jueves, 30 de agosto de 2018

Edad roja




Leí por primera vez a Joan Margarit hará cosa de quince años, por consejo de mi amigo Pepe Colomer, que además me prestó aquella delicada edición bilingüe, cuyo título lamento no recordar; y me subyugó su dicción lírica, la forma serena, fluida, eficaz y hermosa en que trasladaba emociones a mi mente. Hoy lo incorporo a mi blog gracias al tomo Edad roja, que está lleno de árboles que se deshojan, de restos de lluvia, de músicas de John Coltrane y de Chet Baker, de sonidos producidos por “la sonora senectud del mar”, de serenidades lánguidas, de reflexiones sobre el paso del tiempo y de amor. Pero no de un amor exaltado, febril o palpitante, sino un amor reposado, sereno y sabio, que da sentido a la vida y la completa de matices.
Llegamos a la edad roja en que el tobogán de la vida se vuelve vertiginoso, y saber que los versos hermosísimos de Margarit nos acompañan es todo un lujo.
“Nos vamos adentrando en la edad roja / y, mientras tanto, avanza por las horas / la sombra silenciosa de una vida / que nunca habremos vivido”, dice el poeta de Sanahuja, quien en estas páginas reflexiona lentamente sobre el paso de esas horas (“Amor y tiempo: el tiempo nos habita / como arena del río que, despacio, / va cambiando la forma de la costa”), sobre la imposibilidad del retorno (“Sólo un fugitivo vuelve al lugar / donde ya nunca le esperará nadie”) o sobre la poesía que se esconde en las cosas cotidianas (“el resplandor de joya falsa que tienen los semáforos”). Y lo hace en unos versos que se mecen con lentitud de barcas y que susurran en los oídos del lector una música tenue, tranquila, melancólica.
Leer a Margarit es como estar sentado en un sillón cómodo y contemplar la lluvia al otro lado de los cristales.

martes, 28 de agosto de 2018

La amante




Vuelvo a Rafael Alberti para detenerme durante una hora en su libro La amante, que tiene toda la gracia juguetona del andalucismo bien entendido. Hay aquí, como los había en Marinero en tierra, marineros, nostalgia y musicalidad breve, pero el gaditano amplía el abanico temático y visual hacia vírgenes, pedregales, carreteros, caminos y nogueras. La línea continuista frente a su libro anterior es clara, pero también es clara la impresión de que el poeta atesoraba energías y talentos suficientes como para continuar su búsqueda lírica. En cierto modo, La amante me parece un “cuaderno segundo” de poemas, que quedaron fuera de su anterior obra y que recopila y publica antes de seguir trayecto hacia moldes distintos, que no tardaría en explorar.
Además, me ha permitido evocar mis días de infancia, porque dos o tres de estos airecillos cortos figuraban en las antologías que leíamos en el colegio.
Los huracanes (el Canto general de Neruda, los Cantos de vida y esperanza de Darío, Las flores del mal de Baudelaire) revolucionan el universo poético, pero también las brisas lo hacen en ocasiones. Ésta puede ser una de ellas.

domingo, 26 de agosto de 2018

Gacetilla rimada




El autor de Usted tiene ojos de mujer fatal, Eloísa está debajo de un almendro, Los ladrones somos gente honrada, Los habitantes de la casa deshabitada o Cuatro corazones con freno y marcha atrás, el ingenioso y espléndido Enrique Jardiel Poncela, vuelve a las librerías con esta novedad inesperada y saltarina que se titula Gacetilla rimada, que Enrique Gallud Jardiel prepara el sello Visor y que se compone de los versos que el escritor madrileño publicó entre diciembre de 1921 y mayo de 1922 en el periódico La Correspondencia de España.
En estas páginas volanderas y llenas de gracia, Jardiel utiliza las noticias de su tiempo y de su entorno (los conflictos con el marroquí Abd-el-Krim, la miseria del país, los turbios vaivenes gubernamentales, los impuestos, los carnavales, las nuevas armas de la policía, la censura que soportan los periodistas, las huelgas estudiantiles) para construir poemas alígeros, juguetones, desenvueltos… y a veces cruzados por una gravedad trascendente (la justicia de rendir homenaje a don Santiago Ramón y Cajal, al que quizá no se valoraba tanto como merecía). Algunas de sus líneas ideológicas pueden chocar actualmente (como su renuencia al voto femenino, un cierto desprecio por la traducción de obras extranjeras, etc), pero Jardiel las enuncia sin acrimonia, sin extremismos, empapadas por el agua fresca del buen humor, que las alivia de beligerancias.
Estos poemas sencillos (donde el autor acumula más literatura de la que parece, en forma de rimas arriesgadas, de encabalgamientos léxicos o de neologismos pimpantes) me han encantado, como todo Jardiel. Sirvan como muestra de su talento las líneas que dedica a la corrupción política española (“Recuerde España dormida / que estamos mil gobernantes / soportando, / y que se pasa la vida / ¡y que nos están, como antes, / fastidiando!”), a la laxitud incomprensible de las masas (“El pueblo todo lo aguanta; / a mí, la verdad, me espanta / esa actitud tan pacífica / pero a la gente política / tal pasividad le encanta”) o a los daños que el autoritarismo castrador provoca en el país (“¿O es que aquí hay que callar todo / lo que hace la gente mal? / ¡Pues sí que es un lindo modo / de hacer patria, voto a tal!”).
Un genio al que siempre hay que recordar o redescubrir.

