jueves, 29 de mayo de 2014

Conversación con las Catedrales



Mario Vargas Llosa y Jorge Luis Borges. Jorge Luis Borges y Mario Vargas Llosa. Dos de los escritores más lúcidos, exitosos y brillantes del siglo XX. Dos polemistas de rango planetario. Dos tótems sagrados de la literatura contemporánea. Dos intelectuales que lo han dicho todo y sobre los que, en apariencia, todo se ha dicho. Pero como esas sorprendentes minas que siempre guardan una reserva ignota de oro, o como esa chistera de prestidigitador de la que brotan inesperadas palomas, he aquí que el uruguayo Rubén Loza nos entrega, gracias al sello Funambulista, un delicioso volumen donde recopila charlas y consideraciones de interés sobre ambos escritores, que aportan novedades y ángulos inesperados sobre los dos genios. El tomo se titula Conversación con las Catedrales (Encuentros con Vargas Llosa y Borges) y presenta un agradable formato de bolsillo, que se completa con el agrado de su contenido, lleno de anécdotas e informaciones golosas. La presentación que firma el propio Loza no puede ser más gráfica: “Uno y otro hablan de la literatura, de cómo escriben sus cuentos y sus poemas, del goce de la lectura, del germen de muchos de sus libros, del mundo en que vivimos, de la política, de la libertad y la democracia, así como de la falta de ambas, y también del compromiso del escritor con su tiempo, del regocijo de estar vivos, sobre la posibilidad de soñar y la capacidad de admirar” (p.14). ¿Se puede concebir una presentación más tentadora? Pero es que luego las páginas posteriores no desmerecen de tan primoroso arranque… Vargas Llosa reconocerá que siempre pensó en Borges como el más justo ganador del premio Nobel (p.27), califica de “pedestre” al presidente norteamericano George Bush (p.42), se muestra convencido de que Juan Carlos Onetti “va a pasar ese examen definitivo que es la prueba del tiempo” (p.69) y comenta su particular sistema de escritura, tan metódico como eficaz. Jorge Luis Borges queda retratado como un gigante de las letras, que jamás tuvo suerte en el amor, al que desdeñaron estúpidamente desde la Academia Sueca y que siempre hizo gala de un sentido del humor más hondo del que pudiera pensarse. Un ejemplo lo tenemos en la página 193: “Invitado a Rosario (Argentina) a dar una conferencia, cuando esta finalizó (era al mediodía y los invitados entraban al salón principal donde se había servido el almuerzo), Borges pasó al baño a lavarse las manos; abrió el grifo y cayó una gota de agua y luego otra y después otra. Inquietos fueron por él, y le preguntaron: ¿Qué pasa, Borges, no sale agua? Borges, inmutable, respondió: Sí; pero con escrúpulos”... No es extraño que con secuencias como ésta el libro de Rubén Loza resulte tan interesante y tan ameno. Merece ser leído, créanme.

martes, 27 de mayo de 2014

Las adivinaciones



De vez en cuando me apetece coger un libro de poesía, sentarme en un sillón cómodo, rodearme de todo el silencio posible, tener a mano una taza humeante de café y, simplemente, leer. Sin tomar notas, sin pensar que podría hacerle una reseña en un periódico o en una revista. Leer en silencio porque sí, por el gusto de recuperar al adolescente que cogía sus primeros volúmenes en la biblioteca de Blanca o en su cama y dejaba que las horas pasaran con lentitud invisible. Y si digo que me gusta realizar esos experimentos con la poesía es porque cuando cojo una novela me siento siempre tentado de ir resumiendo su argumento, ir trazando el perfil de sus protagonistas... La poesía es más pura, más despojada, más autónoma. Burbujas de palabras y de pensamiento, que te emocionan o te dejan indiferente.

