viernes, 29 de septiembre de 2023

Libro de las trovas

 


Me apetecía volver a dedicarle unas horas a los versos de Paco Sánchez Bautista (siempre recordado, siempre admirado) y he abierto las páginas de su Libro de las trovas, que le editó la Real Academia Alfonso X el Sabio de Murcia en 2002. Otra vez han refrescado mis ojos las palabras cristalinas del inmortal poeta de Llano de Brujas, las cuales me hablan de su esposa Teresa (“mujer que amasa felicidad”), de sus hijas Mari Toñi (la “niña-alondra”) y Mari Tere (la “niña-abeja”), de sus padres o de los paisajes que lo rodearon, hacia los que siempre dirigió una mirada llena de ternura y afecto. Aferrado a su condición de hombre que siente el color de la tierra empapando sus ojos y latiendo en sus venas (“Yo, brote de Adán, yo, barro”), de niño que ha disfrutado lo indecible “trepando troncos y saltando acequias”, de joven que ha disfrutado de los sencillos placeres de la fruta huertana (“Me agridulcifica una naranja / el paladar, la lengua. / Para gustar limones / mi boca está dispuesta”), de persona agradecida que siente amor por lo diminuto (“¡Oh, la pura alegría / de las cosas pequeñas!”), Sánchez Bautista se entrega a un empeño fervoroso: el de cantar su infancia, sus recuerdos, los olores nunca del todo perdidos, las azadas, los amaneceres, las tristezas, las ilusiones, los rastrojos, los villancicos, las lluvias, los bailes del ayer.

El resultado final, entre lo bucólico y lo geórgico, es de una belleza espléndida, que el poeta logra sin abandonar nunca los senderos de la sencillez.

Nos dice en la Trova del niño ingenuo que fue un niño “sano y un poco rechoncho”, pero que con el paso de los años fue adquiriendo otra envoltura, porque le crecieron “riachuelos hondos / y gigantes palmeras, gruesos troncos, / por estos brazos y por estos ojos”. Tiene razón. Su estatura corporal (la de un hombre bajito y pecoso) no coincidía con su estatura espiritual y poética, que era la de un coloso, la de un titán, la de Anteo, la de Zeus.

Pocos ha habido en la poesía murciana como él.

miércoles, 27 de septiembre de 2023

La nieta

 


Me resulta muy difícil explicar por qué algunos autores logran seducirme desde la primera página y por qué a otros los abandono en medio de descomunales bostezos nada más iniciar su lectura. Nunca he logrado formular una explicación del todo satisfactoria, porque entiendo que se aúnan demasiados elementos (tema, ritmo de la frase, vocabulario, tono narrativo) como para resumirlos en una simple etiqueta. Tendrá que ver, me imagino, con aquello de las “afinidades electivas” que pregonó Goethe. O no, cualquiera sabe. El caso es que, desde que posé mis ojos en las primeras hojas de Los colores del adiós, de Bernhard Schlink, me enamoré de su escritura. Por eso salté de inmediato hasta El lector. Y por eso ahora he enriquecido mi espíritu con La nieta, que la editorial Anagrama acaba de lanzar en España gracias a la traducción de Daniel Najmías.

Fijemos la mirada en la acción con la que arranca la narración: Kaspar Wettner, un librero que adora la música clásica y que está casado con la inestable Birgit, descubre al llegar a casa el cuerpo sin vida de su esposa, que se ha ahogado tras una masiva ingesta de alcohol y pastillas. Y ese doloroso trance se completará muy pronto con el descubrimiento de unos escritos de Birgit donde habla de cómo huyó de la RDA para venir hasta la RFA (iniciando así su vida con Kaspar) y, sobre todo, cómo dejó atrás a una hija, cuya existencia ni siquiera sospechaba su actual marido. Asombrado por la revelación, el librero entiende que ahora su objetivo debe ser encontrar a esa hija perdida, cuyo rastro aún puede ser detectable si acude a las personas adecuadas (aquellas que rodearon a Birgit cuando vivía en el sofocante mundo situado al otro lado del Telón de Acero). De esa manera, tan sencilla y tan triste, se inicia un singular viaje que llevará a Kaspar hacia el ayer (y también hacia el futuro), permitiéndole descubrir a Svenja, su inesperada hijastra, una muchacha que ha vivido demasiado tiempo rodeada de personas violentas, que la llevaron a convertirse en una joven conflictiva (“Se drogaba y daba palizas a homosexuales y extranjeros, dormía en la estación y en trenes”) y que ahora está casada con el codicioso Björn, un férreo hitleriano que cree en la supremacía de Alemania y que niega el Holocausto. El choque que siente en su alma el sosegado Kaspar es terrible, pero aún será más profundo cuando observe que la hija del matrimonio (su nieta Sigrun) corre el peligro de convertirse en otro ser irreflexivo, virulento e intransigente, como sus padres.

