viernes, 30 de abril de 2021

La Facultad

 


Que un novelista sea habilidoso y muestre un gran sentido del ritmo y de la arquitectura narrativa merece, sin duda, un aplauso. Que su lenguaje resulte en todo momento acertado (o decoroso, para decirlo con Aristóteles), merece que ese aplauso se tribute puesto en pie. Pero que, además, respete tanto a sus lectores que se esfuerce para entregarles personajes vivos y creíbles ingresa ya de modo irrefutable en el ámbito del prodigio. José Antonio Jiménez-Barbero, sin lugar a dudas, pertenece a esa estirpe última.

Y lo digo porque, después de haberse sacado de la chistera esas dos criaturas admirables llamadas Augusto Salas y Carmen Reverte, el escritor no parece obstinado en la idea de convertirlos en rentables figuras de cartón piedra, capaces de protagonizar diez, veinte, treinta libros, de manera monótona. Consciente de que su trabajo como investigadores privados tenía que pasarles continuas facturas, y que resultaría ingenuo omitir o disimular esas erosiones y heridas, Jiménez-Barbero somete a sus protagonistas a una tensión altamente realista: los hace llorar, enamorarse, sufrir desengaños, padecer muertes, asistir a atrocidades, advertir traiciones, cometer descuidos y encajar disparos en su más delicada línea de flotación. Son, a la postre, un policía retirado (con dolencias y achaques, que se van incrementan conforme pasa el tiempo) y una joven madre (que necesita ayuda para criar a su hijo). No son dos superhéroes. No están fabricados de mármol de Carrara. No son invulnerables. Y el autor jamás se permite el grosero descuido de idealizarlos o de mantenerlos inmunes a las asechanzas del mundo en que viven, rodeados de policías corruptos, matones a sueldo, enemigos inesperados y leyes que parecen en ocasiones diseñadas más para favorecer al infractor que para evitar sus tropelías. “Horror a manos llenas”, como escribió Blas de Otero.

En La Facultad, la novela que acaba de publicar el sello Dokusou, José Antonio Jiménez-Barbero nos sitúa ante los cenagosos detalles que rodean el asesinato de un catedrático de Psicología, odiado en apariencia por todo el mundo, altanero, manipulador… y quizá malversador de fondos. En la investigación que nuestros protagonistas emprenden en torno a él se encontrarán con sucesos tan terribles y tan espeluznantes como… No, mejor no les adelanto nada. Es mejor, créanme. Imaginen asesinatos meticulosos, imaginen suicidios atroces, imaginen tumbas que esconden secretos, imaginen personajes honorables que luego resultan no serlo tanto, imaginen víctimas que no esperaban. Y les aseguro que estas páginas les van a dar mucho más de lo que son capaces de imaginarse. Elegir La Facultad como su próxima lectura sería todo un acierto. Yo no me lo pensaría.

miércoles, 28 de abril de 2021

Historia de Cardenio

 


Intentemos recordar su título (Historia de Cardenio), porque como de forma muy atinada indica el editor José Esteban nos encontramos ante “uno de los últimos descubrimientos bibliográficos más apasionantes del siglo XX”. Se trata de una pieza literaria que, inspirada en la novela inmortal de Cervantes, fue estrenada en Inglaterra en 1613, firmada por William Shakespeare y uno de sus colaboradores más brillantes, John Fletcher. Durante muchísimo tiempo anduvo perdida, hasta que el profesor Charles David Ley logró recuperarla. ¿Y quién tuvo el acierto de publicar esa joya, justo después de que la Royal Shakespeare Company certificase su autenticidad? Pues el sello Rey Lear.

Para quienes no guarden memoria de la historia cervantina, recordaré que don Fernando, un noble aficionado en demasía a las mujeres, arrebata la virtud a Dorotea. Y, lejos de reparar el daño causado mediante el lenitivo del matrimonio, elige como nueva presa a Luscinda, la dama de uno de sus hombres de confianza, Cardenio. ¿Se arredrará el lascivo personaje ante tamaño impedimento? ¿Juzgará que bien vale la amistad de Cardenio un poco de prudencia y contención? ¿O se dejará guiar por sus apetitos sexuales y arrasará con todo: el honor de su padre, el duque don Ricardo de Aguilar; la tolerancia de su afligido hermano don Pedro; el respeto de quienes lo rodean?

Descúbralo el lector en estas páginas vibrantes y brillantes, donde lucen los rubíes de Shakespeare sobre el metal áureo de John Fletcher, sin que en ningún instante tengamos la sensación de estar leyendo una pieza menor.

martes, 27 de abril de 2021

El Apocalipsis

 


De vez en cuando (muy de vez en cuando) aparecen libros que se salen de la norma, y que conmueven los cimientos mentales del lector, obligándolo a mirar las cosas de otro modo, a sentirlas de otro modo. Así ocurre con este delgado volumen que en 2007 le publicó la Editora Regional de Murcia a Antonio Llorente Abellán. El tomo se concibe (según nos pregona la contraportada) como las “memorias de un recluso”. Y sin duda es verdad, pero siempre que entendamos que los barrotes de esa celda son los huesos mismos del autor, que mira de forma implacable el mundo que lo rodea y que lo analiza con lucidez y desgarro, llegando a dibujarle interrogaciones a todas las presuntas certezas de un entorno que nos cerca ebrio de satisfacciones espurias marcadas con código de barras (“La alegría la venden en cualquier supermercado”, p.32).

Quizá –piensa el narrador– sea necesaria una demolición de todos los asideros, porque todos nos deslizan conformismos sedantes. Quizá nuestro alrededor no sea otra cosa que un oficio de tinieblas, y que sólo cuando apagamos la luz (esa luz externa y mentirosa) descubrimos el artificio y sentimos el impulso de llorar, de emprenderla a golpes contra la Gran Impostura. Apenas arañamos la superficie de las cosas, salta su pintura tenue y vislumbramos el óxido profundo, latente, áspero, frío, existencial, que se pudre debajo, como cuando Jean-Paul Sartre constataba en su novela La náusea que el auténtico mar no es verde, ni azul, sino que es negro y está habitado por animales repulsivos. Y en esta aventura, el narrador (y todo aquel que desee enfrentarse con rigor y con valentía a los huracanes) sabe que tiene que mantenerse firme, sin permitir que los cantos engañosos de las sirenas le hagan torcer el rumbo. La pátina coloreada que observamos puede ser hermosa, sin duda, pero esconde un fingimiento que no debe calar en nosotros (“Quisiera creer en la verdad de las máscaras, pero sólo creo en la cera que se derrite, en la vela que se apaga”, p.46).

Antonio Llorente (Cartagena, 1969) lanza zarpazos y exige respuestas. Éste es un libro para seres pensantes.

lunes, 26 de abril de 2021

Dos pastiches proustianos

 


He aquí un libro bien singular y bien curioso: se trata de dos narraciones de Llorenç Villalonga, aquel dandy mallorquín que escribió la inolvidable Bearn, y que fueron publicados por vez primera en formato de libro en el año 1971, gracias a la fina perspicacia editora de Jorge Herralde, quien volvió a darlos a la luz treinta y tantos años después, con prólogo del novelista José Carlos Llop y un epílogo documental al que se incorporan las fotografías de varias cartas autógrafas de Villalonga.

