miércoles, 30 de diciembre de 2015

Evangelios apócrifos



Siempre me han llamado la atención los Evangelios apócrifos, así que aprovechando que tengo una edición en tres volúmenes de la Biblioteca Jorge Luis Borges me he animado a recorrerlos durante un par de meses con un lápiz y con silencio... En estos volúmenes, traducidos por Edmundo González-Blanco, me encuentro con muchos detalles que llaman mi atención, y que trataré de reflejar en un par de páginas. Obviaré, como es lógico, todos los aspectos sobradamente conocidos de la doctrina cristiana (los milagros más repetidos, las frases más recordadas, las anécdotas mil veces explicadas), para centrarme en los detalles pequeños, curiosos o que, simplemente, me han sorprendido con mayor fuerza.
Por ejemplo, en El Protoevangelio de Santiago figura una secuencia (capítulo III) que recuerda mucho a la pieza teatral La vida es sueño, de Calderón de la Barca: Ana mira a su alrededor y se pregunta si ella es semejante a los pájaros del cielo, a las bestias de la Tierra, etc. En El evangelio del Pseudo-Mateo sorprende la actitud colérica y repelente de un niño Jesús que, habiendo contemplado cómo otro niño le rompe un juego, dictamina: “Grano execrable de iniquidad, hijo de la muerte, oficina de Satán, a buen seguro que el fruto de tu semilla quedará sin fuerza, tus raíces sin humedad, tus ramas áridas y sin sazonar. Y en seguida, en presencia de todos, el niño se desecó y murió” (cap. XXVIII). También en éste se nos habla de un maestro que, tras golpear al niño Jesús porque no obedece sus instrucciones, cae fulminado (cap. XXXVIII). Son escenas que anonadan por su salvajismo. En El evangelio de la natividad de María aparece una frase donde la homosexualidad (y ojo, porque la frase tene miga) queda liberada de toda culpa desde el punto de vista religioso: “Dios es vengador del pecado, mas no de la naturaleza” (cap. III). En Historia de la infancia de Jesús según Santo Tomás brilla una sentencia donde se condena la palabrería vacua: “Nada puede salir de ti, más que palabras, y no sabiduría” (cap. VI). En El evangelio árabe de la infancia se explica que la Virgen María entregó a los Reyes Magos un pañal usado de Jesús y que éstos lo tomaron con gran alegría y lo besaron con gratitud (caps. VII-VIII). En El evangelio armenio de la infancia se asegura que la madre de Jesús aceptó ser fecundada por el Espíritu Santo tras muchas dudas y vacilaciones, y que por fin el soplo divino “penetró en ella por su oreja” (cap. V) En el mismo texto se nos explica qué regalos ofrecieron al recién nacido los Reyes Magos: “El primer rey, Melkon, aportaba, como presentes, mirra, áloe, muselina, púrpura, cintas de lino, y también los libros escritos y sellados por el dedo de Dios. El segundo rey, Gaspar, aportaba, en honor del niño, nardo, cinamomo, canela e incienso. Y el tercer rey, Baltasar, traía consigo oro, plata, piedras preciosas, perlas finas y zafiros de gran tamaño” (cap. XI). Igualmente se nos refiere cómo Jesús estiró un tablón de madera con sus manos, para que su padre pudiera terminar una obra que tenía encomendada (cap. XX) o que lo pusieron de aprendiz con un tintorero porque no había forma de que aprendiese oficio alguno, dada su manifiesta torpeza (cap. XXI).
En El evangelio de la venganza del Salvador se nos ofrece un retrato bastante sangrante del emperador romano Tiberio (“Era un insensato, lleno de fiebres y de úlceras, y con siete géneros de lepra en su cuerpo”, p.327) y en la Historia copta de José el carpintero una afirmación curiosa: que el padre de Jesús tuvo, fruto de su primer matrimonio, seis hijos, y que solamente tras enviudar se casó con la Virgen María. Un poco después, la Historia árabe de José el carpintero, que en muy poco difiere de la anterior, aporta más detalles sobre esta descendencia, al asignarles nombres a sus hijos: Judas, Justo, Jacobo, Simón, Asia y Lidia. Ya de paso, este mismo evangelio nos dice que el carpintero “estaba muy instruido en las ciencias”, lo que constituye una sorpresa en la que nunca insisten los demás textos sagrados. No menos singular es el Tránsito de la Bienaventurada Virgen María, en cuyo capítulo II se afirma que un grupo de judíos “tomaron la cruz de Cristo, y las de los ladrones, y la lanza con que Nuestro Señor fue herido, y sus vestiduras, y los clavos, y la corona de espinas que había sido puesta en su cabeza, y el sudario con que se lo enterró, y los ocultaron en un lugar que mantuvieron secreto” (p.396). Menuda cueva del tesoro para los buscadores de reliquias y menudo filón para los novelistas que quieran redactar un bestseller. Tampoco deja de llamar la atención que algunos ciegos, sordos y mudos, queriendo curar de sus dolencias, “recogieron polvo de los muros de la casa” de la Virgen y lo tomaron disuelto en agua (p.405). Por su parte, nada más empezar los Fragmentos de Evangelios Apócrifos (p.437) se nos indica que la crucifixión de Jesús fue en realidad una ilusión, porque a quien mataron fue a Judas, a quien todos tomaron por el Salvador.
¿Es necesario seguir amontonando curiosidades?