Esta vez he pactado esa tregua con José Manuel Caballero Bonald y su libro Las adivinaciones (Adonais, 1952). Y me ha llevado una tarde entera. Ahora, puesto delante del teclado, podría recurrir a cuanto sé sobre el poeta gaditano, sobre sus premios e influencia en la literatura española, pero no haré nada por el estilo. Diré simplemente que durante muchos instantes de esta lectura me ha asaltado la Belleza y que con algunos de sus versos me he quedado flotando, con la mirada perdida en el vacío. Entiendo, pues, que el mejor comentario que le puedo tributar a este conjunto de poemas es copiar aquí esas líneas y que quede constancia de mi admiración. El resto sería manchar unas horas de gran pureza con palabras bastardas. Y no me apetece. Quedémonos, tan sólo, con esos versos de Caballero Bonald: “El pecho inextinguible de la muchacha amada”. “Entra la noche como un trueno / por los rompientes de la vida”. “Reúno en mi memoria las vidas que he amado, / los sitios donde estuve, los libros que habité, / toda la realidad y sueño en que consisto”. “Eso es vivir: ir olvidando”. “Soy lo que he sido”. “Nada me pertenece / sino aquello que perdí”.

sábado, 24 de mayo de 2014

La oscuridad infernal



Existe un porcentaje de escritores —muy pequeño, en realidad— que, olvidando la habitual pátina de egoísmo que la creación estética comporta, reservan una parte de su tiempo y de su entusiasmo a las obras de otros autores, que leen con fruición y que comentan con largueza. Y lo más asombroso del asunto es que tal enajenación no merma su ritmo de escritura, que es tenaz y laborioso. Francisco Javier Illán Vivas (Molina de Segura, 1958) pertenece a ese segmento de intelectuales. A sus tareas de vate, cuentista y novelista une, sin aparente fatiga, las de antólogo, reseñista, presentador, editor y prologuista de un buen número de piezas ajenas.
Pero si hoy viene hasta aquí, una vez más, es por la aparición en el sello ADIH (Asociación de Divulgaciones e Investigaciones Históricas) de su esperada novela La oscuridad infernal, que constituye la última entrega de la saga “La cólera de Nébulos”. La primera de sus partes (La Maldición) apareció en 2004; la segunda (El rey de las Esfinges), en 2008. Con este volumen se cierra la trilogía fantástica y, como es natural, continúa la línea de los anteriores a la hora de presentarnos ciudades míticas, guerreros legendarios afectados por maldiciones, monstruos inimaginables y aventuras constantes. La fantasía de Francisco Javier Illán Vivas, patente desde las primeras páginas de La Maldición, se mantiene pujante hasta el final de la serie, sometiendo a todos sus lectores a un ritmo vertiginoso de sucesos que se van encadenando sin interrupción. No hay tregua para las sorpresas y para los giros narrativos, que pueblan La oscuridad infernal hasta el punto final.
Pero los ingredientes que nutren esta sólida obra no se quedan en lo meramente imaginativo, sino que también podemos detectar en los diversos capítulos de la novela una amplia selección de referencias culturales (europeas, americanas y asiáticas), incardinadas en el cuerpo de la obra con tino, oportunidad y una elegancia nada chirriante: las apacibles aguas del Cocito, a las que refirió más de una vez Dante Alighieri (p.47); las menciones a las puertas del Orco (p.78); la variada proliferación de sátiros, faunos, silenos, centauros y sirenas (p.118); la aparición del Tártaro, ese abismo insondable donde fueron arrojados los titanes para recibir su castigo (p.199); la aproximación al Walhalla, el salón de los muertos de la mitología nórdica (p.223); la laguna Estige o Estigia (p.258); la figura espeluznante del barquero Caronte (p.267)... El murciano Francisco Javier Illán Vivas mezcla todas esas menciones y las pone habilidosamente al servicio de su narración, logrando como resultado una historia atractiva, que no defraudará a sus incondicionales.

