martes, 31 de octubre de 2023

Cartas de un joven Camus

 


Todos tuvimos miedo durante el año 2020. A todos se nos dijo que debíamos encerrarnos en casa, porque era la única forma de protegernos contra un virus terrible, contra el que aún no se conocía tratamiento ni vacuna. Un virus que se cobraba centenares de víctimas cada día y que avanzaba como un atroz jinete del Apocalipsis. Todos cerramos puertas y balcones. Todos escuchábamos el silencio infinito de las calles y estábamos pendientes de las noticias, para ver cómo se iba solucionando una pandemia descomunal de la que, nos dijeron, todos saldríamos mejores. Hubo carteles optimistas en los cristales, para animarnos los unos a los otros. Hubo quienes se hicieron de oro traficando con el miedo, con los tests de las farmacias, con las mascarillas. Hubo quienes propagaron bulos, quienes se hartaron de llorar, quienes se acogieron a cualquier explicación o esperanza. Palabras que no conocíamos (coronavirus, ARN mensajero), personas cuyas existencias ignorábamos (Fernando Simón) y costumbres anómalas (toserse en la sangradura del codo, abrazar a los nietos por la espalda, lavarse las manos con furia neurótica) colonizaron nuestras vidas.

De todo ello fue testigo el joven narrador que protagoniza Cartas de un joven Camus, de Galder Reguera, quien nos va explicando cómo se desarrolla su propio confinamiento, con una hermana pequeña a la que hay que mantener en la más pura inocencia, con un padre infectado, con una madre sobrepasada por los acontecimientos, con un vecino viudo que pasea a su perro y con una chica que le gusta y a la que solamente puede ver cuando sale a aplaudir a los sanitarios o en el momento de sacar la basura, camuflado con guantes, capucha y mascarilla. En casa, aparte del teléfono móvil, están también algunos libros, como La peste, de Albert Camus, o La espuma de los días, de Boris Vian. Y con esas muletas tiene que sobrevivir, sin dejar que el desánimo lo derruya.

Gran libro de Galder Reguera, que nos recuerda cómo fueron aquellos días y que nos retrata con maravillosa precisión los recovecos anímicos de un adolescente que sufre el puñetazo de la adversidad y el miedo.

No se lo pierdan.

domingo, 29 de octubre de 2023

Parientes pobres del diablo

 


¿Qué es exactamente el Heliobut y por qué solamente parece atacar a los hombres blancos que se hospedan en el hotel Masajonia, en pleno corazón de África? ¿De qué modo atroz se introduce en los sueños (o en la desprevenida vigilia) de sus víctimas, para desmantelar su cordura y abalanzarlas hacia la desesperación? El protagonista de la narración “La fiebre azul” tendrá que descubrirlo de una forma cruel. ¿Y quiénes son los parientes pobres del diablo, aquellos engendros que se encuentran desperdigados por el mundo y que carecen de un hogar al que volver, pues fueron expulsados del suyo? ¿De qué diabólicas artimañas se valen para camuflarse y pasar inadvertidos entre los demás seres humanos? Claudio García lleva mucho tiempo investigando sobre esa desasosegante cuestión; y quizá lo que deduzca no le haga demasiado feliz. ¿Y qué está ocurriendo con la anciana doña Emilia, que se acerca a los noventa años y que, según opinión extendida entre sus sobrinos, está comenzando a desvariar? (Se olvida de que ha desconectado el cable del televisor y lo atribuye a una avería; juzga que un moscardón que ha entrado en su casa es el Anticristo; y, sobre todo, dialoga por las noches con sus antiguas compañeras de infancia, alguna de ellas fallecida).

Con estas tres narraciones absolutamente magnéticas, que se reunieron en el tomo Parientes pobres del diablo (Tusquets), la escritora Cristina Fernández Cubas obtuvo en 2006 el premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en España. Lo veo lógico, porque son tres historias demoledoras, donde los miedos, las melancolías y las zozobras del ser humano quedan retratadas con una prosa excepcional. Me quito el cráneo.

viernes, 27 de octubre de 2023

Construir una casa

 


Se dijo (los políticos necesitan esmaltar frases bonitas para acaparar titulares de prensa) que de la pandemia de coronavirus de 2020 saldríamos mejores. Se dijo también que afloraría en los años posteriores un buen caudal de obras literarias de calidad, que contendrían interesantes reflexiones sobre el ser humano. A la altura de 2023, y habiendo visitado bastantes libros con esa temática, me han resultado plausibles solamente cuatro: la novela Los besos, de Manuel Vilas; el libro Volver a dónde, de Antonio Muñoz Molina; el poemario Se ha borrado el mundo, de Juan Francisco Vivo; y, ahora, la obra de teatro Construir una casa, con la que David López Sandoval obtuvo el VI premio Miguel Hernández, organizado por la universidad de Jaén (2022).

En ella aparecen tres personajes: el matrimonio formado por Juan e Inés (unos nombres inequívoca y deliberadamente significativos) y su hija (cuya presencia es casi anecdótica, porque apenas interviene en las páginas iniciales, aunque al final descubrimos el papel crucial que desarrolla y el elemento activo que aporta a la trama). Él es un profesor de instituto que ya ha accedido a la jubilación y que se está ocupando de construir con sus propias manos una casa (un Taj Mahal, se nos dice, con una fórmula que también resultará inequívoca y deliberadamente significativa al final del drama), tal y como le prometió a su esposa. Con sabia lentitud, el escritor nos va dejando que accedamos a la intimidad de la pareja, a su intrahistoria, a sus pequeñas y grandes heridas, a los proyectos comunes, a las quejas y a las felicidades. Y, sobre todo, nos va acercando a las revelaciones que, con inteligente delicadeza, se revelan en las últimas páginas, en las cuales el lector comprende por fin la triste semilla de la historia.