viernes, 24 de agosto de 2018

Emilio Zola




No he tenido ocasión de leer mucho a César González-Ruano, así que trato de ponerle remedio a esa carencia y termino en una tarde este Emilio Zola (Colón, Madrid, 1930), una biografía breve y gastronómica (escrita para comer, quiero decir) donde habla de la “solidez de dolmen gigantesco” del protagonista, de su “clara inteligencia” y de la divisa que hizo grabar en su chimenea: “Nulla dies sine linea”.
Ruano aprovecha también estos párrafos para lanzar un dardo a los militares que condenaron a Zola (“cabritos con entorchados”) y para poner una banderilla a “los doctores y biólogos que han metido, con el atestado de sus ensayoides, a don Juan en una clínica” (p.45). Que cada Gregorio Marañón aguante su vela.
Lectura ligerita, pero aleccionadora, con una frase simpática: “El infierno de la tentación consiste únicamente en no poder caer en ella”.

miércoles, 22 de agosto de 2018

Cartas a un joven poeta




Son apenas diez pequeñas cartas, que se extienden entre 1903 y 1904 (salvo la última, que está fechada en 1908), pero el hecho de que el autor de las mismas fuese Rainer Maria Rilke las ha convertido en un documento memorable. El destinatario era Franz Xaver Kappus, cadete de la escuela militar austrohúngara y joven compositor de versos, que sometió al criterio del maestro.
En estas páginas delicadas, respetuosas y sinceras, Rilke va trasladando a Kappus todo tipo de opiniones: sobre el concepto mismo de creador (“El creador debe ser un mundo para sí mismo, y encontrarlo todo en sí y en la naturaleza a que se ha adherido”), sobre la necesidad de la escritura (“Basta, como he dicho, sentir que se podría vivir sin escribir para no deber hacerlo en absoluto”), sobre el coraje que es preciso desarrollar durante la vida (“En las cosas más profundas e importantes estamos indeciblemente solos”), sobre la opinión que tenía sobre los críticos literarios (“Las obras de arte son de una infinita soledad, y con nada se pueden alcanzar menos que con la crítica. Sólo el amor puede captarlas y retenerlas”), sobre las vacilaciones terribles que sacuden el espíritu de todo creador y la actitud que conviene desplegar ante ellas, sobre los roles masculino y femenino (“La gran renovación del mundo quizá consista en que el hombre y la muchacha, liberados de todos los sentires erróneos y las desganas, no se buscarán como opuestos, sino como hermanos y vecinos, y se reunirán como personas, para llevar simplemente en común, serios y pacientes, el pesado sexo que les está impuesto”) o sobre la mujer del futuro (“Un día existirá la muchacha y la mujer cuyo nombre no signifique meramente una oposición a lo masculino, sino algo por sí, algo que no se piense como un completamiento y un límite, sino sólo vida y existencia: la persona femenina”).
Un volumen delgado y delicado, que conviene tener a mano para releer cada cierto tiempo y recordar a Rainer Maria Rilke, el otro gran escritor de Praga.

