miércoles, 30 de diciembre de 2020

Novecento

 


Nadie conoce con exactitud su origen, que se pierde entre la niebla. Lo único que sobre sus primeros días se puede decir es que alguien lo abandonó en una caja sobre el piano de un barco (el Virginian), y que la persona que tuvo la suerte de encontrarlo, tras leer la nota que lo acompañaba (“T. D. Lemon”), lo bautizó con su propio nombre, con el registro de la nota y con una palabra final que le pareció sonora y distintiva. Así comenzó a vivir Danny Boodmann T. D. Lemon Novecento, “el pianista más grande que ha tocado en el océano”. Porque, en efecto, el chico desarrollará una asombrosa facilidad para convertir las teclas del piano en instrumentos mágicos, de los que brota la Belleza. Y ese chico, para asombro de todo el mundo, jamás abandona el barco. En él viaja, una y otra vez, de Europa a América, sin bajarse a pisar tierra.

Convertido en el alma de la Atlantic Jazz Band, que ameniza el largo viaje para todos los que utilizan el Virginian, Novecento sigue siendo una persona silenciosa y reservada, que vive en su propio mundo. En el verano de 1931, enterado de su virtuosismo y con ganas de retarlo, sube a bordo el músico Jelly Roll Morton, que no tiene más remedio que rendirse a la evidencia: Novecento toca más rápido que él… Pero la leyenda del muchacho alcanzará su cénit cuando se informe sobre la decisión de hundir el barco, ya muy viejo, en alta mar. Porque Danny Boodmann T. D. Lemon Novecento ha decidido que tampoco en esta ocasión bajará del barco.

Dueño de una prosa encantadora y de un talento narrativo de primer orden, Alessandro Baricco vuelve a regalarnos una joya novelística, en la que lirismo, brevedad, silencios y emociones nos asaltan en cada página, en cada párrafo, en cada línea. Un auténtico maestro.

martes, 29 de diciembre de 2020

El señor Malaussène

 


Tras haber triunfado en España con aquel cautivador ensayo que tituló Como una novela, Daniel Pennac volvió a las librerías de nuestro país con El señor Malaussène, una larga historia (superaba las 500 páginas) traducida por Manuel Serrat donde nos contaba las peripecias de una singular tribu formada por una monja policía, un asesino múltiple que despelleja a las prostitutas, detectives sagacísimos, un prestidigitador e incluso un perro epiléptico llamado Julius, que muerde el aire cada tres minutos.

La novela (que en determinadas secuencias roza lo caótico) hace gala también de un irónico sentido del humor, presente por ejemplo en la extravagante cata de vinos que tiene lugar en el capítulo 29; o en la hilarante crítica al mundo de la abogacía que leemos en el capítulo 52.

Quien haya leído La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, y recuerde a su estrafalario protagonista Ignatius J. Reilly, se hará una certera idea de esta narración: es la historia de una tropa de Reillys. Pero, ante todo, Pennac nos entrega una novela donde los sentimientos parecen regidos por la alucinación, el delirio y la extravagancia; y donde un barrio, Belleville, se antoja el auténtico protagonista, con sus calles viejas, sus cines clausurados y sus fachadas enmohecidas por el paso de los tiempos.

Larga, poliédrica y extraña, El señor Malaussène es una historia que difícilmente admite ser condensada en pocas líneas, como advierte el propio autor: “Una novela digna de ese nombre no se deja resumir”.

lunes, 28 de diciembre de 2020

Vinci


Imaginemos que estamos en la ciudad de Florencia, en el año 1503. En sus calles y palacios se viven acontecimientos de diferente calidad moral y de diferente temperatura: de un lado, las intrigas nauseabundas de nobles y altos clérigos para hacerse con los mecanismos de poder y perpetuarse en ellos; del otro, la pobreza que asola a buena parte de la población, que sobrevive como buenamente puede; del otro, en fin, la rivalidad manifiesta entre Miguel Ángel Buonarroti y Leonardo da Vinci, los dos genios sublimes y egocéntricos que pugnan por la corona del arte. En una fiesta que organiza este último, por sorpresa, tiene lugar una escena atroz: una adolescente aparece asesinada de un modo casi ritual. En su pecho, escrita con sangre, se lee la palabra Peste. En su estómago, una rata muerta.