El mallorquín, enamorado desde siempre de la técnica novelesca del autor de En busca del tiempo perdido, del que destaca “aquella inteligencia lúcida, imbricada de realidad y fantasía, aquella sensibilidad dubitativa, casi enfermiza, compleja, llena de humor parisién” (p.15), le rinde dos tributos llenos de entusiasmo: “Marcel Proust intenta vender un De Dion-Bouton” y “Charlus en Bearn”… El primero se centra en la estrafalaria y engorrosa venta-regalo de un coche, que se complica hasta límites que rozan el esperpento gracias a la capacidad digresiva de Villalonga, que se deleita en ironías morosas (nos habla, por ejemplo, de una mujer que “ya de vuelta de Ibsen y Dostoievski, es una muy inteligente lectora de anuncios de periódico”, p.30) y que introduce una erudición que nos toca muy de lleno a los lectores de esta tierra, pues elogia el buen hacer de “un gran escultor murciano, Salzillo, cuyos ángeles no se preocupan de ser hombres o mujeres, sino de ser bellos” (p.45). Los diálogos de este relato, mucho más helicoidales que rectilíneos, son virtuosamente, deliberadamente, implacablemente exasperantes.

El segundo cuento nos presenta una populosa crónica social mallorquina, que sirve de telón de fondo a la misteriosa desaparición de un barril de aceite. La escena en la que el mozo Tomeu es interrogado por Charlus (parodia de los modos freudianos) merecería ser consignada en cualquier manual del género: por su humor, por su tensión, por su hondura psicológica, por su lenguaje aquilatado.

Marcel Proust, al que muchos consideran un escritor aburrido (aunque conviene que recordemos aquí la frase de Justo Navarro, contenida en su novela Hermana muerte: “Siento admiración por los hombres que saben ser aburridos”), inspiró a Llorenç Villalonga dos relatos estupendos, escritos con una finura y una pulcritud inusuales, que el sello Anagrama decidió recuperar a los ciento diez años del nacimiento del escritor mallorquín. Quien todavía no haya tenido ocasión de acercarse a sus páginas tiene ahora una oportunidad magnífica para hacerlo.

domingo, 25 de abril de 2021

Tres bóvedas

 


Me leo Tres bóvedas, de Leonardo Sanhueza, que obtuvo el XVII Premio Unicaja de Poesía y que publicó Visor, y lo cierto es que me ha gustado. Se trata de una obra cuajada, de bella factura, donde el autor demuestra la solidez de su escribir en varios planos: desde la adjetivación al equilibrio estrófico, desde la música verbal hasta la lírica eficacia de sus títulos.

Dueño de una poderosa inventiva para la creación de imágenes, Sanhueza sorprende en cada página con el brío metafórico y con su pirotecnia surrealista. Y nos comunica todo ello manejando un lenguaje transparente, pulcro y eficaz. Se interroga sobre el sentido de la creación poética y sobre sus misterios más insondables (“¿Cuándo se transforma en vuelo la imaginación de la ceniza?”, p.20); intenta entusiasmarnos con el vigor de los vocablos, que parecen dotados de vida propia (“El gran ruido de la palabra catarata”, p.27); y nos formula varias preguntas sobre los arcanos sentimentales, en las que la emotividad y la filosofía avanzan juntas (“Una lágrima detenida sobre la mejilla, ¿es todavía una lágrima?”, p.61).

Dominador, coherente y enérgico, Leonardo Sanhueza deja que la música de las palabras se derrame por las páginas de este libro y nos vaya contagiando su temperatura de fiebre o de susurro, haciéndonos ver que nuestra memoria es la salvaguarda que nos evitará la extinción (“Si los muertos habitan, habitan en el porvenir”, p.29); y otorgándole a la auténtica poesía una función notarial (“El poema es el testigo del absoluto”, p.68). En esa línea, el autor chileno consigue un maremoto de versos memorables, donde adivinamos el torrente de bellezas que puede estarnos reservando para producciones futuras, y que ya se advierte con nitidez en esta obra inicial (“La nieve es azul cuando está desnuda”, p.60).

En general, podríamos concluir que dos tipos de poemas aparecen en este libro: los más extensos (que ocupan las partes primera y tercera del volumen) y los breves (que se concentran en la segunda). Personalmente, prefiero estos últimos, porque, aunque entiendo que Sanhueza demuestra solvencia en ambas distancias líricas, me gusta de singular manera el vigor que transmite al versículo, llenándolo de imágenes lúcidas, rompedoras. “La copa en otoño” (el espléndido poema de siete páginas con el que se abre el volumen) me parece un delicioso ejercicio de buena literatura, que conviene leer al menos dos o tres veces.

sábado, 24 de abril de 2021

Estaciones de paso

 


Me vuelvo a dar un paseo por un estupendo libro de relatos que leí hace quince años y que ahora refresco con placer. Se trata de Estaciones de paso, de Almudena Grandes. En “Demostración de la existencia de Dios”, la escritora juega con el lenguaje y las emociones juveniles de un chico que ha perdido a su hermano, víctima del cáncer; “Tabaco y negro” narra la historia de una chica, nieta de un prestigioso sastre taurino, que tiene el don de descubrir el color que dará suerte y fama a los diestros; “El capitán de la fila india” acude a los años de la transición democrática, para contarnos una historia (algo anodina, creo) de claudicaciones; “Receta de verano” es la iniciación gastronómica (y a la vez sentimental) de una joven que vive momentos difíciles; y “Mozart, y Brahms, y Corelli”, con la que se cierra el volumen, mezcla la música, los complejos de un adolescente y la sensual humanidad de una prostituta.

En todos estos relatos (casi novelas cortas), Almudena Grandes realiza una disección finísima del alma de sus personajes, a quienes nos parece conocer o reconocer gracias a la solidez de su dibujo: los convierte en seres tan vivos que se incorporan a nuestra imaginación de forma perenne.

Son cinco propuestas que, exceptuando la tercera, que me ha gustado un poco menos, me recuerdan lo fascinante que me parece la prosa de esta madrileña, a la que sigo con auténtico interés desde hace años y cuyos libros irán entrando, uno detrás de otro, en mi blog.

viernes, 23 de abril de 2021

El secreto de las noches

 


Desde que en 1995 se diera a conocer con su libro de cuentos El intruso, Pascual García no ha cesado de publicar libros espléndidos, pulsando teclas muy distintas (relato, novela, poemas, artículos periodísticos, ensayos). Y experimento un gran orgullo al decir que he ido leyéndolos por orden cronológico y cuando aún estaban calentitos en la mesa de novedades y en los escaparates de las librerías.