Léanse estos Evangelios apócrifos si quieren disfrutar de otra visión de los personajes y escenas que ya conocen por lecturas, ceremonias religiosas o películas, y les aseguro que encontrarán muchas más curiosidades que les harán sonreír o sorprenderse.

lunes, 28 de diciembre de 2015

La ruta prohibida



Llamadme ingenuo, si queréis. Me da igual. No tengo empacho en reconocer que disfruto como un enano con las películas de buscatesoros (tipo Indiana Jones) y con los libros donde se comentan enigmas históricos, siempre que estén escritos con elegancia y con buena documentación. Es lo que ocurre con La ruta prohibida (y otros enigmas de la Historia), de Javier Sierra, donde me ha fascinado descubrir o redescubrir un elevado número de curiosidades que aparecen rodeadas por la niebla.
Por ejemplo, que existen indicios más que suficientes de que Cristóbal Colón pudo estar en América antes de 1992, siguiendo la ruta trazada por otros; que existe la posibilidad de que los templarios llegaran a América y fueran los hombres de blanco y con barba que allí se asocian a los viracochas; que La Ilíada de Homero está llena de códigos astrológicos; que el célebre cuadro velazqueño de Las Meninas es en realidad una representación astronómica de la constelación Corona Borealis, demasiado meticulosa para ser casual; que la religiosa sor María Jesús de Ágreda protagonizó asombrosas bilocaciones que están muy bien documentadas; que los templarios adoraban al parecer un enigmático cráneo que pudo ser el de Jesús; que los nazis peinaron con todo escrúpulo las inmediaciones de Montségur en busca del Grial; que el novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez era un reputado masón, al igual que lo fueron muchos presidentes de los Estados Unidos (en sus billetes de dólar hay pruebas gráficas que lo demuestran)...

¿Hace falta seguir? En el fondo, me da aproximadamente igual que estas raras historias escondan una verdad histórica o se limiten a ser episodios novelescos bien explotados por los estudiosos. Lo importante es que me mantienen viva la curiosidad por las zonas periféricas; y eso me encanta. Seguiré leyendo libros de esta temática cada vez que quiera evadirme o disfrutar del mundo de la imaginación.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Mujeres de negro



Hay temas que envejecen o que, al menos, se erosionan; y entiendo que ocurre así como Mujeres de negro, de Josefina R. Aldecoa. No se trata, desde luego, de menospreciar la obra, ni muchísimo menos. La novela está escrita con tenue elegancia, su sintaxis es cadenciosa y sus imágenes, nunca estridentes, se sitúan a una buena altura literaria. Pero buena parte de su perfume temático se ha ido diluyendo con el paso de las décadas. Es cierto que la guerra civil y sus terribles consecuencias humanas y sociológicas resultan estremecedoras, y que el drama humano que vivieron sus protagonistas aún no ha sido olvidado. Pero con esta novela me ocurre como me pasa también con algunas canciones de cantautores: que veo su historia demasiado impregnada de cliché.
Josefina R. Aldecoa refiere una historia que quizá sea auténtica, y contenga todo el vigor de la verdad, pero que me huele a convencional: niña de la guerra, padre republicano asesinado por los vencedores, madre maestra, abuela abnegada, exilio mexicano, segundo matrimonio de su madre con un rico terrateniente, vuelta a España de la chica durante la juventud para estudiar en una buena universidad española, concienciación política… No puedo evitar sentir que todo esto ya lo he leído medio millón de veces. Repetición de secuencias. Repetición de formatos. Repetición de enfoques. Nihil novum sub sole.
¿Decepción? No, en modo alguno. Josefina R. Aldecoa organiza hábilmente su historia y la redacta con belleza eficaz. El problema se sitúa más bien en la órbita del “esto ya lo he leído en alguna parte”.
Probaré más adelante con algún otro libro suyo.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Murcia, secretos y leyendas



Este ameno, interesante y espléndido libro de Antonio Botías, cronista oficial de Murcia, comienza —no podía ser de otra forma tratándose de esta tierra— con una aproximación muy interesante a los sistemas de regadío tradicionales, al trasvase Tajo-Segura y a otros temas relacionados con el agua, como la curiosa noticia que apareció en la prensa local en 1954, donde se aseguraba que un científico llamado José Serrano Camarasa había descubierto el modo de que aumentaran las lluvias sin usar procedimientos químicos. En esa línea, la Hoja del Lunes del 20 de agosto de 1979 tituló: “Hay agua para todos”, con lo que se anticipaba al sintagma que tres décadas después se haría harto famoso en nuestra comunidad autónoma.
Después explica con amenidad las industrias de la seda y del pimentón (incluida aquí la curiosa guerra que se produjo en el último cuarto del siglo XIX para evitar los abusos y adulteraciones de este producto), así como los inventos curiosos que surgieron del magín de murcianos. Sirvan como muestra aquel inefable pañal para perros o el innovador “avisador de accidentes para coches” que se mencionan en la página 45 de este volumen.
¿Sabían ustedes que el pastel de carne, una de las cumbres de la gastronomía murciana, estaba ya regulado en las Ordenanzas de Pasteleros de 1695? ¿Y que el célebre pan tumaca catalán fue invento murciano? ¿Y que en Murcia se aprobó en 1889 un Reglamento Especial para la Organización y Vigilancia de la Prostitución? ¿Y que el bandolero Jaime el Barbudo fue despedazado en cinco trozos en la actual plaza de Santo Domingo de Murcia y que se frieron esos cinco trozos, antes de exponerlos en Hellín, Sax, Fortuna, Jumilla y Abanilla? ¿Y que al premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway le robaron la cartera mientras asistía a una corrida de toros en La Condomina, en 1959? ¿Y que el mayor naufragio de la historia del Mediterráneo se produjo frente a las costas del Cabo de Palos, en 1906? ¿Y que Murcia registró en julio de 1876 una noche en que la temperatura se situó en los 34 grados, mientras que por el día rozó los 48? ¿Y que el mayor meteorito jamás registrado en España cayó en Molina de Segura la Nochebuena de 1858? ¿Y que los esfuerzos del ayuntamiento de Murcia para darle al Paseo del Malecón el nombre de Paseo de Menéndez Pelayo resultaron infructuosos? ¿Y que el palacio de los Saavedra tuvo que ser sometido a un exorcismo para liberarlo de un alma en pena o un duende que vagaba por allí? ¿Y qué me dicen de la calavera risueña de la catedral, cuya enigmática desaparición se cuenta entre las páginas 260 y 262, y que bien podría servir como base para una novela de Santiago Delgado?
No hay asunto de la realidad histórica murciana que escape a las indagaciones de este libro delicioso, útil e impagable: el entierro de la sardina, las procesiones de Semana Santa, las fiestas de san Blas, las riadas, la sequía, los aguinaldos, las ejecuciones públicas, los moriscos, los terremotos... Además, cuenta con un número elevadísimo de recortes de prensa y fotografías antiguas que se van incorporando al texto y que lo sazonan de riquísimos matices y poderío comunicativo.
Ya les digo: una obra admirable que dice mucho de la tierra donde vivimos. Y de su autor. Hagan por leerlo.

