lunes, 29 de junio de 2020

La paciente silenciosa




Alicia Berenson tiene 33 años y es una pintora que comienza a tener un nombre entre los expertos. Su matrimonio con Gabriel también parece feliz. De pronto, sin motivo aparente, se ve inmersa en un suceso terrible: ha sido encontrada, con expresión ausente, junto al cadáver de marido, al que presuntamente ha matado de varios disparos en la cara, mientras permanecía atado a una silla. Nadie (ni la policía, ni los abogados, ni los psiquiatras) ha conseguido que abra la boca desde entonces, para explicar el suceso; y permanece internada en el centro asistencial The Grove… Por su parte, Theo Faber tiene 42 años y es psicoterapeuta. Intrigado por la atroz historia de Alicia (que ha conocido por los periódicos), logra que lo contraten y le permitan tratar a esta singular paciente. Su objetivo: conseguir penetrar en su mente y derrotar de una vez por todas su mutismo, para que explique qué ocurrió verdaderamente en aquella habitación.
Poco a poco, con lentitud muy bien graduada por el chipriota Alex Michaelides, las investigaciones (psicológicas, pero también parapoliciales) de Theo nos irán descubriendo los confusos hilos del pasado de Alicia, que incorporan a un padre violento, una tía irascible, un galerista inquietante, un cuñado rijoso, un marido enamorado y unos cuadros donde ha ido plasmando sus inquietudes más íntimas. Por su parte, también Theo arrastra sus propios traumas: después de haber sido un niño maltratado y haber encontrado a Kathy, la mujer de su vida, con la que se casó hace varios años, acaba de descubrir que ella le es infiel y siente que su mundo se derrumba.
Un cuadro, basado en una tragedia de Eurípides (Alcestis), parece contener una de las claves importantes para que Theo Faber consiga desenredar la madeja del silencio, llena de meandros, nudos gordianos y fango pegajoso.
Un libro muy bien construido, muy cinematográfico, donde los horrores de la mente, el crimen, las angustias del pasado y algunas sorpresas (tan inesperadas como impactantes) consiguen atrapar al lector hasta la última página.

viernes, 26 de junio de 2020

Manual del adúltero




Avanzaba el año 2004 cuando Gregorio León (Balsicas, 1971) obtuvo una de las subvenciones que otorgaba la Consejería de Educación y Cultura de Murcia, y publicó con ella el volumen Manual del adúltero, doce cuentos que, auxiliándonos con el célebre título de Gabriel García Márquez, podríamos definir como “peregrinos”, en el sentido de que han viajado por toda España, obteniendo galardones y reconocimientos en Elda, Mieres, Madrid o Sevilla.
El autor, teniendo en cuenta el título de la obra, decide astutamente colocarle una cubierta de color verde (color erótico y también simbólico) e incluye una fotografía donde se observa a través del agujero de una cerradura el cuerpo de una mujer neumática, que fuma un puro mientras posa con lencería negra. La estética de esta presentación es, ocioso resultará aclararlo, deudora de la colección “La sonrisa vertical” de Tusquets. ¿Y qué encontramos dentro? Pues, principalmente, que el autor tiene un dominio de los resortes narrativos bastante notorio. Crea personajes de auténtico calado, como Bolarín, un mindango cazurro, hijo de Valentina la cabrera; o como ese vecino aficionado a la carpintería nocturna, que elabora de madrugada un misterioso ataúd; o como el fontanero que se enamora de una chica mirando una foto; o como el pobre padre de Verónica, que le cuenta sus penas a una rana.
Aparte de la dureza de algunos de sus argumentos, no faltan dosis de humor (el cura borracho que hablaba con “las sílabas practicando patinaje artístico en su boca”, p.35; o la mujer que, a lo largo de su existencia, “tuvo dos novios y un orgasmo”, p.151), así como relatos enteros que se construyen sobre un supuesto jocoso (es memorable la historia de los cónyuges que, por separado, se enamoran del mismo conductor de coche fúnebre en el cuento “La oyente y el policía”).
En suma, un libro cuajado de aciertos estilísticos, que produce muchas alegrías en el lector.

jueves, 25 de junio de 2020

Sherlock Holmes en Venecia




Uno de los episodios menos conocidos de la vida de Fernando Pessoa es que una vez que visitó Fátima fue testigo de un avistamiento ovni. Al principio, creyó encontrarse ante una aparición mariana, porque la femenina figura de luz que se plantó ante él sonreía y lo llevó durante unos instantes a la confusión; pero poco después pudo adentrarse en una nave espacial situada a las afueras de la localidad y constató que no se trataba de la Virgen María, sino de un robot extraterrestre. También el escritor vasco Pío Baroja tuvo ocasión de contemplar el despegue de un objeto de grandes dimensiones, tripulado por figuras enigmáticas.
José Luis García Martín nos cuenta estas historias en su asombroso libro Sherlock Holmes en Venecia, que publicó hace un par de años el sello Newcastle Ediciones y que se completa con otras narraciones divulgativas no menos espectaculares, como la que relaciona el asesinato de Prim con el poeta Gustavo Adolfo Bécquer, la que muestra a Jorge Luis Borges acobardado ante el hieratismo manipulador de María Kodama, la que resume el encuentro de Luis Cernuda con un fantasma o la que revela la existencia de un poemario de amor (inédito) que Rafael Alberti entregó manuscrito a su amante Beatriz Amposta.
Todas estas páginas (el autor se apresura a subrayarlo desde el título de la obra) son “historias verdaderas”, y lo cierto es que yo acepto sin reservas esta solemne declaración y que pondría la mano en el fuego por la exactitud del sintagma. Y no sólo son verdaderas, sino que también constituyen una delicia desde el punto de vista narrativo. Por eso me permito sugerir su lectura: unas horas de amenidad literaria de alta calidad.