Revisando el archivo de este Librario íntimo me he dado cuenta de que faltaba por anotar el volumen El secreto de las noches, que Los Libros de la Frontera le publicó en 2007 y que reseñé inmediatamente en el periódico El Faro. Copio en la pantalla lo que expuse en aquella hoja, ya amarillenta:

“Veintiséis cuentos componen esta nueva entrega de Pascual García, y creo que conviene destacar tres detalles del conjunto. El primero, que el autor continúa ambientando la mayor parte de sus historias en Puerto Errado y Los Olmos, lugares que ya aparecían en su primer libro de cuentos y que no solamente son entornos, sino que constituyen auténticos paisajes psicológicos. Es decir, que no se trata de meras poblaciones ficcionales, creadas para situar en ellas historias con un cierto carácter unitario, sino que conforman la idiosincrasia de sus pobladores. Puerto Errado y Los Olmos son atmósferas, más que simples acumulaciones de casas: oprimen, encauzan, determinan las acciones de sus habitantes. Se erigen no tanto en zonas míticas como en zonas místicas. El segundo detalle son los minuciosos, subyugadores análisis que Pascual García ejecuta sobre sus criaturas, unos seres que expían culpas, que se rinden a las imposiciones de la adversidad, que aceptan la tristeza como un estigma y que se refugian en la soledad como quien construye un iglú alrededor del corazón o de la esperanza. Admirables me han resultado, en este sentido, los personajes de Águeda (“Dormir con ella”), Teresa (“Únicamente ella”) o los desgarros íntimos del sacerdote don Olegario y de la abnegada Cándida (“El amor no pasa nunca”), por sólo citar cuatro casos de un libro que contiene muchos más. El tercer detalle se deriva de los anteriores y afecta al carácter de todos los personajes de este libro: son seres que piensan, reflexionan, monologan… pero que apenas hablan entre sí. No comparten sentimientos con los demás. No saben hacerlo. Son moluscos emocionales. Leemos en cursiva (esas cursivas geniales del narrador de Moratalla) sus palabras silenciosas, las palabras que no pueden comunicar a otros seres tan aislados como ellos y cuya pronunciación raramente aciertan a entonar. Tal vez el frío (otro gran protagonista de la obra) no sólo congele las cosas, sino también a las personas”.

jueves, 22 de abril de 2021

El asesinato de la profesora de lengua

 


Ignorar la existencia de Jordi Sierra i Fabra en el panorama literario de nuestro país (y no sólo en el ámbito de la literatura infantil y juvenil) es sumamente complejo, sobre todo porque es uno de los autores que más edita y que más vende: más de trescientos títulos y diez millones de ejemplares lo avalan. Que levanten la mano todos los autores españoles que superen esas cifras.

Una de sus novelas más conocidas y celebradas es El asesinato de la profesora de Lengua, un libro ágil, fresco y divertido, que nos traslada una historia realmente impactante. La señorita Soledad es una docente hastiada de no obtener resultados de ningún tipo con sus alumnos: ni aprenden las lecciones, ni mejoran su ortografía, ni siquiera se leen las obras que les sugiere. Por tanto, a punto de ingresar en una depresión, decide asesinar a uno de sus alumnos… salvo que estos consigan detenerla antes, resolviendo una serie de acertijos que les plantea en una carta.

Tasio y Gaspar (dos de sus peores alumnos) son los candidatos perfectos para ser asesinados, y por eso se aprestan a resolver el enigma, con la ayuda de Ana, la más lista de la clase. A partir de una primera pista, que encuentran en el jeroglífico del periódico, se van enlazando y sucediendo las complicaciones, para poner a prueba la capacidad deductiva y lingüística de los chavales: juegos de palabras, juegos de ingenio, crucigramas, etc. Y lo curioso es que conforme se van complicando las exigencias de doña Soledad, mayor es la habilidad que los chicos y chicas desarrollan para superar las dificultades. Al final de la obra descubrimos que todo ha sido un ardid de la profesora (en colaboración con el equipo directivo del centro) para hacerles pensar, leer y comprender que son más inteligentes de lo que ellos mismos creen.

Una historia estupenda, que puede convencer tanto a profesores como a alumnos, y que actúa como un auténtico imán en muchas de sus páginas.

miércoles, 21 de abril de 2021

Alumbramiento

 


Adviertes que un narrador ha alcanzado un punto óptimo de maduración cuando, leyendo sus páginas, compruebas que se siente cómodo. Es decir, que fluye con naturalidad, sea cual sea el tema o textura del relato que pretende exponer ante nuestros ojos. Y Andrés Neuman, en Alumbramiento, parece estar muy cómodo. Es una sensación que percibo tanto en los relatos más extensos (que aparecen en la primera parte del volumen) como en los apuntes más juguetones, más libres, más breves, que se condensan en la zona final.

En virtud de ese aplomo, los lectores asistimos a una ceremonia de lectura y de escucha sumamente placentera, en la que nos dejamos seducir por el ritmo narrativo del escritor bonaerense, que nos habla de partos donde se invierten los papeles tradicionales (es el hombre quien está gestando a la criatura, y se encuentra a punto de darla a luz), de mujeres hastiadas que trazan rayas en la arena de la playa y exigen a su pareja que no las traspase, de niños que ignoran la malicia y asisten sin advertirlo a una infidelidad conyugal de su padre, de púgiles que extreman la parte estética de sus actuaciones, de intercambios epistolares en los que burbujea la mentira y el malentendido… o de oficinistas que acuden a su trabajo sin que ropa alguna los tape.

Establecido el pacto con los lectores, Neuman lo amplía sacándonos a colación a Gombrowicz o Queneau, haciéndonos sonreír con historias traviesas de poemas que son traducidos de forma inesperada, explicándonos la tristeza que atraviesa al escritor minusvalorado por el editor o regalándonos varios dodecálogos sobre el cuento.

Literatura variada, poliédrica, pulposa, esmaltada con solidez por un narrador de primera fila.

martes, 20 de abril de 2021

Una boda en Brownsville

 


Siento una gran admiración por la forma en que Isaac Bashevis Singer cuenta sus historias, así que he decidido adentrarme en otro de sus libros, que se titula Una boda en Brownsville y que, traducido por Juan del Solar y Patricia Cruzalegui, leo en una vieja y entrañable edición del sello Bruguera.

Allí me estaban esperando, con esa paciencia silente que tienen los libros, las añagazas del astuto Alchonon (quien finge ser un demonio para meterse en la cama de la atractiva Taibele); la tristeza enana de Motie, que se deprime con las bromas desdeñosas de su mujer; la excitación sexual que experimenta con la sangre la bravía Risha y que la lleva a ser infiel a su marido con un carnicero (este relato haría las delicias de cualquier psicoanalista); la anonadante experiencia que sufre la niña Simmele, en la cual se reencarna el espíritu de la fallecida Esther Kreindel; el estúpido crimen equivocado que comete Leibele; o la forma dulce en que un sastre y su esposa terminan muriendo juntos. Todas son narraciones en las que el poderío del autor te mantiene con los ojos y el cerebro pendientes de la historia, deseando conocer sus pormenores y hechizado por el ritmo de su contar.

