lunes, 22 de diciembre de 2008

Génesis (El ritual rosacruz)



En el otoño de 1874, una descomunal tormenta estaba azotando las calles de París, pero eso no impidió que una mujer huyera a toda velocidad sobre los adoquines, portando a un bebé en sus brazos. Unos hombres la perseguían con la intención de dar muerte al bebé. La atribulada mujer era la doncella del marqués de Saint-Foix, el bebé era la hija recién nacida del marqués, y los perseguidores eran criados al servicio de ese mismo noble. Por fortuna, antes de ser alcanzada y asesinada sin piedad, la pobre doncella consiguió depositar a la criatura en manos de dos singulares personajes: un gigantón fortísimo aquejado de un grave retraso mental (Totó) y un enano gruñón y de gran inteligencia (Petit Ours). Ellos tendrían a partir de entonces la misión de proteger a la criatura.
Éste es el punto de arranque de la novela Génesis (El ritual rosacruz), que el alhameño Patrick Ericson acaba de publicar en la editorial madrileña Nowtilus y que, aderezada con mil peripecias, se prolonga durante casi cuatrocientas páginas. En ella encontramos a personajes históricos, como el enciclopedista Diderot o el ocultista Alessandro di Cagliostro; a seres tan emblemáticos y misteriosos como el conde de Saint-Germain; y, en fin, a un extenso cúmulo de prostitutas, agentes de policía, miembros de la nobleza, criados, matronas, herreros y campesinos, que se van mezclando en una trama compleja, rica y llena de meandros de la que, sin embargo, el novelista no pierde nunca el control. Y es que la obra (conviene decirlo cuanto antes) no es la típica historia llena de fuegos de artificio, en la cual se sumerge a los lectores en un marasmo de sandeces, persecuciones absurdas o rituales sin pies ni cabeza, sino una narración excelente, bien concebida, bien trabada y donde todos sus elementos contribuyen a convertirla en un volumen memorable: un argumento ingenioso (y que se completa al final con un colofón inaudito, donde el famoso secreto de Rennes-le-Château adquiere dimensiones sorprendentes); unos personajes sólidamente construidos (la dulzura de Papilión, el aura magnética de Saint-Germain, la ira creciente de Gustave Marais, los matices sentimentales y aun físicos de Beaumont); una documentación histórica realmente fascinante (que le permite describirnos calles, tabernas, palacios y prostíbulos con la densidad de un fotógrafo); un vocabulario extenso y lleno de matices (que hará las delicias de todo aquel que no haya renunciado a la dimensión estética del lenguaje, tan vapuleada por buena parte de los novelistas de hoy en día); y, en fin, una gran capacidad para descubrir siempre la mejor música de la frase, que adquiere cadencias finísimas en muchos capítulos de la obra.
El único elemento negativo (pues no sería justo dejar de anotarlo) es la tendencia que se observa en la obra a colocar la tilde a la palabra “aun” cuando desempeña funciones conjuntivas, y no adverbiales. Esta utilización desafortunada puede observarse (y la enumeración no será exhaustiva, ya lo advierto) en las páginas 19, 26, 39, 51, 109, 151, 226, 230, 235, 252, 277, 332, 348 y 372. El detalle de referirse a las “pupilas azul turquesa” de Papilión (página 186) también incurre en la inepcia (las pupilas siempre son negras), pero tiene la disculpa romántica de ser heredero de Gustavo Adolfo Bécquer, inductor de esa prolongada equivocación cromática. Génesis (El ritual rosacruz) es, por encima de todo, una novela de acción, pero que incluye reflexiones muy sugerentes sobre la condición humana y un buen caudal de páginas que podrían figurar en más de una antología, sobre todo en sus tramos descriptivos. Patrick Ericson demuestra con esta obra que atesora un buen dominio de la intriga y de la narración. Es probable que aún nos reserve sorpresas para los próximos años. Las esperaremos con auténtico interés.