Hace tres años, aproximadamente, cuando reseñé en este mismo lugar la primera entrega de esta dilatada trilogía, acababa mi comentario con unas palabras que hoy quisiera reproducir: «Bien harían los amantes de Tolkien y otros novelistas fantásticos acercándose a las páginas de Francisco Javier Illán Vivas. Es más que probable que encontrasen en ellas muchos motivos para aficionarse a este escritor, tan pletórico de recursos como convincente». Sigo pensando lo mismo. Creo que estamos ante una de las personas que más esfuerzo han puesto en la Región por levantar una cosmogonía de héroes y de traidores, de monstruos y de asechanzas, de palacios y de desiertos, de mezquindades y de triunfos. Y como fondo, siempre, las pulsiones más hondas de la especie humana.

jueves, 22 de mayo de 2014

Carta de una desconocida



Hay una magia y un fulgor especiales en los amores secretos. Una persona que adora en silencio a otra, y cuyos labios están sellados, queda envuelta de manera inevitable por una luz trágica, casi sobrenatural; y, a veces, por un dolor también sobrenatural. Todo queda en su interior, hirviendo, dando vueltas, girando sobre sí mismo, tiñéndose de matices y sin poder verterse al exterior.
El vienés Stefan Zweig es el autor de esta Carta de una desconocida, que traduce Berta Conill para el sello Acantilado; y la esencia de la obra se sustenta sobre dicha idea. El protagonista masculino es un escritor famoso, joven y con fama de seductor, que recibe una carta sorprendente en la que una mujer (la otra protagonista de la novela) que acaba de perder a su hijo le explica que siempre ha estado enamorada de él. Desde que era una niña. Poco a poco, ella le irá haciendo revelaciones sobre los vínculos que los han unido durante años (“Lo único que te pido es eso, que creas todo lo que te cuento: una no miente en la hora de la muerte de su único hijo”) y acaba por detallarle un buen número de encuentros sentimentales y hasta sexuales que mantuvieron... sin que él logre recordarlos.
En esa línea de confesiones y sorpresas, la mujer reconocerá ante su ídolo amoroso, sin orgullo y sin vergüenza, que llegó a pagar la educación de su hijo entregándose a amantes ricos (“Me ganaba el cariño de todos aquellos a los que me ofrecía, todos me han estado agradecidos, me han dado afecto, todos me han querido... ¡Tú no, tú eres el único que no me ha querido!”), y que la mera limosna de haber compartido algunas horas de su vida con él ha sido suficiente para que no se considere una amargada.

¿Amor, obsesión? Difícil resulta etiquetar los sentimientos de esta mujer tierna, entregada y sumisa, que no duda a la hora de idealizar  —casi deificar— al hombre del que se enamoró siendo una cría. Aparcados los prejuicios machistas y feministas, la lectura se torna deliciosa. Melancólica también, pero sobre todo deliciosa. Prueben.

martes, 20 de mayo de 2014

Carta al padre



Después de leer por segunda vez la Carta al padre, del atormentado Franz Kafka (la primera fue durante mi época universitaria), sigo sin tener un concepto claro sobre el espíritu que la anima. No sé si pretendía en estas páginas elaborar un memorándum, expeler un gargajo, mechar una venganza a fuego lento, limpiar su conciencia o construir una ficción que acreciese su leyenda de torturado. No lo sé, francamente. No dudo del dolor infantil o vital del escritor checo, pero quizá sí resulte legítimo dudar de sus dimensiones oceánicas. El dibujo que Franz nos deja es, admitámoslo, inequívocamente maniqueo, por más que finja ecuanimidad. Nos ofrece ante los ojos a un hombre enérgico, gruñón, malhumorado, déspota, machista, clasista, misógino, que jamás permitió a su hijo sentirse relajado y feliz en su conexión con los demás (“Entre las personas que, en mi niñez, tuvieron para mí alguna importancia, cítame una sola a quien tú no hayas criticado al menos una vez hasta dejarla por los suelos”), que reprodujo clichés educativos que sobre él se habían vertido en la infancia (“Sólo puedes tratar a un niño según te han hecho a ti mismo, con dureza, gritos y cólera, y en tu caso este trato te parecía además muy adecuado”), que se burló sarcásticamente del escritor cuando éste le comunicó su voluntad de contraer matrimonio (alegó que a la muchacha le había bastado con ponerse una blusa bonita para metérselo en el bolsillo) y que, en todo momento, ha constituido para él un obstáculo físico y mental (“A veces imagino el mapamundi desplegado y a ti extendido transversalmente en él. Entonces me parece que, para vivir yo, sólo puedo contar con las zonas que tú no cubres o que quedan fuera de tu alcance. Y estas zonas, de acuerdo con la idea que tengo de tu grandeza, no son muchas ni muy confortables”). ¿Resulta creíble una figura tan deforme? Lo ignoro.
Dos instantes me han llamado la atención, al margen de las estridencias de la duda: el primero es cuando Franz recuerda aquella vez en que, tras desvestirse junto a su padre en una caseta de baño, se sintió intimidado y abochornado por la corpulencia de su progenitor, tan distinta de su flacura coleóptera; el segundo, ese detalle melancólico que acontece cuando, tras rememorar a las dos mujeres con las que pudo casarse y no lo hizo, Franz anota: “Ninguna de las dos muchachas me ha decepcionado, y yo, en cambio, las he decepcionado a las dos”.