Pero el aplauso se vuelve ovación puesto en pie ante textos como “Una boda en Brownsville” (en la que el médico judío Salomón Margolin reencuentra a su amada de juventud , a la que creía asesinada por los nazis; y, aunque sospecha que ella no es más que un fantasma que ignora su muerte, decide quedarse a su lado), “Zeidlus el Papa” (donde un arrogante teólogo es engañado por el Diablo para que se convierta al cristianismo) y, sobre todo, “Yentl, el muchacho de la yeshiva” (que se hizo muy popular por su versión cinematográfica, protagonizada por Barbra Streisand).

En resumen: que tengo que perseverar en la búsqueda de más libros de Isaac Bashevis Singer, vive Dios. Me encanta su prosa.

lunes, 19 de abril de 2021

El séptimo velo

 


Tras haber publicado volúmenes tan irreprochables desde el punto de vista literario como Las máscaras del héroe, Las esquinas del aire o Coños, Juan Manuel de Prada dio a la imprenta El séptimo velo, donde aunaba todos sus logros anteriores y los ponía al servicio de una trama fascinante en la que nos invitaba a viajar a la Francia ocupada por los nazis, para que reconstruyéramos la historia de Jules Tillon, un héroe de la Resistencia que ha combatido por sus ideales; que ha sido zarandeado por la lealtad y la traición; que ha experimentado las incurias de la tortura; y que, ungido por el amor de dos mujeres, Olga y Lucía, ha atravesado su particular infierno en la Tierra, golpeado por el destierro, el desgarro y la amnesia.

Hacia el final de la página 304 de la novela encontramos la clave del título que la bautiza: “La mente humana es como Salomé al inicio de su danza, escondida del mundo exterior por siete velos de reserva, timidez, miedo… Con sus amigos, el hombre normal se quita primero un velo, luego otro, puede que hasta tres o cuatro en total. Con la mujer a la que ama se quita cinco, o quizá seis si entre ellos existe gran confianza, pero nunca los siete. A la mente humana también le gusta cubrir su desnudez y guardar su intimidad para sí”. Es una definición metafórica sin duda excelente, y que sirve para que comprendamos mejor la atribulada historia de Jules Tillon, el hombre cuyo pasado quedó envilecido de niebla por efecto de la desmemoria.

Más de seiscientas páginas tiene esta obra; y en cada una, sin desmayo y sin vacilación, anida el primor literario, una voluntad de música o diamante que se extiende por frases, párrafos y capítulos, y que embriaga al lector con eficacia de hechizo. Y es que, aunque la figura pública de Juan Manuel de Prada resulte discutible, su literatura me parece que no lo es tanto.

domingo, 18 de abril de 2021

Libertad condicionada

 


La vida, igual que el amor, es un ejercicio de libertad condicionada; un pacto entre el Destino y la suerte, en virtud del cual descubrimos una profesión, unos seres a los que amar u odiar, un país en el que nacer, un día en el que morir. Ponerle palabras a ese pacto constituye el espíritu poético, y es una de las más hermosas y plenas rebeliones que se puede permitir el ser humano.

Concha Martínez Miralles, a quien ya conocíamos como autora de novelas cortas (con El prisma consiguió el premio Gabriel Sijé en el año 1998) y como hábil constructora de cuentos (la recopilación No olvide que usted va detrás, lanzada en 2006 por la Editora Regional de Murcia, es bien significativa de su talento), nos sorprendió en 2007 con este volumen de versos, que muestra unas maneras interesantes y poemas de auténtico lujo, como el que cierra el tomo. Pero no son (aclarémoslo desde el principio) poemas de narradora, como hubiera dicho el gran Alemán Sainz, sino poemas de auténtica poeta. La voz lírica que Concha Martínez Miralles obtiene de sus entrañas y expone sobre el papel no es ninguna “adaptación”: es puro temblor poético que nace con necesario ropaje de versos. Y eso se nota no solamente en la música que el libro muestra (que es notable y brilla en cada página), sino en otros aspectos verbales, como el uso de la adjetivación. En efecto, Concha no sólo maneja adjetivos insospechados y de rica textura (así, en la página 29 habla de una puerta “esdrújula y maltrecha”; o se refiere a unas “farolas cabizbajas” en la 37; o ironiza en la 44 sobre las “urgencias desinflables” que pueblan nuestras agendas cotidianas), sino que también adjetiva con algunos sustantivos (“Hay casas lobo que beben lunas llenas”, página 26), en un despliegue de poderío semántico que evidencia su talento y su meticulosa pulcritud a la hora de expresarse.

En estos tiempos atrafagados, en los que tantas propuestas seudoliterarias nos acechan en las estanterías y en las mesas de novedades, en los que tantos falsos escritores nos lanzan sus egagrópilas y esperan nuestro aplauso, no sería mala idea que los lectores interesados en las buenas obras intentaran un acercamiento a la poesía de Concha Martínez Miralles, fabricada con los sutiles hilos de la verdad y la belleza.

sábado, 17 de abril de 2021

Ocho cuentos de azufre

 


He cumplido 55 años y me leo mi primer libro de Álvaro Pombo. Podría ser fruto de una casualidad, que nos coloca arbitrariamente a los autores delante de los ojos y nos revela (o nos hurta) su conocimiento. Pero en este caso no ha sido así: se ha tratado de una preterición deliberada, que paso a explicar… Cuando era un joven estudiante de Filología acostumbraba a comprar revistas literarias, para estar al tanto de la literatura que se estaba haciendo en España y en el resto del mundo, más allá de los Quevedo, Lope, Cervantes o Mariano José de Larra que nos eran explicados en las aulas. Y en una de esas revistas me encontré con una entrevista a Pombo, en la que afirmaba que tenía una prosa de bachelor of arts porque lo era, y en la que posaba en varias imágenes displicentes, con la boca fruncida y el gesto desabrido. Automáticamente, me cayó mal y lo relegué al cajón polvoriento de los autores que no pensaba leerme.

Treinta y cinco años después, me planteé quebrantar esa decisión y puse mis manos sobre Ocho cuentos de azufre, una obra en la que me sumergí (no habré de negarlo) con sólidas suspicacias. Y los tres primeros relatos me sorprendieron con citas en francés, inglés, portugués y latín, además de la mención de los nombres de Isherwood, Hegel, Diego Rivera, Orozco, Siqueiros, Leibniz, Ortega y Gasset, Antonio Machado, Julio Verne, Octavio Paz, Fernando Pessoa, Mallarmé, Valéry, Carlos Fuentes, Juan Rulfo, Aristóteles, Heráclito o Freud (la cita no es completa: hago gracia de los demás). Pero me dije que, puestos a leer el libro, lo iba a leer entero… Y fue una decisión gratificante, porque a partir de la cuarta historia Pombo rebaja ese tono culturalista y ofrece a los lectores unos relatos muy interesantes, protagonizados por primos inseparables, vecinas que languidecen durante décadas en un piso minúsculo, un joven rumano que vive en el filo de la legalidad, un seminarista cuya madre cifra en él todas sus esperanzas para la vejez o mujeres tan fascinantes o turbias como Graziella Solomon.

