miércoles, 30 de septiembre de 2020

Museo de reproducciones

 



Afirmaba Gómez de la Serna en uno de sus libros que la mitología del café se tiene o no se tiene. Igualmente podríamos asegurar, sin resultar inexactos, que con el propio Ramón ocurre algo parecido: o te seduce su música mental y prosística desde la primera página o es mejor que abandones. Con él no caben medias tintas ni admiraciones dominadas por la tibieza. O eres ramoniano o no eres ramoniano. Del escritor de quien se llegó a decir que conformaba una generación unipersonal no es raro que pueda aseverarse tan extremado juicio.

Hoy me doy un paseo por su Museo de reproducciones, que lleva un prólogo muy interesante de Francisco Induráin. En este volumen, como en tantos del escritor madrileño, lo que menos importa es la trama, el argumento o la linealidad quizá novelesca de sus páginas. A Ramón lo que le interesa es el quiebro lírico, el salto inesperado, la inserción de greguerías, la sorpresa constante para los lectores, de ahí que convenga leerlo con un lápiz (en mi caso, un rotulador rojo) en la mano, para subrayar, enmarcar o colocar signos de admiración en los márgenes.

La leve excusa de pasearse con su amada Olga por las salas de un museo le permite ir reflexionando sobre arte, historia, psicología… o sobre lo que se le vaya ocurriendo sobre la marcha. También improvisar es una destreza que Ramón convirtió en arte. Mira los bustos del museo y afirma de pronto que “murieron bicarbonatados”; se fija en los pechos de las figuras femeninas y anota: “Los escultores siempre sedujeron a las mujeres moldeando senos perfectos, su mayor envidia”; o se le ocurre una frase dominada por la paronomasia y no tiene reparos en esclafarla: “En los divanes también se entra en el Nirvana”; o le apetece que la barca del diálogo se meza al son de una música infantil y escribe: “–Quiero un traje como el de Livia. –No seas liviana. –Entonces seré libidinosa”; o cruza por su mente una revelación y la consigna con estas palabras: “Hay cosas que sólo se atreve uno a decir los días de tormenta”; o se le ocurre una chilindrina misógina y no tiene reparos en incluirla, casi al final de la obra (“Las mujeres, sabias en encontrar la insinuación que más duele”).

A Ramón lo tomas o lo dejas. No se negocia con él. Quizá por eso fue tan especial.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Antes del Paraíso

 


He estado a punto de comenzar esta nota de lectura afirmando que Pedro Ugarte es un magnífico constructor de ficciones; pero la sensatez y el recuerdo de sus libros anteriores me han hecho detenerme y cambiar de idea, para expresarlo con más exactitud. Porque lo que en verdad quería decir era que el escritor bilbaíno es un excelente constructor de realidades. Dotado de una endiablada frescura narrativa, Ugarte instala al lector en un marco de acciones y personajes tan poderoso, tan definido, tan adornado de matices, que resulta difícil encasillarlas con la exigua etiqueta de “relatos”, que parece remitir a un panorama ficticio. Su propuesta, por el contrario, siempre es más rica, más poliédrica, más vital: lo que deja en nuestras manos es un universo vivo, un fragmento de realidad pura, un cuadro verdadero.

Todos sus personajes brotan de las páginas y se instalan, para siempre, en nuestro corazón: el hijo aburrido de escuchar las ensoñaciones monárquicas de su madre, tan asfixiantes como injustificadas; la pareja que sospecha una argucia mezquina en sus amigos, que tal vez han mentido sobre un boleto de lotería premiado; el padre quisquilloso que jamás se compra un coche, aunque visita con su hijo mil y un concesionarios, mareando a los vendedores; el divorciado que se ve envuelto en una agresión, perpetrada ante su hija; el niño que, isla en una familia de ramas estériles, se convierte en objeto de mimos hiperbólicos por parte de todos sus parientes; el hombre que se queda solo y silencioso en casa, cuando su esposa decide abandonarlo… Todos ellos conforman un cosmos que palpita, que nos resulta fácil de identificar y de sentir, porque es muy parecido al que nos rodea en nuestro día a día. Y ese poder que Pedro Ugarte demuestra, ese vigor a la hora de construir sus páginas, es la señal que nos adhiere magnéticamente a sus libros.

