contra el crimen se haya visto durante
décadas torpedeado por intereses políticos, económicos y judiciales… Y, en el
otro lado de la balanza, los feroces responsables del Mal, ordenados
piramidalmente: desde la cúspide (donde se encuentran don Carlos y Cesare
Parelli, habituados a la impunidad y el lujo) hasta la base, donde menudean los
sicarios de gimnasio y palillo en los dientes, que cuentan con la colaboración
de algunos policías corruptos (a quienes les gusta “probar” la mercancía humana
que va llegando). Un escenario de náusea que J. R. Barat organiza
habilidosamente en una novela que, con justicia, se alzó con el premio Ciudad
de Salamanca, y que ahora publica con gran elegancia Ediciones del Viento.
domingo, 4 de mayo de 2014
Narval
Nunca sabemos, exactamente, por qué viajamos. Es
posible que, a veces, conozcamos la causa aparente, pero es menos probable que
seamos conscientes de la real. Marcos de Constantinopla es, en el año 600 d.C.,
un rico senador bizantino que ve su vida alterada tras la contemplación de un
hermoso códice, en el cual observa la figura enigmática de un narval. Horas más
tarde, en el transcurso de una fiesta que se celebra en su casa, uno de los
invitados (Aulio) le lanza un estruendoso reto: ¿acepta viajar hasta la
septentrional Thule y regresar, en el plazo de un año, con el cuerno prodigioso
de dicha criatura? Dominado por el espíritu de la aventura, o por la soberbia,
o quién sabe por qué interna pulsión, el griego acepta el compromiso. Le
acompañarán en su viaje la esclava africana Makeba y una serie de marineros que
contrata para afrontar la larguísima travesía. Durante los siguientes meses, se
ofrecerán ante sus ojos centenares de paisajes nuevos (el monte Parnaso, la
fuente Castalia, el Etna, la isla de Lesbos, Kallaris, las Baleares, Cartagena,
Toledo…) y un elenco de personajes de tan variada condición que los lectores
disfrutarán y aprenderán con ellos innumerables perfiles del alma humana: el
traidor reconvertido Lajos, la ambición notoria y criminal de Rinaldo, la
poesía que mana del corazón del vate Apolo, etc (quien desee un somero
recorrido por los principales puede acudir al capítulo LXVI, donde figuran
enumerados). En ese viaje disparatado y condenado al fracaso casi desde el
inicio reinarán en ocasiones el desánimo y en otras la euforia de los
participantes (“¡Marcos, eres el nuevo Jasón! ¡Nosotros somos los nuevos
argonautas! ¡Nuestro vellocino de oro es ese Unicornio del Mar: el Narval!”,
p.96), pero lo más importante de todo es, a mi juicio, el proceso de depuración
y aprendizaje que se obra en el espíritu de sus protagonistas, quienes
advertirán la luz derramándose por su interior. Constantino, en la página 111,
le revela a Marcos una de las claves de su comportamiento: “Viajas para
demostrar que la Poesía
vale más que el Comercio. Es una manera de hacer valer la Areté. Las causas
materiales de la apuesta son apariencia. Lo sustantivo es esto: crees más en la
emoción que en la razón”. Y es verdad: Marcos no necesita ganar la apuesta de
Aulio (es rico, como Samuel le recuerda en el capítulo LXXXIII), con lo cual el
viaje desde Bizancio hasta Thule se transforma en una sorprendente metamorfosis
espiritual: se descubrirá a sí mismo y, en el camino, descubrirá los valores
auténticos de la fe, la amistad o el amor. El mismo Marcos lo asumirá en la
página 449: “En Toledo había empezado otra apuesta. Esta vez consigo mismo. Y
tenía más empeño en ganarla que la anterior. Era el verdadero sentido del
Conócete a ti mismo de Delfos”. En esta novela, escrita por un enamorado del
mar, la historia y la cultura clásica, nos espera un festín literario de
primera magnitud, en el que encontraremos sugerentes usos arcaicos (empero,
cabe), adjetivaciones llenas de esplendor, verbos sorprendentes (“Una
voluminosa verruga que injuriaba su sien”, p.9), escenas sexuales de bella
textura (las desarrolladas entre Marcos y Makeba) y frases de una elegancia
asombrosa (para describir un estado posterior al orgasmo se nos dice de una
mujer que “se dejó flotar nadamente en el dulce sopor del trascendental
después”, p.308). Conviene aproximarse a este medio millar de páginas con la
paciencia de quien espera bellezas de un texto porque aquí, sin duda, las
encontrará.
viernes, 2 de mayo de 2014
Déjame que te cuente
Leo con agrado las eficaces propuestas que Antonio
Crespo reúne en su tomo Déjame que te
cuente (Real Academia Alfonso X el Sabio, 2008). Son docena y media de
relatos donde no se persigue por parte del autor ningún mecanismo textual
revolucionario y donde no se exhibe un léxico deslumbrante, pero que terminan
por seducir a los lectores a fuerza de ternura, sencillez y buenos argumentos.
Es como si Antonio Crespo pretendiera reivindicar una especie de adanismo
fabulador, en el que se dejasen de lado algunos de los trampantojos que nos
vendido la modernidad literaria, en beneficio de lo que siempre ha sido
esencial en la narrativa: contar bien una historia buena. Y ya está. En ese
orden, hay que reconocer que este breve volumen resulta ejemplar.
“Maldonado, 7, 1º” entrega el protagonismo de sus
páginas a un escritor que inventó una historia ambientada en esa calle de
Valladolid y que luego, por un azar mágico de las letras, le sirvió para
encontrar allí a su esposa; “El castigo” se centra en las últimas horas de
Sodoma, antes de que el fuego calcine los pecados de la ciudad (es un episodio
homosexual entre Aarón y el marinero Saraya); “Noche de San Juan” nos explica
el milagroso comportamiento de las flores de los jazmineros que, esa noche
especial, mueven sus pétalos para formar cruces; “Notas de piano” incorpora una
pincelada humorística: un joven universitario que escucha los progresos
musicales de una intérprete de piano descubrirá a la postre que no se trata de
una romántica y rubia adolescente, como él imaginó, sino de una venerable
anciana; “Cartas cruzadas” tiene como ejes a dos personas ya octogenarias
(Evaristo y Matilde) que se cartean durante meses fingiendo ser quinceañeros;
“El doble” nos introduce en el cenagoso mundo de las identidades confusas; “Una
larga espera” nos asombra con la paciencia infinita de Trinidad, una mujer que
espera tenaz a su marido, desaparecido nueve años atrás en una jornada de
pesca; “El odiado” nos muestra cómo el rencor y la venganza pueden verse
atemperados por la racionalidad y el paso del tiempo; y “La limpiadora” nos
muestra a una anciana que cuida con especial atención una sala del museo: la
que cobija los cuadros de Torres Romeral, un artista bohemio que la usó a ella
como modelo... y que la amó.
Historias hermosas, cautivadoras y de planteamiento
nada alambicado, que me ha gustado leer. Recomendables para una tarde de
limpieza mental.
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