lunes, 20 de agosto de 2018

De grillos y de umbrías




Finales del verano de 2018. Buen momento para releer los relatos del volumen De grillos y de umbrías, de Paco Ros, que cumplen la antigua mayoría de edad de los veintiún años (Mula, 1997), y qué puedo decir, si es como si tuviera a Paco delante mientras los recorro.
En estas páginas de orfebrería y luz me encuentro al mejor técnico en lluvias que conozco, al mejor ingeniero de la nostalgia y al muñidor delicadísimo de la prosa, que sale de sus manos como sale el agua cristalina de una alfaguara para decir de una muchacha delgadita que “está como desnatada” (p.27); para producir frases tan bella y literariamente ambiguas como ésa en la que dice que “algunos fuman y hablan las estrellas chispean en el cielo negro” (p.28); para sorprendernos con hallazgos líricos como el que encuentra observando “el atardecer en el cemento de las aceras” (p.37); para deleitarnos con su mixtura poética, al referirnos que ha visto “una calle estrecha y blanca con geranios y albañiles” (p.38); o para activar nuestro asombro cuando nos reproduce de modo inmejorable las cien conversaciones que se cruzan y confunden, en el guirigay de un bar (p.41).
No me canso de abrir las hojas de sus libros de vez en cuando, para que la brisa de la mejor literatura cruce mi despacho. No me canso de su infinita enseñanza metafórica. No me canso de considerarlo un maestro. “Luisa ha muerto”, “Barro entrañable” o “Caelum caeli” dan fe de la genialidad del autor.

domingo, 19 de agosto de 2018

Diván del Tamarit



Si se consulta el diccionario se puede comprobar que un diván es un asiento alargado para recostarse o tumbarse y que una gacela es un antílope que habita en zonas de África y de Oriente próximo. Pero cuando tenemos entre las manos el delicado volumen Diván del Tamarit, de Federico García Lorca, los significados son otros. Descubrimos entonces, acudiendo al mundo árabe, que un diván es una colección de poemas y que una gacela es un texto lírico generalmente de temática amorosa. Porque ese es el espíritu de este libro, que la editorial Cátedra acaba de poner en manos de los lectores españoles, justo antes del verano: una colección de versos que la universidad de Granada acogió como proyecto hacia 1934, con prólogo de Emilio García Gómez, pero que no apareció (y lo hizo en Buenos Aires) hasta cuatro años después del asesinato del poeta.
Las dos partes que componen el texto (“Gacelas” y “Casidas”) nos muestran la elegante maestría musical a la que había llegado el vate de Fuente Vaqueros, con recuerdos de amor, raíces amargas, faisanes que vuelan por las torres, jazmines mojados, ángeles que cantan, rosas que buscan misterios y muchachas doradas que se bañan bajo la luz de la luna. Además de algunas líneas que, casuales o proféticas, estremecen cuando son leídas ahora: “Quiero dormir un rato, / un rato, un minuto, un siglo; / pero que todos sepan que no he muerto; / que hay un establo de oro en mis labios” (Gacela de la muerte oscura).
En un mundo tan acelerado como éste en el que vivimos hay que aplaudir todas las reediciones que se efectúen con los buenos libros y con los buenos autores, porque nos ayudan a recordarlos o descubrirlos, sin permitir que el vértigo los hunda en la amnesia. Gracias a Pepa Merlo y a la editorial Cátedra, este diván de Federico García Lorca vuelve a brillar en los escaparates de las librerías.