Un joven aprendiz de Leonardo, llamado Antonio de Orellana, se compromete a descubrir quién ha sido el causante de este crimen; y se verá inmerso en una cenagosa maraña donde irán apareciendo religiosos inquietantes, papas de moralidad más bien dudosa, servicios de espionaje y contraespionaje, asesinos a sueldo, cómicos ambulantes, perros de dueño misterioso, intrigas palaciegas, venenos vertidos en copas, traiciones, degüellos, cárceles subterráneas y mil peripecias más, que harán las delicias de los lectores ávidos de aventuras e intrigas.

Con un dominio sólido de los diálogos, una documentación histórica solvente y algunas reflexiones dignas de ser subrayadas y memorizadas (“Es más fácil mantener una mentira que repetir la verdad”), esta novela de Pedro García Jiménez nos regala unas horas de espléndida narrativa, que conviene aprovechar.

sábado, 26 de diciembre de 2020

Amantes, poetas, víctimas y otros infelices

 


Podríamos decir que Amantes, poetas, víctimas y otros infelices, la obra que Jesús Feliciano Castro Lago publicó en 2019 con Talentura, es una novela; y no se podría calificar de disparate tal afirmación. Podríamos, con la misma firmeza, sostener que se trata de una colección de pequeños relatos, y sería complicado que nos pudieran rebatir. Por tanto, me abstendré de adherirle etiqueta alguna y me limitaré a decir que es un libro hermoso, delicado y emocionante.

Los personajes que surcan, como barcos silenciosos, sus páginas, tienen apenas un nombre, unos rasgos laborales, un destino insinuado; y el autor, con mano maestra, va rellenando esos vasos de cristal con licores distintos, con aromas de amargura o de melancolía, con desgarros antiguos y presentes. Guadianas, van y vienen, aparecen y desaparecen, se lanzan mensajes, se entrecruzan, se olvidan, se relacionan. Por eso, quizá este libro sea en realidad una constelación, una urdimbre de puntos que, si utilizamos con delicadeza un lápiz mágico, nos revelan un zodíaco deslumbrante, abarrotado de tristezas, lágrimas escondidas, frustraciones que no reciben la luz del sol y lánguidas claudicaciones que se llevan muy dentro: sirvientas que han sido violadas y que engendran un hijo que no buscaron; poetas que jamás encuentran la dicha, aunque la anhelen en secreto; maridos que descubren las infidelidades de su mujer y que vuelven invisible su dolor para poder sobrevivir; jóvenes que engordan de manera aparatosa tras haber sufrido un abandono; amantes que esperan inútilmente el paso al frente de quien, lejos de darlo y abandonar a su esposa, busca otra amante… Seres heridos, erráticos, tristes. Seres que convierten este libro en una obra memorable. Seres como tú y como yo.

jueves, 24 de diciembre de 2020

Lazos de sangre

 


Da igual lo que se empeñen en demostrar ciertas películas, ciertas novelas o ciertos poemas épicos: nada de hermoso, ni de fulgurante, ni de admirable anida en las guerras. Ningún esplendor late en ellas. Todas son una escombrera de intereses económicos, mezquindad, ambición y truculencia, en la que siempre sale perdiendo la misma persona: el peatón, la pobre criatura humana que, sin comerlo ni beberlo, recibe entre sus manos una espada, una pica o un fusil y tiene que dirigirse con mirada de odio y el corazón acelerado hacia donde le señala un dedo inmisericorde, que se suele quedar en la retaguardia. Esa es la verdad irrebatible que se niegan a admitir los bastardos que, llenos de aire caliente y palabras mentirosas, conducen rebaños humanos hacia otros rebaños humanos, bajo el tremolar de dos banderas distintas.