martes, 23 de junio de 2020

Ouija




Dicen los expertos (y seguramente lo corroborarían algunos de los miles de adolescentes que han manipulado ese instrumento durante décadas) que la ouija es un método asombroso para conseguir que los espíritus puedan entablar un diálogo deletreado con nosotros. Ese mecanismo de comunicación entre vivientes y fantasmas (que la Real Academia prefiere castellanizar con el feo palabro de “güija”) es utilizado por el poeta mexicano Raciel Quirino con un sentido diferente: permitir que dialoguemos con nuestro propio ayer, esa zona vaporosa y ya perdida que, sin embargo, sigue flotando en nuestra memoria, en nuestro corazón, en nuestro cerebro. Ya no respiran algunas de las personas que nos acompañaron, ya no existen (o no son iguales) los paisajes que entonces contemplamos, ya no nos atenazan los miedos o las amarguras de entonces; pero mediante la ouija lírica podemos revisitar esa zona pretérita; y, por tanto, revisitarnos a nosotros mismos.
En estas páginas, que edita el sello Liliputienses, intuimos un torrente poderoso y subterráneo de dolores, traumas y cansancios, de imágenes inconexas (o que se resuelven con una sintaxis delirante); un burbujeo de lágrimas represadas, que no se deciden a salir, pero tampoco a desaparecer.
Instalado en la duda, en ese limo desagradable donde las certezas no existen, el poeta encabeza todas sus composiciones con un rótulo interrogativo, que nos va insinuando el camino de la interpretación y el oculto retumbar de los tambores (porque ignoramos cuánto tienen de preguntas y cuánto de gritos oscuros): ¿Eres realmente quien dices ser? ¿Por qué sigues en este plano de existencia? ¿Te hicieron algún daño? ¿Tuviste oportunidades de ser feliz? ¿Recuerdas el momento de morir? ¿Tienes algún mensaje para mí? ¿Quiénes son mis verdaderos amigos? ¿Estoy con la persona correcta? ¿Cuál es el sentido de mi vida?
Nunca podremos estar seguros de dónde procederían las mejores respuestas: la religión, la poesía o los espejos. Tal vez la ouija nos ayude.

lunes, 22 de junio de 2020

El e-mail del mal





Acabo de experimentar una pequeña decepción lectora con un libro de César Fernández García. Una decepción que no me esperaba. Y lo explico. A finales de 2009, leí su novela juvenil No digas que estás solo, que me pareció magnífica y que me animó, apenas cuatro meses más tarde, a abordar Las sirenas del alma, que igualmente aplaudí con entusiasmo. Poco después, me sumergí en El hijo del ladrón y me gustó tantísimo que lo leí para mis hijos mayores.
Esta semana, después de unos años de letargo, he recuperado de la estantería El e-mail del mal (Alfaguara), que también se ha editado como El mensaje del mal (Algar)… Y aquí ha venido el problema. Casi desde las primeras páginas tuve la incómoda sensación de que el escritor madrileño ensartaba cliché tras cliché, sin sorpresa alguna. Tampoco el lenguaje me producía la admiración que sus obras anteriores habían despertado en mí. Y, lo peor de todo, hacia la mitad del libro ya tenía claro quién era el personaje maquiavélico de la novela, que actuaba en la sombra y movía los hilos (lo confirmé con fastidio en las tres últimas páginas del volumen). Con esos ingredientes, avanzaba por los capítulos como quien fatiga una playa rectilínea bajo el sol: sabiendo que cien metros después solamente le espera más sol; y si avanza otros cien, más sol. De hecho, en algunas secuencias los ojos se me iban de diálogo a diálogo, saltando los párrafos descriptivos, pues tenía clarísimo que no eran más que relleno (cuando mi sentido de la justicia me obligaba a volver algunas veces para leerlos… confirmaba la sospecha).
Insisto (y me da rabia hacerlo): un cliché detrás de otro. Ni siquiera el hecho de que la obra esté concebida para un público juvenil la exonera de grisura o pereza. Un libro escrito por el propio Satanás. Una secta que persigue hacerse con él. Un becario que ha encontrado el texto y que se mueve entre el desconcierto y la codicia. Una muerte inexplicable. Un joven periodista que debe cubrir la noticia y que sufre con paciencia y resignación a su novia snob y desdeñosa... hasta que aparece la chica guapa y dulce, que lo ayuda en la investigación y que le hace comprender que es mejor opción que su casquivana pareja actual. Un malo malísimo con acento extranjero y ademanes de película. Una casa tenebrosa llena de pasadizos subterráneos. Una intervención policial in extremis… Toda la novela parece construida con billetes de cinco euros, llenos de pliegues y mugre añosa.
¿Volveré a leer otro libro de César Fernández García? Estoy seguro de que sí. Un bache no estropea una autovía. Ya veremos qué me depara la siguiente aventura.

domingo, 21 de junio de 2020

Alegría de nadadoras




Me baño en las páginas de Alegría de nadadoras, un conjunto de conversaciones que Marisa López Soria construye entre una anciana (Fabia) y su nieta (Marisa), alrededor de varios temas, como el machismo (qué divertido, y qué patético, y qué revelador es el primer relato, en el que se nos habla de una mujer que, harta de su marido, encuentra por fin a un gran tipo, que la hace muy feliz y que le hace descubrir una vida plena. La sorpresa es que se trata de un pingüino, en plena Antártida), la misoginia de algunos renombrados filósofos (del polaco o alemán Arthur Schopenhauer se dice que fue “un triste en definitiva, que es lo peor que uno puede ser en esta vida”, p.19), la inanidad de los test de inteligencia o el fenómeno del exhibicionismo, que es contemplado desde un punto de vista antropológico.
Ternura, ironías, reflexiones sabias y una prosa que no deja ni un solo resquicio para el aburrimiento son los mejores atributos del volumen.