jueves, 16 de agosto de 2018

Odas elementales




Yo no creo que Pablo Neruda sea el mejor poeta sudamericano, ni el mejor poeta del siglo XX, ni otras fórmulas que he leído sobre él. El error, me parece, consiste en considerarlo “poeta” en sentido tradicional. Neruda es, más bien, una fuerza de la naturaleza, algo imposible de medir con instrumentos convencionales, un ciclón, un maremoto, un seísmo, una tormenta tropical. Neruda tiene ojos de demiurgo, dedos de alfar, imágenes que le chisporrotean en la mente y, quizá, con el permiso de Borges, las mejores adjetivaciones del idioma.
Esto se advierte también en sus Odas elementales, un proyecto de sencillez formal mentirosa donde burbujea un lirismo impactante y donde el escritor, alejado de los temas e imágenes más frecuentes, nos habla de cebollas, caldillos de congrio, molinos, fogoneros, tomates asesinados, barro, frascas de vino, castañas o panaderías. Es decir, otorga entidad lírica a todo lo mirado, demostrando que la poesía surge del ángulo de la contemplación, y no de la existencia de presuntos “temas” poéticos.
A través de un catálogo alfabético deslumbrante, que se inicia con el aire y acaba con el vino, el chileno nos propone su lección de optimismo (“No sufras / porque ganaremos, / ganaremos nosotros, / los más sencillos, / ganaremos, / aunque tú no lo creas, / ganaremos”) y nos explica la condición vital de sus composiciones, extraídas de la contemplación de su entorno (“Mis poemas / no han comido poemas, / devoran / apasionados acontecimientos, / se nutren de intemperie, / extraen alimento / de la tierra y los hombres”). Además, desafía a la pobreza, negándose a que siga extendiendo sus garfios entre los seres humanos; desafía al mar, al que amenaza con arrebatarle los alimentos por la fuerza; o desafía a la tristeza, negándole el paso a su casa. Y, por supuesto, nos deja sus versos de amor, tan bellos como inmortales (“Mis ojos se han gastado en tu hermosura, / pero tú eres mis ojos”).
Al cerrar el volumen te sientes invadido por una ola que contiene gotas de vigor, optimismo, felicidad, pureza y hermosura; y sabes que Pablo Neruda te sigue embriagando, como te embriagó a los veinte años; te sigue gustando, como te gustó a los treinta años; te sigue convenciendo, como te convenció a los cuarenta años.

martes, 14 de agosto de 2018

El mito de Sísifo




Leo El mito de Sísifo, de Albert Camus, en la traducción de Luis Echávarri (Alianza-Losada, Madrid, 1988). Es un ensayo denso, de buena factura literaria, donde se reflexiona sobre el mundo del absurdo y sus implicaciones humanas e ideológicas. No tengo más remedio que reconocer que en algunos segmentos he tenido que ir despacio, para seguir el hilo del razonamiento. (No se trata de una crítica al estilo de su autor, sino de una impericia mía, es seguro).
Lo he visto muy compacto, y con arriesgadas derivaciones intelectuales, como tienen que ser los grandes libros llenos de grandes ideas. Camus era un hombre muy osado, valiente hasta el heroísmo, honesto hasta el borde del barranco y con una exquisitez formal a prueba de bombas. Magnífico. No puedo decir menos.
“No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena de vivirla es responder a la pregunta fundamental de la filosofía”. “De todas las glorias, la menos engañosa es la que se vive”. “Al final de una vida, el hombre se da cuenta de que ha pasado años tratando de confirmarse una sola verdad”. “El corazón que necesita el creador, quiero decir un corazón seco”.

domingo, 12 de agosto de 2018

Cuentos eruditos



Un mismo destino une en los versos de La Divina Comedia a Tiresias, Baco, Arunte, Miguel Escoto o el Maestro Benvenuto: la de tener la cabeza girada constantemente hacia atrás, para no contemplar sino el pasado. Se trataba, como es fácil deducir, de un castigo que la divinidad les dispensa por su presunción de querer anticipar el porvenir a través de la magia o la adivinación. En el volumen Cuentos eruditos, que ha editado hace pocas semanas la Real Academia Alfonso X el Sabio con una hermosa imagen de portada del blanqueño Pedro Cano, el escritor Santiago Delgado también desarrolla sus historias mirando hacia atrás, y buscando en el pasado escenas, personajes y enseñanzas que merecen asiento en letra impresa.
A veces, se trata de páginas protagonizadas por seres de gran fama, como san Jerónimo (religioso del siglo IV que reflexiona sobre sí mismo y su circunstancia mientras contempla un cuadro que lo representa), como don Enrique de Villena (que se enfrenta en una larguísima, secular partida contra Belcebú en el relato “Un ajedrez en el infierno”) o como los santos hermanos Leandro, Fulgencio y Florentina (de quienes nos ofrece un largo texto de sesenta páginas donde cotidianeidad, leyendas piadosas e informaciones históricas se unen para formar una curiosa novela corta). Pero también respiran en este tomo seres de anónima condición, como los dos supervivientes sobre los que se construye la historia de “Los desertores”, quienes se aferran a una estratagema indumentaria para reinventarse y disponer de una oportunidad vital nueva; o el trovador que, pese a su impericia en el canto y el tañido del laúd, canta historias verídicas sobre su amor frustrado por la muerte en “El castillo de la verdad”. Y raro será el lector regional que no sonría leyendo “El limón de oro”, donde se explica de manera legendaria por qué los habitantes de esta tierra somos tan aficionados al zumo de dicha fruta.
En definitiva, un nuevo peldaño en la larga escalera de títulos que Santiago Delgado (Murcia, 1949) lleva ya entregados a la cultura murciana.