martes, 22 de diciembre de 2015

La hija de Jezabel



La Historia recuerda a algunos de sus protagonistas por sucesos elogiables, como la invención de una vacuna o el heroísmo que los impulsó a ponerse en peligro para salvar vidas ajenas; a otros, por horrores sin número, que los transforma en engendros inolvidables; y a otros, en fin, por ciertas anécdotas más o menos aparatosas, que consiguen superponerse a cualquier otro detalle que animase o definiese sus vidas y que los dibuja con los rasgos de la infamia, el patetismo o la ridiculez. La familia aragonesa-valenciana de los Borja (italianizados después como Borgia) incluyó a duques, diplomáticos, príncipes, reyes, obispos y hasta papas, pero el esplendor indiscutible de esta poderosa familia no es óbice para que su apellido casi siempre aparezca asociado al mundo de los venenos. ¿Quién no recuerda, en este sentido, el nombre de Lucrecia Borgia, por poner un ejemplo único? Wilkie Collins, en La hija de Jezabel, fabula una historia de misterio y de crímenes partiendo de esta sugerente premisa: ¿qué ocurriría si un químico, profesor universitario y hombre curioso, estuviera trabajando con los venenos más célebres empleados por los Borgia (cuyo secreto nunca se descubrió)? ¿Y qué ocurriría si, tras su muerte, fuera su inescrupulosa viuda (llamada madame Fontaine, aunque se la conoce más bien con el oprobioso nombre de Jezabel, de estirpe bíblica) quien lograra hacerse con los frascos de su esposo? Añadamos más personajes alrededor de éste: Minna, la hija de madame Fontaine, que no puede ser más entrañable, dulce ni perfecta; Fritz, enamorado de la muchacha, pero cuyas relaciones no van a resultar fáciles durante la novela, por diversas oposiciones familiares; la señora Wagner, una atrevida viuda que, después de heredar las empresas de su marido, decide dar la vuelta a una tradición de siglos y ofrecer empleo “a mujeres jóvenes y respetables en departamentos adecuados de la oficina” (p.202), provocando la perplejidad, la suspicacia o la hostilidad de todos los varones de su entorno; Jack Straw, un pobre loco que ha sido liberado del sanatorio mental por la señora Wagner y que esconde entre los pliegues de su pasado un interesante secreto: trabajó al lado del doctor Fontaine cuando él estaba investigando en los aterradores venenos de los Borgia... Y si hablamos de personajes principales, mencionemos también a los que ocupan un discreto segundo plano: el pobre viejo que se enamora otoñalmente de una persona inadecuada; el empleado de un tanatorio, que no cesa de beber y recordar el suicidio de un compañero; los sirvientes que se mueven, británicos y modélicos, alrededor de sus señores sin abrir los labios... ¿Hacen falta más ingredientes para conseguir con esos mimbres una novela impactante? Pues añadan muertes misteriosas, hipocresías sociales, intereses económicos, sospechas constantes, robos inesperados y agiten la combinación durante más de trescientas páginas. Será difícil que salgan defraudados de este volumen.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Donde las calles no tienen nombre