viernes, 19 de junio de 2020

Del azul




En su obra Del azul (Huerga y Fierro Editores, 2000), la escritora Juana J. Marín Saura prosigue la línea dolorosa que había comenzado en libros anteriores y nos reitera símbolos ya anticipados: la isla (que puede ser el corazón, el amor o la poesía), el mar (que golpea a la escritora, o la acaricia, o le borda de espuma los tobillos), el faro (que representa magníficamente la esperanza), etc. Hay algunos poemas donde de nuevo nos habla de pintura (la autora es diplomada en Artes Plásticas), como los dedicados a Toulouse Lautrec, Degas o José María Párraga; hay un poema emocionantísimo donde nos habla de alguien que se encuentra en una silla de ruedas (p.57); y hay también un poema donde vuelve a recordarnos sus ansias de maternidad, no cumplidas (pp.61-63).
Frente a este volumen admirable de Juana J. Marín Saura experimenta el lector la sensación de encontrarse ante una especie de aleph borgiano: todos sus temas principales, sus símbolos más puros y sus sonidos mejores están aquí, girando en torno a la noción de “isla”. Pero hacia el final del poemario, como si la autora estuviera aguardando para derramarnos encima el agua gélida de la decepción, nos proclamará: “Yo tenía una isla […]. Ahora no sé si tengo algo” (p.81).
En realidad, lo que tiene la escritora es más que “algo”: tiene una espléndida voz poética. Y eso los lectores siempre lo agradecen.

jueves, 18 de junio de 2020

Cuadernos de tierra




Hacia la mitad de Cuadernos de tierra, el volumen que Manuel Moyano acaba de editar con el sello Menoscuarto, nos habla el autor de Camilo José Cela, “cuyos libros de viajes por España había leído con fruición durante mi adolescencia” (p.101). Y no resulta ociosa esta aclaración, porque en cada una de las páginas de este espléndido trabajo se respira aquella voluntad de “andar y ver” que el Nobel gallego se impuso como norma para sus caminatas y que compromete muchos ingredientes heterogéneos: moverse con una planificación sucinta, estar abierto a las sorpresas y, ante todo, comprender que la libertad del viajero implica reorganización constante y zigzagueos caprichosos.
Durante varios veranos, mientras sintió “ese estímulo —nacido en no sé qué recoveco de mi cerebro— que me impulsaba a emprender largas caminatas sin objeto” (p.161), el narrador cordobés se lanzó a aventuras como remontar a pie el curso del río Segura, o el curso del río Mula, o las sierras de Albacete, dejándose impregnar por un vagabundeo que lo hacía dormir al raso, bañarse desnudo en acequias o alcanzar los límites del cansancio o la deshidratación por carreteras, senderos y trochas vapuleados por un sol indiferente. Provisto de unas botellas de agua, una manta, una gorra, algo de dinero y poco más, fue atravesando una buena cantidad de kilómetros. Cierto parroquiano le preguntó una vez, con una mezcla de admiración y curiosidad, si realizaba ese viaje por gusto. “Por gusto no, por cabezonería”, le contesta en la página 29. Otro parroquiano le replicó que hay muchos tipos de locura cuando Moyano le explicó que el motivo de sus caminatas era “una locura que me ha dado” (p.61)… Al final, se trataba tan sólo de perderse por paisajes desconocidos, por taludes resecos, por vegas húmedas, por arboledas acogedoras que protegen de la lluvia; y descubrir que “mientras se camina, la vida parece tener algún sentido” (p.94).
En Cuadernos de tierra encontramos paisajes admirables y paisajes anodinos; gentes bondadosas y chulescas; comidas memorables y pitanzas mezquinas; animales hermosos y bestezuelas repelentes. Y ocurre así porque el autor ha decidido que su crónica no esté impregnada de prejuicios, ni mediatizada por condicionantes de ningún tipo, sino que se erija sobre la simple mirada. Esto he visto, esto os relato. Son páginas escritas con los pies en el suelo (nunca mejor dicho), con el polvo de los caminos y el sudor colonizando la ropa, como quería el 98 que se conociese el país: pateándolo.
Además, en este libro quedan recogidas varias historias que, por su singularidad y su potencial narrativo (recomiendo especialmente fijar la atención en la historia macabra de unos fusilados en la guerra civil y en el enigma de un presunto nazi que vivió escondido durante muchos años en un pueblecillo de montaña), podrían convertirse dentro de un tiempo en novelas o cuentos. ¿Qué mayor placer que descubrir, en un libro delicioso, el germen de otros posibles libros deliciosos?
Manuel Moyano. He aquí a otro de los autores de quienes deseo leerme hasta la lista de la compra. Y por ahora estoy cumpliendo, para mi fortuna.