El escritor bilbaíno ingresó hace ya tiempo en el panteón de los mejores cuentistas españoles vivos, de eso no me cabe duda. Y si ustedes leen este libro creo que no la tendrán tampoco.

viernes, 25 de septiembre de 2020

11 aforistas a contrapié

 


Los aforismos constituyen un terreno literario sumamente delicado a inestable en el que, recordando y extrapolando una sentencia de Julio Cortázar, “regiones de extrema delicia a las nueve y cuarenta virarán al desagrado a las diez y media”. Y si no al desagrado (el sustantivo resulta aquí un poco excesivo), al menos a la preterición. O dicho de un modo más llano: que la idea o la frase que nos parece inconmensurable o bellísima al subrayarla en el libro puede parecernos absurda, ñoña o inane seis meses después.

En todo caso, confieso mi amor por los volúmenes que, como éste que acaba de editar el sello Liliputienses, reúne un buen caudal de tales apuestas estilísticas e intelectuales. Los amo porque me obligan a la concentración, me exigen lentitud y me regalan pensamiento e inteligencia. El abulense José Luis Morante recopila en 11 aforistas a contrapié un admirable baúl de dardos, intuiciones, reflexiones y sentencias, que resulta imposible resumir pero que facilita (doy fe) varias horas de silencio enriquecedor.

¿Se puede ofrecer un resumen o comentario que abarque todos los aspectos y bellezas de este libro? No, de ninguna manera: resulta inviable. Pero sí que puedo elegir tres aforismos de cada autor y mostrarlos aquí, como homenaje y como tentación para futuros lectores. Espero que este paseo sirva como homenaje a los once creadores:

Luis Felipe Comendador (“Defínete y ya no podrás ser otra cosa” / “La diferencia la marca quien insiste cuando todo está perdido” / “¿Si se rompe la rama… también se rompe su sombra?”).

Karmelo C. Iribarren (“Al viento, todas las banderas le parecen iguales” / “Primero los pañuelos de papel, ahora los teléfonos inteligentes… Cada vez lo tiene más difícil la lírica de los andenes” / “Las bellezas que no ves al primer golpe de vista suelen durar más”).

Elías Moro (“La duda es una herida siempre abierta; la certeza, una cicatriz cerrada en falso” / “Me carcome la impaciencia por saber qué viejo error cometeré hoy de nuevo” / “En la mirada del mendigo caben todas nuestras derrotas”).

Mario Pérez Antolín (“De todos los muertos de una guerra, los verdaderamente simbólicos son el primero, que se convierte en el atizador que aviva la riña, y el postrero, siempre una baja evitable” / “Uno de los problemas estructurales de la política es que quienes deciden no sufren los efectos adversos de sus decisiones. El que no se priva no debería ordenar privación” / “Hemos dejado de implicarnos en lo público para mostrarnos públicamente. De la lucha hombro con hombro a la exhibición pantalla con pantalla”).

Felix Trull (“¿Y si la duda no fuese un castigo, sino el supremo galardón de una búsqueda milenaria?” / “Una certeza es una duda coagulada. Pero esto no es seguro” / “Pensar es cambiar el sillón por una humilde silla de tijera”).

Ana Pérez Cañamares (“Siempre que te vendes, eres barato” / “Las gaviotas de tierra adentro son embajadoras de la posibilidad del mar” / “En nada pone el Sistema tanto esfuerzo como en hacer pasar por honorables a los poderosos”).

José María Cumbreño (“Planchaba las sábanas porque quería quemar los sueños que habían quedado enredados en ellas” / “(Cama) Mueble donde el niño sueña, el joven fantasea, el adulto duerme y el viejo recuerda” / “Cada palabra que escribo no me vuelve más sabio sino más viejo”).

Luis Arturo Guichard (“Cuando has aprendido que la mayoría de las respuestas no van a gustarte, entonces haces sólo las preguntas estrictamente necesarias” / “Hay dos tipos de amor: carnívoro y vegetariano. No, no se te permite elegir” / “El paisaje es el arte de los pobres”).

José Antonio Olmedo López-Amor (“La envidia es el homenaje interior que hacen los mediocres contra su voluntad” / “Juramos amor eterno, siendo mortales. Qué más se puede esperar de nosotros” / “Esencia del capitalismo. Cuando al cristalero le hace falta dinero le regala a su hijo un tirachinas”).