lunes, 15 de diciembre de 2008

El legado




Es incuestionable que Frédéric Bovis, Jean-François Lopez y Léopold Jorge han escrito la novela El legado (El último secreto de Juan Pablo II), que les acaba de publicar en España la editorial Kailas, en la traducción de Natalia Galiana Debourcieu, con la intención de contraponerla a El código Da Vinci. Y también es incuestionable que los autores de El legado han introducido en la obra una serie de elementos muy similares a los manejados por Dan Brown: exploración de arcanos religiosos, documentos que se guardan en la caja fuerte de un banco provisto de altas medidas de seguridad, huidas por ventanas y balcones, falsos policías, persecuciones en coches a toda velocidad, etc. Todo esto es evidente y legítimo. Al fin y al cabo nos encontramos en el ancho mundo de la novela, donde los lectores esperamos con gozo que se nos embarque en proyectos imaginativos y en aventuras que nos agiten, conmuevan y seduzcan. Lo que ya no tiene tanto sentido (porque se sale de lo puramente literario e incurre en el absurdo del adoctrinamiento papanatas) es que se nos diga que los autores han querido reaccionar contra la manipulación ideológica que supuso la provocadora novela de Dan Brown, basada en elucubraciones fantasiosas, mientras que ellos «manejan fechas, lugares y hechos históricos reales» (sic). Ah, bien. ¿Es real entonces aquello que se pregona en la novela de que hace siglos el Diablo reclutó a una docena de adeptos, los marcó con el dibujo de un diamante negro y se han dedicado desde entonces a sembrar el mal en el mundo? ¿Es verdad que un soldado romano destruyó en el año 70 d.C. un buen número de rollos del Mar Muerto donde se hablaba de Jesús de Nazaret? ¿Es verdad que Guillermo de Nogaret (el cerebro gris que orquestó la campaña para desmantelar la Orden del Temple) era uno de esos personajes marcados con el diamante negro? ¿Es verdad que el papa Juan Pablo II recibió estas informaciones en un dossier, junto con el Grial, y que optó por quemar el primero y esconder el segundo? Es obvio que la respuesta tiene que ser negativa en todos los casos. Son ficciones novelescas, tan disparatadas como las de Dan Brown. Y entiéndase bien: a mucha honra. No trato de burlarme. Bovis, Lopez y Jorge no tenían por qué buscar justificaciones que se saliesen de lo puramente ficcional, ni por qué arrogarse el extraño papel de “historiadores”. Su tarea tenía que circunscribirse a construir un argumento trepidante, a componer personajes bien trazados y a dotar a la obra de un final sólido y verosímil. Y esto sin duda lo han cumplido a la perfección. Literariamente, El legado es una obra muy superior a El código Da Vinci. Pero sería bueno que no intentaran seguir vendiéndola más que como lo que es: una obra de ficción. Una estupenda obra de ficción. Ya es bastante con eso.