Un drama conmovedor.

Búsquenlo.

miércoles, 25 de octubre de 2023

No callar

 


Tendría que remontarme al último libro de ese género firmado por Javier Marías para señalar una recopilación de artículos que me haya conducido y convencido tanto como el volumen No callar, de Javier Cercas. Quizá porque desde entonces no había encontrado ninguna voz con la que me mostrase tan de acuerdo (no de forma absoluta, ni siempre, pero sí “tan” de acuerdo): creo que la forma en que el extremeño-catalán contempla y analiza infinidad de asuntos (la política, la violencia, la guerra, el deporte) resulta extremadamente seria y admirable. No advierto estridencias, ni exabruptos, ni extremismos, sino, al contrario, una voluntad firme y a la vez respetuosa de adoptar una posición muy bien pensada. Nos dice que la época en que vivimos es (y debe ser) el tiempo de las mujeres: es decir, el exacto momento histórico en que sean definitiva y completamente equiparadas a los varones. Nos dice que adora a los políticos grises, que huyen de la exhibición, del histrionismo y de la megalomanía, para convertirse en solucionadores de problemas (sus retratos de Adolfo Suárez o Felipe González me parecen muy ecuánimes y rigurosos). Nos dice que hemos validado una situación absurda cuando admitimos como normal la rigidez de los partidos políticos, que han institucionalizado la disciplina de voto, anulando las voces y pensamientos que matizan la ortodoxia. Nos dice que la auténtica democracia es imperfecta, porque siempre se enfrenta a retos y debe articular respuestas a los problemas que surgen de forma continua. Nos dice que se siente abochornado cuando observa la flagrante ambigüedad moral de quienes piden el recuerdo constante de unas víctimas, pero abogan por minimizar u olvidar el sufrimiento de otras (el PP y Podemos, frente a los asesinados por ETA y el franquismo). Nos habla de su profunda relación amistosa con Roberto Bolaño, o de su admiración por Jorge Semprún, Javier Pradera o Rafa Nadal. Nos señala el absurdo de culpar a la Transición de todos los fallos e imperfecciones de la democracia española… sin que las décadas posteriores se hayan aprovechado para arreglarlos.

También nos dice (y acudo ahora a algunas citas del volumen) que “el deporte europeo por excelencia no es el fútbol, sino la guerra” (p.18), que “el primer problema político de este país desde hace años, que no es otro que la colonización de la vida pública por los partidos políticos” (p.193), que “el nacionalismo no es una ideología política: es una fe” (p.329) o que “la valía auténtica de un hombre se mide por el sentimiento de injusticia que experimentamos en la hora de su muerte” (p.719).

Insisto: un tomo lleno de inteligencia, sentido común, ideas admirables y una prosa fantástica. No se puede pedir más.

lunes, 23 de octubre de 2023

Madrid. El advenimiento de la República

 


Josep Pla, con apenas treinta y cuatro años, es enviado a Madrid por su periódico para que cubra todas las noticias relacionadas con los cambios políticos de 1931. Esas páginas, ahora traducidas por Xavier Pericay, son las que constituyen el tomo Madrid. El advenimiento de la República, donde tenemos ocasión de volver a disfrutar con la prosa exacta, envolvente y rotunda del coloso de Palafrugell.

“Confieso que de Madrid apenas me interesa nada. Es una ciudad donde se come pésimamente […]. En general, la vida intelectual de esta ciudad no tiene el menor interés […]. Casi todo su confort es aparente y falso”. Son palabras muy claras del joven periodista, que pronto lo llevan a una conclusión: “Toda esta realidad hace que aquí, en Madrid, me vea prácticamente obligado a pasar muchas horas sumergido en una misantropía flotante, en una soledad casi completa. No me queda otro recurso que el de llevar un dietario y escribir mis impresiones”. He ahí la clave de este libro.

Tras la victoria de las ideas republicanas en las elecciones municipales del 12 de abril, la nueva bandera es izada en el Palacio de Comunicaciones. Todos aquellos que habían manifestado hasta esa jornada sus simpatías monárquicas comienzan a camuflarlas con gran rapidez, y Pla vive esas horas desde el centro mismo de la capital de España. Ve a Menéndez Pelayo “ante una taza de café y una copita de coñac”; ve a Julio Camba, que manifiesta con seriedad o con humor sus deseos (“Aspiro a una embajada. Tengo méritos, creo yo, suficientes”); ve al exsenador Manteca, quien “me dice que acaba de crearse una nueva palabra, que es la palabra enchufismo”; ve a Unamuno, quien después de haber sufrido un robo en el tranvía sostiene que “esto de la República va mal, muy mal”; nos habla de la importancia del Ateneo en la nueva situación política española; o nos ofrece su visión sobre la quema de conventos (la cual “ha gustado poquísimo en Madrid, por no decir que no ha gustado nada”). No hay apenas elementos significativos que escapen a su curiosidad: los caracteres de Azaña, Alcalá Zamora o Lerroux; el aroma triunfal o derrotista que se dispersa por las calles; los problemas que se avecinan y que no está seguro de que el nuevo régimen político pueda resolver con facilidad (la reforma agraria o el siempre delicado asunto de Cataluña, por ejemplo)… Josep Pla mira con afán y convierte en tinta toda esa atmósfera. Pero, en medio de sus observaciones, por lo general muy juiciosas y ponderadas (“creo”, “puede que”, “quizá” son locuciones que profusamente se encuentran en estas páginas), también brilla con luz negra (o cuando menos enigmática) algún párrafo, como el que dedica a la importante supresión de la pena de muerte, el 8 de noviembre, decisión que parece no resultar de su agrado: “El humanitarismo teórico ha causado, a lo largo de la historia, una cantidad de víctimas incontable, ingente. A estos diputados que han votado la supresión de la pena de muerte, ¡cuántos entierros les va a tocar presidir!”.