Rosario Troncoso (“Observar en exceso las cicatrices abre heridas nuevas” / “No soy frágil. Colecciono agujeros” / “No se debe malgastar generosidad en la admiración a personas equivocadas”).

Sihara Nuño (“Primera lección: que no te vean; que no te huelan; que no te escuchen” / “Mi miedo y yo coexistimos hace tanto tiempo que hemos aprendido a hacerlo con respeto. En su justa libertad” / “Ningún silencio es absoluto”).

Seguro que, tras observar estas flores, quieren pasearse por el jardín entero. Les aseguro que no sería mala idea.

martes, 22 de septiembre de 2020

Las palabras de la tribu

 


Dice el extenso subtítulo de este libro que se trata de “Unas memorias literarias llenas de vida, anécdota, sabiduría, gente, personajes, audacia, cultura, violencia, gracia y destrucción”. Quizá son demasiadas palabras para definir algo mucho más simple: la catarata de literatura y mala leche que Umbral vierte en sus más de trescientas páginas. Y que conste que lo está diciendo un admirador de la prosa de Francisco Umbral desde hace 35 años.

En el prólogo del volumen, el madrileño afirma de todos los autores analizados en el libro (“analizar” quizá sea un verbo excesivo) que “los amo a todos, a los buenos y a los malos”; pero cuando sus dedos se dejan caer sobre las teclas de la máquina de escribir lo cierto es que los disparos que emergen de ella alcanzan unánimes en los corazones o las rodillas de sus colegas. Umbral no deja títere con cabeza, quizá recordando aquel verso donde César Vallejo hablaba de unos golpes tan tremebundos que parecían venir del odio de Dios. Umbral, aquí, es Dios. Su dedo señala y calcina: o por dentro o por fuera. Azorín realiza grandes esfuerzos para “ocultar al chufero valenciano”; Antonio Machado es buen poeta, pero tiene “sentencias de zapatero remendón”; Manuel Azaña era “feo y grande, miope y antipático”; Gabriel Miró era un genio literario, “pero en la vida sólo sabía hacer burocracia”; las críticas literarias de Clarín eran “de una vulgaridad casi intolerable”; Vargas Llosa es “un faulkneriano guapo y aburrido”; Max Aub tiene prosa “de viajante de comercio”; Francisco Ayala es “la mínima cantidad de escritor que puede darse en un escritor”; y a Camilo José Cela, al que elogia con párrafos hiperbólicos, ya se encargaría de destriparlo en otro libro, tras la muerte del Nobel gallego.

Innegablemente, resulta muy distraído leer estas semblanzas, por lo que tienen de divertidas, amenas o reveladoras; pero cuando se obturan los ojos después de tanta destilación de veneno gratuito tiende a pensarse que este ritual de hachazos ya no resulta tan admirable. Me gustó más hace veinte años que ahora. Este patio de Odiseo, lleno de sangre de los pretendientes, me ha provocado incluso rechazo en algunos tramos. No sé. Quizá me he vuelto viejo. O respetuoso. Quién sabe.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Cuentos en verso para niños perversos

 


Después de varios libros suyos leídos en las últimas dos décadas (Las brujas, Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda), ya tenía ganas de incluir a Roald Dahl en este Librario, por motivos literarios y también por motivos de gratitud emocional. Y la ocasión ha llegado cuando mis hijos pequeños me han pedido que les lea por las noches estos Cuentos en verso para niños perversos, que publica el sello Alfaguara con ilustraciones de Quentin Blake y traducidos por Miguel Azaola (sin duda, buena parte del mérito de estos relatos hay que atribuírsela a él, feliz conversor de ritmos y rimas).

En las páginas que el escritor galés nos propone nos encontramos con variantes muy graciosas y significativas de las historias tradicionales que nos contaron o leímos en nuestra propia infancia, y que ahora quedan adornadas con pinceladas asombrosas. Así, Cenicienta optará por no quedarse con el príncipe (demasiado veleidoso y violento) y se terminará casando con un fabricante de mermeladas; Juan descubrirá en el cuento de las habichuelas mágicas que la higiene corporal tiene una enorme importancia para sobrevivir; Blancanieves, tras robar el espejo de su malvada madrastra, conseguirá hacerse multimillonaria usándolo para apostar en las carreras; y Caperucita comprobará lo calentita que se puede ir por el bosque tras usar la piel del lobo para hacerse un mullido abrigo.