La sangre de los crucificados



Toquen las campanas (y toquen bien fuerte), porque tenemos novelista. Y no un novelista cualquiera, sino uno de gran vigor. Quédense con su nombre: Félix G. Modroño. Procuren no olvidarlo. Si los cauces editoriales funcionan como deben y el mundo de los lectores españoles no está definitivamente entontecido por las mil morrallas que le suministran narcóticamente los medios de comunicación, su nombre irá corriendo de boca a oreja, y se terminará convirtiendo en uno de los nombres más interesantes del panorama literario en nuestro país. Hay quien opina (lo sé) que los críticos no deberíamos decir este tipo de cosas, y que deberíamos limitarnos a redactar media docena de elogios (si el autor es novato) o tres elogios acompañados de coordinadas adversativas (si ya ha publicado más de un libro). Que lo último es ‘mojarse’. Pero qué quieren que les diga. No me apetece ponerme en ese plan. Tengo que aprovechar la coyuntura, porque cada vez encuentro menos motivos para lanzar cohetes cuando me enfrento a las novedades que ofrecen las librerías. Recuerdo que, allá por 1996, cogí la primera novela, gordísima, de un tal Juan Manuel de Prada, a quien no conocía entonces casi nadie. Y cuando terminé el libro publiqué una reseña a la que puse por título «Habemus papam»; dije en ella que Prada llegaría a lo más alto del panorama nacional... y los responsables del periódico en el que entonces estaba me miraron con gestos de estupor. Me dijeron que cómo me arriesgaba tanto; que fuese menos efusivo; que me limitara a los estereotipos al uso y que probablemente así me iría mejor. Al final, Prada terminó ganando el Planeta unos meses después; luego el premio Biblioteca Breve de Seix Barral; y todos los demás que ustedes sin duda conocen. Mi hipérbole se cumplió.
Ahora me ocurre algo parecido: creo que Félix G. Modroño ha comenzado una trayectoria que podría ser imparable. Su personaje de don Fernando de Zúñiga (un médico salmantino del siglo XVII, al que encomiendan resolver un enigma que ha costado sangre) tiene madera de perduración y podría convertirse sin mayores problemas en un personaje como el Alatriste revertiano: una figura sólida, llena de matices, cuyas aventuras están ampliamente documentadas desde el punto de vista histórico, gastronómico, indumentario y lingüístico, y que encandila a los lectores desde el mismo instante en que aparece en escena.¿Quieren ustedes saber por qué en el último cuarto del siglo XVII están apareciendo Cristos esculpidos con una impecable técnica, a la vez que aparecen cadáveres de personas cuyos rasgos coinciden con los de esas tallas? ¿Quieren saber cuál es el posible y misterioso origen de la figura del Cachorro sevillano (una de las figuras más veneradas de nuestra imaginería barroca)? ¿Quieren disfrutar con la prosa atrayente, magnética, subyugante y limpia de un novelista de verdad? Acudan entonces a La sangre de los crucificados, escrita por Félix G. Modroño y publicada por el sello Algaida. Y luego me cuentan.

Las conversaciones privadas de Hitler



Dice el gallego Camilo José Cela en uno de sus libros que cuando Dios quiere que un hombre pierda el rumbo y camine a la deriva le regala confianza. Y la cita no puede ser más oportuna si hablamos de Adolf Hitler, aquel desquiciado que, aupado por la confianza loca e irresponsable de millones de alemanes (aunque escueza reconocerlo, es evidente que los genocidas necesitan anuencias y auxilios en su entorno), llenó Europa de sangre y terror.
Lo que mucha gente no sabe es que el austríaco Adolf Hitler fue, durante varios años, objeto de una curiosa experiencia psicológico-documental: se tomaban de forma taquigráfica todas las conversaciones informales que mantenía con sus allegados y luego, bajo la supervisión personal de su secretario Martin Bormann, esos folios (que llegaron a superar el millar) se depositaban en un lugar seguro con el fin de que los avatares de la guerra no los mancillaran. Son las que ahora se conocen como «Bormann-Vermerke», que acaba de editar en España la editorial Crítica gracias al esfuerzo conjunto de cuatro traductores: Alfredo Nieto, Alberto Vilá, Renato Lavergne y Alberto Clavería. En este mastodóntico volumen podemos ver cómo Hitler no deja títere con cabeza: de los suizos opina que «en el mejor de los casos podremos utilizarlos como hoteleros»; de los rusos afirma que «más vale no enseñarles a leer»; de los norteamericanos marmoliza que «no hay nada más tonto» que ellos; a los españoles nos juzga «una banda de andrajosos»; y así sucesivamente. Nada le parece admirable en pueblo alguno, salvo en el alemán. Y cuando encuentra algo que le parece digno de ser reseñado en un personaje ajeno a la tradición germánica, no tarda en asimilarlo, a despecho de cualquier rigor histórico («Jesucristo era ario», afirma en la página 115).
El historiador Hugh Trevor-Hoper, en la página XXVII del prefacio con el que se abre el tomo, lo resume a la perfección: «Inglaterra, América, India, el arte, la música, la arquitectura, la astronomía, la medicina, san Pablo, los faraones, los macabeos, Juliano el Apóstata, el rey Faruk, el vegetarianismo de los vikingos, el sistema de Ptolomeo, la edad de hielo, el shintoísmo, los perros prehistóricos, la sopa espartana; no había materia sobre la que, aunque ignorante, Hitler no estuviera dispuesto a dogmatizar». Es cierto. Y no sólo sobre esos temas: también lo hace sobre la inutilidad de las mujeres en política (página 200), sobre la beatería de la mujer de Franco (página 552) y sobre mil asuntos más, tan variopintos como curiosos. Los lectores de este copioso volumen podrán comprobarlo cuando se acerquen a sus páginas.En resumen, estamos ante un cúmulo de rencores, disparates y soflamas que revelan de forma cristalina el cieno mental de este desequilibrado que controló la vida y la muerte de millones de personas. Para no perdérselo.