A partir de ese punto, todo el interés del protagonista consiste en conseguir que Sigrun observe, piense, razone y decida por sí misma, calibrando las verdades y las mentiras que han rodeado su vivir y el vivir mismo de la nación en la que ha nacido. Pero el proceso será largo, lento, y exigirá de Kaspar una abrumadora dosis de paciencia, ternura y empatía.

La nieta es una conmovedora reflexión sobre el alma torturada de Alemania, que tiene que equilibrar dentro sí los horrores y las grandezas de su pasado, para seguir caminando hacia el futuro. Quizá porque asumir de forma plena las atrocidades del ayer constituye el primer paso imprescindible para evitar la repetición de las monstruosidades, pedir perdón y comenzar de nuevo.

Por su lenguaje, por su ritmo exquisito, por su espíritu integrador, La nieta se convertirá en una de las grandes novelas de la nueva temporada literaria.

lunes, 25 de septiembre de 2023

La sobriedad del galápago

 


Su nombre y las imágenes de sus libros me han asaltado (casi me han buscado) durante un par de años: bien porque los veía en bibliotecas, bien porque algunos de mis amigos comentaban en redes sociales sus opiniones, bien porque en los suplementos literarios de los diarios la mencionaban. Y ahora, por fin, he tomado la decisión de leer el primero de sus libros. Y digo bien: el primero. Porque me ha dejado tan buena impresión que quisiera repetir pronto con otro.

Este primer acercamiento se titula La sobriedad del galápago, está ilustrado por Mimi González, fue editado por la Diputación de Badajoz y está formado por seis relatos que, funcionando de forma autónoma, también pueden entenderse como piezas de un puzle, que lo acerca al concepto de novela corta.

Uno de sus protagonistas es Rechi, un inadaptado que se dedica a “distraer” todo tipo de objetos en los grandes almacenes y que ahora se ha obsesionado con una lujosa chaqueta de la marca Armani, valorada en 720 euros. Durante días, ronda con disimulo a su alrededor y busca la mejor manera de hacerse con ella. Otro de los peones en esta partida de ajedrez es Julia, la celosa dependienta que vigila su sección de modo implacable y que no parece mostrar fisuras que permitan a Rechi perpetrar su hurto. Añadamos a Daniel Cruces, cómplice de Rechi, que se fija en Julia con demasiada atención; una mantis religiosa que se encuentra encerrada en un bote vacío de Nescafé; un científico llamado Eugenio Grady, que ha ideado un experimento para obtener energía eléctrica de forma insospechada; y una joven que graba un vídeo más bien repulsivo. Ya tenemos todas las piezas sobre el tablero. Y, con ellas, Sara Mesa erige un relato pulposo, lleno de matices y giros inesperados, que asombra en sus últimas páginas con el ingenioso mecanismo de cierre que lo vuelve sobre sí mismo de forma esférica.

Es evidente que volveré a esta autora. Quizá antes de final de año.

sábado, 23 de septiembre de 2023

Los nuestros

 


Cuando se incurre en la osadía de dar a la imprenta un libro como este, lo más razonable y sensato que puede hacer el autor es vacunarse contra dos tipos de comentarios críticos que sin duda se le van a formular con cierta insistencia: uno, el de quienes están disconformes con lo que ha escrito (“Pero… ¿cómo es posible que diga eso de X? ¿Es que se ha vuelto loco?”); y otro, el de quienes le echarán en cara lo que no ha escrito (“¿A quién se le ocurre no mencionar a Y? ¡Cómo se le ve el plumero a este tío!”). Ambas objeciones son, desde luego, legítimas, porque todo lector tiene derecho a discrepar con el libro, quemarlo (como sugería Manuel Vázquez Montalbán), lanzarlo a la piscina (como era costumbre de Paco Umbral) o tirarlo por el balcón (como aconsejaba Julio Cortázar). Pero lo que tampoco conviene perder de vista es que el autor es muy libre de elegir quién figurará en ella o qué se aseverará en sus páginas.

Federico Jiménez Losantos, periodista adorado y denostado, Dios o Demonio (según versiones), aceptó el reto a la hora de escribir y publicar Los nuestros (Cien vidas en la historia de España), un libro “rabiosamente personal” donde ofrece un blanquísimo retrato del dictador Franco (cuyo único pecadillo imperdonable, según se deduce de la lectura del volumen, fue haber sido un poco quisquilloso con los liberales, facción política a la que se adhiere el autor del tomo) y una descripción satanizada de La Pasionaria, donde extrema las menudencias menos favorecedoras y donde sólo le falta pintarle cuernos y un rabo. Esa es (ya lo avisaba al principio) una de las posibles críticas: la elección subjetiva del tono y del contenido de las semblanzas. La otra (también lo advertí y también voy a sumergirme en ella) obedece a los criterios utilizados para seleccionar a quienes aparezcan en el trabajo. ¿Resulta razonable (ya he dicho que legítimo sí lo es) omitir en un volumen de estas características a escritores de la talla de Lope de Vega, filósofos del calibre de Ortega y Gasset o políticos de tan amplia repercusión como Pablo Iglesias? Que cada cual se conteste a sí mismo tal pregunta.