Lo peor que tiene la normalidad es lo mentirosa que resulta, la enorme cantidad de cieno que esconde bajo su superficie anodina. Se ha dicho muchas veces que todos ocultamos un esqueleto en el armario, pero no es exactamente verdad. Lo que ocurre es que, más bien, cobijamos un cementerio. Basta con rascar en el interior de nuestra biografía o en nuestro entorno para descubrir los perfiles del horror, las miasmas de la indignidad, la fetidez del oprobio.
María del Pilar González de Ayala es, a sus treinta y cinco años, una muestra involuntaria de este juicio. Si tuviéramos que buscarle un parangón diríamos que es la burbuja limpia que brota de un mar podrido, cuyo dios Neptuno es su madre, una mujer despótica, altanera, clasista, homófoba y manipuladora, que desde siempre ha controlado y ninguneado a su hija, negándole el derecho a guiar su propia vida y condicionando todas y cada una de sus decisiones, de un modo tan tenaz como enfermizo. Pero eso no es todo. No se acaban ahí los problemas para la muchacha: alrededor flotan muchas más inmundicias y muchos más secretos inconfesables (maridos que golpean a sus mujeres; novios que abandonan casi al pie del altar a su pareja al descubrir su auténtica condición sexual; psiquiatras que actúan de un modo indigno; militares que esconden en su alma a psicópatas de una agresividad casi inconcebible; tres muertes que no parecen en modo alguno accidentales; falsas ovejas cándidas que solamente al final de la novela revelarán su condición abrupta…). En medio, ella sola. Y cuando decide apartarse del sendero trazado y asir con determinación las riendas de su propia existencia todo empezará a girar a su alrededor, a enturbiarse, a enrarecerse. La frase “El toro por los cuernos” se convertirá en un mantra que repite con afán galvánico y que le permitirá descubrir facetas de sí misma que ignoraba poseer. En ese proceso valiente de enfrentamiento con todo y contra todos descubrirá también que en nuestro entorno florecen las rosas y las ortigas en idéntica proporción.
Escrita con una impoluta elegancia y diseñada con gran inteligencia arquitectónica, esta segunda novela de Mónica Rouanet nos sirve para que reflexionemos sobre el poder que tiene la familia como elemento de coerción, y sobre la necesidad que muchas personas sienten de exonerarse de sus ataduras y exigencias. María huye del barrio de Salamanca, huye de su familia y huye de su presente infecto, porque necesita encontrarse a sí misma, descubrirse en su auténtica dimensión y determinar su situación real en el mundo. María sabe que su identidad y su corazón son su propio tesoro, por más que hayan intentado convencerla de que debe dejarse moldear por otros: su madre, su novio, la clase social a la que pertenece.
Se lee en la Biblia que solamente la verdad nos hará libres. Y María del Pilar, harta de que le dicten desde fuera los cauces de su vivir, romperá con su entorno y, transformada en María, avanzará con decisión por ese sendero.

Un libro realmente bueno, que afianza la posición narrativa de la autora y que se puede convertir en un regalo perfecto para estas fiestas, si tienen ustedes el buen juicio de hacerse con él. Quédense con el dato: Mónica Rouanet. Donde la novela tiene un nuevo nombre.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Menos que uno



Joseph Brodsky nació judío y ruso en 1940; después fue declarado “parásito social” por las autoridades soviéticas (1964); y por fin terminó instalándose en Estados Unidos, país que le concedió la nacionalidad en 1977. Nada de esto lo traería a esta página si no hubiera escrito admirables obras en prosa y verso, que le valieron el premio Nobel de Literatura en 1987.
Menos que uno es un volumen formado por varios textos donde adquiere una gran dimensión la presencia del yo, empapando unas secuencias con grandes dosis autobiográficas, escritas entre el lirismo y la melancolía, entendidos ambos conceptos desde el punto de vista apolíneo.
“Menos que uno” se sustenta sobre muchas imágenes de su niñez, que Brodsky traslada al papel sin voluntad psicoanalítica (“No creo ni por un momento que todas las claves de la personalidad deban encontrarse en la infancia”), en la que se mueve hacia atrás y hacia delante, mezclando elementos de forma ucrónica (“La vida nunca me ha parecido consti­tuida por un conjunto de transiciones claramente delimitadas, sino que más bien va creciendo a la manera de una bola de nieve y, cuanto más crece, más se parece un lugar a otro o una época a otra”).
“Guía para una ciudad rebautizada” nos habla de su ciudad natal. Entre Pedro I el Grande, cuyo nombre la designó durante un tiempo (“Petersburgo”) y Lenin, que le dio nombre durante otro (“Leningrado”), los habitantes prefirieron casi siempre llamarla con el apelativo cariñoso de “Peter”. Joseph Brodsky lo resume en unas líneas irónicas: “Esta ciudad, con sus doscientos setenta y cin­co años a cuestas, tiene dos nombres, el de soltera y un apodo, y en general sus habitantes tienden a no utilizar ninguno de ellos”. Y nos habla de algunas de sus virtudes, con hipérboles deliciosas (“Hay tanto silencio en derredor que casi puede oírse el tintineo de una cuchara que se caiga en Finlandia”).
Luego dedica tres escritos a hablarnos de escritores a quienes admira (Ossip Mandelstam, su esposa Nadeyda y W.H. Auden), mucho más interesantes para filólogos que para lectores comunes.
“Fuga de Bizancio” es el más complejo y divagatorio de los escritos, porque se adentra en consideraciones topográficas, históricas y filosóficas sobre la ciudad de Estambul, cuna de su “poeta favorito” (Kavafis). Aprovecha también para decirnos que la idea de viajar y hacer turismo no le resulta demasiado amable, dado el cariz absurdo que los japoneses han impuesto como canon: fotografiarse ante cualquier monumento o lugar para que quede constancia de su paso por allí (“El Cogito ergo sum cede el paso al Kodak ergo sum”).
Y, por fin, el más estremecedor de los textos: “En una habitación y media”. Ahí nos habla de sus padres, que de pronto se encontraron presos de un sistema que coartaba su libertad y que los obligaba a vivir como animales, estabulados con directrices estatales, imposibilitados para viajar o para tomar decisiones que cualquier democracia considera básicas. Por eso Brosdky eligió la lengua inglesa para tributarles este homenaje: “Escribir sobre ellos en ruso sería sólo am­pliar su cautividad, su reducción a la insignificancia, cuyo re­sultado no podría ser otro que la aniquilación mecánica. Sé que no habría que comparar el estado con el idioma, pero fue en ruso que dos viejos, que se arrastraron durante doce años por las numerosas cancillerías y ministerios del Estado con la es­peranza de conseguir un visado para ir al extranjero a ver a su único hijo antes de que les llegara la muerte, oyeron la res­puesta que les reveló que el estado consideraba aquella visita «fuera de lugar»”. Quizá recordar a sus padres de esta forma tenga que ver con el hecho de no haber pasado sus últimos años a su lado, en Rusia, pero no quiere detenerse en esa posibilidad porque “pocas cosas hay más fú­tiles que sopesar las opciones que uno ha tenido de manera re­trospectiva”. Ante todo, nos dice Brosdky como resumen y conclusión, “estoy agradecido a mi madre y a mi padre, no sólo por haberme dado la vida, sino también por no haber educado a su hijo como un esclavo”.