miércoles, 17 de junio de 2020

La peor parte




Se llamaba Sara Torres y uno de los anagramas posibles con su nombre (odiaría que este juego pareciese burlón: nada más lejos) es el imperativo “Soterrarás”. Su marido se llama Fernando Savater y, con este libro, lo que pretende es justo lo contrario de lo que insinúa el verbo terrible: impedir que el recuerdo de su esposa fallecida quede sepultado, soterrado por la erosión de la amnesia o por la crueldad implacable del olvido.
“Pelo Cohete”, como la llamaban los íntimos por la estética casi punki de su juventud, fue la compañera del filósofo durante treinta y cinco años; y falleció de un glioblastoma cerebral el 18 de marzo de 2015, después de una intervención quirúrgica en Estados Unidos y nueve meses de sufrimiento constante. Estuvo junto a él en sus viajes, en su lucha contra las amenazas de ETA, en su trabajo universitario, en su pasión cinéfila, en la creación de Basta Ya, en su entusiasmo por la hípica… Ahora, cuando ya no está, Savater nos habla con abatimiento oceánico de que se siente golpeado por “el silencio total de la desesperanza” y certifica que se considera “expulsado del paraíso”. Ya no están su compañía, su sonrisa, su inteligencia, su complicidad, su apoyo, sus peleas, sus rarezas, su entusiasmo, su misterio. Ya no está Pelo Cohete. Y por tanto no habrá más libros que escribir, ni más alegrías que disfrutar, ni más entusiasmos por los que dejarse encender.
El filósofo, irremediablemente, se instala en el “dolor, última forma de amar” (como escribió Pedro Salinas en uno de sus versos más clarividentes) y nos desgrana los mil pormenores de aquella vida común que la muerte ha clausurado. Y lo hace porque no cree en el duelo, ese invento freudiano que consiste en aprender a vivir sin la otra persona. Fernando no quiere hacerlo, de ninguna manera. Se le antoja una traición imposible a la que no está dispuesto a sujetarse. Han pasado desde aquel día cuatro años (nos dice) y la laceración sigue siendo la misma, e idéntico el llanto, e igual el inabarcable dolor. No hay consuelo. No hay olvido. No hay conformidad. De ahí que nos encontremos con un libro hecho de puro desgarro, que conmociona leer y que deja marcado el corazón de la persona que lo hace. Y del conmovedor poema con el que se despidió de su mujer y que cierra el volumen mejor no les digo nada: disfrútenlo (súfranlo) ustedes.
Bellísimo y desolador libro-llaga.

lunes, 15 de junio de 2020

Región volcánica del toro




Apenas habían transcurrido unas pocas semanas desde la publicación del tomo lírico que llevaba por título De la misma vida (Niebla, 1999) cuando Diego García López incorporaba a las librerías otro volumen de poesía, muy diferente, que contó con el apoyo del ayuntamiento de Mula. Hablo de Región volcánica del toro, un trabajo increíblemente bello sobre el mundo taurino donde se mezclaban veinte sonetos firmados por el autor con una serie de hermosas ilustraciones aportadas por Nono García, Juan José Ayllón, Francisca Fe Montoya, Ramón González y otros artistas.
El libro, que recibió los comentarios elogiosos de Juan Barceló en la revista “Murgetana”, inmortaliza a toda una serie de personajes del mundo de la tauromaquia (el picador, el banderillero, el espontáneo, la madre o la maja), así como algunos lances característicos del arte de Cúchares (la presencia de la lluvia, la alternativa, el instante terrible de la cogida o la triunfal salida a hombros), formando un trabajo extremadamente agradable y estético, que gusta incluso a quienes (como es mi caso) no amamos las corridas de toros.
Alzando la barbilla con desafío torero, Diego García pretende demostrarnos que la literatura se encuentra en el cómo, y no en el qué. Y, desde luego, lo consigue.

domingo, 14 de junio de 2020

Quemando a los idiotas en las plazas




Este breve volumen constituyó la segunda entrega poética de José Daniel Espejo y lo hizo tras lograr un accésit en el premio Dionisia García, convocado por la universidad de Murcia. Apenas había pasado un año desde la edición de su anterior obra; y el título que eligió para aparecer en su cubierta no podía resultar más impactante: Quemando a los idiotas en las plazas. (Recuerdo que, cuando la obra llegó a mis manos en 2001, tragué saliva y confié en que el autor no se hubiera deslizado por el camino de la boutade iconoclasta o del gamberrismo seudojuvenil. Me había gustado tanto su obra anterior que me habría fastidiado que así fuese. Obviamente, mis temores resultaron infundados).
El poeta busca aquí su voz por senderos inequívocamente personales (“Nada / de lo que hayas oído / te servirá como mapa”, p.12), y explora rutas más conceptuales que las ensayadas en su poemario anterior. La sintaxis se adelgaza, y el mensaje gana en pureza y concisión, en la línea de un Jorge Guillén que hubiera leído a los existencialistas y a Ludwig Wittgenstein. Este adelgazamiento de las formas afecta incluso a la emotividad (“El corazón es algo que no sirve para otra cosa / que convertir la verdad en pasado o futuro / y ponerle música”, p.26). Poemas lúdicos, de jugueteo idiomático (puede consultarse la página 14); poemas de espíritu conceptista, pero plenamente comunicativos (como el que figura en la página 30); o poemas espléndidos de amores y de naufragios (p.35), completan un libro de interesante factura que ahora me ha dado mucho gusto releer.

sábado, 13 de junio de 2020

¿Cómo le corto el pelo, caballero?