viernes, 10 de agosto de 2018

La pareja científica y otros sainetes




Dedico la siesta a leer sainetes del alicantino Carlos Arniches y la verdad es que la doy por bien empleada. Lo leí con quince o dieciséis años, pero después ya no lo había vuelto a visitar, quizá por ese prejuicio de asociarlo al “género chico”. En realidad, Arniches era un grande del género chico, que es mucho mejor que ser un mindundi en la gran literatura, como muchos lo son, creyéndose geniales.
En “La pareja científica” nos encontramos con dos guardias que charlan sobre la nueva “ciencia” de la antropometría mientras conducen a prisión, en plena Navidad, a un golfillo de pocos años. La moraleja que extraemos del texto es delicada, porque el autor tiene la inteligencia de no convertirla en moralina: de hecho, después de concluir que la mayor parte de la criminalidad procede de las desigualdades económicas y sociales continúan su paseo hacia la cárcel.
En “El premio de Nicanor” nos encontramos con el método infalible para hacerse rico con la lotería, servido con humor y con algunas afirmaciones que hoy serían criticadas con virulencia (“El señor Isidoro, que está entregado a las labores impropias de su sexo, barre la habitación y le echa, de cuando en cuando, una miradita al puchero”).
Y en “Los ateos” se nos presenta una acción donde la descreencia religiosa se ve enfrentada a los presuntos estertores de la muerte. La seriedad del tema queda aliviada con amenazas risibles (“Al que se chufle cojo una botella y le hago una alusión personal en las narices”) y con humoradas cucurbitáceas (“Tiés una cabeza, mi amigo, que la incluyes en un puesto de melones y no desmerece”).
Un libro tan agradable como simpático, que oxigena los ojos lectores.

miércoles, 8 de agosto de 2018

Marinero en tierra




Decía William Shakespeare en una de sus comedias (juraría que en Mucho ruido y pocas nueces, pero no tengo el volumen a mano para comprobar la cita) que en la vida cambiamos a menudo de gustos y pareceres, y que esa evolución no tendría que implicar necesariamente ningún motivo de chanza. En mi caso, reconozco que ese cambio lo acabo de constatar con la relectura de Marinero en tierra, de Rafael Alberti.
Cuando lo leí durante mi adolescencia o primerísima juventud me pareció una solemne tontuna, repetitiva y con pocos destellos de brillantez. Mucha sal, mucho marinerito, mucha melancolía precoz… pero poca chicha literaria. Incluso llegué a decírselo así a mi maestro Francisco Javier Díez de Revenga durante un examen oral, aunque él tuvo la amable prudencia de no sancionar con una mala nota mis majaderías de lector primerizo.
Ahora, releída la obra con más de cincuenta años, advierto las cosas que no pude o no supe ver hace tres décadas: el buen pulso sonetístico del gaditano, su grato manejo de los octosílabos, la musicalidad gamberra que a veces introduce en sus composiciones para rebajar la seriedad del libro, incluso el olor a salitre que llega a empapar algunas de las páginas. En suma, los detalles que ya iban anunciando a un poeta vigoroso, proteico, de fino oído para lo culto y lo popular, y que habría de convertirse en uno de los puntales de la generación o grupo del 27.
Es probable que revise otros libros suyos, habida cuenta del grato sabor de boca que me ha dejado esta aventura.

martes, 7 de agosto de 2018

Los puentes de Madison County




Me leo un libro al que tenía ganas de hincarle el diente narrativo desde hace años. En concreto, desde que vi (y me gustó mucho) su versión cinematográfica, en la que Clint Eatswood y Meryl Streep asumen los papeles principales: Los puentes de Madison County, de Robert James Waller, en la traducción de Alicia Steimberg (Ediciones B, Barcelona, 1995).
La película, ya digo, me encantó (mi mujer, que es 16 años más joven que yo, dice que es una película para cincuentones) y, con ese precedente, pensaba que la novela no me gustaría; pero erré. Me ha dejado un estupendo sabor de boca. Creo que sabe dosificar el sentimentalismo, hilvanar sus recursos literarios, organizar bien la narración de la historia y presentar un relato y a unos personajes altamente seductores. Un volumen emotivo y hermoso.
Dos fragmentos que he subrayado en el volumen: “Nuestra tendencia a mofarnos de la gran pasión, y a tildar de sensibleros los sentimientos genuinos y profundos, dificulta la entrada al reino de la delicadeza”. “Estaba lo más solo que se puede estar”.