José María López Conesa, hombre y escritor aplomado, sitúa esa idea en el centro de su narración Lazos de sangre, que nos sitúa fuera y dentro de la guerra civil de 1936. “Fuera”, porque iniciamos la lectura a finales de los años sesenta, con el éxito eurovisivo de Massiel y con unos jóvenes molinenses que se instalan en Madrid para estudiar y labrarse un futuro; y “dentro” porque uno de ellos (Lolo) vive obsesionado con el destino que la vida o la muerte pudieron reservarle a su abuelo Blas, desaparecido al final de aquella guerra. Con mano firme, el autor nos lleva en un viaje hacia atrás en el tiempo, que es también un viaje por el interior del alma humana, allí donde laten el miedo, la fe religiosa, la esperanza, la suerte, la inquina… y algunas intervenciones de la Divina Providencia.

Una novela estupenda para conocer mejor nuestro pasado. Y para conocernos a nosotros mismos.

martes, 22 de diciembre de 2020

Un escorpión en el brazo

 


He seguido (y espero no ser la única persona a la que le pasa) una evolución en mi relación con los libros. Al principio, en mi niñez y adolescencia, disfrutaba con ellos como quien camina por el mundo descubriendo arcoíris; más adelante, en mi etapa como filólogo, crítico y profesor, me acostumbré a advertir en ellos las estrategias literarias, las fuentes de las que bebían, los resortes narrativos que el autor manejaba; y ahora, refugiado en los prolegómenos de mi jubilación, he tomado la decisión de volver al gozo original. O un libro me encandila, deslumbra y entretiene… o le pueden ir dando por retambufa. Faulkner, Joyce, Hemingway y otros sesudos arquitectos no son para mí, a estas alturas/harturas, objeto de interés. Bastante enrevesada y opaca es la vida, en mi opinión, como para añadirle tinieblas artificiales.

Por eso disfruto tanto con libros como Un escorpión en el brazo, de Mariano Sanz: una colección de historias en las que aparecen marinos que cuentan sus aventuras a mujeres tristes; areneros que languidecen al lado de la chimenea, mientras rememoran una desgracia antigua; personas que son capaces de descubrir la proximidad de la muerte mirando las pupilas de otros; muchachos que ejecutan venganzas inspiradas en un cuento de Edgar Allan Poe; cavernícolas que inauguran la infinita cadena del odio de manera casi azarosa; zapateros con un ojo camaleónico, que pasan de héroes a villanos en cuestión de semanas; sacerdotes que escuchan confesiones agrias y sienten la rabia de no poder intervenir en la solución; o crímenes pasionales que se frustran por un detalle nimio.

Y en todas ellas, sustentándolas, aparece la mano habilidosa y experimentada de Mariano Sanz Navarro, murciano de la cosecha del 43, que nos hace felices cada vez que decide publicar un volumen. En los últimos años, nos ha invitado a conocer el Sahara, nos ha contado historias de vampiros y, ahora, en vísperas de Navidad, nos ofrece estos diecinueve relatos cortos maravillosamente escritos. Para no perdérselo.

domingo, 20 de diciembre de 2020

Las lentejas de la guerra

 


Quizá las historias que no se sujetan de manera férrea a los parámetros clásicos (planteamiento, nudo y desenlace) desprendan un aroma mucho más fresco, más espontáneo y hasta más vital que las que sí lo hacen. El cartagenero Fernando da Casa así lo entiende (y lo pregona) en la página 341 de esta novela poliédrica y arterial, en la que diferentes personajes se ven afectados por la guerra civil española de 1936 y van viendo cómo los odios, los combates, las represalias y el rencor desbaratan o malhieren los cimientos de sus familias. De tal suerte que el relato nos entrega solamente unos segmentos de vida, unas aproximaciones, sin que el narrador se sienta obligado (y creo que hace bien) a detallarnos el final exacto de sus personajes, e incluso sin que se pronuncie de un modo terminante sobre su existencia. ¿Son producto de su imaginación o se ha limitado a deformar un poco a personas reales, que nacieron, vivieron y murieron en la España de aquellos años? Quién sabe.