Cómo hablar de los libros que no se han leído



Terrible paradoja... He de hablar hoy de un libro que ha escrito el ensayista francés Pierre Bayard, que ha traducido Albert Galvany, que ha publicado el exquisito sello Anagrama y que se titula —pásmese el lector— Cómo hablar de los libros que no se han leído. ¿De qué manera puedo escribir y qué cosas puedo comentar para que se crea que, efectivamente, yo sí me he leído ese volumen? Porque, de forma notoria, la editorial catalana ha jugado a epatar: la obra original se titula, en francés, Comment parler des livres que l’on n’a pas lus? Y ese signo de interrogación, al ser eliminado en la versión española, convierte un rótulo perplejo y dubitativo en otra cosa bien distinta: el encabezamiento de un manual cínico o capcioso.
Pero, obviamente, no es ésa la intención de Pierre Bayard. Lo que él pretende explicarnos, bajo la especie de la desfachatez, es que todos somos, en realidad, no-lectores. Primero, porque leer veinte, cincuenta o cien libros al año, en un mundo que produce durante ese tiempo varios millones de títulos, no nos autoriza a definirnos como ‘lectores’. Y segundo porque, lo reconozcamos o no, olvidamos el 90% de cada libro nada más acabarlo. De ahí que la pretensión soberbia de ‘haber leído’ tal o cual obra no sea más que la gesticulación infantiloide de un engreído o un pedante, que no resistiría una encuesta sobre cien detalles de la obra una semana después de haberla cerrado. Somos —lo dice Bayard— lectores metonímicos: sólo leemos una parte de cada obra: la que incorporamos a nuestra memoria (e incluso esa porción de datos está sujeta a constantes modificaciones).
En ese orden de razonamientos hay que entender sus aparentes boutades, como la que desliza en la página 13 («Para hablar con rigor de un libro, es deseable no haberlo leído del todo, e incluso no haberlo abierto nunca»), en la página 26 («Quien mete las narices en los libros se ha echado a perder para la cultura, e incluso para la lectura») o en otros lugares de la obra.
Hablar sobre libros no leídos deja de ser, según el intrépido análisis de Pierre Bayard, un rasgo de incultura. Por el contrario, el ensayista francés valora esa habilidad como un rasgo elogiable, digno adorno de personas flexibles y sinceras. No en vano se invoca en la primera página del tomo una chilindrina del genial dandy Oscar Wilde («Jamás leo los libros que debo criticar, para no sufrir su influencia»). ¿Qué nos propone realmente Pierre Bayard en este ensayo? ¿Un exabrupto cínico? ¿Una entronización de la desidia o el analfabetismo? En modo alguno. Sus argumentos son tan sólidos como nuevos, y merecen ser considerados como la avanzadilla de una sorprendente revolución cultural. Júzguela por sí mismo quien lo dude.