Una obra admirable, luminosa y bellísima, que me ha encantado leer.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Libro de poemas



Escribir un primer libro de versos y que en él ya palpiten fogonazos de brillo maduro no es suceso frecuente, pero es que estamos hablando de Federico García Lorca, y con él todas las etiquetas pierden su adhesivo. En este hermoso Libro de poemas (que saboreo en la edición de Mario Hernández para Alianza Editorial) nos encontramos con todo tipo de aciertos: cuando se decanta por los versos breves produce chispazos sonoros de primera magnitud, construidos sobre asonancias que no resultan ripiosas más que en un porcentaje bajísimo de casos; y cuando opta por los versos de arte mayor le salen poemas rotundos, académicos, llenos de mármol admirable. Y siempre, en todas las páginas, la gracia juvenil, alegre, pizpireta, casi desvergonzada, de un muchacho que traza líneas con fantasía de alfarero y con libertad de paloma aún no herida. El poema “Prólogo”, en el que se dirige directamente a Dios, consigue estremecerte, lo leas una vez o mil. Compruébelo quien lo dude.
Y entonces acuden las preguntas. ¿Podemos llamar primerizo a un poeta que para definir un orvallo dulce, lento y sereno, habla de “lluvia franciscana”; o que nos habla de una torre que “llora lágrimas mudéjares”; que define a las ranas nocturnas como “muecines de la sombra” o que nos cuenta que un jardín “desangra en amarillo”? ¿Podemos juzgarlo novato cuando nos encontramos en sus líneas con los encabalgamientos más rítmicos de la época? ¿Podemos considerar bisoño a quien mezcla lo popular y lo culto, a Dios y al Diablo, la mitología y los guiñoles, las coplas y los endecasílabos con vigor indesmayable? ¿Podemos tildar de aprendiz al poeta que consigue unas intensificaciones conceptuales y rítmicas como ésta: “La mañana es eterna, es eterna / la fuente del rocío”, donde la repetición de la secuencia adquiere un valor doble (potencia la eternidad de la mañana y sorprende al doblar al siguiente verso)?

Que nadie se acerque a este volumen creyendo que va a encontrarse con un poeta aún sin definir o sin la brillantez de los grandes. Cometería un pecado mortal.

lunes, 14 de diciembre de 2015

El doble



Dicen que todos tenemos en algún lugar del mundo una persona que reproduce nuestros mismos rasgos físicos y que es como nuestro gemelo, nuestra réplica, nuestro doppelgänger. José Saramago, Italo Calvino o Julio Cortázar, entre otros autores, han explorado las posibilidades literarias de esta duplicidad rara o inquietante.
En este volumen, que publica Alianza en la traducción de Juan López-Morillas, el célebre novelista ruso Fiodor Dostoievski nos presenta a un funcionario estatal de baja categoría llamado Goliadkin, que vive en Petersburgo junto a su sirviente Petrushka y que se encuentra (lo descubrimos en las primeras páginas) en tratamiento médico. Es un hombre que, a juicio de su doctor, no disfruta de la vida como debería, sino que está siempre enfrascado en su propio mundo gris, que no oxigena con diversiones de ningún tipo. Un día comienzan a rodearlo circunstancias anómalas, protagonizadas por un hombre que aparece de pronto en su vida. Nadie sabe con claridad de dónde viene. Nadie sabe con claridad cuáles son sus contactos. Pero el hecho es que consigue un trabajo en la misma oficina que Goliadkin y que, para pasmo del protagonista, presenta su mismo aspecto físico. Son dos gotas de agua. ¿Vínculos familiares que los unan? Ninguno. ¿Explicación para esta similitud asombrosa? Ninguna. Para colmo de zozobras, el advenedizo dice llamarse igual que él. A partir de ese instante, el pobre funcionario comenzará a vivir su particular infierno, porque el intruso se dedica a suplantarlo, a meterlo en problemas y a ocasionarle incomodidades de todo rango, que irán amargándole la existencia.
Con una prosa de gran densidad psicológica, Dostoievski nos permite visitar las galerías interiores del alma de Goliadkin, cada vez más desconcertado y alicaído por las injerencias de su doble, y nos vamos implicando en su tortura, que nos llegará a producir taquicardia y no pocas asfixias.