Con varios frentes narrativos que se desarrollan alternativamente, el escritor nos pide que lo acompañemos hasta Madrid, Cieza, Las Palmas de Gran Canaria, Torrevieja, Albatera, Cartagena e incluso México D.F., porque sus criaturas se van moviendo por esos territorios: unas veces, por nacimiento; otras, por vacaciones; otras, por motivos laborales o exilio. Aquella “maldita guerra ganada por nadie” (así la bautiza en la página 162) nos entrega un rico prontuario de sentimientos y reflexiones, que Da Casa expone con toques de humor, sensatez ideológica y gracia narrativa, alternando noticias bélicas, curaciones del aliacán, amoríos de uno de los personajes con Conchita Aleixandre (la hermana del futuro premio Nobel), hambres terribles, traiciones inesperadas, mezquindades absurdas y, en fin, un retrato vario y valioso sobre la España de los últimos ochenta años.

Son historias menudas, humildes, como lentejas (“esa legumbre, pobre, pequeña y fea, salvó muchas más vidas que el Socorro Rojo y los refugios antiaéreos de Madrid”, p.99). Pero de la mano de Fernando da Casa esos hilos se cruzan y adquieren una densidad novelesca de primera magnitud, que convierten este libro en una maravillosa experiencia para los lectores.

viernes, 18 de diciembre de 2020

Otra vuelta de tuerca

 


Cómo me desasosegó Otra vuelta de tuerca cuando lo leí en mi adolescencia. Esa inminencia de figuras espectrales que estaban y no estaban. Esa inquietud de miradas y silencios que Henry James creaba con una facilidad magnética. Esos diálogos entre Miles y su institutriz, que me mantenían sin tragar saliva. Esa niña Flora, que oscilaba entre la actitud angelical y la demoníaca. Ese candor de la señora Grose, dulce e irritante a partes iguales. Esa locuacidad que emanaban las sombras silentes del señor Quint y la señorita Jessel.

Sí, qué disfrute puro de literatura, cuando se abren los ojos a la magia insondable de los libros y nos decimos: “Si esto es lo que contienen las novelas, quiero leer todas las del mundo”. Cómo se añora, en la madurez, esa inocencia de ánimo sobrecogido. Menos mal que, de vez en cuando, aún tenemos la feliz idea de regresar a aquellas páginas antiguas, para volver a recorrerlas y comprobar que, dichosamente, su fulgor sigue intacto.

Qué maravilloso narrador era Henry James. Qué poderío y qué control sobre los mecanismos literarios. Qué majestad en la construcción de la pieza. Con el paso de los años, convertido ya en filólogo y profesor de literatura, he aprendido a poner nombres técnicos a sus recursos y a advertir sus estrategias narratológicas. Pero el espeluzno, el escalofrío, las sienes latiendo y la piel erizada son sensaciones para las que no son necesarias las etiquetas. Sólo la más emocionada de las gratitudes. Del adolescente (entonces) y del adulto (ahora).

miércoles, 16 de diciembre de 2020

El eunuco

 


Cuando el lector se adentra en una obra de Terencio ya sabe, más o menos, lo que en ella va a encontrar: esclavos inclinados hacia la astucia, mozalbetes rijosos, hetarias de desahogada posición económica, ancianos iracundos, vecinos metomentodo... Y sabe también (o al menos intuye) que el autor cartaginés barajará habilidosamente sus cartas para sorprender durante el transcurso de la representación a quienes decidan asistir a ella. A veces, eso sí, abusará de las situaciones enredadas, leve torpeza que se le disculpa por la felicidad que depara en el resto de la obra.

En El eunuco lo volvemos a encontrar en plena forma, contándonos dos cercos amorosos bien distintos: el que acomete Fedria para conseguir los favores de Thais, regalándole un eunuco y mostrándose servicial con ella; y el que protagoniza su hermano Quereas, quien, encandilado con la esclava Pánfila, irrumpirá disfrazado de eunuco en su casa para forzarla de manera bochornosa. Como es fácil advertir, ambas acciones se encuentran entrelazadas, y en ellas asistiremos a minutos de humor... pero también a instantes de iniquidad. Todos ellos quedarán resueltos en el tramo final de la pieza, con las habituales anagnórisis, unificación de parejas, arrepentimientos y votos de enmienda.