Por fortuna, el libro contiene también, junto a la frialdad logarítmica de los datos históricos, píldoras notables de humor, exabruptos destemplados y anécdotas singulares, inquietantes o reveladoras. Así, y por ayuntar algunos ejemplos sonrientes, nos explica que Viriato “murió por pactar, pero eso no lo acredita como centrista”; que Isabel II, aparte de furor uterino, “tenía unas faltas de ortografía inverosímiles, más propias del XXI que del XIX”; o que Fernando VII era un personaje “al que compararlo con las ratas sería un insulto a los roedores”. Y por lo que atañe al anecdotario, qué les podría decir: nos informa en estas páginas de que Nebrija fue un erotómano compulsivo; que el macabro inquisidor Torquemada acabó sus días contando batallitas por las tabernas; que un hijo del monarca Felipe II murió aquejado de anorexia; o que Santiago Ramón y Cajal, a los once años, utilizó pólvora para volarle la puerta a un vecino.

Una obra para aprender, para sonreír, para reflexionar y para indignarse.

¿Alguien da más?

jueves, 21 de septiembre de 2023

El comprador de aniversarios



Tengo 57 años, así que pronto alcanzaré el medio siglo como lector. Durante ese tiempo han pasado por mis manos todo tipo de obras: desde los inolvidables y delgados tebeos hasta los volúmenes más gruesos, desde la poesía hasta el ensayo, desde los autores grecolatinos hasta narradores que podrían ser ya, por edad, mis hijos. Con ese resumen pretendo reflejar que he acumulado una experiencia bastante importante, con varios miles de libros leídos y con muchas alegrías (las decepciones se me olvidan con rapidez: prefiero no computarlas). Y ahora, de pronto, me encuentro con El comprador de aniversarios, de Adolfo García Ortega; y no tengo dudas a la hora de admitir que se trata de la obra que más me ha impresionado en mi vida. Podrá pensarse que esa huella que tan hiperbólicamente señalo se deriva del tema que el autor aborda (los campos de concentración nazis), pero me adelanto a desmentir esa hipótesis: entre las lecturas mencionadas arriba se incluyen un centenar de tomos relacionados con el mundo horroroso que crearon Hitler, Himmler, Heydrich, Goebbels y otros malnacidos putrefactos: bastará con invocar los nombres de Markus Zusak, John Boyne, Primo Levi, Viktor Frankl, Jorge Semprún o Bernhard Schlink.

No.

La impronta que me ha dejado este libro de Adolfo García Ortega tiene mucha más relación, desde luego, con la brillantez literaria con la que ha sido redactado y construido que con los horrores que conforman su argumento. E imagino que hablar de “primores estilísticos” cuando se está abordando la lectura de un libro tan duro, tan sobrecogedor, tan desgarrador como este, puede antojarse casi un sacrilegio o una observación fría; pero les aseguro que no me mueve ningún espíritu frívolo. El escritor vallisoletano, consciente de la semilla llena de temblores sobre la que ha posado sus letras (una referencia diminuta en cierto libro de Primo Levi), tuvo que plantearse necesariamente la idea de cómo dar forma al material sensible que tenía entre las manos. No se trataba tan sólo de trasladar a los lectores un relato lacrimógeno, sino un relato sólido, robusto, bien organizado. Y a fe que consigue un resultado inmejorable, donde los planos narrativos, las perspectivas, los juegos temporales y espaciales, la imaginación y la documentación se unen para esculpir una novela imposible de olvidar; una novela que he tenido que leer a sorbos lentos, porque muchas veces sentía los ojos empañados o el corazón encogido (literalmente); una novela llena de dolores reales y nombres ficticios; una novela sobre la necesidad de no olvidar aquellos crímenes inauditos que llenaron de sangre el continente europeo; una novela por la que siempre le estaré agradecido a este escritor.