La frontera infinita



Deben de ser muy pocos los interesados en la literatura española del siglo XX que desconozcan el nombre y la obra del gallego Celso Emilio Ferreiro. Pero como lo más popular de él fueron sus versos es probable que el grueso de esos lectores desconozcan que escribió dos libros de narrativa: “A fronteira infinda” y “A taberna do galo”. La editorial Faktoria K publicó el año pasado una traducción de esos relatos (hecha por el propio autor), que ha ilustrado Marc Taeger y que contiene once historias sumamente interesantes, donde Celso Emilio Ferreiro plasmó sus emociones del mundo del exilio. “El alcalde” nos traslada un cuento de hálito periodístico, expresionista y sinóptico, donde nos habla de un mandatario iracundo y rencoroso, que venga la muerte de su hijo fusilando a siete inocentes en Teimud; “Extraño intermedio” es la escalofriante historia de Cayetano Pérez Padrón, que es detenido y torturado salvajemente por un error, y que pondrá fin a esta ignominia tomándose un tubo de somníferos y encontrando el alivio consolador de la muerte; “El gallego Esteban” ofrece un mundo sin ley, donde la autoridad es ejercida por los que hacen del coraje un método de supervivencia; “El tímido” es la triste historia de Pablo (“Treinta años, hijo único, soltero, onanista y tímido sexual”, página 77), que inventa a Raquel y que sucumbe bajo las ruedas de un tren cuando corre hacia ella, delirante y esperanzado; “La raíz en el aire” tiene como protagonista a Silveira, quien después de una infancia difícil en Galicia se encuentra ahora trabajando para la Shell Petroleum Corporation de Maracaibo; “El filántropo” está narrado desde la perspectiva de un niño, que destroza el retrato de un tío-abuelo suyo llamado Olegario cuando la familia se entera de que éste, millonario indiano, ha donado todo su dinero y sus propiedades a instituciones benéficas; “Mi pana bulda” es el relato de un engaño y una quimera sexual, que une a un soldado honesto y lúbrico con una mujer enamorada de otro hombre... Y así hasta completar las once narraciones magníficas que forman el tomo. Celso Emilio Ferreiro, procurador de los tribunales, agente de seguros, poeta, gallego, hombre sensible y dotado de un fino sentido del humor, observador agudo de su entorno, elegante estilista, construyó en “La frontera infinita” un vademécum de desgarros y exilios que ningún buen lector debería perderse. Es una forma magnífica de que los lectores más jóvenes conozcan a uno de los escritores más completos de la literatura española del siglo XX.