Añadiré un párrafo que, emitido por Gnatón, me parece singularmente valioso y digno de ser subrayado: “Existe un género de gentes que se empeñan en ser en todo los principales, aunque no lo sean. Me agrego a ellos y no les doy lugar a que se rían de mí, sino que río sus gracias y admiro mucho sus habilidades. Alabo cuanto dicen, y si luego lo contradicen, alábolo también. Si alguno dice no, yo digo también no; y si dice sí, digo sí. Finalmente, me he esforzado en asentirles en todo, y este oficio es hoy día el que da mayor ganancia”.

Eficaz, desenvuelto y honesto (no duda en reconocer sus deudas temáticas con Menandro), Terencio vuelve a conseguir una comedia distraída que aún se lee con agrado.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Amar en Madrid

 


Yo no sé si Madrid ha tenido un cronista más meticuloso que Francisco Umbral. Es improbable. Tampoco sé si ha tenido un cronista más constante. Es muy improbable. Pero una cosa sí que tengo clara: jamás ha tenido un cronista con más brillantez literaria. Sería imposible. Con ironía, con mala leche, con ternura, con simpatía, con fervor, con acrimonia, el escritor se pasea por sus calles, visita los parques, frecuenta las tabernas, viaja en taxi hacia el extrarradio, da cuenta de las reformas o erosiones, compara épocas, ilumina personajes. Sus columnas (a veces, dóricas; a veces, jónicas; casi siempre corintias) constituyen una referencia insoslayable sobre la capital, y sobre su periferia, y sobre España toda, y sobre el ser humano. Umbral mira, observa, anota, analiza y redacta. Su estilo es él. Él es el estilo. En alguna página, rarísima, su envoltura literaria es torpe (el texto titulado “La nueva judería”, de tan gris, no parece ni siquiera escrito por él); pero la normalidad de su prosa es la anormalidad del genio. La perfección constante, el acierto continuo, el diez perpetuo. Umbral rezuma luz lírica, hable de chabolas, de extranjeras, de los tontos, de las piraguas, de Fuencarral, de las dietas, de las modelos que quieren formar un sindicato o del fervor que los habitantes de la capital sienten por las pipas. Todo es uno y lo mismo, como dijo el clásico, porque lo importante es colocar encima con las palabras una fermosa cobertura, como dijo otro clásico. Y ahí Umbral no tiene rivales.

Desarrolla aquí el cronista una mirada paradójica: por un lado, es humilde, porque se esfuerza por mirar lo pequeño, el detalle, el pliegue recóndito; pero, a la vez, es una mirada ambiciosa, porque anhela consignarlo todo. Una especie de sociología panóptica, si podemos decirlo así. Y es que Umbral no fue, pese a sus boutades o sus impertinencias públicas, un señorito dedicado a epatar, sino un galeote de la pluma, un grafómano genial que nos dejó miles de páginas para la lectura y la relectura. Yo no me canso de acudir periódicamente a él.

sábado, 12 de diciembre de 2020

Los viajes de Ariadna

 


Leer Los viajes de Ariadna ha sido una de las experiencias “orgánicas” más duras que he experimentado durante los últimos meses. Y lo digo, para que no queden dudas, con tono admirativo. José Antonio Jiménez-Barbero ha sabido combinar sus mecanismos textuales, emotivos y léxicos de tal forma que el resultado es una narración que te introduce eficazmente en un clima de desasosiego, de zozobra, de asfixia. La almendra narrativa gira en torno a Ariadna, una chica andaluza que se une en matrimonio con el militar Armando Comesaña, hombre en apariencia encantador pero que esconde en los pliegues de su alma a un ser violento, celoso e inmisericorde que comienza pronto a maltratarla. A veces, se tratará de un gesto de desdén; a veces, de una actitud amenazante. Y pronto las coacciones físicas, las bofetadas y las palizas, que Ariadna soporta para que su hija Lucía no se vea afectada.