No se me ocurre mejor resumen o mejor consejo que pedirles que la lean: van a sufrir, se van a emocionar y van a aprender.

miércoles, 20 de septiembre de 2023

La llave en el desván

 


Mario, el atormentado protagonista de este drama, reflexiona en el segundo acto sobre el mundo de los sueños y dictamina: “Hace trescientos años un sacerdote español escribió nuestra primera comedia de interpretación de sueños”. Para, de inmediato, redondear su juicio: “Es curioso; hasta ahora no me había fijado en que el protagonista de La vida es sueño se llama también Segismundo. Igual que Freud”. Y es que, en efecto, nos encontramos ante una obra teatral donde el gran tema es un hondo interrogante: ¿qué nos quieren decir los sueños? ¿Cuál es el mensaje que nos quieren transmitir, bajo su código simbólico?

La acción arranca desde un punto más bien triste: Mario, cuyos padres murieron en dos desgraciados accidentes ocurridos el mismo día de su infancia, se encuentra en estos momentos al borde de la ruina. Ha estado durante años desarrollando un invento que podría haberlo convertido en millonario, pero una empresa extranjera se adelantó y patentó por sorpresa el mismo invento, cuando él ya se encontraba listo para hacerlo. Ahora solamente le queda la opción de vender la vieja casa familiar y tratar de sobreponerse a ese revés. No obstante, todo parece complicarse a su alrededor: su esposa Susana, por la que Mario siente adoración, parece distraída cuando está a su lado; su amigo Alfredo se comporta también de un modo esquivo; su cuñada Laura está pendiente de marcharse fuera de España con una beca; y Mario tiene una pesadilla en la que su admirado amigo Gabriel, médico, se obstina en descubrir las claves que expliquen los traumas de Mario. ¿Qué se oculta, tras todos estos ingredientes enigmáticos? Una densa historia de infidelidades, traiciones, traumas cenagosos, rencor, frustraciones y viejas cuentas pendientes, que Alejandro Casona construye con elevada pericia y que nos da como resultado una pieza teatral que resiste muy bien el paso del tiempo.

Tres fragmentos subrayo en mi ejemplar: “No hay mejor descanso que cambiar de cansancio”. “Siempre me han interesado los poetas. Generalmente, saben poco, pero enseñan mucho”. “Por grande que sea nuestro orgullo todos sabemos que la palabra de la ciencia será siempre la penúltima. Un paso más y empieza el misterio”.

lunes, 18 de septiembre de 2023

Mujeres

 


Es probable que de todas las injusticias que han burbujeado en el mundo desde el inicio de los tiempos (las diferencias entre ricos y pobres, blancos y negros, etc.) ninguna resulte tan persistente y tan marmórea como la que se ha establecido históricamente entre hombres y mujeres. Dueños del dinero, del pensamiento y de las armas, los varones han conformado un modelo patriarcal que, con pequeñas fisuras y evoluciones, se ha mantenido inmóvil durante siglos y aun milenios. Ellas son las silenciadas, las invisibles, las torpes, las sumisas, los ceros a la izquierda, las avasalladas, las insultadas, las explotadas, las incapaces. En el ámbito religioso, actrices de segunda fila (en el mejor de los casos); en el ámbito familiar, animales todoterreno que en la cocina y en la sala de costura disponían de su espacio idóneo; en el ámbito científico o artístico, anécdotas observadas con displicencia; en el ámbito político o empresarial, viragos ante las que se sonreía tetánicamente.

Para contribuir a la subsanación de esos errores, Eduardo Galeano compone este libro (titulado precisamente Mujeres), que es un alegato recio, inflexible, en favor de millones de mujeres famosas o anónimas, brillantes o discretas, egregias o humildísimas, que nos fueron dejando sus ejemplos de altivez, de dignidad, de esfuerzo valioso. Muchas veces son granitos (en el sentido de “cosas pequeñas”), pero siempre son granitos (en el sentido de “rocas firmes”): las narraciones sin fin de Sherezade; la premonición desatendida de Calpurnia; la conciencia social de Florence Nightingale; el orgullo legítimo de la faraona Hatshepsut; los avances científicos que nos legaron Marie Curie o Rita Levi Montalcini; el hondo testimonio creativo de Frida Kahlo; los bailes libérrimos de Josephine Baker… Pero también (en el platillo anónimo de la balanza, igual de importante) la terca negativa de las cinco putas que se negaron a atender en 1922 a los soldados argentinos que estaban fusilando a sus compatriotas; la firme dignidad inagotable de las Madres de la Plaza de Mayo; el aguerrido ejemplo legendario de las amazonas; o (reconozco que esta historia me impresionado de forma especial) la novelística historia de Elisa Sánchez y Marcela Gracia, dos gallegas que lograron casarse en 1901 gracias a una argucia (una de ellas se disfrazó de hombre) y que después se embarcaron hacia América, donde se les perdió la pista.