Versiones gamberras, desinhibidas y pizpiretas que, utilizando el núcleo temático original, imprime un sello sorprendente a media docena de relatos clásicos. Los niños, puedo garantizarlo, se divierten mucho con estas propuestas.

viernes, 18 de septiembre de 2020

Examen de ingenios

 



Reconozco que siento una enorme atracción por aquellos libros en los cuales un escritor o intelectual reúne y redacta sus impresiones sobre las personas notables que ha conocido durante su existencia. Me fascinan (creo que se trata del verbo más adecuado para resumir mi postura) esos volúmenes y los persigo con fervor, con avaricia, con denuedo. A veces, no estoy conforme con los juicios que se vierten en sus hojas, pero me permite apreciar a los personajes desde otro ángulo; o bajo la luz de algunas informaciones que no se encontraban a mi alcance antes de visitar estas páginas.

Mi acercamiento hasta el Examen de ingenios, de José Manuel Caballero Bonald, participa de esa fascinación. Además, sus casi quinientas páginas me prometían un abultado caudal de anécdotas y perspectivas que serpenteaban por los mundos de la literatura, el cine, la música, la política o la historia. Todas mis esperanzas (el tomo es denso y bellísimo) se han visto cumplidas holgadamente, hasta el punto de que intentar ofrecer un resumen de su contenido se antoja empresa tan inabarcable como empobrecedora.

Con todo, me arriesgaré a llamar la atención sobre algunos instantes del volumen, que ni condensan su esplendor ni resumen su contenido. Son sólo algunas frases u opiniones que he subrayado con mi rotulador rojo. O, por decirlo de una manera más arquitectónica, peldaños de una escalera colosal que conviene subir hasta su cima.

Por ejemplo, cuando alude a la escasa belleza física de José Bergamín y, con una fórmula tan simpática como demoledora, lo define como “Feo de frente y de perfil”. O cuando se burla con ironía de la solemnidad de Américo Castro (“Lo que decía iba a misa. A una misa naturalmente oficiada, según el rito copto, por su yerno Xavier Zubiri”). O cuando provoca nuestra sonrisa al comentarnos la singular receta con la que Francisco Ayala prolongaba su existencia (“Una vez, durante un viaje en tren, me dijo que su longevidad se debía a lo frugal de sus cenas; sólo tomaba dos whiskies y una manzana. Lo de la manzana no lo cuentes, añadió”). O cuando enjuicia El viejo y el mar, de Ernest Hemingway (“Fue quizá su mejor novela, que tampoco es decir mucho”). O cuando retrata a Camilo José Cela, con el que colaboró durante años y al que adornó la frente (“Autoritario y megalómano, sus objetivos no consistían en ser el mejor sino en ser el único”. “Despilfarró su talento en bagatelas y sucumbió paso a paso al mercadeo de la banalidad”).

Un libro donde Paco de Lucía toca la guitarra, donde Víctor García de la Concha acompaña al autor a visitar al rey Juan Carlos I, donde Pepa Flores sonríe, donde Gabriel Celaya se pelea a gritos con su esposa, y donde casi todos los personajes censados son tumultuosos bebedores y juerguistas nocturnos.

¿Fidedigno? No lo sé. ¿Equilibrado? Ni lo sé ni me preocupa… Lo único que puedo decir es que he disfrutado de muchas horas de distracción mientras nadaba entre sus páginas y que ésa me parece, a la postre, la gran virtud del libro. Ningún ejercicio de memoria es inocente. Ningún balance personal es justo. Ningún autor es inmaculado en sus apreciaciones. Tampoco es razonable pedirlo.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Cuentos de miedo para jóvenes valientes

 



Desde que somos niños nos encandilan las zonas de misterio, los recodos en sombra, los pliegues inexplicables de la realidad. De ahí que tendamos hacia las historias donde palpitan el miedo, los fantasmas, los tesoros escondidos, las güijas, las anécdotas tenebrosas o los rumores sobre habitaciones encantadas, espejos mágicos, personas enterradas vivas o personajes siniestros que pululan (camuflados, inquietantes y enigmáticos) a nuestro alrededor.