Pero hay un detalle que convierte esta situación (tan tristemente frecuente) en algo especial: Ariadna ha heredado de su abuela el don de visualizar el futuro a través de “viajes”, en los que siente que su espíritu se traslada en el espacio y el tiempo. Así, puede anticiparse a algunos movimientos de su irascible esposo; y logra escapar de él… Pero sólo durante un tiempo. Porque él, tenaz, vengativo y psicópata, no se muestra dispuesto a aceptar el abandono de la mujer a la que considera suya; e inicia una persecución inquietante y criminal por toda España. No va a rendirse tan fácilmente.

Mezclando con magnífico pulso narrativo la intriga, lo sobrenatural, lo mostrenco y lo amoroso, José Antonio Jiménez-Barbero nos entrega una novela que atasca la saliva en la garganta y que pone la carne de gallina en muchas de sus páginas, consiguiendo un documento literario, psicológico y sociológico de primer orden.

jueves, 10 de diciembre de 2020

El tiempo real

 


Explicaba una vez el argentino Jorge Luis Borges que su primera intuición de lo que era el infinito se la debe a una caja de galletas, en la cual se reproducía una imagen de la propia caja de galletas, en una sucesión que implicaba el desasosiego y el vértigo. La ilustradora Diana Escribano juega en la cubierta de El tiempo real, de Jesús Montoya, con un abismo de idéntica textura. Y su apuesta gráfica no puede ser más apropiada, porque esta colección de relatos (o de retos) constituye en sí misma un desafío para los lectores, quienes sentirán que el autor les propone estructuras narrativas de sabrosa complejidad, para disfrutar de las cuales no podrá acomodarse en una postura pasiva.

Estamos ante unas fabulaciones en las que se exige que el lector desbroce sentidos y abra bien los ojos, porque nada (o casi nada) es lo que parece; y está siendo invitado a penetrar en una selva en la que resulta sencillo perder la orientación y de la que solamente se puede salir eligiendo con tiento con la brújula adecuada. Un cadáver en la bañera de la pensión; críticos literarios que reciben cuentos manuscritos para que valoren sus posibilidades de ser publicados; profesores que hacen méritos para lograr un hueco en el nauseabundo mundo de la universidad, lleno de zancadillas, hipocresías y mezquindades; los tubos que hacen volar o desaparecer el dinero en Mercadona, mientras el narrador se encuentra junto a un doble de Paco Umbral; un cadillac Fleetwood que atraviesa un paisaje de carnaval; un hombre que actualiza semanalmente en una venta de carretera su Facebook, mientras pierde a su chica y recibe la amenaza de ser despedido en su trabajo… Las imágenes, como bien puede observarse, son tan variadas como infrecuentes; y Jesús Montoya las aprovecha para llenar de sorpresas estos catorce textos que publica el sello Boria Ediciones.

Léanlo. Van a descubrir a un autor fresco e interesante.

martes, 8 de diciembre de 2020

El verdugo de sí mismo

 


Se trata de una de esas frases que, escritas por el autor sin más pretensión que la de completar un diálogo, se ha convertido en una de las sentencias más repetidas de la Historia: “Soy humano y nada de lo humano me es ajeno”. Y aparece en esta divertida y algo enredada comedia de Terencio, que lleva por título El verdugo de sí mismo y que leo en la traducción de Pedro Voltes Bou (Iberia, 1990).

En mi opinión, lo mejor de la pieza es la premisa argumental de la que parte (un padre que se siente abatido por haber presionado demasiado a su hijo, quien ha terminado por alejarse de la patria para buscar su camino lejos del hogar, tras haberse enamorado de una persona que a su progenitor no le parecía en modo alguno conveniente). Gracias a este arranque comprendemos que, muchas veces, los gestos hoscos de un padre esconden la obligación autoimpuesta de mostrarse estricto, porque entiende que es lo más educativo para su vástago, aunque por dentro se esté desmoronando de compasión. En ese sentido, la comedia de Publio Terencio (que no se esfuerza en ocultar los orígenes griegos de la historia) se inicia de una forma maravillosa.

Luego (conviene ser sinceros) la obra se vuelve demasiado enrevesada, con los trucos y añagazas que, al derecho y al revés, intentan que el muchacho (Clinias) y su amante (Antífila) logren su objetivo de terminar juntos, suceso que finalmente se produce, para rematar la obra con un necesario final feliz. Y en ese zigzagueo hay ocasiones en que el lector tiene que detenerse y volver atrás en la página, pues se ha perdido.