domingo, 5 de agosto de 2018

Desconocidos




Quienes se enredan en conversaciones de chat con desconocidos corren el peligro de sufrir una decepción (o algo peor) si intentan encontrarse personalmente con sus interlocutores. Lo hemos escuchado docenas de veces en boca de los expertos y de quienes han atravesado en esas condiciones una experiencia traumática, pero después actuamos de modo irreflexivo y repetimos el error común. También lo hará, por su juventud y su inexperiencia, Lara Grávalos, una estudiante de instituto que lleva semanas interactuando con “Wilde” a través de la Red y que, por fin, accede a cenar con él en un lugar público: una hamburguesería muy popular de Barcelona. Pero ese arranque novelístico no es sino uno de los planos de la acción: el otro se desarrolla a unos kilómetros de allí, en un barranco donde ha aparecido el cuerpo del presunto exnovio de Lara, quien había amenazado con suicidarse si la chica se embarcaba en otra relación sentimental.
A partir de entonces, combinando esas dos secuencias del presente con otras del pasado (que desarrollan el modo en que “Wilde” planifica el cerco alrededor de la muchacha, con la ayuda de su amigo Fran), el escritor aragonés David Lozano va urdiendo una trama llena de meandros, callejones ciegos y pistas engañosas, que nos mantiene en vilo durante toda la narración y que se resuelve de una manera trepidante.
Galardonada con el premio Edebé del año 2018, esta interesante novela juvenil adolece tan sólo de dos fallos, en mi opinión: la lentitud circular del diálogo que mantienen Lara y “Wilde” durante su encuentro en la hamburguesería (diálogo que repite y repite, sin avances, las mismas cosas, y que se hace por momentos un poco pesado) y una cierta moralina excesiva en las páginas finales, impartiendo lecciones ociosas sobre seguridad ciudadana a los lectores (y digo “ociosas” porque la lectura ya deja bien clara la idea sin necesidad de discursos, que a los jóvenes no les suelen agradar).
En suma, un libro que gustará mucho a los adolescentes y que plantea situaciones tan inquietantes como necesarias de exponer y repetir.

sábado, 4 de agosto de 2018

El gran Galeoto




Yo soy yo, pero (el filósofo José Ortega y Gasset lo esmaltó con tanta sencillez como exactitud) también mi circunstancia. Es decir, las cosas y personas que se encuentran a mi alrededor (“circum stantia”), y que me condicionan y modulan. Pretender que nuestro entorno no ejerce una influencia decisiva sobre nuestras decisiones o comportamientos es tan ridículo como absurdo. Magdalena, una de las hijas de Bernarda Alba, explica con amargura que “nos pudrimos por el qué dirán”; y esa sensación es la que impera de principio a fin en la pieza El gran Galeoto, de José Echegaray, estrenada medio siglo antes que el drama lorquiano y que se inspira en un pasaje muy conocido de La divina comedia.
Nos encontramos allí con Ernesto, joven huérfano que es acogido en su casa por el matrimonio formado por don Julián (el mejor amigo de su padre) y su bella y también joven esposa Teodora. Pronto, el ambiente idílico en que viven se verá perturbado por los comentarios maliciosos de las gentes de la ciudad, que ve en esta extraña convivencia matices criticables: seguro que los jóvenes se entienden, a espaldas del bondadoso millonario. Y crecen los rumores, y terminan llegando a oídos de los protagonistas, que ven sus días alterados por la marea de fango que crece minuto a minuto a su alrededor, hasta desembocar en un infierno.
Hay en la pieza de Echegaray algunos ripios, por supuesto. Y algunas trazas de almidón, quién lo duda. Y secuencias grandilocuentes que, por su misma ampulosidad, resultan hoy difíciles de soportar sin risa. Pero también hay un trazo elegante en el verso, un ritmo bien pautado y delicados instantes de amor o de honor, que están resueltos con buen criterio.
En suma, una tragedia que actualmente interesa más por el análisis sociológico que por sus virtudes literarias, pero que en líneas generales ha soportado bien el paso de los ciento treinta años transcurridos desde su estreno.