Sin duda, una obra muy notable para hacernos pensar, para comprender un poco mejor las injusticias seculares que sobre las mujeres se han practicado y para intentar que enmendemos esos errores para el futuro.

sábado, 16 de septiembre de 2023

Lecturas españolas

 


Ese amor por lo antiguo, esa pasión lánguida y constante por el tiempo pasado (costumbres, libros, paisajes, tradiciones), que es innegable en Azorín, ha servido para que se le juzgue muchas veces como “reaccionario”, tanto literaria como políticamente; pero se trata a mi juicio de una notoria equivocación. Es evidente que el escritor monovero ama muchos aspectos del ayer, quién habría de negarlo. Ahora bien: extraer de ahí un juicio marmóreo sobre su alma entera es hipérbole torpe. Leamos, por ejemplo, lo que dice en “La España de Gautier”, uno de los artículos que se incluyen en estas Lecturas españolas, porque ilustra muy bien una parte de su ideología, acaso poco tenida en cuenta: “Lo pasado no se puede volver a vivir; la corriente del tiempo no puede ser remontada. Las calzas atacadas, como los cachivaches de la casa, las diversiones, las costumbres, todo se modifica y cambia. Vivamos nuestro tiempo”. No es (coincidirán conmigo) la frase de un retrógrado, sino la de alguien que aplaude también las bondades del presente. Porque Azorín es sobre todo eso: la mirada silenciosa y reflexiva de quien desea empaparse de su entorno de forma profunda. De ahí la lentitud y la minucia de sus descripciones: quiere observarlo todo, registrarlo todo, ponerle a todo un pequeño foco de admiración y de palabras, para que participemos de su experiencia y nos enriquezcamos con ella.

En Lecturas españolas, Azorín nos habla de la forma en que Juan Luis Vives recrea escenas humildes (acaso reminiscencias de la infancia) en sus libros; de su amor por la vida de aldea (utilizando como base el libro célebre de Antonio de Guevara); de la modernidad reflexiva de Saavedra Fajardo, que pedía a todos sus compatriotas tolerancia, mesura, apertura de mente y respeto colaborativo con los demás; de su predilección por la poesía festiva, no la barroquizante, de Luis de Góngora (“lo que prevalecerá”); de su reivindicación del casi olvidado aragonés Mor de Fuentes; o de su admiración rendida y absoluta por Benito Pérez Galdós o Pío Baroja… Todos esos españoles gigantescos fueron dejando su impronta en la vida nacional. A veces, de forma visible; a veces, secretamente. Pero su legado nos ha conformado como país. Frente a todas las lacras que nos han lastimado secularmente, y que Azorín enumera con rigor (“Causa de la decadencia de España han sido las guerras, la aversión al trabajo, el abandono de la tierra, la falta de curiosidad intelectual”), nos queda la esperanza de que aprendamos de estos prohombres cuál es el camino para afrontar de mejor manera el futuro.

Vuelve a maravillarme el escritor alicantino. Vuelve a dejarme en silencio (leer a Azorín supone adentrarse en una burbuja de silencio y calma).

Era un grande.

jueves, 14 de septiembre de 2023

El columpio

 


Años después de que muera Eloísa (quien abandonó su pueblo para irse a Francia y construir allí una familia), su hija decide volver a sus raíces y visitar el valle pirenaico donde aún viven sus tíos, a quienes no conoce, pero a los que ha avisado por carta de sus intenciones. Para su decepción, el encuentro se tiñe con colores más bien fríos: es recibida de un modo protocolario y silencioso, cauto y seco, que le hace pensar que quizá no debería haber tomado esta decisión.

Sabe que su madre y sus tíos, antaño, jugaban a todo tipo de aventuras, y que en una ocasión creyó verla a ella, su hija, anticipadamente, como en una especie de ensoñación vivísima. Ahora descubre también que su madre fue una virtuosa del diábolo, que adoraba ser balanceada por ellos en el columpio… y que se marchó del valle en medio de circunstancias más bien confusas, que incluían el desdén y el rencor. De hecho, la hija termina descubriendo en un cajón secreto todas las cartas que durante años les estuvo enviando desde Francia, sugiriendo una visita, sin que ellos en apariencia abrieran ninguna. ¿Qué extrañas y graves heridas se mantuvieron abiertas durante décadas, sin que nadie se preocupara por sanarlas?

Observando, la narradora de la historia va extrayendo conclusiones sobre los detalles del tiempo pasado y sobre las singularidades del presente; y no todas son agradables.