Pero la impresión final, sumados los pros y los contras, es que se queda uno con ganas de abordar otra lectura de Terencio. Y me parece que eso es suficiente para aplaudir al final de la obra como pide el cantor en la última línea.

Como anécdota, anotaré una secuencia de la página 92 que me ha provocado una sonrisa. Nos dice el traductor que un personaje está “muy amartelado” (sic) con una meretriz; y para que nos hagamos una idea más exacta de la situación nos reproduce en nota al pie la forma en que lo dice Terencio: “Manum in sinum huius meretricis”.

domingo, 6 de diciembre de 2020

El vizconde demediado

 


Vaya por delante que a mí el escritor italiano Italo Calvino me ha deparado un buen número de horas de feliz lectura, entre mis veinte y mis treinta años (que fue el tiempo en que más veces lo visité). Recuerdo que la ocasión anterior en que leí El vizconde demediado (el libro del que quiero hablar hoy) lo saqué en préstamo en la biblioteca de Fuente Álamo, allá por julio de 2001, pero como extravié la libreta donde iba apuntando mis lecturas de aquellos meses he tomado la decisión de volver a ella.

Y tengo que ser honesto: la relectura me ha dejado absolutamente frío. Creo que esta propuesta no va más allá de ser una leve fábula “moral” sobre el espíritu humano, que viene a decirnos que todos estamos integrados por una parte “buena” y por otra “mala”, y que la monstruosidad acompañaría a cada una de esas dos mitades nuestras (una, por empalagosa; la otra, por cruel) en el caso de que pudiesen disfrutar de vida autónoma. Bien, aceptado ese razonamiento. No se trata de ninguna conclusión de alta filosofía: es fácil de asumir, porque resulta evidente. El problema es que cuando pensamos (o intuimos) que el escritor va a ir un poco más allá… no lo hace: Calvino se queda en esa lección superficial y algo esquemática, quizá más dirigida a un público lector adolescente que a uno maduro y más reflexivo.

Me quedo, eso sí, con una frase que he subrayado en rojo en mi moleskine: “Cada encuentro de dos seres en el mundo es un desgarrarse”. Lo demás, creo que voy a olvidarlo con bastante rapidez.

viernes, 4 de diciembre de 2020

Una de ellas

 


Hasta que abrí las páginas de este libro de María Teresa Jiménez Castillo (Albuñuelas, 1960) ignoraba la existencia de la Operación Canguro, un proyecto que se desarrolló entre 1958 y 1963 y que tenía como objeto facilitar la emigración asistida entre España y Australia. Pero lo importante del asunto no es, desde luego, el conocimiento de dicha noticia, sino lo que posteriormente surgió gracias a ella: y es que apenas la escuchó a través de la radio en la mente de la escritora granadina saltó una chispa que, con el paso del tiempo, se convirtió en Una de ellas, la novela que ha publicado en Círculo Rojo.

Conocemos en sus doscientas páginas a Concha, una de las muchachas españolas que participan en esta singular expedición (ellas creen que en las Antípodas les esperan trabajos estables, cuando en realidad les esperan futuros maridos) y que tienen que luchar para construirse allí un futuro, sin dinero, sin familia y sin conocer el idioma. Teresa Jiménez, con esa semilla inicial, podría haber elegido tres caminos para construir la torrentera de la narración: el panfleto político (centrarse en los aspectos machistas o fascistas de aquella caravana de mujeres: el western de Wellman es citado expresamente en el libro), el tono rosa (convertir a Concha en un icono de la mujer que encuentra al amor de su vida y construye en Australia una vida paradisíaca, con hijos rubios de ojos azules) y el tono negro (cargar las tintas en las experiencias tremebundas o vejatorias que la muchacha tiene que afrontar allí). Afortunadamente, no se decanta por ninguna de esas planicies burdas o maniqueas, y nos ofrece un panorama variado, poliédrico, en el que Concha comete errores, encuentra y pierde el amor, viaja, se instala, huye, vacila, sufre, ríe y se arrepiente, en proporciones variables. Es decir, vive. La construcción del personaje es sólida, y este acierto contribuye a edificar en torno a él una narración fluida, creíble.