Se trata de un autor exigente, dueño de una prosa espesa, en ocasiones ardua o con ramificaciones filosóficas, pero de notable espesor comunicativo. Para nadar en ella no basta con mover los brazos, como ocurre en Azorín, Baroja o Delibes. Aquí es necesario emplear la musculatura y concentrarse. De lo contrario no se avanza, y puede llegar el tedio. El estilo de Pombo (y lo reconozco con tanto bochorno como humildad) es más interesante de lo que podía sospechar. Lo he descubierto a tiempo.

jueves, 15 de abril de 2021

Salvador Sandoval, poeta de nuestra tierra

 


Los pueblos pequeños son muy productivos para los poetas, puesto que les proporcionan silencio, paisaje y calma para escribir. Pero, a la vez, pueden convertirse en auténticas trampas mortales para ellos, porque les secuestran el reconocimiento más amplio que les podrían regalar sus semejantes, en forma de aplauso. ¿Cuántos finos estilistas o elegantes autores de versos se habrán diluido en el silencio de la aldea? ¿De cuántos eficaces narradores no nos habrá llegado noticia, por haber vivido en lugares sin tradición cultural, que no les ofrecían posibilidades para su asentamiento y difusión?

Por fortuna, no todas las voces que surgen en localidades pequeñas están condenadas a la sepultura cruel del silencio, porque el poeta que las alienta tiene la suficiente energía como para liberarse de los estrechos márgenes del pueblo natal (sin renunciar a él) y porque hay estudiosos que, con sus análisis y su labor crítica, contribuyen a la difusión de esta voz.

Es el caso del poeta de Las Torres de Cotillas Salvador Sandoval López, que vio su vida y su obra diseccionadas con extremada minucia y con excelente amenidad por la profesora Mª Ángeles Moragues Chazarra, en un libro bellamente ilustrado por Pedro Serna y que se completa con un breve y delicado conjunto de fotografías. Se nos habla aquí de un hombre nacido en 1928, maestro vocacional, corresponsal de prensa y profesor de latín en sus ratos libres, que sólo se animó a dar a conocer sus primeros poemas gracias al consejo del gran Francisco Sánchez Bautista. Un hombre sencillo, alejado de todos los estruendos de la fama; que siempre nos ha hablado en sus poemas del ayer y de su pueblo (sus dos núcleos temáticos de mayor envergadura, según indica la autora del estudio); y que fue cosechando galardones por su obra, con lentitud y firmeza. Primero obtuvo el premio “Polo de Medina” en el año 1972 por su obra Descendamos al valle; luego, el premio “Albacara” de 1986 por Maizales y retamas; y además un elevado número de premios (dentro y fuera de Murcia) a poemas sueltos, que la doctora Moragues enumera con escrúpulo entre las páginas 62 y 71 del tomo.

La obra, respetando el espíritu del poeta analizado, está escrita con una difícil sencillez porque, sin abandonar la elegancia de la expresión ni el rigor de los conceptos, no incurre jamás en arideces filológicas. Y otro detalle que convierte esta obra en un volumen de inusual factura es la sinceridad con que la profesora Mª Ángeles Moragues aborda el análisis del escritor torreño. Cuando ha de ser laudatoria, lo es; pero cuando se impone el señalamiento de una obra menor, también lo hace, sin que le tiemble el pulso ni se sienta inclinada a la mentira o la disculpa. Y eso honra a la investigadora, porque nos facilita la labor de creer en sus palabras. Así, por poner dos únicos ejemplos, cuando alude al himno que Salvador Sandoval López escribió en 1989 para san Onofre y san Antonio, por encargo del sacerdote de Alguazas, nos dice que “no es, precisamente, el más conseguido si se valora desde la perspectiva poética” (p.53); o cuando nos menciona el pregón de Semana Santa que el poeta de Las Torres de Cotillas compuso y declamó en mayo de 1990 en la iglesia de Nuestra Señora de la Salceda, y nos susurra que “en esta ocasión el verbo claro de Salvador no fue tan afortunado” (p.60).

Una ocasión, pues, excelente, para acercarnos al mejor conocimiento de la obra de este escritor, cuya obra (y son palabras de la profesora Mª Ángeles Moragues) “forma un todo unitario como si de unas memorias se tratara, como si fueran una novela versificada en la que el protagonista es el propio poeta” (p.49).

miércoles, 14 de abril de 2021

Historias de mostrador

 


De igual modo que la “realidad” no existe de forma objetiva, las historias tampoco lo hacen: requieren el concurso de un observador que las perciba, atestigüe y dé cuenta de sus perfiles y detalles. Locos que emprendan aventuras desquiciadas los ha habido siempre; Cervantes sólo hay uno. Los enamorados que sueñen con la amada muerta y anhelen el reencuentro pueden ser contados por millones a lo largo de la Historia; Dante Alighieri es único. La “historia” es algo que flota y que espera a su intérprete, a su admirador, a su amanuense.

Acaba de salir editado en Tirano Banderas el libro Historias de mostrador, en el que Paco López Mengual reúne un buen ramillete de anécdotas que lo asaltaron cuando se encontraba despachando botones, cremalleras, escapularios y lanas en su mercería. Él nos dice en la contraportada del volumen que su mostrador es “el balcón desde donde miro el mundo, el lugar que me sirve de trinchera para observar el comportamiento humano”, y no tengo problemas para aceptar con una sonrisa la primera de las afirmaciones, pero no la segunda. Una trinchera es (y copio la definición del diccionario de la Real Academia Española) una “zanja defensiva que permite disparar a cubierto del enemigo”, y me parece a mí que Paco ni se defiende, ni dispara, ni considera enemigo a nadie: Paco es un pescador de caña que deposita anzuelos en la boca de sus clientes (con gracejo, se define como “oliscón”) y que tira del sedal para que ellos le depositen en los oídos historias de su pasado, sueños que han tenido, anécdotas que han protagonizado o chismes que solicitan la inmortalidad de la tinta. Él mismo lo reconoce en la página 43: “Las familias están llenas de historias, sólo hace falta rascar un poco y escuchar”. Ese es el espíritu que preside su audición; y el que rige su escritura.

Desde la atalaya cordial de Las Marujas, Paco López Mengual (el “Mostrador de historias”) recibe y atiende a la clienta que quería un pañuelo para llorar o a la que, algo corta de vista, compró una blusa cuyo estampado no fue capaz de identificar hasta que su hija y su nieta le explicaron que eran ataúdes; charla con Mariano, ganador de un accésit del Adonais, que acabó malbaratado por la esquizofrenia y las sustancias tóxicas, del que guarda muchos poemas manuscritos; nos resume historias que hacen tragar saliva o que los ojos se agüen (“Dolor”, “Alada”); nos explica cuál es la sílaba infame que lo ha apartado de la condición de millonario (“Amancio Ortega”); nos asombra con el peculiar uso que las agujas de ganchillo del número 15 tienen entre ciertos jóvenes (“Ganchillo”); nos hace reír hablándonos de la foto de una estrella juvenil del pop que es confundida con la Virgen del Carmen por una clienta; y, en fin, nos llena los ojos de punkis irredentos, magrebíes que estornudan, embarazadas que desean gusanos de seda, borrachos que compran calcetines, velcros para sustituir a las esposas de metal en determinados juegos eróticos o preciosas estampas de añoranza lírica (“Lluvia”).