Paco López Mengual, que es narrador inteligente, dedica su último libro a reunir quince historias en las que todos esos elementos burbujean y cobran protagonismo: la tumba que jamás ha contenido cuerpo alguno, la estudiante que acude a las aulas universitarias después de haber traspasado las fronteras de la muerte, las perturbadoras revelaciones de un licántropo, la generosidad de san Pascual Bailón (que avisa con unos golpes a sus devotos de la llegada de la Parca), las truculentas andanzas del Tío Saín (quizá el más crudo de todos los relatos, por la forma explícita en que nos cuenta su forma de actuar con las víctimas), las visitas nocturnas de un espectro ataviado de singular manera, las macabras acciones argentinas del Petiso Orejudo o el lastimoso destino de Luisa de la Torre, rica heredera enamorada de un hombre que no convence a su familia.

Quince “historias verdaderas” (así lo certifica la contraportada) que provocarán más de un espeluzno entre los lectores.

Muy recomendable.

lunes, 14 de septiembre de 2020

Dulce objeto de amor

 



He tenido la suerte de leer varios libros exquisitamente sensuales, relacionados con el universo del gusto (Como agua para chocolate), con el olfato (El perfume) o con el oído (los poemas de Ángel Paniagua o los cuentos de Jorge Luis Borges). Pero creo que Dulce objeto de amor es el volumen más absorbente que, sobre el sentido del tacto, he tenido hasta ahora la suerte de encontrarme.

Nos encontramos en la exclusiva cafetería del hotel Palace, donde coinciden los dos personajes protagonistas de la obra: Verónica, hija de un franquista chapado a la antigua y que trabaja como traductora de inglés, y Félix, un maduro millonario de maneras encantadoras. Con una endiablada habilidad (que Raúl Guerra Garrido construye sobre dos cadenas o columnas narrativas en segunda persona, las cuales dibujan un admirable ballet alterno), vamos observando cómo funcionan la mente de la chica (voluptuosa pero cauta) y la mente del hombre (seductor pero lento). En este singular partido de tenis novelesco seguimos a los protagonistas a través de la velocidad (salen del Palace y viajan en el Lotus Esprit Turbo de Félix), del peligro (padecen un intento de robo) y del lujo (la casa del millonario, auténtico museo de objetos valiosísimos), hasta desembocar en el cénit sexual… Pero con desconcertad0 asombro comprendemos entonces cuáles son los auténticos impulsos que palpitan en la mente del maduro protagonista.

Dispóngase, quien entre en la novela, a descubrir sedas y marfiles, matrioskas y cristales de Bohemia, cuadros delicados, estatuillas antiquísimas, sábanas de hilo, objetos de la dinastía Ming, ópalos y sándalo. Todo un prontuario de bellezas sensuales que nos permiten descubrir la textura anímica de Félix y las razones de su comportamiento erótico.

Poco se insiste en la grandeza literaria de Raúl Guerra Garrido, que obras como ésta (donde se disecciona con brillantez una inquietante patología) ponen de manifiesto.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Delibes en bicicleta

 



En ocasiones, un pequeño detalle vital puede servir (si los ojos que lo contemplan son inteligentes y sensibles) para ofrecer una imagen significativa del talante de una persona. Esa técnica vertebradora es la que maneja Jesús Marchamalo en su reciente libro Delibes en bicicleta (publicado por Nórdica e ilustrado por Antonio Santos) para acercarnos hasta la figura del narrador vallisoletano, tan querido como admirable, tan austero como inmortal. Y el objeto elegido, como el mismo título del volumen declara, es una bicicleta. La bicicleta con la que el temeroso niño Miguel aprendió a moverse sobre dos ruedas; la bicicleta con la que recorrió cien kilómetros para ver a su novia; la bicicleta que usan sus descendientes para recordar al gran patriarca familiar a través de paseos constantes.

Un genio en bicicleta (llámese Albert Einstein, León Tolstoi o Sylvia Plath) es un ser humano dejándose acariciar por el viento y haciendo gala de su sencillez. Posiblemente por eso resulte una imagen tan adecuada para representar a Miguel Delibes, cazador a rabo, andariego impenitente y magnífico escritor.