Una buena forma de sumergirnos en estos meses cruciales de la Historia de España, a través de los ojos de un prosista elegante y subyugador.

sábado, 21 de octubre de 2023

La caída

 


Es posible que La caída sea uno de los trabajos menos conocidos (y quizá menos aplaudidos) de Albert Camus, a pesar de que fue publicado justo el año antes de recibir el premio Nobel de Literatura. Frente a la amplia repercusión de novelas como La peste o de obras teatrales como Calígula o El malentendido, el impacto popular y crítico de La caída fue francamente reducido, quizá porque la textura filosófica de sus páginas es tan densa que no favorece la “admiración fluida” (digámoslo así) de sus lectores, que se ven obligados a avanzar con una lentitud tan reflexiva como, quizá, poco novelesca.

En síntesis, nos encontramos ante un monólogo extenso (se desarrolla durante cinco días, en la ciudad de Amsterdam) cuyo emisor es un abogado logorreico llamado Jean-Baptiste Clamence, que va contando a otro abogado (anónimo) las vicisitudes de su vida. Dedicado originalmente a las causas nobles en París, muy generoso en su vida social y amante de las alturas (como el clariniano Fermín de Pas), pronto descubrió las mieles de la vanagloria (“Confieso humildemente que ciertas mañanas me sentía hijo de rey o zarza ardiente”), reconociendo que era engreído y prepotente, aunque fuera de modo secreto (“No creía que nadie me igualara. Siempre me he creído más inteligente que cualquiera, ya se lo he dicho, pero también más sensible, más hábil, campeón de tiro, conductor incomparable, insuperable amante […]. Cuando me ocupaba de otra persona era por pura condescendencia, de forma absolutamente libre, y todo el mérito recaía en mí”).

Una noche, cruzando un puente parisino, descubrió la silueta de una chica que iba vestida de negro y estaba asomada al pretil. Llovía. Él siguió caminando y, al poco, escuchó el ruido del cuerpo cayendo al Sena.

Advino entonces una época terrible, en la que se abandonó a la prostitución, la bebida sin freno y otros placeres mundanos… Su carrera como jurista comenzó a resentirse. Y, lentamente, pero sin posibilidad de equívoco, constató que los seres humanos nos juzgamos los unos a los otros, nos herimos los unos a los otros, nos mortificamos los unos a los otros. “El asunto está en quién escupirá primero, eso es todo. Le voy a decir un gran secreto, querido amigo. No espere el Juicio Final. Tiene lugar todos los días”. (No es extraño que con juicios así el filósofo Jean-Paul Sartre manifestase en su momento que quizá este libro sea el mejor de Camus: es probable que se refiriese a que era el más sartriano).

No desvelaré los extremos a los que nos lleva el novelista francés, porque eso debe descubrirlo cada persona que lea este volumen, que constituye una de las más admirables, profundas y detalladas disecciones del alma humana que yo he tenido la suerte de leer en Albert Camus… pero también (así lo creo) la menos novelesca de sus narraciones.

jueves, 19 de octubre de 2023

Las memorias de Maigret

 


Imagino que serán muy pocos los lectores que ignoren la existencia literaria del comisario Maigret, inventado por el prolífico Georges Simenon y protagonista de casi ochenta novelas. Se trata de un personaje que ha adquirido fama mundial, no solamente en el mundo de la letra impresa, sino también en los ámbitos de la televisión y el cine, donde ha sido interpretado por actores de la talla de Charles Laughton, Richard Harris, Gérard Depardieu o Rowan Atkinson. Hoy he vuelto a acercarme a ese territorio narrativo a través del volumen Las memorias de Maigret, que traduce Joaquín Jordá y que nos presenta una historia bien curiosa, porque es el propio Jules Maigret quien decide contarnos los auténticos detalles de su relación con el escritor belga, en una especie de “Memorias” (aunque repite varias veces que la palabra ni le gusta ni le parece exacta).

Nos cuenta, para iniciar su narración, que, hacia 1927 o 1928, visitó la comisaría donde él trabajaba un joven llamado Georges Sim que necesitaba “conocer el funcionamiento de la Policía judicial” (sic) para ambientar mejor sus obras. No estaba en absoluto interesado en los delincuentes profesionales (“Su psicología no plantea ningún problema”, afirmaba), sino en los seres humanos corrientes, “las personas como usted y como yo, que un buen día acaban matando sin estar preparados para ello”. A partir de entonces, Sim comenzó a publicar algunas novelitas de quiosco usando el apellido del policía para su protagonista, al que convirtió en un personaje célebre, hasta el punto de que el propio novelista se animó a firmar los libros con su auténtico apellido: Simenon.