Siempre he pensado que los artículos de prensa que publica un escritor ofrecen de él una visión distinta de la que pueden mostrarnos sus novelas, sus cuentos, sus obras de teatro o sus poemarios: algo así como su temperatura cordial. En una novela puede construirse un mundo que ofrezca una imagen distorsionada o engañosa del autor, que queda diluido entre la voz narrativa y los personajes; pero en el artículo (o, mejor aún, en la suma de artículos) no hay simulacro que se pueda sostener durante demasiado tiempo: son como el paño de la Verónica, que revela perfiles sin asomo de fingimiento.
Ahora que he terminado el volumen ¿Cómo le corto el pelo, caballero? (publicado por Tusquets con curiosas ilustraciones de Raúl Arias) descubro algunos perfiles del extremeño Luis Landero que desconocía o cuyos detalles ignoraba: cómo se enroló durante sus años juveniles en troupes flamencas, en las que tocaba con buen pulso la guitarra; el baile que estuvo a punto de marcarse con una famosa actriz (si la timidez no lo hubiera moderado); su admiración por los libros de Onetti y otros escritores; la forma en que conoció (y la mentira que le echó) a Julio Cortázar en un aeropuerto; la imagen que retiene de las mugrientas academias del franquismo, donde el silencio y la mugre eran norma; el desprecio que siente por aquellas personas que se ofrecen como mediadores (y que en realidad son camaleones que de todo sacan provecho); sus recuerdos de infancia (que se desarrollaron en la misma raya entre Extremadura y Portugal)…
Con una prosa que fluye como las aguas de un río ancho y lento, Landero registra aquí la vida, las melancolías, los amores, las ternuras, los aromas perdidos o acaso recuperados, el don de la amistad, el esplendor de las palabras exactas. Y de vez en cuando deposita sobre las hojas algunas frases como éstas, que anoto aquí para tenerlas más a mano: “Todo instante vivido es perdurable si se pone fe en él”. “La más alta tarea que ha producido nunca la cultura: la contemplación”. “Quizá en esa frontera, en esa delgada línea donde la angustia y la esperanza se neutralizan entre sí para crear un territorio intermedio de buena melancolía, esté un poco la gracia de vivir”. “La única pasión que no debiéramos perder nunca: el asombro”. “No hay barbarie que en última instancia no se origine en el olvido”.

viernes, 12 de junio de 2020

Paisaje con río y Baracoa de fondo




Estamos en el año 1997 y Luis Leante publica en la editorial alicantina Aguaclara su novela Paisaje con río y Baracoa de fondo, una historia llena de colores, olores y sonidos que se ambienta en la isla de Cuba y que tiene como protagonista a un famoso pintor que, tras haber vivido durante décadas en el exilio, retorna en los años de la vejez a su tierra natal. Allí redescubre, con ojos de niño y sorpresa en el corazón, los paisajes, las músicas y los aromas inconfundibles de su ayer. Tiene la suerte de encontrar también a una serie de personajes pintorescos, como don Augusto, que atesora la sorprendente habilidad de ver a través de los ojos de los gorriones (“Te quedas mirando fijamente con los ojos abiertos durante horas y cuando el gorrión echa a volar tú ves el suelo abajo, ves los árboles muy chiquitos, y los tejados, y el río allí abajo. Y si el gorrión se posa en un árbol, tú lo ves todo desde allí. Y si se cuela por una ventana, tú ves todo lo que hay en la casa, y oyes lo que se dice allí dentro”, p.73); o como ese personaje que recita en griego clásico sin conocer el idioma (se puede comprobar en la página 91, por ejemplo, y aquí desde luego sonríe el profesor de lenguas clásicas que era Luis Leante); o como esos hombres que, con gravedad y sin asomo de burla, conversan con los muertos.
Hay además en este libro magníficas pinturas de paisajes, estudios psicológicos de primera magnitud, una prosa glotona de fragancias y anécdotas, e incluso algunos guiños destinados a los lectores habituales del caravaqueño. Sirva como ejemplo el instante en el que la Rusa proclama a los cuatro vientos que tiene el piano desafinado, y que necesita alguien que lo arregle y componga. Entonces, “todos se quedaron mirando sin atreverse a preguntar qué cosa era un afinador. Luego vino lo de Zenón Jenaro y todo aquel negocio que se montó en la ciudad” (p.80). Si acudimos al libro El criador de canarios y consultamos las páginas comprendidas entre la 105 y la 121 descubriremos el cuento “Zenón Jenaro, afinador de pianos”, de feliz memoria.
Una aventura sensorial y narrativa de primer orden, que se sigue disfrutando como el primer día y que ha sido reeditada en 2009 por Punto de Lectura.

jueves, 11 de junio de 2020

Los placeres de la meteorología




Gracias una feliz y original iniciativa impulsada por la cafetería Ítaca, de Murcia, el escritor José Daniel Espejo (Orihuela, 1975) pudo ver publicada su primera obra, que llevaba por título Los placeres de la meteorología. Se trataba de un poemario donde alborotaban muchas y dispares influencias, tanto literarias (es el caso de Carver, sobre todo; pero también de T. S. Eliot o Juan Bonilla), como musicales (desde Michael Nyman hasta Mozart o Haydn).
En medio de una pululación de cerveza y cigarrillos, amores rotos y melancolía que apenas quiere susurrarnos su nombre, encontramos la voz de un yo perplejo o descentrado que, a pesar de las dificultades que esta catarsis suele implicar (“La primera persona se convierte en un problema”, p.25), nos comunica detalles autobiográficos y más de un desconcierto (“No se entiende nada / y encima la sensación de que debajo / hay algo que habría que saber”, p.28). En estas líneas breves, ágiles y despiertas, hay un notable número de versos dedicados al amor; un amor instalado entre el lirismo y la cotidianidad (como se observa en el texto “The turning point”, p.34), pero también deshilachado y muerto (“Otras frases oídas”, p.22). La tristeza se disfraza entonces con un léxico abrupto, que apenas logra esconder la emoción del poeta (“Si la vida no fuera tan jodidamente rara probablemente estarías aquí”, p.58) y lo conduce hacia una fortaleza psíquica no sabemos si auténtica o falsaria (“Huele a gente que no está pero no importa”, p.59).
Fue con estas páginas con las que descubrí a José Daniel Espejo y desde aquel año 2000 no he dejado de leerlo con admiración.