Un delicado homenaje que se lee con una sonrisa en los labios.

jueves, 10 de septiembre de 2020

84, Charing Cross Road

 



El mundo de la literatura (como cualquier mundo, sea artístico o no) siempre se encuentra modulado e influido por las corrientes del azar. Un malandrín puede auparse a la cúspide del poder; un sabio puede languidecer en el barro del olvido; un atolondrado puede realizar un descubrimiento fabuloso; un genio puede inferir de su fracaso que es un inepto. En el caso que nos ocupa hoy, la diosa Fortuna eligió para manifestarse una colección de cartas, cruzadas entre Helene Hanff y los responsables de una librería británica de segunda mano.

Ella era una escritora norteamericana que no gozaba de éxito y que malvivía en un pequeño apartamento. Necesitada de algunos libros que no podía adquirir en su ciudad contactó por correo (se trata de una historia real) con la librería Marks & Company, de Londres. Y esa decisión generaría una correspondencia que se dilató durante varias décadas. En ella descubrimos cómo la relación entre Helene y diversas personas relacionadas con la librería (Frank Doel y su esposa Nora, Megan Wells, Cecily Farr, etc) va tiñéndose de colores humanos: se preguntan por las familias, la americana envía alimentos para aliviar los rigores de la postguerra mundial, los londinenses le envían libros y un tejido bordado, etc. El humor y las reflexiones literarias van llenando de anécdotas este epistolario de larga trayectoria que, un día, después de la muerte de varios de los protagonistas (Frank Doel murió en diciembre de 1968), Helene consideró la posibilidad de convertir en un pequeño relato… pero el editor en cuyas manos lo puso consideró que era más comercial convertirlo en un libro.

Así surgió 84, Charing Cross Road, que publica el sello Anagrama gracias a la traducción de Javier Calzada, una obra espontánea, fresca, llena de luces y de sorpresas, que le dio fama a quien hasta el momento de su publicación no pasaba de ser una escritora casi desconocida. Esta fama aumentó hasta el vértigo cuando Anthony Hopkins y Anne Bancroft protagonizaron en 1987 la versión cinematográfica de la obra. Piadosa y elusiva, la página Wikipedia nos informa de que “Hanff, que nunca ocultó su afición a los cigarrillos y martinis, desarrolló diabetes, que fue lo que causó su muerte”. Olvida mencionar el pequeño detalle de que, olvidado el éxito del libro, falleció en medio de la más absoluta de las pobrezas. El azar, que le había regalado un notorio paréntesis de fama, decidió que volviese al anonimato durante sus últimos años.

martes, 8 de septiembre de 2020

Memoria de lo infinito




Abro un libro de poesía y leo los dos primeros versos que me propone el autor: “Todo lo amado es enigma / que nos preserva”. De inmediato, me detengo; y me cruza por la mente la idea de que un volumen que comienza con estas palabras no puede ser desdeñable, porque condensa en ocho palabras el significado pleno del amor, de la identidad, de la vida. Luego me basta seguir caminando por sus líneas para comprender que la primera impresión queda refrendada de inmediato por los poemas que, como postales o antorchas, van jalonando el tomo.
Juan Lozano Felices (Elche, 1963) va hablándonos en voz baja de soledades, de destinos torcidos, de “ese cristal raro llamado nostalgia”, de paisajes y músicas que llenan el ayer y el presente. Y lo hace con una dicción decantada y sabia, que rehúye el aspaviento y los barroquismos absurdos, consciente de que un corazón habla y, al otro lado, un corazón escucha. Y que ésa es la comunicación lírica e íntima por excelencia. “Escribo para tomar posesión / de aquello que perdimos”, nos dice el poeta, quien también deja anotado que quizá los seres humanos alcanzamos la auténtica felicidad “amándonos en minúscula”, entrando en  jardines y trattorias, caminando por playas, escuchando a Mozart, mirando la belleza sin límites de los ojos de la persona amada.
Eso no impide que, también, se acerque hasta la realidad inmediata del mundo, menos esplendorosa de lo que sería deseable (“En Alepo, el río baja lleno de barro / y cadáveres con las manos atadas a la espalda. / Nadie los podrá reconocer porque tienen / la cabeza destrozada por un tiro a bocajarro. / Y ahora pregúntame cuántos versos de sutura / le faltan al mundo para ser perfecto”). Pero de inmediato vuelve a su tarea luminosa y compone preciosidades como la que titula “Último día” o ese “Vers la flamme” que cierra el libro, una celebración lírica de la alegría del mundo, de su música, su arte y su esplendor de luces.
Dice Juan Lozano Felices, en la página 70 de este libro, lo siguiente: “Echo de menos no haber vivido / frente a una floristería”. El lector de Memoria de lo infinito lo tiene más fácil: sólo por el hecho de navegar por sus páginas ya vive frente a una.