Ahora, consolidado el personaje y establecida entre comisario y escritor una buena amistad, Maigret ha decidido escribir estas páginas para precisar lo que de exacto o de fantasioso detecta en el personaje que Simenon creó, aunque es consciente del ridículo al que se expone (“Pareceré un cascarrabias que insiste en retocar su retrato”, dice en el capítulo 2). Aporta, por ejemplo, un buen número de detalles acerca de su familia y niñez, que Simenon (quien “ha necesitado cerca de ochocientas páginas para narrar su propia infancia”, cap.3) omite siempre. Inició estudios de medicina, pero acabó ingresando en la Sûreté en un puesto humilde de repartidor de correspondencia. Conoció a su futura esposa en una fiesta (esa misma esposa que ahora, años después, está revisando sus páginas conforme él escribe, mostrándole su conformidad o su desacuerdo con los detalles que nos va suministrando). Durante años, se dedicó a detener prostitutas de poca entidad, vigilar a los timadores de la Gare du Nord, registrar hoteles de medio pelo en busca de inmigrantes sin los papeles en regla… Y al fin, ya jubilado, el viejo Maigret reivindica para sí mismo y para sus compañeros de profesión la noble condición de “funcionarios”: seres que realizan un trabajo donde no hay heroísmo, desprecio ni jactancia, sino solamente la voluntad de mantener un equilibrio social razonable.

Un curioso experimento en el que Georges Simenon concede status de voz viva a su criatura, permitiéndole discrepancias, matizaciones y hasta protestas airadas, en un relato que exhala aromas cervantinos y unamunianos.

Merece la pena.

martes, 17 de octubre de 2023

Movimiento perpetuo

 


Termino el libro Movimiento perpetuo, de Augusto Monterroso, y lo hago con una (¿cómo diríamos?) moderada sonrisa. He ido viendo cómo el autor nos sugería la conveniencia de elaborar una detallada antología sobre las moscas; nos hablaba de los seudónimos como disfraz literario tímido e imperfecto; dedicaba tres páginas de fervorosa admiración al argentino Jorge Luis Borges; acopiaba una irregular colección de palíndromos o nos detallaba las sorprendentes peripecias sufridas mientras intentaba desprenderse de medio millar de libros. El humor, sí. La condición miscelánea del volumen, también. Algunas frases que he subrayado con rotulador rojo (“Dios todavía no ha creado el mundo; sólo está imaginándolo, como entre sueños. Por eso el mundo es perfecto, pero confuso” / “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”), por descontado. La elegancia de la prosa, quién lo duda.

Pero (¡ah, la aspereza jodida de los nexos adversativos!) al final surge la pregunta de si este volumen me ha resultado memorable. Y lo cierto es que no. Hay algunos hermosos hilitos de colores, pero no alcanzo a encontrarle la belleza al tapiz. Y mira que lo he intentado de buena fe. La culpa, desde luego, será mía. Aceptado. Sin bromas: aceptado.

Pero (¡ah, otra vez la aspereza jodida de los nexos adversativos!) me tendría que pensar mucho, pero mucho, una segunda visita a este autor.

domingo, 15 de octubre de 2023

Latidos

 


Friedrich Nietzsche, con la altanería (tal vez justificada) de quien se cree incluido en la élite, afirmaba que un pueblo es el rodeo que da la Naturaleza para llegar a unos pocos grandes hombres. Pero el volumen de relatos que acabo de terminar (firmado por Pedro Brotini, ilustrado por Ricardo Lamenca y editado por el sello MurciaLibro) se guía por una luz mucho más agradable: la de considerar que entre algunos grandes personajes y su entorno se establecen nexos de amor, de correspondencia y de cobijo. Que el “gran hombre” (incluye a la “gran mujer”) es también el resultado de un ambiente y de unos lazos cordiales.

En las páginas que componen esta obra, podemos encontrarnos con acertadas viñetas donde Francisco Salzillo, Carmen Conde, Diego de Saavedra Fajardo o María Cegarra cobran vida ante nuestros ojos, sorprendidos en instantes muy bien elegidos de su vivir: realizando las pruebas para comprobar que su ingenio submarino cumple los requisitos técnicos (Isaac Peral); a punto de subirse en su autogiro para alzar el vuelo, delante de la prensa (Juan de la Cierva); brindando con vino para celebrar que por fin cuaja el proyecto de película en la que actuará como protagonista (Paco Rabal); acudiendo a un centro cultural donde se intenta que la mujer alcance su justo reconocimiento (Rosa Spottorno); a punto de salir hacia el exilio, mientras la guerra civil de 1936 comienza a insinuarse con tristeza en el horizonte (Vicente Medina); realizando una interpretación magistral con la guitarra, para asombro y aplauso del público (Narciso Yepes); o asistiendo al funeral por su esposa, mientras la guardia civil (que está obligada a su captura) se niega a detenerlo, por respeto (Antonete Gálvez).