El interés literario de estas páginas no pasaría, a mi entender, del aprobado por los pelos.

sábado, 17 de mayo de 2014

Mar de Irlanda



No es muy frecuente, pero en ocasiones ocurre: coges el libro de un autor que no has frecuentado con anterioridad, te propones concederle una parte de tu tiempo, te instalas en un sillón cómodo y abre el volumen por su primera página. La mayor parte de las veces, bostezas en la quinta, vuelves a mirar el nombre del autor y, con suerte, le concedes un margen hasta la diez. Después, reclamado por lecturas u ocupaciones más placenteras, dejas el tomo. Pero en un porcentaje pequeño de los casos resulta que no sucede así. Hoy quiero traer a este recuadro la crónica de una de esas excepciones.
El libro se llama Mar de Irlanda, el autor es Carlos Maleno (Almería, 1977) y el sello que lo lanza al mercado es Sloper (con una preciosa imagen de portada de Julia Geiser). Por su estructura, se diría que son cuentos; pero en la edición se precisa con nitidez que se trata de una novela “disfrazada de libro de relatos en los que todo está conectado”. De ahí que te acerques ya con curiosidad a tan ambicioso proyecto. Y pronto quedas anonadado, porque te encuentras con alguien que afirma proceder del planeta Lux; con mujeres muertas que sin embargo parecen estar vivas, porque aparecen y desaparecen con guadiánica frecuencia; con hombres que se hacen enterrar vivos con una máscara de Felipe González puesta sobre la cara; con llamadas telefónicas que son respondidas desde el más allá; con vendedores de aspiradoras que esconden el maravilloso don de resucitar a los muertos, siempre que sean recientes; con mujeres de gran belleza, que se parecen a Nastassja Kinski y que quizá lo sean; con chicas que hacen autoestop, o que esparcen por el suelo los huesecillos blanqueados de todos los gatos que han ido teniendo durante su vida, o que regalan libros de Ray Loriga con un buen montón de líneas subrayadas, o que golpean a otras hasta matarlas, o que son Cristo; con muchachos tristes que leen a Robert Walser y se pasean por acantilados donde el mar golpea con furia o languidez; con seres desnortados que viajan hasta Ushuaia, la ciudad más austral del planeta; con doscientas mujeres desnudas (que en realidad no son mujeres) arrodilladas en un prado de Wisconsin; y con mil asombros más, que el autor combina de manera singular.
Podrá parecer que estamos ante una novela disparatada o juvenil, en la que el autor despliega sus armas narradoras con la única intención de epatarnos; pero no es así. Les puedo asegurar que, pese a lo que piensen los ingenuos (o los listillos), es relativamente fácil discernir en el libro de un debutante si sus propuestas son grano o paja, ganga o mena. Hay una música, un brillo, un fondo que los lectores avezados descubren pronto. Mar de Irlanda es una novela mercúrica, escurridiza, que crees tener asida con firmeza y que de pronto gira, te da esquinazo, se camufla, te sorprende con una pirueta. Y cuando crees que se está burlando de ti y te dispones a cerrarla, un guiño nuevo, un mohín cómplice, una caída lánguida de ojos... y te dejas llevar otra vez.