Grande, como siempre, Fiodor Dostoievski.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Trece monos



Definir al escritor César Mallorquí (Barcelona, 1953) es tan sencillo como indiscutible: un número uno. En su faceta como autor de novelas juveniles ha ganado todos los premios importantes (el Edebé, el Gran Angular, el Hache, el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, etc) y en su vertiente como autor de género fantástico se ha ganado el respeto, la admiración y el aplauso unánimes de la crítica y de los lectores. Ahora, con el sello Fantascy, acaba de hacer las delicias de los amantes de la ciencia ficción con un volumen excelente que lleva por título Trece monos, con una llamativa ilustración de portada firmada por Patrick Seymour.
Y es excelente no sólo porque responde a las elevadas expectativas que siempre genera un volumen de Mallorquí, sino porque cubre un abanico de temas muy variado, haciendo que la luz narrativa, al incidir en caras diferentes del diamante, genere reflejos distintos; y ese arco iris depara sorpresas continuas a los lectores del tomo.
¿Es usted un enamorado del juego del ajedrez? Pues le aconsejo que no se pierda “El decimoquinto movimiento”, una pieza inspirada en un relato del argentino Jorge Luis Borges en la que Jorge Acevedo Suárez se verá inmerso en una enigmática partida que se inició en el siglo XIV entre dos familias rivales y que todavía continúa en la actualidad. ¿Se imagina que los métodos de trabajo y la imaginación creativa de Antonio Gaudí pudieran expandirse por la Red de un modo incontrolado? Pues visiten las páginas de “Virus” y no les quedará más remedio que asombrarse... y sonreír. ¿Conocen (seguro que sí) el célebre cuento de Navidad de Charles Dickens? Pues imaginen que el espíritu que tiene que efectuar su visita admonitoria se confundiera de destinatario y se obcecara con amedrentar a un pobre vendedor de juguetería erótica en pleno siglo XXI, tal y como relata en “Cuento de verano”. ¿Y qué habría ocurrido si Yahvé, antes de probar con los seres humanos, hubiese elegido a otra especie para protagonizar el nacimiento de su hijo en un pesebre? ¿Y si una comisión de religiosos tomara un vuelo interestelar, dentro de varios siglos, para desplazarse hasta Astarté, donde todos los indicios muestran que acaban de reencarnarse de nuevo Jesús de Nazaret? ¿Y si...?
Pueden ustedes dejar que su imaginación se expanda, vuele y trace los rizos más aventurados, porque seguro que César Mallorquí irá una pulgada más lejos que ustedes en estas aventuras narrativas donde encontrarán (y aquí ya entra mi opinión personal como lector) dos piezas maravillosas, únicas, para las que todos los adjetivos elogiosos que amontonen serán pocos: “La isla del cartógrafo”, una de las más bonitas historias de amor que he podido leer en mucho tiempo, y “Naturaleza humana”, que se ambienta en el año 2189 y en la que Mallorquí despliega toda su artillería literaria para ponernos ante los ojos un mundo en el que se demuestra fehacientemente que el Poder tiende por sistema a convertirse en autoritario y que se basa en la mentira y en la manipulación de los ciudadanos.

Si ya han leído alguna obra de César Mallorquí, abaláncense sobre ésta, porque no les defraudará. Y si jamás han tenido la curiosidad de adentrarse en uno de sus libros, apunten esta obra en sus agendas: descubrirán el hechizo de un maestro.

jueves, 10 de diciembre de 2015

El hechicero



El nombre del escritor ruso Vladimir Nabokov va unido, para miles de lectores, al de una de sus producciones más famosas: la novela Lolita. Y como la obra ha merecido varias adaptaciones cinematográficas, esta unión se produce en la mente de millones de otras personas que, sin haber leído la obra, recuerdan con una especie de fascinación asqueada o morbosa la historia de Humbert Humbert, aquel divorciado profesor que durante una visita a los Estados Unidos queda encandilado con una nínfula llamada Dolores, que lo llevará por el camino de la amargura.
En El hechicero, Nabokov investiga la misma ruta de sensualidad, desaliento y culpa en un cuarentón con pocos atractivos físicos (“Flaco, de labios secos, con una incipiente calvicie”) que, en el bando de un parque, queda atrapado por la contemplación de una chiquilla pelirroja de doce años a la que apenas apunta el pecho. Para aproximarse a ella ronda a su madre, una viuda aquejada por una enfermedad terminal. Sabe que lo que está haciendo no es muy ético, pero juzga que es la forma más adecuada de actuar (“Su instinto le decía que así era como debía proceder: no pensar demasiado, mantener el acoso contra el rincón más débil del tablero”). Al final, terminará casándose con la irascible enferma y sobrelleva el matrimonio con la aberrante esperanza de que algún día sea posible “fundir la ola de paternidad con la ola del amor sexual”.
Una vez que fallece su esposa, el protagonista puede por fin quitarse la careta (“El lobo solitario se disponía a ponerse el gorro de dormir de la Abuela”) y da inicio, lentamente, a su proyecto de seducción de la chiquilla, para la cual planifica un horrendo porvenir que él (monstruo apolíneo) juzga delicado (“En el curso de los primeros dos o tres años la cautiva permanecería ignorante del temporalmente nocivo nexo existente entre el títere con el que jugarían sus manos y los jadeos del titiritero, entre la ciruela con la que jugaría su boca y el éxtasis del lejano ciruelo”). Para eso, lo mejor sería vivir siempre de viaje y habitando casas aisladas, para que ella no tuviese contacto con la realidad. Ella misma, por apetito natural, le terminaría concediendo el acceso a su virginidad cuando llegara el momento. En las páginas finales, un hotel se brindará ante sus ojos y la niña padecerá un cansancio tan grande que será casi un muñeco en sus manos…