Pedro Brotini escoge doce instantes deliciosos para mostrarnos a sus personajes y dejarnos en los ojos su luz. Y lo hace con una extrema exquisitez literaria, con la paciencia de quien, antes de redactar la escena, parece haberla pensado con mucho detenimiento. El resultado es un libro donde la información sobre los protagonistas, las ilustraciones (que a mí me parecen prodigiosas) y el texto conforman un todo armónico, elegante, espléndido. Acérquense a él y seguro que se muestran al final conformes conmigo.

sábado, 14 de octubre de 2023

Secuelas del fuego

 


Me acuerdo muchas veces de esa frase que Jorge Luis Borges citaba atribuyéndola a Emerson, en la que se decía que mientras no se encontraba abierto ante los ojos de alguien, un libro era un mero objeto sin importancia, una cosa entre las cosas. Pero que, al abrirlo, revelaba su caudal de belleza, majestad y brillo. (He buscado la cita exacta en Internet, pero no la he hallado. Como compensación, he descubierto que en Brasil vive un futbolista famoso llamado Emerson Borges). El caso es que cuando llegó a mis manos el delgado volumen Secuelas del fuego, de Anais Vega (Pre-Textos, 2022), ni tenía noticia de la existencia de esta autora cordobesa ni había llegado hasta mí la información de que había obtenido el XIV premio de poesía joven RNE-Fundación MonteMadrid. Es decir: que era tan sólo (y lo digo con todo el respeto del mundo) un libro entre los libros. Después de sumergirme en sus páginas, la cosa ha cambiado mucho.

Me he encontrado con una poeta hermosa, que duda sobre sí misma (habla de forma continua sobre sus inseguridades, sobre tristezas, sobre sollozos, sobre humillaciones laborales, sobre sus kilos de más, sobre su dependencia de ciertos apoyos químicos y psiquiátricos, sobre el temor de que su marido descubra su inanidad) y que convierte esos desgarros en unos versos de elevadísima belleza y de notable intensidad. Los temas del libro son muy variados y muy llamativos: retratos personales que podrían servir también como dibujo generacional (“Las capas de mi piel ante el espejo”); interrogantes que casi todos nos hemos formulado en algún momento de nuestras vidas (“Demasiadas preguntas”); chirridos que se producen siempre entre el ideal y la realidad (“Un ligero cambio de planes”); o durísimas secuencias de autoflagelación, que nos ponen la piel de gallina y nos atascan la saliva en la garganta (“Ataque preventivo”). Y, todo ello, servido con un lenguaje de anonadante sencillez, que nos seduce y nos implica.

Secuelas del fuego es un magnífico poemario que ha convertido a Anais Vega, para mí, en algo más que un "objeto entre objetos": una voz. Una voz real, sólida y auténtica. No la perderé de vista.

miércoles, 11 de octubre de 2023

Las fenicias

 


La historia de Edipo (o Édipo, pues de ambas maneras lo he visto en las historias que sobre él he leído) es tan triste como famosa: el hijo repudiado por sus padres que, sin ser consciente de ello, cumple con la terrible profecía de matar a su padre y desposarse y tener hijos con su madre. Sófocles y Sigmund Freud, entre otras mentes ilustres, exploraron los matices psicológicos y literarios de esa situación anómala. Ahora busco y encuentro en Eurípides la continuación del drama. Tras vaciarse los ojos, Edipo decide recluirse en palacio y abandonar el poder en las manos de sus hijos Eteocles y Polinices, que se alternarán en su ejercicio. Pero Las fenicias, que saboreo en la versión rítmica de Manuel Fernández-Galiano, nos explica cómo, casi desde el principio, se producen desacuerdos entre los dos hermanos: Polinices aceptaría el turno rotatorio en el poder, pero Eteocles no participa de esa flexibilidad: su ambición es tan evidente y tan desaforada que fuerza una situación tensa de enfrentamiento. Yocasta, madre dolorida, intenta que lleguen a un pacto fraternal, pero resulta inútil: pronto se declara la guerra entre los hermanos. En esa agria disputa perderán la vida ambos, lo que provoca que Yocasta, viendo segadas las respiraciones de sus hijos, decida coger una de las espadas y poner fin a su propia existencia. Tras esa catarata de sangre, Creonte (hermano de Yocasta) ordena al ciego Edipo que abandone la ciudad para que su presencia no atraiga más desdichas hacia sus muros. Antígona, hija solícita, se irá con él al destierro.

Admirable en la construcción del drama y conmovedor en la elección de todos los parlamentos, Eurípides nos entrega una pieza espléndida, que nos sirve para completar (aunque no para cerrar) la tragedia de Edipo, de la cual extraigo también dos sentencias salidas de la boca de Yocasta: “Es cosa de siervos callar lo que uno piense” y “Es la discusión lenta fuente de sensatez”. Perfectas frases sobre las que meditar.

lunes, 9 de octubre de 2023

Lugares que no quiero compartir con nadie

 


Después de terminar la lectura de Lugares que no quiero compartir con nadie, de Elvira Lindo, podría comenzar estas líneas explicando lo que, a mi entender, ha pretendido contarnos la escritora gaditana sobre sus estancias en Nueva York. Pero existe una forma mucho más elegante y eficaz de comunicar esa idea a los lectores: acudir al final del libro y dejar que sea ella misma quien lo haga. “Dado que cada uno construye la ciudad a su antojo yo quiero dejar por escrito estas impresiones, que están hechas a la medida de mi espíritu, ligero, zascandil y poco pomposo. Hablo de una ciudad que ya es la mía, por la que a diario camino hasta romper a veces las suelas de los zapatos, unas veces con Antonio; otras, con la alegre Lolita, a la que no puedo dejar de nombrar porque ha habido días que sólo he charlado con ella y porque es la que me ha dado a conocer las maravillas del Riverside Park; muchas otras, yo sola” (página 225). Y así se percibe, en efecto, porque la escritora ha logrado convertir las cafeterías, los monumentos, los tropezones al salir del ascensor, las visitas a lugares emblemáticos, sus visitas al psiquiatra o su deambular ocioso por el Upper West en párrafos de muy gustosa lectura, en los que casi sentimos que la acompañamos de forma vicaria.