Habilidoso, cercano, entrañable, el nuevo libro de Paco López Mengual constituye otro acierto del mercero que mejores historias teje y que más cenefas sonrientes coloca en nuestra imaginación. Bendito sea.

martes, 13 de abril de 2021

La Casa Pintada de Mula

 


Juan González Castaño es un historiador murciano cuyos libros, abundantes artículos, conferencias, cursos y reconocimientos lo avalan tan sobradamente que prescindiré de incurrir en la fatiga de la enumeración. Hace unos años, la Fundación Casa Pintada de Mula (sede del museo Cristóbal Gabarrón) tuvo la feliz idea de encomendarle este trabajo, donde se resume, con todo lujo de detalles históricos, artísticos e iconográficos, el devenir de tan hermosa construcción. Y vive Dios que cumplió el encargo con elegancia extrema, y con la pulcritud y el rigor que preside todos sus trabajos.

Después de una breve e interesante introducción histórica a los aconteceres de la villa de Mula durante el siglo XVIII, nos enteremos, por ejemplo, de que el constructor de la Casa Pintada fue don Diego de Blaya y Molina, hijo único y rico heredero de amplios mayorazgos, que le permitieron casarse con la adinerada doña Ginesa Álvarez-Fajardo (natural de Cehegín) y llevar una vida muelle hasta el final de sus días. Se nos informa también de que la singular mansión comenzó a construirse hacia finales de la década de 1770, pero que hasta bien cumplido el primer cuarto del siglo XX no se convirtió este edificio en una pieza emblemática de la localidad.

El día de Reyes del año 1926 se inauguró allí la sede del colegio regentado por las Religiosas de la Pureza; después de la guerra civil de 1936 se establecen allí los comedores del Auxilio Social; en 1969 comienza a funcionar en su interior el club “Salonac” (un sitio de baile, reunión y lectura para la juventud); a finales de la década de los 70 se produce un fuego intencionado, con el objeto de reconvertir el inmueble en un bloque de viviendas; en 1981 se ordena por parte del dueño una polémica demolición, abortada por decisión unánime de los vecinos… Una historia, como se puede ver, llena de episodios llamativos y que refleja (como un espejo lo haría) el imparable transcurso de los años: desde la religión a la triste postguerra, desde el aperturismo hasta la especulación inmobiliaria. Y el académico Juan González nos cuenta esa historia como mejor podía hacerse: entendiendo este inmueble como un organismo vivo, y hablándonos de su historia, de su interior y de su exterior, como si describiera a un ser humano.

Únanle a esa inteligente intuición narrativa una presentación muy esmerada (el libro está editado a dos columnas –español e inglés–; la agencia Tropa lo diseñó con finura y profesionalidad; contiene un gran soporte de imágenes, tanto antiguas como modernas; y desde el punto de vista tipográfico es irreprochable) y obtendrán un libro muy hermoso, que da gusto consultar y con el que se aprenden abundantes detalles sobre nuestro pasado regional.

lunes, 12 de abril de 2021

Diccionario de tópicos

 


Gustave Flaubert es uno de los nombres míticos de la cultura occidental del siglo XIX, así que cuando se abre uno de sus libros se espera obtener de él una especie de deslumbramiento de belleza, de éxtasis formal, de brillantez sin límites. Con esa esperanza me sumergí en las páginas de su Dictionnaire des idées reçues, su famoso Diccionario de las ideas recibidas. O, como traduce Consuelo Berges, su Diccionario de tópicos (Bruguera, 1980). Y lo que me he encontrado es una pieza menor, graciosa a ratos, ingeniosa a ratos, donde la mezcla de humor, ironía y solemnidad produce un resultado final, en mi opinión, discreto.

Es verdad que brillan de vez en cuando algunas gemas en este libro (quién lo negaría), pero el balance general no se eleva a gran altura. El diccionario de José Luis Coll contiene mejores dosis de humor; el diccionario de Ambrose Bierce, mejores dosis de pensamiento. Por comparación (resulta inevitable comparar), la propuesta del escritor de Ruan queda en un segundo plano, más anecdótico que esplendoroso.

De todas formas, durante la lectura he subrayado algunas definiciones que, llenas de gracia, retranca, inteligencia o mordacidad, copio aquí como ejemplo de los pensamientos flaubertianos:

Academia de la Lengua: Denigrarla, pero tratar de entrar en ella si se puede”.

Ajedrez: Demasiado serio para ser un juego, demasiado fútil para ser una ciencia”.

“Ciencia: Un poco de ciencia aparta de la religión; mucha, acerca a ella”.

Condecoraciones: Burlarse de ellas, pero con muchas ganas de obtenerlas. Cuando se obtienen, decir siempre que ha sido sin solicitarlas”.

Gloria: No es más que un poco de humo”.

Gramática: Enseñársela a los niños muy pequeños como cosa clara y fácil”.

Higiene: Preserva de las enfermedades, cuando no es causa de ellas”.

Imbéciles: Los que no piensan como nosotros”.

Infinitesimal: No se sabe lo que es, pero tiene relación con la homeopatía”.

domingo, 11 de abril de 2021

Cuentos del libro de la noche

 


José María Merino es uno de los mejores narradores vivos con los que cuenta España. Partiendo de ese punto (que para mí admite poca discusión), lo normal es que cualquier libro suyo que se decida leer depare felicidad al lector. Así me ha ocurrido con estos Cuentos del libro de la noche (Alfaguara, 2005), una generosa colección de 85 historias breves con la que he pasado unas horas deliciosas, gracias a la versatilidad, el humor, la brillantez léxica y el dominio literario del escritor gallego.

En pocas líneas (es raro el cuento que sobrepasa las dos páginas), nos habla de la existencia de un mundo en sombra, que cohabita con el nuestro y que acaso lo complementa (“Página primera”, “Las doce”); nos sorprende registrando el modo en que nuestra imagen en el espejo se rebela contra nosotros y nos lanza su desprecio (“Divorcio”) o la forma en que nos regala imágenes inquietantes que no resulta fácil admitir (“Andrómeda”); nos atasca la garganta explicándonos el modo truculento en que una obsesión puede sobrepasar los límites (“Simetría bilateral”); nos regala actualizaciones dislocadas de mitos clásicos (“La vuelta a casa”); nos hace pasar de la angustia al humor en cuestión de segundos (“Mosca”); nos pone ante los ojos la posibilidad angustiosa de que todas las personas a nuestro alrededor comiencen a expresarse en un idioma que no entendemos, durante una jornada fantasmal (“Los signos ordinarios”); nos eriza la piel hablándonos de los extraños animales que pueden asaltar al solitario ocupante de un vagón de metro, en plena noche (“Madrugada”); o nos presenta un relato tan maravilloso como “Cuento de hadas”, que combina el azúcar y las lágrimas para resumirnos la más increíble de las historias de amor.