martes, 9 de junio de 2020

Historias de Chacón




La influencia que Julio Cortázar ejerce sobre la obra de José Cantabella, amplia y bien asimilada, persiste en su segundo libro, Historias de Chacón, una carpeta de apuntes, reflexiones, humoradas, pequeños relatos y fragmentos, que tienen el encanto de la variedad y la frescura de una prosa ágil. El escritor se adentra con igual pericia en los territorios de la cachaza (“Cuando por fin Chacón encontró el punto G, Angélica Brown llevaba ya dormida un buen rato”, p.44), de los giros inesperados (“No podía creer Chacón que su jefe, un hombre tan cabal, engañara a la querida con su propia esposa”, p.129) o del mundo onírico desbordado hacia la vigilia (“Cuando Chacón llegó a la oficina y vio la cara demacrada de su compañera, se acordó que había soñado con ella y hacían el amor toda la noche”, p.61).
Los restantes homenajes del libro se orientan en dos direcciones muy claras: bien se exponen de manera explícita, con nombre y apellido, para que cualquier lector conozca al destinatario del aplauso (Manuel Puig, Eloy Sánchez Rosillo, Gabriel García Márquez); bien se edifican sobre la composición de textos que, por su tema o su aroma literario, invitan a los lectores más curtidos a descubrir por sí solos la fuente de inspiración. Como ejemplos más destacados de esta última fórmula se podrían anotar el breve apunte titulado “El comensal” (que nos remite al inicio de la novela 62, modelo para armar, de Julio Cortázar) o “El fin del fin del mundo” (inspirado en una anécdota que Juan Bonilla incluyó en su obra Nadie conoce a nadie).
Literatura, pues, para enamorados de la literatura. Como siempre lo fue José Cantabella.

lunes, 8 de junio de 2020

Ojos de perro azul




En el ejemplar que acabo de releer de Ojos de perro azul, del colombiano Gabriel García Márquez, encuentro la siguiente anotación con mi letra: “Leído en 1987”. Y luego un aparatoso signo de interrogación escrito con rotulador rojo. Ignoro lo que quise decir con él, pero tras acabar de nuevo el volumen creo que era una forma de consignar mi perplejidad, porque el tomo me parece (en 2020) lo que quizá me pareció en 1987: un libro irregular, que se encuentra un par de peldaños por debajo del nivel GGM.
Hay, desde luego, relatos estupendos, como “La mujer que llegaba a las seis” (de gran simplicidad argumental, pero impecable desarrollo literario), como “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles” (donde la ternura y lo maravilloso unen sus dedos narrativos), como “Alguien desordena estas rosas” (páginas en las que la muerte y la soledad provocan un silencio casi catedralicio en el lector) o como el célebre “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”. Pero, también, me encuentro con relatos que no parecen ir a ningún sitio y donde he tenido siempre la sensación de estar contemplando a un perro mientras se enrosca para dormir: vueltas y vueltas hasta el bostezo final.
Y me ha dado por pensar en los mil azares que rigen un amor literario: si hubiera leído por primera vez a García Márquez en este libro, es dudoso que ahora fuera uno de mis autores favoritos, porque no me habría abalanzado hacia otras obras suyas. Por suerte, no ocurrió así.

domingo, 7 de junio de 2020

El cuervo y las rosas




El profesor Edgard Burne ha logrado perfeccionar un método científico con el que clonar el cuerpo y la mente de una persona, e invita a Anthony Claridge (premio Nobel de Literatura) a que se preste a protagonizar un ensayo. Le dice, astuto, que de esa manera podrá hablar con su clon, que es lo más parecido a hablar con un “otro yo”. Halagado en su vanidad de artista, Claridge accede; y el experimento culmina con éxito… desde el punto de vista científico. Otra cosa será cuando el escritor tenga que enfrentarse con su alter ego, y éste vomite sobre él su pasado, sus miedos ocultos, sus miserias, sus mezquindades, hasta lograr que se tambalee su identidad: renunciará al premio Nobel, abandonará sus clases en la universidad de Cambridge, dejará su casa y se irá a vivir muy lejos…
Carlos Alonso Monreal (nacido en Callosa de Segura) es el autor de esta historia, que titula El cuervo y las rosas y que le publicó hace más de una década la Editora Regional de Murcia en su colección “Textos centrales”. La novela, pulcra y con secuencias de gran interés, adolece en su primera parte de un notable exceso de tecnicismos, que estorban la lectura; pero tiene la prudencia o la sagacidad de reducirlos en las páginas finales, con lo que la propuesta novelística queda, en su conjunto, si no brillante, sí al menos razonablemente amena.
Si Jorge Luis Borges dialogó consigo mismo en un célebre relato, Carlos Alonso Monreal nos entrega también una reflexión de la misma estirpe, que nos dejará meditabundos: si pudiéramos desdoblarnos, mirarnos y hablarnos, ¿qué es lo que aprenderíamos de nosotros mismos? ¿Qué nos podríamos decir? ¿Qué tendríamos que escuchar?