No conozco personalmente a Carlos Maleno. Nunca había leído una página suya. Pero desde ahora ya sé quién es. Me ha deslumbrado su tarjeta de visita.

miércoles, 14 de mayo de 2014

A media página



Pese al descrédito que suelen tener los libros misceláneos entre el común de los lectores (que los identifica con una especie de cajón de sastre), a mí me gustan mucho. De ahí que no dudase a la hora de sumergirme en uno firmado por —ni más ni menos— el madrileño Medardo Fraile. Y el volumen, con la excepción de la parte final (un anodino aunque respetable paseo que podría haberse titulado “Cuánto me gusta este libro”) y de algunos chirridos ortográficos que presenta el tomo (“Humberto Eco” en la página 222 o “Eliazer Cansino” en la 255), me ha resultado satisfactorio por muchas razones: su sentido del humor (“Es bien sabido que en este país se lee poco. Una solución sería rebajar nuestras ambiciones y, en vez de recomendar que se lean libros, aconsejar que sólo se lean capítulos. El editor podría enfajar el libro diciendo: «No se lea este tocho si no quiere, pero no se pierda usted los capítulos tal y tal»”, p.34), su ironía culta (afirma que el tiempo que se emplea en leer a escritores mediocres o completar sudokus se podría utilizar para estudiar Latín, Arte o Filosofía), su desdén por las exageraciones futbolísticas (“Faltan hinchas de la cultura y es evidente que nos sobran hinchas del deporte”, p.88), su convencimiento de que no siempre dirigimos la vista hacia lo importante (“El cosmos nos abre tiendas de delikatessen todos los días, pero no las queremos”, p.164), algunos juicios literarios significativos (“Flaubert, el escritor que menos pudo soportar la estupidez humana”, p.193) o su admiración por quienes desempeñan con fervor su actividad profesional (“No hay más ley de enseñanza que profesores de ley”, p.234).

Medardo Fraile, buen cuentista y buen ensayista, siempre regala horas dichosas a sus lectores. Recomendable.

domingo, 11 de mayo de 2014

Esta sombra no es mía



Durante algún tiempo se ha querido ofrecer en la literatura española la imagen absurda de que los autores, cuanto más jóvenes, más admirables resultaban: la adolescente que publicaba su primer volumen a los catorce años (Violeta Hernando, se llamaba la criatura); el chico desgarrado que le ofrecía al mundo su imprescindible narración llena de garitos, cerveza y eructos verbales (José Ángel Mañas, Ray Loriga y cualquiera que ustedes deseen añadir); o el prometedor zagalote que nos entrega su primera novela histórica antes de llegar a la mayoría de edad (Javier Rivas). Como contrapeso, las figuras de Alberto Méndez o Gonzalo Hidalgo Bayal, que no se han hecho presentes en las librerías hasta rozar las fronteras de la senectud, después de que la vida haya decantado su prosa.
Juan Serrano (Yecla, 1943) nos ofrece hoy, desde el sello zaragozano Lecturas Hispánicas, su amplia colección de relatos Esta sombra no es mía, compuesta por más de un centenar de narraciones. En ellas se observa que el autor, usando un lenguaje sencillo (no desprovisto de carga simbólica en algunas ocasiones), es capaz de construir un buen número de fabulaciones que giran alrededor de varios temas básicos: el amor, el paso del tiempo, el azar, las injusticias de la vida… e incluso el sentido del humor (presente en historias como “Paco Pijo”). Adentrándose en la lectura de estos cuentos uno descubre las insensateces que pueden cuajar en el mundo moderno (“Felices los pobres”); las posibilidades que tenemos a mano para acometer asesinatos simbólicos (“Al estilo bonzo”); las controversias legales que pueden brotar de una decisión generosa (“Antrópolis”); los crueles giros que puede dar la existencia en el transcurso de unos pocos años (“Delgado como un espárrago”, “Okupa calcinado”), las carambolas agridulces que nos puede reservar la vida (“La niña de mis ojos”)… Y luego, también, la respuesta a algunas interrogaciones chocantes: ¿qué siente un arquitecto al que se invita a remodelar el hogar de Belcebú? (“Los pilares del infierno”); ¿qué ocurre cuando se tala un árbol donde unos enamorados han grabado sus iniciales? (“Beso pasajero”); ¿y si en un velatorio, mientras cierras los párpados rebeldes del difunto, descubrieras en ellos el número de tu DNI, como una acusación de asesinato? (“Los ojos del muerto”).
Pero el tema más frecuentado por el autor es, sin duda, la mujer maltratada. A veces, se presenta en forma de violación (“El cuco vacío”); otras veces, el abuso físico se traduce en una amnesia que la marcará irremediablemente (“María del Olvido”), que la llevará hasta el diván curativo de un terapeuta (“Cura te ipsum”) o que la conducirá hasta los taludes del crimen (“No más lentejas”); en otras, la infidelidad del esposo la volverá una persona infeliz, amargada y metida en sí misma (“La piedra del Arabí”).

