Me
apetecía volver a dedicarle unas horas a los versos de Paco Sánchez Bautista
(siempre recordado, siempre admirado) y he abierto las páginas de su Libro
de las trovas, que le editó la Real Academia Alfonso X el Sabio de Murcia
en 2002. Otra vez han refrescado mis ojos las palabras cristalinas del inmortal
poeta de Llano de Brujas, las cuales me hablan de su esposa Teresa (“mujer que
amasa felicidad”), de sus hijas Mari Toñi (la “niña-alondra”) y Mari Tere (la
“niña-abeja”), de sus padres o de los paisajes que lo rodearon, hacia los que
siempre dirigió una mirada llena de ternura y afecto. Aferrado a su condición
de hombre que siente el color de la tierra empapando sus ojos y latiendo en sus
venas (“Yo, brote de Adán, yo, barro”), de niño que ha disfrutado lo indecible
“trepando troncos y saltando acequias”, de joven que ha disfrutado de los
sencillos placeres de la fruta huertana (“Me agridulcifica una naranja / el
paladar, la lengua. / Para gustar limones / mi boca está dispuesta”), de
persona agradecida que siente amor por lo diminuto (“¡Oh, la pura alegría / de
las cosas pequeñas!”), Sánchez Bautista se entrega a un empeño fervoroso: el de
cantar su infancia, sus recuerdos, los olores nunca del todo perdidos, las
azadas, los amaneceres, las tristezas, las ilusiones, los rastrojos, los
villancicos, las lluvias, los bailes del ayer.
El
resultado final, entre lo bucólico y lo geórgico, es de una belleza espléndida,
que el poeta logra sin abandonar nunca los senderos de la sencillez.
Nos
dice en la Trova del niño ingenuo que fue un niño “sano y un poco
rechoncho”, pero que con el paso de los años fue adquiriendo otra envoltura,
porque le crecieron “riachuelos hondos / y gigantes palmeras, gruesos troncos,
/ por estos brazos y por estos ojos”. Tiene razón. Su estatura corporal (la de
un hombre bajito y pecoso) no coincidía con su estatura espiritual y poética,
que era la de un coloso, la de un titán, la de Anteo, la de Zeus.
Pocos ha habido en la poesía murciana como él.