Ese catálogo de lugares que no quiere compartir con nadie incluye elementos tan heterogéneos (hablamos de Nueva York, la Heterogeneidad por excelencia) como las insuperables galletas que adquiría en Levain Bakery; el gimnasio Paris, al que acudía con más laxitud que fervor; la iniciación terapéutica en el mundo del tai chi; las visitas al club Keen´s, donde comieron personajes como Albert Einstein o Búfalo Bill; el caballeroso gesto del artista Harry Belafonte, que le cedió el paso en la puerta de un café; o la visita al cementerio de Gates of Heaven, donde depositó unas flores en la tumba del padre de Federico García Lorca. Recuerdos que han ido dejando huella en su espíritu y que, aunque en este libro nos los resuma (de ahí la paradoja del título), pertenecen a su acervo íntimo.

Elegante y fluida en su forma de narrar, Elvira Lindo seduce con su prosa de modo incuestionable, conformando una obra que me ha encantado leer.

¿Cómo demonios he podido demorar tanto mi acercamiento a esta escritora? Lamento de veras mi torpeza.

sábado, 7 de octubre de 2023

Penitencia



Una de las grandes lecciones que nos depara la vida (o que la vida simplemente nos ofrece y que nosotros deberíamos esforzarnos por aprender) es con quién no conviene meterse, porque podemos salir escaldados. Y una de las grandes lecciones que nos regala la literatura es el modo en que dicha astucia (en el caso de comprenderla) o dicha temeridad (en el caso de ignorarla) pueden generar una narración llena de claroscuros, indagaciones en el alma humana y dramas de contundente textura. En la novela Penitencia podemos observar cómo un gran narrador, Ismael Orcero Marín, moldea todos esos materiales y construye con ellos un libro lleno de interés, que además está embellecido por unas excelentes ilustraciones de Diana Escribano.

Estamos dentro de la prisión de la localidad y dentro de ella se nos pide que fijemos la mirada en Justin Evans, un capitán retirado del ejército (experto en operaciones especiales) que ha sufrido varios intentos “casuales” de asesinato y que, observada por parte de los responsables la inutilidad de los mismos, es subido a un furgón policial con dos vigilantes que lo han de conducir hasta el despacho de un juez. Pero Evans, que es perro viejo y que es consciente de que alguien ha puesto precio a su cabeza, comprende pronto que lo están llevando, esposado e inerme, al matadero. Al otro lado de la acción, conocemos a Turner, un eficaz pistolero implacable que ya ha matado a los tres compañeros de Evans y que, para terminar de cumplir su misión (encomendada por la todopoderosa doña Dolores y tutelada por el Colombiano), debe ultimarlo a él. Con esos ingredientes ya tenemos organizada la atroz cacería que vertebra la novela, donde menudean los disparos, las cuchilladas, las persecuciones, las sorpresas y un continuo olor a adrenalina, que empapa cada párrafo y que termina contagiando (así tiene que ser) a la persona que lee.

El resultado es espectacular, en mi opinión, porque Ismael Orcero no solamente es un atinadísimo orfebre de la prosa (basta con leer cualquier de sus libros anteriores para comprobarlo), sino también un observador atento y sagaz del alma humana, que es explorada hasta en sus pliegues más insondables. Quienes se acerquen a estas páginas no solamente van a recibir una sucesión de acciones trepidantes, sino una impecable y turbadora radiografía del Mal. Penitencia se sale, por arriba, del común de las novelas negras actuales.

jueves, 5 de octubre de 2023

Diarios

 



Es complicado (anuncio que la reseña será más larga de lo habitual) resumir un diario que supera, en su versión reducida, las mil páginas, porque son muchos los temas, los personajes, las reflexiones, los matices que incorpora. Y me estoy refiriendo concretamente a los Diarios de Tolstói, que Selma Ancira extracta y anota con brillantez para la editorial Acantilado, que han llenado muchas de mis últimas noches en dosis de 25 páginas diarias, llenas de subrayados, signos de exclamación, aplausos y fruncimientos de cejas. El escritor León (así comencé a leerlo en mi juventud) o Lev Tolstói siempre me ha producido asombro y una gran admiración… pero de la persona Tolstói hay muchos perfiles, ángulos y detalles que me resultan no solamente extraños, sino repelentes.

Veamos un aspecto menor: la anotación escrupulosa de sus erosiones físicas, que van desde lo bien o mal que ha pasado la noche (indicando horas de sueño o veces que se ha despertado) hasta el surtido catálogo de sus enfermedades. Sirva un breve resumen diacrónico como muestra: “Pesqué una gonorrea” (marzo 1847); “Tuve diarrea” (marzo 1852); “No estoy bien, hemorroides” (abril 1852); “Estoy muy enfermo. Creo que es tisis” (agosto 1854); “Tengo un dolor en el pecho” (mayo 1857); “Me duele el labio” (junio 1857); “Dolor de garganta” (septiembre 1857); “Dolor de muelas” (enero 1863); “Me duele el hígado” (octubre 1865); “Me duele un poco la pierna” (abril 1889); “Tuve una inflamación en el párpado” (mayo 1891); “Tengo dolor de espalda” (julio 1894); “Tuve un terrible cólico de cálculos biliares” (junio 1895); “Me duele el corazón” (enero 1897); “Un terrible forúnculo en la mejilla” (septiembre 1897); “Tengo dolor de lumbago” (enero 1899); “He tenido fiebre constantemente” (agosto 1908)… ¿Será necesario seguir? Entiendo que no. En este apartado, los Diarios son tan detallistas como intrascendentes.