sábado, 6 de junio de 2020

Curso práctico de invisibilidad




En la página 204 de su Curso práctico de invisibilidad, José María Cumbreño anota: “Esto se supone que iba a ser un libro de poesía”. Y un poco después, casi llegando al final del tomo, completa: “A estas alturas, ya me he resignado a que esto no sea un libro de poesía”. Algunos lectores podrían sentirse tentados a darle la razón, porque el volumen no respeta ningún tipo de métrica, ignora todos los embelecos de la rima, introduce largos fragmentos en prosa y añade dibujos; pero, obviamente, el poeta-fingidor está mintiendo. Estas más de doscientas páginas repletas de ideas, confesiones autobiográficas, aforismos, sentimientos familiares, intuiciones, zarpazos, melancolías, juegos de palabras, paradojas y escolios suponen un espectacular chequeo del alma de Cumbreño, expresado con humor, sobriedad, tristeza y algunas gotas de amargura. Y a eso, en mi tierra, se le llama poesía.
En la Divina Comedia (sobre la cual se habla también en este libro) aparecen aquellas escalofriantes palabras, de las que la carroña nazi se apropió en sus inmundos campos de exterminio: “Abandone toda esperanza quien entre aquí”. Si conmutamos la tercera palabra por “prejuicio” dispondremos de un magnífico rótulo para orientar a los lectores de este poemario. Porque José María Cumbreño se balancea sin red en el más alto trapecio y nos pide que lo acompañemos en su viaje: nos hablará de su familia actual (Chose, Irene, Manuel), pero también de sus parejas anteriores; y de su trabajo lejanísimo del hogar; y del ruido que hacen los sueños de juventud cuando se rompen; y del divorcio de sus padres; y de las alumnas que inventan nuevos complementos, para mejorar la sintaxis; y de los mecanismos infalibles para convertirse en un best-seller de la poesía actual; y de los propósitos de año nuevo; y de cómo le gusta hablar en voz alta cuando viaja solo en el coche; y del estupor del cosmonauta Serguéi Krikaliov; y de la melancolía de no haber conseguido nunca el cromo que le faltaba (Arconada) en aquel viejo álbum de la niñez.
Abro por la página 13 (“Planchaba las sábanas porque quería quemar los sueños que habían quedado enredados en ellas”), o por la página 30 (“Por separado, la velocidad y la bala no saben en qué consiste la muerte”), o por la página 41 (“Subía los peldaños de dos en dos. Es decir, llegaría arriba habiendo conocido sólo la mitad de la escalera”). Es sólo una muestra. Porque este libro, dependiendo de la hoja por la que lo abras, te entrega joyas diferentes, bellezas diferentes, dolores diferentes: además de un poemario, es un tangram, un cubo de Rubik, un puzle, un rompecabezas. Como la memoria. Como la vida misma.
En una de sus páginas se alude irónicamente al Premio Nacional de Poesía. No sería descabellado afirmar que este Curso práctico de invisibilidad se lo merece.

viernes, 5 de junio de 2020

Papel, papel y tinta




Imaginemos a un escritor que se consagra de forma neurótica, febril, absoluta, a la composición de su gran obra literaria, a la que consagra días y noches, semanas y meses. En plena vorágine creativa (e inmerso en la más triste de las pobrezas), se queda sin papel para continuar escribiendo, así que su mujer decide salir a la calle para prostituirse e invertir la ganancia en resmas. Su acción es terrible, pero tiene suerte: el hombre que se acerca hasta ella para contratar sus servicios acierta a reconocerla; y descubre por qué está realizando este sacrificio.
Imaginemos ahora a un hombre que se encuentra en la cárcel. Es un preso político al que su hija supone viajando por el mundo. Para evitarle la amargura (y también para que la inocencia y la felicidad continúen anidando en su corazón), consigue que un compañero de celda, falsificador consumado, elabore para él sellos de distintos países, que irá colocando en las cartas que envíe a su hija. Es un engaño lleno de amor que, lógicamente, tiene que llegar a su término algún día.
Son dos de las historias que contiene el interesante volumen Papel, papel y tinta, de la escritora Paloma Ulloa, nacida en Yverdon les Bains (Suiza) en 1968, que publica el sello Talentura y por el que, en mi opinión, merece la pena pasearse.

jueves, 4 de junio de 2020

El legado de Hamlet




En el año 2003, la editorial sevillana Renacimiento publicó El legado de Hamlet, que firmaba Ángel Paniagua y que constituía un libro de imágenes crepusculares, de noches que se apagan y que resulta inútil prolongar hasta las luces balbucientes del amanecer. Es un tomo donde se nos habla de madrugadas febriles, que se niegan a la conformidad de la clausura y que buscan prolongarse espuriamente, insensatamente. Pasó la alegría del alcohol y nos quedan sus cenizas calcinadas (“Cuanto ardió y fue ventura hoy parece / no estar aquí”, p.17). La vida, que tantas promesas susurró en nuestros oídos, se ha encogido en una indolencia derrotada, abúlica, muelle (“Suena el timbre dos veces, y la vida, / tumbada en el sofá, se niega a abrir”, p.19). Eso es todo. Nos ha abandonado el entusiasmo; hemos descubierto que, aunque queríamos agotar las mieles del presente, éstas se nos han vuelto arena entre los dedos. Lo decía Julio Cortázar: “Es la conclusión inevitable, haber querido tanto de la vida, buscarle todo su sentido, y descubrir que vamos derecho a un montón de fósforos quemados”.
Hamlet, príncipe de la duda, es de igual modo el príncipe de la decepción. Por eso, el poeta constata con amargura que estamos “aquí, a sólo un paso / de nada diferente” (p.23); y que los demás son, en buena medida, unos personajes extraños que nos rodean y no pueden darnos las respuestas que necesitamos (“No es difícil saberse humano. […] Lo difícil es hablar con los otros, preguntarles por qué no hablan”, p.79).