Cristina Fernández Cubas construye en El columpio una narración poderosa, sofocante y melancólica, llena de pasillos oscuros, en la que los dolores antiguos y las insanias del presente caminan de la mano para mantener a los lectores con el corazón en la garganta. Interesante.

martes, 12 de septiembre de 2023

No te veré morir

 


“Pasan los años y la vida tiene el color de los sueños incumplidos”. Lo escribió el gran poeta Pascual García, pero podría haberlo escrito el gran novelista Antonio Muñoz Molina como pórtico o como epílogo de su novela No te veré morir, de reciente publicación en Seix Barral. Porque, en esencia, la propuesta que nos regala esta vez el narrador jienense se articula alrededor de aquellas ilusiones o de aquellos paraísos que abandonamos o nos arrebatan, y que sólo logramos recuperar (si tenemos suerte) al final del camino, aunque sea de forma vicaria, melancólica o incompleta.

Gabriel Aristu ha tenido una vida, sin duda, exitosa: gracias a la esmerada educación que le pagaron sus padres, realizando muchos sacrificios (en el British Council de Madrid), ha podido alcanzar un elevado estatus económico en Estados Unidos. Tiene una esposa (Constance), un exquisito círculo de amigos (donde se integran personajes del mundo de las finanzas, la política, el arte y la banca) y un hogar lujoso, de los que ahora podría disfrutar plenamente gracias a la llegada de su jubilación. Pero una charla casual con Julio Máiquez, experto en arte que ha venido también de Madrid y que se convierte pronto en una especie de protegido suyo, vuelve a colocar en sus oídos un nombre: Adriana Zuber. Ella fue el gran amor de su juventud, aunque Gabriel prefirió desoír las llamadas de su corazón y trasladarse a California, con el fin de cumplir el destino de bonanza que sus padres habían diseñado con mimo para él. Quizá hizo bien; quizá se equivocó. Quién puede conocer con certeza la respuesta más adecuada, en este tipo de situaciones de bifurcación. Durante cuarenta y siete años no ha sabido nada de Adriana Zuber, pero la melancolía de su senectud (matizada por la superación de un cáncer) lo impulsa a subirse a un avión, tras mentir a su esposa sobre el destino de su viaje, que lo conducirá hasta su viejo Madrid, donde Adriana continúa viviendo en la misma casa.

Dividida en cuatro partes (que incluso parecen dotadas de cuatro respiraciones diferentes), la narración nos surte lentamente de detalles sobre la longitud de un amor dulce y quebrado, que ha nutrido de forma invisible toda la existencia de Gabriel, aunque sólo en la vejez haya sido consciente de las dimensiones reales de la herida que aquella ruptura trazó en su alma. En el mundo de los sueños sí que ha persistido la memoria de Adriana, pero en la realidad (en su universo de inviernos nevados, calefacción confortable, viajes continuos, contactos con gentes de elevado poder y restaurantes de precio prohibitivo) ha intentado mantenerla sepultada, neutralizada, invisible. Al rebasar la frontera de los setenta años, por fin, Gabriel ha tomado la decisión de enfrentarse a su ayer y reencontrarse con Adriana, aunque nunca hubiera podido imaginarse la sorpresa que le aguardaba en aquel salón donde ella lo estaba aguardando.

Escrita con la prodigiosa habilidad de siempre, No te veré morir se erige en una de las obras más melancólicas y perfectas de Antonio Muñoz Molina, quien, como pedía Baudelaire, es un novelista sublime sin interrupción.

domingo, 10 de septiembre de 2023

El dolor

 


Hace ya casi medio siglo (en concreto, en 1975) apareció en las librerías españolas un volumen espeluznante titulado Cartas de condenados a muerte, víctimas del nazismo (lo divulgó la editorial Laia, con la traducción de Jaume Reig). Y en él se transcribían las últimas palabras que, en papel o en los muros de sus celdas, nos legaron infinidad de sufridores del holocausto nazi, en las horas previas a su monstruosa ejecución. Veinticuatro años después, a finales de 1999, pudimos leer este breve librito póstumo de la francesa (nacida indochina) Marguerite Duras, titulado El dolor y traducido por Clara Janés para la editorial Alba, que venía de alguna manera a redondear la imagen con el testimonio simétrico o complementario de una mujer que se consume de angustia mientras aguarda el regreso de su esposo, superviviente de un brutal campo de exterminio, y que nos contagia con su prosa desnuda, nerviosa, tensa y entrecortada las sensaciones de horror y de llanto continuo que la asaltan en esos días expectantes.

Es sin duda un libro emotivo y conmovedor, pero que se encuentra aquejado por un “pero” bochornoso, que quizá la editorial subsanase en una hipotética segunda edición (he manejado la primera): las brutales particiones de palabra a final de renglón, que nos añaden inmerecidas dioptrías: per-iódico, ter-ribles, guer-ra o compre-ndemos.