Hola, mi amor, yo soy el Lobo



Que Luis Alberto de Cuenca es un poeta de reconocido prestigio nacional e internacional es cosa sabida. Que fue director de la Biblioteca Nacional y Secretario de Estado de Cultura, también. Que ha sido galardonado con el Premio de la Crítica y con el Premio Nacional de Traducción, también. No obstante, es menos famosa su faceta como letrista de la Orquesta Mondragón, que lo llevó a escribir canciones como “Caperucita feroz” o “Garras humanas”, para que las popularizase el inefable Javier Gurruchaga.
Ahora, la siempre sorprendente editorial Rey Lear nos ofrece una selección de poemas de este mago de las palabras, consensuada por Jesús Egido y Miguel Ángel Martín e ilustrada simpáticamente por este último. Y en ella descubrimos de la mano de Luis Alberto de Cuenca cómo los reyes antiguos se enamoraban de una forma fatal de sus hijas más adorables (“Amour fou”); cómo el desengaño puede mezclarse con el humor y convertirse en dos endecasílabos irónicos (“¡Qué mal mientes, amor! Si no te gusto / dímelo. Pensaré en un buen suicidio”); cómo las mujeres con problemas conyugales pueden ser aconsejadas con sarcasmo y con gracia (“La malcasada”); cómo el desayuno puede ser la comida más sensual y más placentera del día; cómo las hijas de los reyes y los monstruos pueden protagonizar historias menos truculentas que las comúnmente pregonadas por los libros más atroces de nuestra infancia (“La princesa y el dragón”); o cómo las fábulas pueden ser leídas de un modo distinto, según los ojos de la persona que se acerque a ellas (“La sirenita”).
En estos poemas breves, heterogéneos, calientes, activos, amargos, dulces, irónicos y vivaces, el dandy Luis Alberto de Cuenca introduce alusiones a Jaime Gil de Biedma, Juan Manuel de Prada, Pessoa, Borges o Coleridge; pero no se arredra a la hora de mezclarlos con Indiana Jones, el rock and roll, Lon Chaney, su Ford Fiesta rojo, el Joker, Mae West, Flash Gordon o las burbujas del champán, en una mixtura deliberadamente pop que tiene mucho de juego libérrimo y algo de las enumeraciones caóticas de Leo Spitzer.
De tal manera que la poesía, por fin, se convierte en una ceremonia donde las palabras juegan a lanzarse por toboganes (como quería el gran Julio Cortázar) y se dan la mano para bailar al corro, mientras los lectores disfrutan con sus luces, sus colores, sus gritos de felicidad, sus espontáneos giros y vaivenes. Si sólo nos ha sido dada una vida, la poesía sí que puede ser (lamento contradecir al espléndido Gabriel Celaya) sin pecado un adorno. Antologías tan hermosas como ésta que nos propone la editorial Rey Lear sirven para reconciliarse con el gozo de leer.

domingo, 28 de septiembre de 2008

La soledad del ángel de la guarda



Se ha hablado en muchas ocasiones de la soledad del corredor de fondo, y de la soledad de los héroes; pero hay una soledad más ardua y más cenagosa, porque se tiñe casi siempre de anonimato y hasta puede verse salpicada por el desprecio ajeno: la soledad del guardaespaldas. Así lo entiende al menos Raúl Guerra Garrido, y lo plasma en una novela que lleva por título La soledad del ángel de la guarda y que ha editado el sello Alianza.
No se habla en ella, jamás, del País Vasco, pero tampoco hubiera sido preciso, dado el desarrollo y la textura de los acontecimientos que se nos cuentan. La persona que debe ser protegida es un catedrático jubilado de universidad, cuyo pensamiento y actitudes molestan grandemente a los Malos (así los califica el narrador de los hechos, que no es otro que el propio guardaespaldas). Este Viejo Profesor es nominado como don Olegario Álvarez del Río en las primeras páginas de la obra, pero pronto se transforma en don Obdulio Fernández del Campo, y luego en don Octavio Núñez del Teso, y posteriormente en don Orencio, don Olgonio, don Olivio, don Olierto, don Onofre, don Ovidio, don Orlando y don Olmio. ¿Qué importa (parece decirnos Guerra Garrido) el nombre? Importa su condición de triste diana ambulante, para quien todos procuran elaborar una ignominia: compañeros de la Facultad que lo insultan, para que nadie los crea situados en su mismo bando (p.181); manifestantes que lo motejan de fascista, por hablar de la libertad (p.140); amigos que lo saludan en recintos cerrados, pero que se niegan a hacerlo en la calle (p.200); etc.
Pero es que para el guardaespaldas tampoco son fáciles las cosas: tiene que sufrir el calvario de vivir solo (para no implicar a su novia Yoli en sus actividades); su única amiga fiel es su pistola Betty (su teoría es que el arma «es como la picha: no la saques sin motivo ni la envaines con deshonor», p.42); se ve envuelto sin desearlo en una tensa situación dentro de una herriko taberna; debe proteger al Viejo Profesor en el desalojo de un cine (por amenaza de bomba); y, al final, verá confirmados sus peores miedos, en las secuencias postreras del volumen.
Raúl Guerra Garrido (premio Nacional de las Letras 2006), cuya trayectoria ha sido tan impoluta como brillante, nos entrega con esta obra una reflexión lúcida, de gran solidez formal, llena de juegos fraseológicos que recuerdan al Roa Bastos de Yo, el Supremo, y con docenas de guiños para lectores avezados («Llamadme Ismael, dijo Pepe», p.46; «Éste es el corazón de las tinieblas», p.77; «Fuese y no hubo nada, como en la copla», p.182; etc), en la que nos estremecemos con los temores más profundos de un hombre que vive en el límite del vértigo.