Veamos otro aspecto, mucho más interesante y mucho más conflictivo, que nos obliga a hurgar en una llaga incómoda: la brutal, despiadada, continua misoginia de la que hizo gala, desde su juventud hasta su fallecimiento, el escritor ruso. Tal vez se deba a una boda insatisfactoria; tal vez a la mala suerte en su relación con las mujeres. Lo único irrebatible, por más que se lo intente dulcificar, es el desprecio que siempre reservó para las representantes del género femenino. El florilegio de citas que aporto podría ser diez veces más extenso y diez veces más vomitivo. Eludan leerlo las personas impresionables: “Mantente alejado de las mujeres. Porque, en realidad, ¿de dónde nos vienen la lujuria, la voluptuosidad, la frivolidad en todo y otros muchos vicios sino de las mujeres? ¿Quién tiene la culpa de que nos privemos de los sentimientos que nos son innatos (la valentía, la firmeza, la sensatez, la justicia, etcétera) sino las mujeres?” (1847); “Las mujeres son fuertes por su frialdad y por una capacidad de mentira, de astucia, de adulación” (1884); “Nadie es capaz como las mujeres de hacer tonterías y suciedades de una manera pulcra y hasta gentil y sentirse plenamente satisfechas” (1889); “Si los hombres no estuvieran ligados a las mujeres por un sentimiento sexual y por la indulgencia que de ahí se deriva, verían claramente que las mujeres (en su mayoría) no los entienden y no hablarían con ellas. Con excepción de las vírgenes” (1890); “La moda intelectual de celebrar a las mujeres, de afirmar que no solamente son iguales a los hombres en sus capacidades espirituales, sino que son superiores, es una moda deplorable y dañina” (1891); “Mujeres pintoras, mujeres músicas. Pueden hacerlo todo. Y, como monos, se lo han copiado todo a los hombres” (diciembre 1893); “Una buena vida conyugal sólo es posible si la mujer tiene la convicción consciente, adquirida mediante la educación, de someterse siempre a su marido (en todo, por supuesto, salvo en las cuestiones del alma, religiosas)” (agosto 1895); “Desde hace setenta años mi opinión sobre las mujeres no hace sino bajar, y es necesario que baje más y más todavía. ¡La cuestión femenina! ¡Por supuesto que hay una cuestión femenina! Sólo que no es para que las mujeres se pongan a dirigir la vida, sino para que dejen de arruinarla” (noviembre 1899); “Es evidente que todos los desastres, o una gran parte de ellos, provienen de la desvergüenza de la mujer” (diciembre 1900); “La compañía de las mujeres es útil porque puedes ver que no debes ser como ellas” (agosto 1909). Sutil, lo que se dice sutil, no lo fue realmente.

Tampoco fue complaciente o moderado en sus opiniones literarias, que rara vez se deslizan hacia el elogio amable y sí que lo hacen, con mucha más frecuencia, por el talud del desdén: Nietzsche le parece un mero loco; Shaw, un pobre patán; de su compatriota Chéjov nos dice que “no es bueno, es mezquino” (marzo 1889); de Shakespeare opina que “comenzó a ser valorado cuando se perdió el criterio moral” (abril 1897); de Maupassant dictamina que “el pobre no tiene nada que decir” (agosto 1884); Montaigne “ha envejecido” (febrero 1891); y el Fausto, de Goethe, queda etiquetada como “una obra pésima” (septiembre 1906).

También he marcado en estos tomos bastantes líneas que, por su inteligencia, brillo o sentido común, me han parecido memorables. Incluirlas todas en este pequeño comentario lo alargaría de forma casi inadmisible, pero no me resisto a transcribir algunas: “Hemos llegado a un punto tal de cretinismo que la sola expresión de nuestros pensamientos nos parece un crimen” (abril 1884); “Si el marinero decidiera que su objetivo es evitar las crestas de las olas, ¿adónde llegaría?” (agosto 1886); “¡Qué terrible error de nuestro mundo considerar el trabajo, la labor, como una virtud! En nada se parece a la virtud, más bien es un vicio. Cristo no trabajó. Esto hay que dejarlo claro…” (septiembre 1889); “Toda nuestra civilización está construida sobre los cadáveres de hombres oprimidos” (noviembre 1891); “La única arma que es más fuerte que los gobiernos: la opinión pública” (febrero 1895); “Cuanto más enferma está la sociedad, más instituciones para tratar los síntomas aparecen y menos nos preocupamos de cambiar la vida” (febrero 1896); “Cuando un autor escribe, nosotros -los lectores- colocamos una oreja sobre su pecho, escuchamos y decimos: Respire” (octubre 1896); “Las personas particulares jamás matarán ni asesinarán ni robarán ni la milésima parte de lo que matan y roban los gobiernos, es decir, la gente que se considera con derecho a matar y a robar” (agosto 1904).