El que sabe, sabe. Y José María Merino sabe muchísimo. Es un maestro.

sábado, 10 de abril de 2021

Vuelo sobre el océano

 


Intentando resarcirme de mi última experiencia con sus obras, leo este Vuelo sobre el océano, de Bertolt Brecht, traducido por Miguel Sáenz (Alianza Editorial, 2000). Es un breve canto a la proeza técnica y humana del capitán Talycual, un aviador norteamericano que en el año 1927 se desplazó desde los Estados Unidos hasta Europa, enfrentándose a Dios, la naturaleza y la propia debilidad humana. No hace falta ser un erudito, ciertamente, para recordar el verdadero nombre de aquel aviador.

¿Méritos literarios de la obra? Pues la verdad es que no le encuentro ninguno. A Brecht lo he leído siempre con admiración, pero las sensaciones que me he llevado con esta obra son altamente decepcionantes. Se me antoja una ñoñada lírico-marxista que se derrumba por su propio peso. Dentro de un tiempo volveré a otra de sus piezas, para quitarme este sabor de boca.

viernes, 9 de abril de 2021

Breve beso de la espera


Me acerco hasta el poemario Breve beso de la espera, de Zoé Valdés (Lumen, 2002), que me ha parecido una cosita insignificante donde se mezclan alusiones sexuales y surrealistas, en un marasmo con muy poco fuste. No tengo nada contra la poesía críptica u oscura, pero cuando esos adjetivos me la vuelven opaca ya no tengo nada más que decir.

Dije que no sabía si repetiría lectura de Zoé Valdés.

Ahora lo tengo claro.

miércoles, 7 de abril de 2021

El terror inmóvil

 


Vuelvo al teatro de Antonio Buero Vallejo para conocer los entresijos de su obra El terror inmóvil, en la edición que preparó el profesor Mariano de Paco para la universidad de Murcia en el año 1979.

He conocido en sus páginas la historia de Álvaro, un hombre taciturno que, tras su boda con Luisa, vio nacer a un hijo indeseado. Casi de inmediato descubrimos que él, realmente, a quien amaba era a su actual cuñada Clara, casada ahora con el fotógrafo Regino. Luisa no desea otra cosa que hacer feliz a su marido, y parece dispuesta a transigir con todas sus extravagancias y a aceptar todas sus coces (que no son pocas ni suaves); pero una de ellas le duele de manera especial: que su esposo muestre tan poco amor por su hijo y que lleve esa animadversión hasta el punto de no dejar que al bebé le hagan fotografías. Cuando la criatura ya se ha convertido en un niño, su salud (más bien quebradiza desde su nacimiento) se acaba; y el chico muere. Álvaro, perturbado entonces por una especie de locura furiosa, se hace una fotografía con él muerto en brazos.

Siendo sinceros, la trama es bastante simple y de corto alcance; y solamente la destreza escénica del autor de Guadalajara mantiene viva la obra. Aporta algunos instantes emotivos y de buena densidad psicológica, pero en su conjunto no se trata de una de las obras mayores de Buero.

Tosamos con discreción y pasemos a otro asunto.

martes, 6 de abril de 2021

Te espero dentro

 


Siempre he pensado que los buenos cuentistas son los que actúan con mentalidad de “acomodadores”. Es decir, aquellos que te indican en qué localidad debes sentarte, y te guían hasta ella con movimientos de luz o de la mano. Parece una actitud pequeña o prescindible, pero si lo pensamos con un poco de calma su aportación es trascendente: del sitio donde esté colocada nuestra butaca depende que veamos más o menos el escenario, que la luz nos llegue más o menos nítida, que el sonido se escuche mejor o peor. El cuentista-acomodador (e insisto en que se trata de un elogio) nos pone la silla, nos invita a sentarnos y, con esa delicada ceremonia, nos aporta o sugiere un ángulo de mirada, una perspectiva.

En el volumen Te espero dentro, que la editorial Destino le publicó al barcelonés Pedro Zarraluki, advierto esa virtud en altísimo grado. El autor, habilidoso y tenue, organiza siempre los materiales narrativos para que los lectores recibamos el ángulo más plausible de su historia y avancemos por el libro con admiración creciente. Así, nos encontramos con Antonio, un padre que descubre una forma distinta de ver a su hija adolescente (“Con los ojos cerrados”); con Sonia, que trabaja en el Teléfono de la Esperanza a pesar de que su vida es caótica, triste y desalentadora (“En espera del milagro”); con Pablo y Elena, dos gemelos que se inician en el sexo de una forma inesperada (“Yo sé que están buscando a un loco”); con Claudia, una joven que se termina apartando de su desatenta pareja y vuelve con sus padres (“La niña vuelve”); y con toda una serie de personajes que podrían ser nuestros amigos, nuestros vecinos, nuestros compañeros de trabajo: el chico que quiere tener una experiencia de sexo anal con su novia, el divorciado dueño de un restaurante que invita a una prostituta a un bocadillo, la viuda reciente que no termina de encontrarle sentido a continuar viviendo…

Zarraluki logra, con mecanismos variados y siempre certeros, que los lectores no apartemos los ojos de sus relatos. Y conseguir ese objetivo sin fisuras está sólo al alcance de los mejores cultivadores del género.

lunes, 5 de abril de 2021

Amor pasión

 


El narrador de esta historia (es decir, el profesor universitario que redacta una larga carta dirigida a su amigo César) siempre se ha considerado heterosexual: le gustan las mujeres, ha tenido novias, parejas estables, enredos efervescentes con algunas de sus alumnas y ojos exoftálmicos cada vez que se cruza por delante una hembra de rompe y rasga. Pero un día, sin que acierte a explicarse el motivo, sus pupilas se detienen en un chico. Es jovencísimo, delgado, moreno; y su amigo Diego, que se encuentra junto a él en ese instante, le aclara la situación: “Sí, ya lo creo, un muchacho muy guapo. Pero además de ser algo pequeño, ése es de los que cobran. […] Claro, hombre, un chulito. Quinientas pesetas por irse a la cama con quien sea” (p.19). ¿Cómo se explica que su corazón se acelere y que sienta la necesidad de acostarse de inmediato con él? “Por supuesto, aquello no era amor. Creo que tampoco era sexo (aunque el sexo no esté ausente de ningún deseo), creo que era, ante todo –como si se tratase de un heterodoxo poema modernista– una ambigua figuración mágica, dorada, y llena de luz (oscura luz de su piel) de la Belleza” (p.22).

A partir de entonces, la figura de Sixto se convierte en un imán, en una obsesión, en una búsqueda. Da igual que el muchacho apenas tenga quince años; da igual que lo sepa un cuerpo promiscuo y alquilable; da igual que continúe manteniendo relaciones heterosexuales de forma preferente. Sixto es el fulgor, la plenitud, lo apolíneo y lo dionisíaco mezclados; y cada vez que coincide con él en una fiesta, en la casa de un amigo o en la calle, el impulso de desnudarlo y acariciarlo vuelve y lo domina. Hombre culto, el narrador invoca a Cavafis, invoca a la Lolita de Nabokov, invoca a Pigmalión; sabe que es una relación condenada a brillar unos meses y luego extinguirse, como una pavesa que enciende la noche y después se agosta. Pero ni sabe ni quiere evitar ese impulso intens0, inexplicable, dulce y fogoso, a la que solamente al final accederá a ponerle un nombre.