Ojalá se haya subsanado.

viernes, 8 de septiembre de 2023

Retratos familiares

 


Vuelvo a pasearme, veinte años después de mi primera visita, por los Retratos familiares de Ricardo Sumalavia, donde redescubro las interesantes historias que el volumen cobija, y que sirven para adentrarse por los pasillos menos luminosos y menos complacientes del alma humana. Vemos a Marcelo, que convive con Sandra y que decide instalar en casa a su hermano, que acaba de salir de un sanatorio mental (“Retorno”); acompañamos a un padre y su hijo, que se encaminan a la casa de una mujer para comunicarle la dolorosa noticia de que su marido acaba de morir en un atropello (“Puertas marrones”); conocemos a la joven Olenka, cuyo padre ha fallecido y que tiene que compartir domicilio con su madrastra Marina (“La ofrenda”); leemos la historia del joven periodista que, embriagado por la belleza de su vecina Isabel, termina manteniendo relaciones sexuales con ella y con su amiga Marcia (“Los climas”); viajamos junto a Mirna, que regresa en avión de un largo viaje y que experimenta en el aeropuerto una escena de reunión familiar (“La herida”); o nos sentamos con Maribel y su padre en un restaurante donde se produce una riña poco agradable en la mesa próxima (“Familia”).

El narrador peruano dibuja con pincel muy fino, y con él construye escenas de una delicada textura, que los lectores debemos completar concentrando nuestra atención en todos los pliegues del lenguaje, en todas las luces y sombras del comportamiento de sus personajes. De esa forma, se consigue penetrar con la hondura necesaria en el pozo del relato.

Créanme que merece la pena.

miércoles, 6 de septiembre de 2023

Epistolario

 


Leo en la edición de Agustín Sánchez Vidal para Alianza Tres la Correspondencia de Miguel Hernández, que lleva un pequeño prólogo de Josefina Manresa. Me ha resultado muy emocionante leerlas, porque me ha permitido hacerme un dibujo mental de las situaciones vitales y poéticas por las que atravesó el poeta oriolano.

Al principio, produce mucha tristeza comprender el continuo “ejercicio de súplicas” que impregna sus misivas: pidiéndole a Juan Ramón Jiménez que lo reciba en su casa y que le permita leerle unos poemas inéditos; rogándole a Federico García Lorca que interceda por él en algunos ambientes (“Moléstate un poco más por mí, hazme el favor. No te escribo más: ésta es mi última carta; en ella me lo juego todo”, febrero de 1935); suplicando a Pablo Neruda o al alcalde de su pueblo que le consiga una colocación; instando a su amigo Gabriel Sijé para que le mande dinero a Madrid, con el fin de pagar deudas (el dinero es el gran tema sofocante, que recorre estas páginas de forma obsesiva)… Pero también advertimos en estas misivas el profundo orgullo (incluso cierta vanidad hiperbólica) que despliega con respecto a sus versos. Pese a la pregonada humildad de la que continuamente hace gala, no duda en dejar que brote la rabia cuando le escribe al poeta de Fuente Vaqueros: “Usted sabe bien que en este libro mío hay cosas que se superan difícilmente y que es un libro de formas resucitadas, renovadas, que es un primer libro y encierra en sus entrañas más personalidad, más valentía, más cojones (a pesar de su aire falso de Góngora) que todos los de casi todos los poetas consagrados” (abril de 1933).

Mucho más dulces y placenteras son las misivas que dirige a Carmen Conde, Antonio Oliver Belmás y María Cegarra, amigos de Cartagena y La Unión, cuyas amistades sí que se advierten (no así con García Lorca) recíprocas. Igualmente es emocionante leer las cartas que envía a los padres de Ramón Sijé tras la muerte de este, pidiéndoles que lo sigan considerando hijo suyo; o el modo triste (esa doble palabra temblorosa) en que pregunta en septiembre de 1936 a José María de Cossío: “¿Es cierto, cierto lo de Federico García Lorca?”; o el tono terrible en que, dirigiéndose también a Cossío en septiembre de 1939, le suplica: “Pienso en su tierra de Tudanca, y a estoy dispuesto a trabajar en ella, a pastorear sus vacas, a lo que sea un trabajo manual, con tal de sacar mi familia, numerosa y necesitada, adelante. Si puede enviarme algún anticipo, o como quiera llamarle, por mi futuro trabajo en su tierra, hágalo sin demora, porque el hambre apremia”.

Qué años más duros y penosos le tocaron vivir al gran poeta.

Estas cartas (que conviene leer con lentitud y en el mayor de los silencios) están empapadas de esa circunstancia triste.