Pero hay un aspecto de este millar de páginas que me las volvía insufribles en algunos tramos: la obsesión religiosa y moral de Tolstói. No se trata (dejémoslo claro) de un tema, sino de un sofocante aluvión de esfuerzos por parte de Tolstói, que empeña toda su vida en constreñirse a unos principios que constantemente infringe (ludopatía, alcohol, tabaco, deseo sexual), lo que genera en su corazón y en su prosa un chapoteo recurrente de caídas y propósitos de enmienda que, si al principio suena admirable, pronto cansa y rechina:  cuando está con una mujer siente que peca de lujuria (“La copulación es un horror que no se puede ver, en el que no se puede pensar sin asco”, mayo 1891); cuando juega a las cartas se siente culpable; cuando miente, por nimio que sea su embuste, se retuerce en lágrimas; si habla de sus proyectos literarios, se juzga vanidoso; si se levanta un poco más tarde de lo habitual, abomina de la pereza… Esta inhumana tensión moral lo presenta como un ser aburridamente almidonado, que provoca más enojo que admiración. Y no digamos nada de su esfuerzo para acomodarse a los supuestos del más puro cristianismo ascético: se siente feliz cuando lo insultan (“Me han ofendido. ¡Qué maravilla! Puedo perdonar”, anota en julio de 1906); le alegra que Dios se haya llevado a su hijo, porque esa prueba de fe lo mejora (y abomina de que su esposa llore o lamente la pérdida); reniega del sexo (“¿Qué puede haber más abyecto que las relaciones sexuales? Basta describir con detalle el acto sexual para provocar la repulsión más terrible”); etc. Es curioso que todos a su alrededor sean unos inmorales y que él sufra porque se siente impelido a compadecerlos, a tolerarlos, a perdonarlos. Proliferan en estos tomos las ocasiones en que Tolstói escribe “me contuve” o “perdono”: la primera fórmula revela una actitud forzada, antinatural, postiza; la segunda, altanería.

Si a usted no le interesan esas mojigaterías moralizantes, le aconsejo que no se sumerja en este volumen: se las encontrará casi en cada página.

martes, 3 de octubre de 2023

Limones dulces

 


Continúo explorando libros que en su día participaron en el premio Setenil, de Molina de Segura; y descubro una pequeña joya que se titula Limones dulces, de la que es autora la valenciana Marian Torrejón (Libros Certeza, 2012). Esta colección está integrada por catorce relatos no demasiado extensos, pero sí muy intensos, donde se aborda un abanico muy sugerente de temas: crónicas de los primeros años de instituto, con las dudas sobre el futuro, los amores iniciales o los profesores difíciles de olvidar (“Limones dulces”); la digna elegancia solitaria del militar que se viste con sus mejores galas para asistir en su senectud a la boda de una sobrina (“El fajín del general”); la tensa espera de una esposa, llena de revelaciones amargas, mientras operan a su marido (“Eso no es nada”); un grupo de ancianos que se reúnen al sol para charlar de sus temas, mientras el tiempo va erosionando el número de sus componentes (“Kaputt”); el empleado de banca que se llegó a embelesar con el brillo del oro inmobiliario y que abandonó su puesto de trabajo justo cuando estaba a punto de iniciarse la debacle de aquel mundo artificial de especulaciones (“Crisis”); o las crudas historias invisibles que se pueden observar en el interior de un hospital (“Dos salas”) o desde la rendija entreabierta de un baúl (“El cuaderno esmeralda”).

El pulso narrativo de Marian Torrejón, si he de pronunciarme con estas noventa páginas en la mano, es admirable. Así que procuraré localizar otras obras suyas en el futuro: su forma de organizar las tramas y su empleo del lenguaje me han parecido muy prometedores.

domingo, 1 de octubre de 2023

La muñeca rusa

 


Llega a mis manos, que lo abren con alegría, el nuevo trabajo de Fernando Lalana (La muñeca rusa), que la editorial Edebé acaba de publicar. En esta novela nos encontramos con Carmelo Fernández, un chico destinado a ganarse la vida como ayudante de fontanero y que, por diversas carambolas del destino, ha terminado por convertirse en un youtuber que ha triunfado con el nombre de Fibonacci y que dispone de ocho millones de seguidores. Ese chico, ataviado con su chándal identificativo, acude con su representante hasta el despacho de la abogada Lucrecia Bécquer para que ella lo defienda ante la denuncia que ha interpuesto contra él Saturio Cabrales, que se ha sentido ofendido porque en su libro La montaña rusa Fibonacci lo deja muy mal (se trata de una casualidad, porque el youtuber afirma no conocerlo). Pero el asunto es enredado, porque los detalles que se facilitan sobre Saturio en la novela son tan numerosos y sorprendentes que resulta punto menos que impensable admitir la inocencia del escritor. ¿Qué ha ocurrido en realidad? Para aportarnos más elementos de juicio, Lalana nos deja leer algunos capítulos de esa conflictiva narración, así como las pesquisas que ciertos personajes del mundo de la abogacía y del mundo detectivesco están desarrollando alrededor de Fibonacci, Saturio y otros protagonistas, con el fin de esclarecer los hechos.

El resultado es una narración con diversos planos y diversas perspectivas, que el escritor zaragozano resuelve con su habitual maestría, utilizando un dominio muy evidente del registro léxico (e incluso obligando a los futuros jóvenes lectores a que investiguen qué demonios son un fusil naranjero o la fila de los mancos de un cine) y espolvoreando la obra con deliciosas gotas de humor, que provocan la sonrisa, cuando no la carcajada.

No se priven de acudir a esta obra del maestro. Saldrán con ganas de aplaudir. Y quizá de recuperar otros títulos antiguos del autor. Yo voy a hacerlo.