El primer paso de María Teresa Jiménez Castillo en el mundo de la novela ha sido acertado. Y es muy justo aplaudirlo.

miércoles, 2 de diciembre de 2020

El síndrome de Diógenes

 


En ocasiones, la vida nos da tantos revolcones que, heridos y decepcionados, nos preguntamos si tiene objeto continuar por el camino. Y se ofrece a nuestros ojos, racional o inconsciente, la posibilidad de salirnos de él, de romper normas, de ser otros, de reinventarnos, de enajenarnos. Le ocurre así al protagonista de esta historia breve con la que Juan Ramón Santos obtuvo el XXXIX premio Felipe Trigo y que ahora aparece impresa por la Fundación José Manuel Lara.

Hablamos de un profesor de instituto que ha atravesado un lamentable proceso de divorcio y que un día, sin saber muy bien por qué, descarga su ira ladrándole a una antigua funcionaria municipal de mal carácter. Ese comportamiento, que al principio le produce bochorno recordar, se le revela después como “el elixir de la eterna juventud, el tónico para seguir sintiéndome vivo” (p.16), como un “juego de la edad tardía” (el homenaje al también extremeño Luis Landero es patente). En ese punto se inicia una deriva curiosísima, que lo lleva a convertirse en “un ladrador en serie, una suerte de serial barker” (p.23) que comienza a intimidar a todo tipo de personas en zonas desiertas. Y, cuando por fin es detenido, se ve obligado a desempeñar servicios sociales en la perrera municipal.

Dejaré en ese punto la acción y permitiré que los lectores descubran por sí mismos el extravagante destino del protagonista, así como las peripecias en las que se verá inmerso entre perros, mujeres lascivas, psicólogas carcelarias y jueces estupefactos. Lo que sí les diré es que podrán descubrir en la obra más de un ángulo o plano de lectura: el humor, la crítica social, el desencanto, la parodia… Y todo, como siempre, servido con la prosa excelente de Juan Ramón Santos. Toda una garantía.

martes, 1 de diciembre de 2020

El Tiempo y la Sustancia


 

Terminándose el siglo XX, Miguel Sánchez Robles ofreció a sus lectores la obra titulada El tiempo y la sustancia, de la que se dice en su contraportada que es “una obra poética de reflexión y diagnóstico”. La etiqueta, pese a su tono elogioso, se me antoja levemente imprecisa. La poesía de Miguel comporta, sí, una clara reflexión; pero no creo que entrañe un diagnóstico. Cuando un médico diagnostica gripe o úlcera de estómago es porque, después de analizar al sujeto, ha logrado aislar e identificar el problema que lo aqueja. En nuestro poeta, esa identificación no se produce de forma puntual. Él sólo enumera los síntomas que advierte, y los expone después a la consideración de sus lectores. Son por tanto ellos quienes tendrán que convertirse en los médicos de su mundo, y los que estipulen el nombre que ha de otorgarse a su enfermedad.

En este nuevo tomo de Miguel Sánchez Robles, la voz poética parece encontrar refugio en la bebida, y nos ofrece un escaparate etílico de lo más variado: champán (p.11), coñac (p.14), cerveza (p.25), vino blanco (p.28), vermú (p.47), Marie Brizard (p.61)… Todas las sustancias alcohólicas parecen servir para evadirse de una realidad nauseabunda y opresiva, que cerca al ser humano y que se obstina en convencerlo de que

                                    “Todo es tan inútil

                                    como una danza turca.

Los días se acumulan

como un lastre sin rumbo.

La costumbre golpea

como una bestia herida

y en la distancia siempre

el júbilo se pierde y nunca fue”

(p.40).

Parece clarísimo que “no hay suficientes lágrimas / para llorar por todo” (p.71); pero la poesía puede convertirse en el refugio de quienes han agotado el triste manantial de sus ojos.