Conmovedoras.

martes, 5 de septiembre de 2023

Te espero ayer

 


Las hermanas María y Elena, ya casi ancianas, habitan en una vivienda del barrio de Salamanca y han decidido colocar en el periódico un anuncio donde ofrecen la posibilidad de alquilar una habitación a un caballero serio y formal. Su propósito último es conseguir que ese caballero se case con Mary, hija de María, a la cual quieren proteger de pretendientes indebidos. Tras rechazar a varios candidatos, terminan por elegir a Eduardo, un perito químico que anda buscando un sitio donde vivir. Este arranque es el que nos plantea Manuel Pombo Angulo en su obra dramática Te espero ayer, que pronto comenzará a girar hacia territorios más inquietantes, cuando advirtamos que “la niña” (como su madre y su tía la llaman de forma continua) se fue hace años de la casa, y se casó… ¡con Eduardo! Las ancianas, reacias a quedarse solas, se aferraron a la ilusión de creer que la muchacha seguía con ellas, y han terminado por refugiarse en una burbuja de desvarío, del que Eduardo y Mary pretenden sacarlas. Pero ese honorable impulso no resultará fácil de cumplir, porque la profundidad de sus heridas psíquicas es mucho mayor de lo que en las primeras páginas podíamos sospechar y terminará desembocando en un tercer acto donde humor negro, inquietud y falta de oxígeno terminan por asfixiar al lector.

Se trata de mi primera aproximación a la obra literaria del santanderino Manuel Pombo Angulo y, salvo sorpresa, no será la última.

domingo, 3 de septiembre de 2023

La soledad del farero

 


Resulta muy difícil (es una opinión que la experiencia me corrobora de continuo) componer un buen libro de microrrelatos, porque quien maneja el volante de las narraciones tiene que estar sorteando a gran velocidad y sin permitirse ninguna vacilación las curvas del chiste, de la gracieta, de la boutade y de la diapositiva. El lector, desde luego, no le dará tregua, ni le permitirá medianías. Y así tiene que ser: a una mesa de comedor se le puede tolerar una falla o una astillita; a un presunto diamante, no. De ahí que volúmenes como La soledad del farero y otras historias fulgurantes, del leonés Fermín López Costero, se agradezcan tanto.

En sus páginas nos encontramos con ese farero que idea una estrategia para erosionar la soledad extrema en que vive; con el fallecimiento de dos antropólogos en circunstancias harto misteriosas; con la decepción y el miedo que experimenta un zorro tras disfrazarse de gallina; con los beneficios que pueden derivarse de la excesiva carga burocrática que soporta el Diablo; con las desastrosas consecuencias de mostrarse demasiado locuaz con el compañero de viaje en el autobús; con un hermético club de poetas invidentes, que inauguró un griego y que en el siglo XX presidió un argentino; con una importante cirugía que no se puede realizar por motivos religiosos; con las obsesivas navegaciones por internet de un hombre recién divorciado; y, en fin, con todo tipo de fantasmas, sirenas, gnomos y personajes sorprendidos al filo de la sorpresa.

Este tomo regala una gran cantidad de momentos felices. Creo que merece la pena leerlo.

viernes, 1 de septiembre de 2023

El héroe

 


El retorno del guerrero que vuelve de una guerra ha generado infinidad de obras literarias, desde La Odisea hasta la actualidad. Una parte de ella glosa los fulgores del héroe que es recibido con agasajos y vítores; otra parte, detalla la tristeza del personaje que, tras regresar, se encuentra con el desprecio de sus congéneres, no conformes con el resultado de esa guerra. Pero lo que explora en estas páginas el gallego Manuel Rivas es mucho más sutil: la soledad que rodea a quien retorna de una guerra que, oficialmente, no ha existido, porque los medios de comunicación han recibido la orden de ocultarla. Ocurrió durante los primeros años del franquismo, con los combates en Sidi Ifni, de los cuales ha vuelto Arturo Piñeiro, exboxeador con el apodo de Robinson y personaje de la resistencia contra el dictador con el apodo de Caronte. Después de haber sido legionario y haber visto matar y morir, vuelve a su tierra y arrienda un bar con Lucía. La vida tiene que seguir, pero las ignominias que perpetra el Caudillo y el ambiente mefítico que impregna el país lo obligan a adoptar una posición. Tal vez no sea posible el éxito (“Yo no sé si hay llave, pero hay que vivir como si la hubiese”) y tal vez el desánimo intente desbaratarlo en más de una ocasión (“Nacer es lo que peor me ha sentado”), pero el corazón exige que se actúe.

Esta obra teatral, dividida en trece escenas, nos muestra la brillantez compositiva y el chisporroteo verbal que siempre encontramos en los libros de Manuel Rivas, que en este caso se concentran de forma especialmente brillante en las acotaciones, que llegan a sorprendentes aciertos (“Entran rendijas de luz matinal. El bar presenta ese desperezarse de las sillas que aprovechan el momento para sentarse sobre sí mismas”), y en algunos fragmentos del diálogo, donde la lírica y la desesperanza trenzan secuencias memorables.

El que sabe, sabe. Y Rivas es uno de los que más saben.