La obra es tan impecablemente literaria como turbadora desde el punto de vista emocional, así que los lectores tendrán que vencer toda su animadversión por el personaje protagonista si quieren descubrir qué ciénagas lo habitan por dentro. La editorial Anagrama y el traductor Enrique Murillo nos permiten acceder a su complejo mundo anímico, que Nabokov retrata como nadie.

martes, 8 de diciembre de 2015

Cuentos de humor negro



Decir que he salido satisfecho de la lectura de estos relatos sería decir poco o incurrir en la banalidad. He salido maravillado, entusiasmado, pletórico y con la alegría de haber descubierto a un nuevo autor que incorporar a mis predilectos. Resulta obvio que Cuentos de humor negro, de Robert Bloch (obra que he leído en la traducción castellana de E. Riambau), no es una pieza trascendente en la Historia de la Literatura; pero, como dijo Clark Gable, “francamente, querida, me importa un bledo”. A estas alturas de mi experiencia como lector, lo único que me interesan son los libros que me atrapen, convenzan y seduzcan, sea por motivos estilísticos o por motivos argumentales. Los bostezos intelectualoides que me provocan Milan Kundera y autores parecidos se los cedo gustosamente a otros lectores.
De hecho, las tres pequeñas piezas que componen el primer bloque del volumen (“El arte mortífero”) ya me dejaron impresionado: un crimen pasional resuelto con una serpiente, un atroz experimento de percusión y una vomitiva barbacoa. A partir de ahí, los relatos van sucediéndose, seductores y eficaces: un viejo librero que esconde una doble vida tan inquietante como sangrienta (“Escuela nocturna”); una chica que, obsesionada por el éxito y la fascinación del oro, ve aproximarse al príncipe Ahmed y cree que su vida está por fin resuelta (“Chica pin-up”); el modo impensable en que se mantienen en la cúspide de la fama los principales protagonistas del mundo cinematográfico (“Terror en Hollywood”); la figura del enigmático escritor que se esconde del mundo y se niega a saborear las mieles de la notoriedad pública (“Los versos nunca pagan”); el agente de artistas que tiene que enfrentarse a un cómico veleidoso y borrachín, que trata a todo el mundo de forma despótica (“Traición”); el sorprendente personaje que, provisto de muchos millones de dólares, se empeña en adquirir las principales obras de arte de la Historia, sin importar el precio que tenga que pagar por ellas (“El maestro del pasado”); o, para no agotar todos los argumentos, la sorpresa que se lleva el lector al descubrir que Thomas Jefferson, Benjamin Franklin y sus compañeros, cuando están a punto de firmar en 1776 la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, discuten entre sí hablando de horarios sindicales y maquinillas de afeitar eléctricas (“Los Padres de la Patria”).

Un libro lleno de humor, de secuencias atractivas y de personajes que te dejan con la boca abierta. Habrá que repetir con Robert Bloch.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Una cuestión personal



Recibir la llegada de un hijo siempre es una ocasión para que exploten y convivan estrechamente la alegría y la responsabilidad. De un lado, experimentas el milagro de saberte prolongado en otra vida, en otra respiración; del otro, te ahoga la zozobra de pensar en las dificultades que el nuevo ser podrá encontrarse en la vida. Ambas pulsiones se mantienen en equilibrio de un modo tenso a lo largo de los años.
Bird, el joven protagonista de esta novela de Kenzaburo Oé (traducida por Yoonah Kim, con la colaboración de Roberto Fernández Sastre, para el sello Anagrama), tiene dos sueños que conviven en su espíritu: el hijo que está a punto de nacer y su viejo sueño de viajar a África. Pero todo se vendrá abajo cuando se produzca el nacimiento y los doctores descubran que el recién llegado padece una hernia cerebral muy grave. El médico que atiende al niño actúa con una frialdad perturbadora y cruel (“Soy obstetra, pero me considero afortunado de haber encontrado un caso así... Espero poder presenciar la autopsia”) y Bird comenzará a sentirse asfixiado por la situación. Su esposa, muy débil, no puede enterarse de lo que está ocurriendo; y él no sabe si está preparado para dedicar el resto de su vida a la crianza de ese ser. Además, sus proyectos amenazan con resquebrajarse de forma definitiva (“¿Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, pasar el resto de nuestras vidas prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso? Tengo que... librarme de él. Además, ¿qué ocurriría con mi viaje a África?”).
En medio de las incertidumbres, Bird comenzará a verse bombardeado desde mil sitios distintos (su suegra, que le exige actuar; su antigua amante, Himiko, que aparece en el horizonte con su oferta de sexo fácil y salvaje; el whisky, vieja adicción que ahora vuelve a tentarlo; su penosa situación laboral, en una gris academia donde es un don nadie), y acabará por sentir tentaciones de lo más indigno, que lo llevarán hasta la clínica de un médico clandestino, donde tendrá que tomar una decisión a vida o muerte.