Una novela del poeta Luis Antonio de Villena que en su tramo final incorpora interesantes reflexiones sobre el amor, la pasión, la Belleza, lo Ideal, el amor de la vida cotidiana o la ternura, y que difícilmente dejará indiferente a ninguno de sus lectores.

domingo, 4 de abril de 2021

La ternura del dragón

 


Creo que una de las grandes demostraciones de habilidad y solidez por parte de un escritor es la creación de atmósferas: la manera en que consigue instalarnos en un escenario especial, distinto, que fija sus propias reglas. En La ternura del dragón, el zaragozano Ignacio Martínez de Pisón consigue ese objetivo arduo y majestuoso desde las primeras páginas: vemos entrar a Miguel, un niño que se encuentra enfermo y que, tras abandonar las dependencias del internado donde estudia, se instala en la casa de sus abuelos paternos para curarse. Allí descubre un universo anómalo, fabricado de silencios, habitaciones clausuradas, misterios del ayer que no terminan de iluminarse, personajes curiosos que entran y salen (las tertulias que organiza el abuelo, con su aire decimonónico, lo sorprenden de forma especial), doblones de oro que su abuela le entrega a cambio de que rece sus oraciones y un asombroso pájaro al que alimenta en la Zona Deshabitada (un salón en penumbra, lleno de cachivaches y sorpresas).

Miguel descubre pronto que su padre fue un muchacho exaltado y justiciero, que se enfrentó a la dictadura y pagó con su vida tal demostración de arrojo; que su madre es una periodista que siempre se encuentra de viaje en algún lugar alejado del planeta; que su abuelo fue amigo personal de Federico, un poeta al que asesinaron al comienzo de la guerra civil; que el médico que lo atiende parece empeñado en amargarlo, con sus continuas prescripciones de reposo; que su primo Agus, que lo visita casi a diario, padece un leve retraso mental, que en ocasiones lo torna desvalido y en ocasiones insufrible; y que su abuela, además de una mujer extraordinariamente religiosa, es una amante de las flores.

Lentamente, mientras lee tebeos de Tintín, explora la casa y espía los manejos de la sirvienta, Miguel irá descubriendo oscuros episodios que le irán revelando que la verdad no siempre es transparente y que todos escondemos pliegues oscuros, cuyo descubrimiento puede resultar traumático.

En una casa que es caldo amniótico y también selva, rodeado por personajes que le ofrecen múltiples perfiles del inabordable ser humano, Miguel terminará por abrir los ojos a un mundo que no era tan hermoso ni tan idílico como él anhelaba.

Con esta espléndida obra juvenil (la escribió con 23 años), Ignacio Martínez de Pisón obtuvo el premio Casino de Mieres del año 1984.

viernes, 2 de abril de 2021

Helarte de amar

 


Cada vez que abro un libro de Fernando Iwasaki (Lima, 1961) me ilusiono con la idea de que voy a encontrar en él auténticas maravillas: me pasó con España, aparta de mí estos premios, con Una declaración de humor y, sobre todo, con Ajuar funerario. Pero en esta cuarta obra que incluyo en mi Librario íntimo creo que la nota dominante ha sido la irregularidad: relatos magníficos y relatos que, sin pena ni gloria, olvidaré en cuestión de días o quizá ya he olvidado. Entre los segundos destacaría “Las memorias de madame Quiñónez”, “Entre las piernas de Luciana” y “Travesía estelar” (en este último caso, bostecé varias veces durante la lectura y estaba deseando terminar). Son tres propuestas que considero fallidas y que resultan indignas del indiscutible talento de Iwasaki: un humor chato, una estructura endeble, un desarrollo quebradizo.

Pero, obviamente, también están los aciertos, que son esplendorosos: el jugueteo con las perspectivas que anida en “La española cuando besa”, las fulgurantes y diminutas historias que se recopilan en el bloque “Fantasías textuales”, el candor sonriente que impregna “En el batimóvil, con miss Graciela”, el lirismo amargo de “La mujer de arena” y, por encima y a mucha distancia, el perfecto relato (casi una novela corta) que lleva por título “Mírame cuando te ame”, que nos traslada una historia de iniciación sexual pero también de despedida lánguida.

Súmese a ese panorama un buen número de homenajes literarios implícitos en el volumen, como el dedicado a Julio Cortázar en la página 57 (“No llega al gustirrinín, al límite, a la jadehollante embocapluvia del orgumio y a los esproemios del merpasmo”) o el que tributa a Jorge Luis Borges en la página 127 (“Un poeta descifró el universo gracias a un disco mágico que habitaba en el decimonoveno escalón de un lóbrego sótano”), y tendremos un tomo ciertamente irregular, para qué negarlo, pero con la suficiente cantidad de brillos como para seguir leyendo en el futuro las obras del espléndido narrador peruano.

jueves, 1 de abril de 2021

A la intemperie

 


Hay libros que se premeditan, pero también hay libros que, airosos, volubles y juguetones, se urden solos de manera inesperada. Se escriben páginas, se dan a la luz pública y de pronto, por sorpresa, sus líneas se ordenan con perfección de tangram y cristalizan en un volumen, que una editorial generosa da a luz. Esta última situación es la que parece concretarse en el tomo A la intemperie, de Charo Guarino Ortega, que el sello La Fea Burguesía acaba de lanzar.

Se trata de un conjunto de textos que el diario La Opinión fue publicando durante el mes de agosto de 2020, aunque no sé si definirlos como “artículos”. A mí me han fascinado sobre todo por su condición de viñetas, por su caudal de recuerdos y reflexiones, por los retratos que insinúa, por los paisajes en los que se recrea. Y, siempre, por el amor que palpita en todos los párrafos: amor a un atardecer, a las curvas rugosas de un árbol, a la familia, a sus profesores dilectos, a la cultura grecolatina, a las etimologías fulgurantes, a las personas que caldearon su vida y ahora se adormecen en la niebla del Alzheimer, a los viajes con amigas, a las luces de las Perseidas brillando sobre noches inolvidables.

Hasta ahora, lo que conocía de esta escritora era su territorio de versos, su aliento lírico. Pero he podido comprobar que en su prosa alienta la misma pasión por la belleza y la verdad, por el pasado y el presente, por las gentes y los paisajes. Y eso me permite deducir que la gramática de su mirada es idéntica (e idénticamente firme) en ambos territorios: la atención al detalle, el mimo con que acaricia cada una de las palabras, la lentitud de unos ojos que quieren empaparse de la vida para que ninguna de sus gotas se desperdicie sin ser saboreada. Ama la cerveza (salvo que sea ecológica o sin alcohol), ama la siesta, ama los objetos que rodean nuestro existir y que se van impregnando de nuestro aroma, ama la tolerancia y los idiomas, ama los viajes, ama el calor de los abrazos, ama las etimologías, ama los libros.

Clásica y actual, la voz de Charo Guarino constituye un lujo para sus lectores.