miércoles, 17 de septiembre de 2008

La sociedad de la decepción



Todo territorio —social, cultural, económico, político— necesita una conciencia. O, al menos, la mirada de alguien lúcido que, exteriormente, analice con inteligencia sus derroteros y su posible futuro. Gilles Lipovetsky es una de esas miradas, si nos referimos al mundo occidental. Sus reflexiones sobre el capitalismo europeo y americano, sus dictámenes sobre la modernidad y sus juicios sobre la cultura liberal circulan ampliamente en libros como La felicidad paradójica o La era del vacío. Ahora el sello Anagrama acaba de lanzar La sociedad de la decepción, una larga entrevista que el pensador mantuvo con Bertrand Richard, y que traduce Antonio-Prometeo Moya.
Se nos explica en sus páginas que los occidentales habitamos en un mundo hipersatisfecho, donde abunda al especie del «turboconsumidor nómada» (p.50); pero que ya comienzan a ser frecuentes las personas que, recelosas de esa aceleración sin límites, se dan cuenta de que el camino es inviable. No hay rutas de avance continuo en un planeta cuyos recursos se erosionan, y ni siquiera nos quedan las ilusiones infantiles de antaño («Ya no tenemos grandes sistemas portadores de esperanza colectiva, de utopías capaces de hacer soñar, de grandes objetivos que permitan creer en un mundo mejor», p.63). Y es que, en efecto, mientras que las sociedades tradicionales se refugiaban en el fervor religioso o en la persecución de libertades cada vez más avanzadas y estables, el mundo postmoderno se ha edificado sobre «la incitación incesante a consumir, a gozar, a cambiar» (p.23). Este panorama que nos dibuja Lipovetsky es, desde luego, desalentador, pero él no pretende tachar de execrable o agónico el mundo en que vivimos («Me he negado siempre a la denuncia apocalíptica, es demasiado fácil», p.18), sino que pretende diseccionarlo sin prejuicios, sin maquiavelismos, con rigor. Es verdad que hemos perpetrado insensateces, pero no mayores que las de nuestros antepasados («El hombre actual no es más egoísta e inhumano que el de antes: en los dominios tradicionales, la envidia corroía a las personas y la consagración del deber no impidió ni las guerras mundiales ni los campos de exterminio», p.109).
Y a continuación, la gran pregunta: ¿existe todavía un modo de reconducir esta tendencia y de generar un nuevo modelo político y social? Gilles Lipovetsky cree que sí, y que éste sólo podrá brotar del sistema educativo, que ayudará al hombre a redefinir su conducta («El papel de la escuela será primordial para aprender a situarse en la hipertrofia informativa. Uno de los grandes desafíos del siglo XXI será inventar nuevos sistemas de formación intelectual», p.92). Es decir, que sólo repensando nuestro mundo podemos tener esperanzas de sobrevivir y de avanzar. Libros como La sociedad de la decepción nos pueden ayudar en la búsqueda de soluciones para seguir pensando que el futuro existe.