miércoles, 3 de junio de 2020

Lo que lee un editor




El argentino Jorge Luis Borges recordó en una de sus obras el conocido dictamen de Emerson, según el cual los libros no abiertos eran simplemente volúmenes, objetos, cosas entre las cosas; y que sólo al abrir sus páginas y dejar que nos hablen comienza su verdadera vida: su diálogo con nosotros, su fulgor silente, su “invasión poderosa” (como dijo otro poeta). “Leer” significa, entonces, muchas cosas: abrirse, escuchar, hablar, pensar, aprender, reconsiderar, descubrir, ser.
Javier Castro Flórez acaba de publicar en Newcastle Ediciones un delicado tomo que lleva por título Lo que lee un editor. Y hay que reconocer que ha sido muy ingenioso a la hora de elegir el marbete, porque su intención no radicaba, creo, en explicarnos qué obras lee un editor (como se deduciría de una primera lectura, algo plana, del enunciado), sino en desgranarnos lo que deduce de lo leído, lo que absorbe de lo leído. Y, consiguientemente, cómo ese mensaje que los libros dejan dentro de él sale más tarde, empapado de su propia vida, en forma de reseñas.
En ellas nos habla de la vanidad del escritor, condenada a quedar cubierta por el polvo del olvido; de su indesmayable fervor por la obra de Azorín, del que afirma poseer (quizá ahora sean más) 156 libros “suyos o sobre él”; de su fascinación por la ciudad de Praga; de los libros lúcidos que nos salvan de la barbarie o que nos facilitan la coraza con la que protegernos de sus asechanzas; de su interés por leer los recuerdos de quienes pasaron por campos de exterminio; del horror siempre nauseabundo que provocan todas las guerras; o de su aplauso por el conceptismo con el que Jesús Marchamalo elabora sus biografías literarias. Y en todas, de una manera general, se percibe el aroma de una frase que el autor coloca en la página 111: “Quien sueña nunca es derrotado”.
Pero lo que más impresiona de estos escritos (recomiendo que los lectores se detengan con deleite en ese detalle) es la forma en que Javier Castro construye en cada bloque de 636 palabras justas un híbrido mágico, donde mezcla recuerdos personales, anécdotas, citas, circunloquios y humor. Una mezcla de vida y reseña que, a falta de mejor nombre, podríamos bautizar como “videña”. O, mejor aún, “revida”. (Y, por cierto, la que cierra el tomo es la reseña, videña o revida más hermosa que he leído jamás).
Léanlo sin falta.

martes, 2 de junio de 2020

El peso del hielo




Basilio Pujante (Murcia, 1982) acaba de publicar en Boria Ediciones un libro de relatos titulado El peso del hielo. Y ésta es, sin duda, una buena noticia para los amantes de la ficción breve, porque su pericia literaria es notable. Lo sabíamos por sus Recetas para astronautas y, desde luego, lo corrobora en esta nueva entrega, en la que despliega ante nuestros ojos once historias muy bien urdidas y en las que descubrimos un detalle unificador: los destellos autobiográficos (o con un aspecto autobiográfico) que el escritor murciano va deslizando por las páginas y que nos permiten intuir una especie de eje que vertebra los relatos. Así, en “Jimbocho” leemos la historia de un joven escritor que encuentra, lejísimos de su país y de su idioma, una veintena de ejemplares de su primer libro de relatos, que contiene un cuento titulado “Follar, verbo transitivo” (que, efectivamente, ocupa las páginas 28 y 29 en el libro Recetas para astronautas); en “Elogio de la cordura” nos encontramos con un joven profesor de instituto que ultima su tesis y aspira a convertirse en escritor profesional; y en “Fav” se nos relata el amargo desasosiego que acomete a un docente (cuya cuenta de Twitter es @elsursumcorda) cuando se ve obligado a aprobar a un alumno que en realidad no lo merece… Son detalles que podrán parecer quizá accesorios para un lector que no conozca a Basilio Pujante, pero que me parece que colorean de forma especial algunas de las narraciones del volumen.
Un volumen en el que, al margen de estas consideraciones, descubrimos historias sobre competiciones de reciclaje para obtener como premio una bicicleta; hondos apuntes en clave sobre las heridas que se reciben en el corazón (“Es como volar”); relatos poliédricos en un aeropuerto (“Puerta de embarque”); hermosos textos que no sería descabellado que el autor desarrollase en el futuro en forma de novela (“Historia meridional”); y narraciones sobre la amistad, la hipocresía y el bochorno de la claudicación de los ideales (“Quemado”).
El peso del hielo constituye un paso firme de Basilio Pujante en su trayectoria de escritor, que el sello Boria ha publicado acertadamente, con una hermosa cubierta de Eugenio García Barceló y Paqui Nadal.

lunes, 1 de junio de 2020

La perra diecinueve




En 1997, el caravaqueño Miguel Sánchez Robles publicó La perra diecinueve, que había obtenido el premio Ciudad de Alcalá de Henares justo el año anterior. Su presentación formal es muy significativa y también bastante curiosa, porque se inicia con un fragmento lírico en prosa, que se extiende durante veintidós líneas; luego continúa con otros tres fragmentos en prosa, de decreciente longitud (quince, once y cinco líneas, respectivamente); y al final se pasa al verso. Es como si la voz poética (que pronto descubrimos que corresponde a una persona que se encuentra internada en un sanatorio mental) fuera adelgazándose hasta el grito o la lágrima, como aquellas palabras que se le adelgazaban a Pablo Neruda al modo de huellas de gaviota.
El proceso de des-anclaje con el mundo (que se inició en las primeras producciones de Miguel y que fue acentuándose en los volúmenes posteriores) llega al arrabal de la locura. El propietario de la voz poética está siendo tratado con pastillas (p.11); se limita a dejar que el tiempo fluya (“El pasado se olvida / sin que lo comprendamos del todo”, p.37); advierte que “el mundo ha ido poblándose / de tontos tenebrosos / y de hijos de puta repletos de palabras”, p.67); va haciendo la crónica de las rarezas mentales de sus compañeros; y lamenta la uniformidad gris del mundo que nos envuelve (“Lo que me rodea / está tan etiquetado / que quisiera escupir”, p.133).
Esa angustia (que no es sino la angustia del poeta Miguel Sánchez Robles, herido por el absurdo de la vida y por la insensatez de sus semejantes) queda, en ocasiones, formulada con palabras de una eficacia estremecedora (“La muerte es como un jueves”, p.173; “Me aburre consistir”, p.181). Callarse es imposible; y decir es llorar.