domingo, 6 de septiembre de 2020

Palabras para un tiempo sin respuesta




Aproximándose al final del siglo XX, el escritor caravaqueño Miguel Sánchez Robles obtiene un brillante accésit en el premio Esquío del año 1997, con un poemario que fue publicado unos meses después con el título de Palabras para un tiempo sin respuesta.
A través de una serie de cartas, el autor se dirige desde Hungría a una chica llamada Pal, y le expresa sus sentimientos de desesperanza, cifrados a veces de un modo paradójico (“El futuro ya no es lo que era”, p.17). Hacia donde mire, la orfandad cunde y el horror prospera (“Muchos no saben que han muerto / y esperan que alguien les indique el camino”, p.27). Hay como una especie de halitosis constante que se propaga por el aire y que encharca la mirada de los hombres y su destino, reduciendo la vida a una operación esquemática, triste y falta de luz (“Nacer. Callar. Vivir. Leer mucho. Llorar. Sendas perdidas. Tecnología. Confort. Y game over. Ése es el proceso”, p.53).
Por más que intente buscarse, no hay salida por ninguno de los senderos que la inteligencia y la Historia nos han sugerido a lo largo de los siglos: no hay salida en la religión (“Dios mastica los huesos de la vida”, p.60), ni en los demás seres humanos (“Me es imposible creer en la angelicalidad de los hombres”, p.85), ni en los gestores públicos (“La política es un lamedal”, p.47), ni en las ideologías (“Recuerdo con asco / las grandes teorías / que explicaron el mundo / sin acordarse de los hombres”, p.13), ni en la cultura (“Ir a una conferencia / se parece a tener / un miguel de Unamuno en la mesilla”, p.62).
La conclusión de todas esas exploraciones vanas no puede ser más desoladora: no hay respuestas. Nunca las ha habido. Al poeta no le queda, como dijo otro poeta, la palabra. Le queda la pregunta.

miércoles, 2 de septiembre de 2020

El nido vacío y otros relatos




Hace unos años, tuve en mis manos un ejemplar de Relatos americanos, de Saljo Bellver y lo dejé pasar sin leerlo. Otros libros urgentes se me vinieron encima, se torcieron algunos asuntos familiares, llegó la época de los exámenes… Todo junto provocó que se apartase de mi mente aquel libro y el nombre de aquel autor. Ahora, de la misma forma azarosa, un amigo me regala El nido vacío y otros relatos (Sala28, 2020), en cuyas páginas sí me sumerjo, con aplauso y felicidad.
Es una colección de relatos breves, donde todo queda subordinado a la sencillez expositiva y donde las historias son narradas con una admirable economía de medios. Y me apresuro a decir que no se trata de una forma irónica de señalar poca brillantez literaria. Al contrario: creo que Saljo Bellver ha sabido desbrozar sus cuentos de las ramas inútiles, de las flores accesorias y del follaje absurdo, para que la atención de los lectores se concentre en la circulación interna de la savia: la pareja de escasos recursos que compra pescado fresco para cenar (en tanto que advertimos una tragedia abominable en su pasado); el bebedor que se inventa, para superar a Kafka, la historia de un chico que se convierte en caballo; el escritor sin éxito que, al modo nietzscheano, decide filosofar con un martillo; la mujer de mediana edad que toma unas copas con su madre cuando ella le confiesa sus intenciones de abandonar al marido; un perro vagabundo que quizá sea una metáfora; la pareja madura que se separa y cuyos miembros rehacen sus vidas con desigual suerte; los horrores de la sinceridad en una pareja que acaba de contraer matrimonio; los delicados hilos que unen a un oncólogo y su paciente; la venganza preterida de un pobre soldado humillado…
Saljo Bellver nos entrega acuarelas para que nosotros fijemos los colores; trozos de vidas y emociones para que, con nuestra lectura, completemos el dibujo de una forma libre y activa. El resultado es un libro muy hermoso, que me ha encantado conocer y por cuyas páginas me he paseado con admiración.