Una novela dura, muy dura, sobre los reveses de la vida, que nos lleva a plantearnos inevitablemente una pregunta atroz: ¿Qué haría yo si…?

viernes, 4 de diciembre de 2015

Los perezosos



Resulta muy complicado que cuatro manos y dos cerebros sean capaces de trabajar de forma coordinada para hilvanar una novela y que ésta, al final, se mantenga en pie con galanura. Los ingleses Charles Dickens y Wilkie Collins (que fueron grandes amigos y grandes narradores) lo intentaron más de una vez con resultados dispares. Uno de esos proyectos fue la novela que hoy traigo a la página. La titularon The lazy tour of two idle apprentices, aunque la traducción castellana más común ha sido Los perezosos, como ésta que facilita Jordi Gubern para el sello catalán Ediciones B. En síntesis, nos cuenta cómo dos jóvenes holgazanes deciden acometer un viaje sumamente anómalo, en el cual “no tenían intención de dirigirse a ningún sitio en particular, no querían ver nada, no querían conocer nada, no querían aprender nada, no querían hacer nada. Lo único que querían era permanecer ociosos” (p.18). Desde el punto de vista racional, lo más razonable hubiera sido, habida cuenta de su vagancia congénita, mantenerse quietecitos en sus casas; pero un raro impulso los lanza a los caminos... Y en ese deambular van a verse envueltos en algunas aventuras de difícil resumen: escalan una montaña en medio de la niebla, con el consiguiente riesgo de partirse la crisma (de hecho, mister Idle sufre un aparatoso esguince de tobillo a causa de una caída); escuchan la historia de un muchacho que, de un modo fortuito, tiene que hospedarse en una pensión donde lo colocan junto a un cadáver (que luego no es tal, porque acaba reponiéndose de su estado de muerte aparente); visitan un sanatorio mental, donde observan con estupor a un tipo que evalúa muy concentrado el entramado de hilos de una estera; etc. Como es lógico suponer, este molde de “viaje entretenido” era el único capaz de recibir las aportaciones de dos narradores distintos, sin que la estructura se resintiese. Con todo, el resultado es sólo medianamente aceptable. Lo mejor, sin duda, los capítulos donde se observa la huella de Wilkie Collins, que tiende más a la narración pura, sin divagaciones filosóficas que distraigan a los lectores. Y, por encima de cualquier otro aspecto, los fogonazos de humor que se advierten aquí y allá, y que convierten la obra en una apuesta distraída y sonriente. Sirva un único ejemplo para ilustrar tal afirmación: entre las páginas 115 y 123 podemos encontrar la hilarante secuencia en la que mister Idle nos detalla los tres momentos de su vida en que pagó “el error de haber pretendido ser activo” (119): cuando estudió aplicadamente y le dieron un premio (lo que le sirvió para convertirse en un marginado entre sus compañeros); cuando tuvo la ocurrencia de realizar una actividad deportiva y el sudor, al enfriarse, lo hizo tener fiebre; y cuando optó por elegir un oficio adecuado a sus aptitudes (“Dado que la Iglesia no le interesaba, seleccionó adecuadamente la segunda mejor profesión para un holgazán en Inglaterra: la abogacía”, pp.119-120). Un libro que, sin ser brillante, aportará ratos muy amenos a quienes lo frecuenten.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Signor Hoffman



Desde hace ya varios años, los libros del guatemalteco Eduardo Halfon están imprimiendo un sello de renovación importante a la literatura que nos viene desde el otro lado del Atlántico. Y no porque se trate de un nuevo representante exitoso del post-boom, ni del post-post-boom, ni de ninguna de esas tontunas que los críticos más desocupados inventan con periodicidad. Se trata de que, simplemente, Eduardo Halfon es un formidable narrador. Lo ha demostrado con libros como El boxeador polaco o Monasterio, y lo ratifica una vez más con los seis relatos que componen Signor Hoffman, publicado por la editorial Libros del Asteroide. En ellos continúa desarrollando y ampliando en matices la fórmula que ya había desplegado en obras anteriores: historias empapadas por detalles autobiográficos, una cuidadosa selección de perspectivas y de secuencias, unos personajes dibujados con pinceladas breves pero hondas y un estilo literario que incorpora el sello inequívoco del autor. De este modo, los lectores siempre se encuentran en una zona difusa, donde no saben qué porcentaje de lo narrado corresponde a hechos “reales” (perdón por las comillas) y qué porcentaje hay que etiquetar como hechos “ficticios” (nuevamente perdón por las comillas). Pero lo que cuenta al final es que las seis piezas se ensamblan entre sí formando una especie de gran retrato que deslumbra por su belleza y entristece por la dosis de dolor que muestra... En “Signor Hoffman” nos habla de un antiguo campo de concentración en la zona de Calabria, al que Eduardo Halfon acude para impartir una charla; en “Bambú” lo acompañaremos en su coche en viaje hacia la costa, para disfrutar de un día de baño que termina agriándose por lo que allí observa; en “Han vuelto las aves” nos acercaremos al mundo cafetero de Guatemala, con sus estafas, sus grandezas y sus miserias; en “Arena blanca, piedra negra” tendremos que orientar los ojos hacia Belice, lugar donde Halfon realizará una lectura en su universidad (si se lo permiten los inconvenientes que irá encontrando por el camino); en “Sobrevivir los domingos” conoceremos a Marjorie Eliot, que regala audiciones como homenaje a un ser que ya no está; y en “Oh gueto mi amor” cerraremos el círculo volviendo a un paisaje relacionado con la persecución de los judíos (el autor lo es)... En resumen, seis facetas de un diamante purísimo, hermoso, extraordinario, que conviene leer en consonancia con los libros anteriores de Halfon, y que seguro que tendrá continuación en los que vengan a partir de ahora. Estamos ante uno de los grandes.