Decía el excéntrico J.D.Salinger que lo peor que podía hacer un escritor es ver publicado su libro, porque eso desvirtuaba la relación de pureza que existía entre un creador y sus páginas. Por fortuna para los lectores, ni Flaubert, ni Cervantes, ni Dostoievski, ni Antonio Muñoz Molina, se han guiado nunca por tan aparatosa boutade; y eso nos ha permitido disfrutar de sus obras. Disfruten ustedes ahora de Esta sombra no es mía, porque será difícil que en este volumen de más de trescientas páginas no encuentren bastantes historias de su agrado.

jueves, 8 de mayo de 2014

Infierno de neón



Estamos en el sureste español, entre las provincias de Murcia y Almería. Unas chicas que ejercen la prostitución y que están hartas de las sevicias inhumanas que padecen desde hace tiempo han optado por poner en peligro sus vidas y huir de los proxenetas que las explotan. Pero la organización que las reclutó con engaños es poderosa y sus métodos son tan expeditivos como incontestables: el primer intento de fuga se castiga con mutilaciones, palizas o violaciones con perros. Ellas ya han padecido esas abruptas represalias. Ahora abordan el desesperado segundo intento; y el castigo (lo saben) es la muerte.

Hasta aquí, nada que escape al brutal panorama que una buena novela negra puede dibujar como arranque. Pero el valenciano Juan Ramón Barat (Borbotó, 1959) introduce como involuntario testigo de estos crímenes a Matías Vidal, un profesor de filosofía que atraviesa una situación personal de lo más aciaga (su mujer lo ha abandonado para irse con un banquero, y se ha llevado a su hijo) y que descubre con asombro y con horror a las dos víctimas, unas de ellas agonizante. A partir de ese momento, su existencia dará un vuelco, porque los asesinos intentarán dar con él para eliminar a tan incómodo testigo. Sólo contará, ahora, con la ayuda fiel de dos personas: el inspector Corrales (un perro viejo que no ha perdido sus ideales juveniles) y su amigo Quasimodo (poeta y bohemio, de enorme generosidad). Gracias a ellos le resultará menos complicado atravesar ese infierno de persecuciones, intentos de asesinato, allanamientos de morada y pánico constante que se ciernen sobre él. Hasta que, de pronto, como una luz pentecostal que le llegase de lo alto, Matías descubre que debe cumplir una misión: si su vida está destrozada, si él se siente zarandeado por el oleaje y condenado a sufrir, ¿por qué no intenta ayudar en la lucha contra esos proxenetas? ¿Por qué no colabora con el inspector Corrales (o trabaja por libre) para combatir esa plaga? ¿Qué tiene que perder? ¿No es posible que, ayudando a esas mujeres esclavizadas, se libere él mismo y encuentre una verdad que lo redima y le dé sentido? Realmente, no sé si estamos tan sólo ante una novela negra. Yo creo que su propósito va más lejos... Mucho más lejos. Juan Ramón Barat nos ofrece en estas páginas una historia de humillados y ofendidos, de perdedores, de derrotados por la vida, de náufragos. Seres que rozaron o creyeron rozar la felicidad y que infaustamente la vieron alejarse sin remedio: chicas centroeuropeas que buscaban el dinero necesario para casarse con su novio del pueblo; chicas sudamericanas que creyeron venir a España para cuidar niños y que se vieron de pronto violadas, prostituidas y con sus documentos legales requisados; profesores de filosofía que, expulsados de un matrimonio sedante, conocieron el desierto del abandono y de la soledad; policías que, al borde de la jubilación, se encuentran hartos de que su trabajo contra el crimen se haya visto durante décadas torpedeado por intereses políticos, económicos y judiciales… Y, en el otro lado de la balanza, los feroces responsables del Mal, ordenados piramidalmente: desde la cúspide (donde se encuentran don Carlos y Cesare Parelli, habituados a la impunidad y el lujo) hasta la base, donde menudean los sicarios de gimnasio y palillo en los dientes, que cuentan con la colaboración de algunos policías corruptos (a quienes les gusta “probar” la mercancía humana que va llegando). Un escenario de náusea que J. R. Barat organiza habilidosamente en una novela que, con justicia, se alzó con el premio Ciudad de Salamanca, y que ahora publica con gran elegancia Ediciones del Viento.

domingo, 4 de mayo de 2014

Narval



Nunca sabemos, exactamente, por qué viajamos. Es posible que, a veces, conozcamos la causa aparente, pero es menos probable que seamos conscientes de la real. Marcos de Constantinopla es, en el año 600 d.C., un rico senador bizantino que ve su vida alterada tras la contemplación de un hermoso códice, en el cual observa la figura enigmática de un narval. Horas más tarde, en el transcurso de una fiesta que se celebra en su casa, uno de los invitados (Aulio) le lanza un estruendoso reto: ¿acepta viajar hasta la septentrional Thule y regresar, en el plazo de un año, con el cuerno prodigioso de dicha criatura? Dominado por el espíritu de la aventura, o por la soberbia, o quién sabe por qué interna pulsión, el griego acepta el compromiso. Le acompañarán en su viaje la esclava africana Makeba y una serie de marineros que contrata para afrontar la larguísima travesía. Durante los siguientes meses, se ofrecerán ante sus ojos centenares de paisajes nuevos (el monte Parnaso, la fuente Castalia, el Etna, la isla de Lesbos, Kallaris, las Baleares, Cartagena, Toledo…) y un elenco de personajes de tan variada condición que los lectores disfrutarán y aprenderán con ellos innumerables perfiles del alma humana: el traidor reconvertido Lajos, la ambición notoria y criminal de Rinaldo, la poesía que mana del corazón del vate Apolo, etc (quien desee un somero recorrido por los principales puede acudir al capítulo LXVI, donde figuran enumerados). En ese viaje disparatado y condenado al fracaso casi desde el inicio reinarán en ocasiones el desánimo y en otras la euforia de los participantes (“¡Marcos, eres el nuevo Jasón! ¡Nosotros somos los nuevos argonautas! ¡Nuestro vellocino de oro es ese Unicornio del Mar: el Narval!”, p.96), pero lo más importante de todo es, a mi juicio, el proceso de depuración y aprendizaje que se obra en el espíritu de sus protagonistas, quienes advertirán la luz derramándose por su interior. Constantino, en la página 111, le revela a Marcos una de las claves de su comportamiento: “Viajas para demostrar que la Poesía vale más que el Comercio. Es una manera de hacer valer la Areté. Las causas materiales de la apuesta son apariencia. Lo sustantivo es esto: crees más en la emoción que en la razón”. Y es verdad: Marcos no necesita ganar la apuesta de Aulio (es rico, como Samuel le recuerda en el capítulo LXXXIII), con lo cual el viaje desde Bizancio hasta Thule se transforma en una sorprendente metamorfosis espiritual: se descubrirá a sí mismo y, en el camino, descubrirá los valores auténticos de la fe, la amistad o el amor. El mismo Marcos lo asumirá en la página 449: “En Toledo había empezado otra apuesta. Esta vez consigo mismo. Y tenía más empeño en ganarla que la anterior. Era el verdadero sentido del Conócete a ti mismo de Delfos”. En esta novela, escrita por un enamorado del mar, la historia y la cultura clásica, nos espera un festín literario de primera magnitud, en el que encontraremos sugerentes usos arcaicos (empero, cabe), adjetivaciones llenas de esplendor, verbos sorprendentes (“Una voluminosa verruga que injuriaba su sien”, p.9), escenas sexuales de bella textura (las desarrolladas entre Marcos y Makeba) y frases de una elegancia asombrosa (para describir un estado posterior al orgasmo se nos dice de una mujer que “se dejó flotar nadamente en el dulce sopor del trascendental después”, p.308). Conviene aproximarse a este medio millar de páginas con la paciencia de quien espera bellezas de un texto porque aquí, sin duda, las encontrará.

viernes, 2 de mayo de 2014

Déjame que te cuente



Leo con agrado las eficaces propuestas que Antonio Crespo reúne en su tomo Déjame que te cuente (Real Academia Alfonso X el Sabio, 2008). Son docena y media de relatos donde no se persigue por parte del autor ningún mecanismo textual revolucionario y donde no se exhibe un léxico deslumbrante, pero que terminan por seducir a los lectores a fuerza de ternura, sencillez y buenos argumentos. Es como si Antonio Crespo pretendiera reivindicar una especie de adanismo fabulador, en el que se dejasen de lado algunos de los trampantojos que nos vendido la modernidad literaria, en beneficio de lo que siempre ha sido esencial en la narrativa: contar bien una historia buena. Y ya está. En ese orden, hay que reconocer que este breve volumen resulta ejemplar.
“Maldonado, 7, 1º” entrega el protagonismo de sus páginas a un escritor que inventó una historia ambientada en esa calle de Valladolid y que luego, por un azar mágico de las letras, le sirvió para encontrar allí a su esposa; “El castigo” se centra en las últimas horas de Sodoma, antes de que el fuego calcine los pecados de la ciudad (es un episodio homosexual entre Aarón y el marinero Saraya); “Noche de San Juan” nos explica el milagroso comportamiento de las flores de los jazmineros que, esa noche especial, mueven sus pétalos para formar cruces; “Notas de piano” incorpora una pincelada humorística: un joven universitario que escucha los progresos musicales de una intérprete de piano descubrirá a la postre que no se trata de una romántica y rubia adolescente, como él imaginó, sino de una venerable anciana; “Cartas cruzadas” tiene como ejes a dos personas ya octogenarias (Evaristo y Matilde) que se cartean durante meses fingiendo ser quinceañeros; “El doble” nos introduce en el cenagoso mundo de las identidades confusas; “Una larga espera” nos asombra con la paciencia infinita de Trinidad, una mujer que espera tenaz a su marido, desaparecido nueve años atrás en una jornada de pesca; “El odiado” nos muestra cómo el rencor y la venganza pueden verse atemperados por la racionalidad y el paso del tiempo; y “La limpiadora” nos muestra a una anciana que cuida con especial atención una sala del museo: la que cobija los cuadros de Torres Romeral, un artista bohemio que la usó a ella como modelo... y que la amó.

Historias hermosas, cautivadoras y de planteamiento nada alambicado, que me ha gustado leer. Recomendables para una tarde de limpieza mental.