La doncella de Orleáns



De François Marie Arouet (que adoptó el seudónimo de Voltaire en 1719), uno de los escritores más notables que Francia ha producido a lo largo de su historia, se han propalado desde finales del siglo XVIII asertos extremados y más bien desconcertantes. En el catálogo de denuestos, quizá el más granítico se lo dedicó Madame de Stäel, al afirmar en su libro De l’Allemagne que Voltaire gozaba «riéndose como un demonio o un mono de la miseria de esta raza humana con la que él no tiene nada en común». Y el más elogioso de los ditirambos se lo adjudicó el argentino Jorge Luis Borges al decir que su prosa era quizá la mejor de Francia, y aun del mundo.
La editorial Rey Lear nos ofrece, de este personaje posiblemente genial, la obra La doncella de Orléans, traducida por Juan Victorio, donde el corrosivo poeta y filósofo francés revisa la biografía de Juana de Arco, aquella joven que manifestó haber escuchado la voz de Dios y que, guiada por el sagaz san Dionisio, posibilitó la coronación de Carlos VII en Reims (1429), para luego ser quemada dos años más tarde, acusada de herejía. Mucho más tarde, en 1920, alcanzó para la iglesia católica el status oficial de santa… Pero Voltaire no sería Voltaire si, con una gran dosis de humor, acidez y zumba, no desmontase pieza a pieza toda la parafernalia mística y sexual que rodea a la jovencita francesa y nos ofreciese una versión de la historia, digamos, ‘alternativa’, para que contemplemos la vida de la doncella de Orléans desde el lado del descreimiento, desde la ladera de la ironía, desde la atalaya de la burla.
Así, nos muestra a san Dionisio (patrón de Francia) y a san Jorge (patrón de Inglaterra) peleándose a espadazo limpio y rebanándose orejas y narices, hasta que el arcángel san Gabriel decide poner un poco de orden en semejante pugna; y veremos cómo el desconfiado rey Carlos solicitará a sus médicos que revisen a Juana y le extiendan un certificado de virginidad; y, por supuesto (Voltaire en estado puro), veremos a un buen número de religiosos lúbricos; a monjas ardientes que cobijan en su convento a un guapo semental para uso y disfrute de la abadesa; e incluso a un burro (el de Juana) que adquiere mágicamente el don del habla, y lo utiliza para declararse a su ama.
Una obra, pues, llena de disparates humorísticos y que nos permite volver a gozar con las deliciosas maldades de este enciclopedista irónico, culto, mordaz y lleno de perspicacia psicológica y literaria, que nunca fatiga ni ofende a los lectores dotados de inteligencia. A eso lo llaman los preceptistas ser un clásico.

jueves, 6 de marzo de 2008

Días de diario



Disponemos en España de pocos genios literarios vivos. Existen, sí, varios escritores prodigiosos (Manuel Rivas, Juan Marsé, Quim Monzó); pero genios, lo que se dice genios, sólo disponemos, en mi opinión, de dos: Antonio Muñoz Molina y Juan Manuel de Prada. Y ambos, curiosamente, publican con el sello Seix Barral.
Ahora, el jienense Muñoz Molina ve publicado con esa misma editorial su breve obra Días de diario, un cuaderno de bitácora mínimo, humilde, delicioso en su desnudez retórica, donde nos va dando cuenta de cuatro meses en la vida del autor. Cuatro meses (desde julio hasta noviembre de 2005) en los que el narrador andaluz y su esposa, la también novelista Elvira Lindo, estuvieron en la ciudad de Nueva York, escribiendo, paseando, empapándose de otra cultura, otro clima y otras amistades; cuatro meses donde no les pasó nada excepcional, salvo el mero milagro de vivir, de componer sus obras, de charlar sobre mil y un temas, de añorar a la familia, de respirar otra atmósfera.
Todo este volumen tiene la tibieza humana de un álbum de fotografías: su madre (a la que llama por teléfono con cierta languidez), su padre recién fallecido, sus hijos, las noticias que lo perturban (como las que rodean al terrible huracán Katrina), los paisajes y sus colores, los restaurantes que van descubriendo, algunas consideraciones pedagógicas de gran interés («Siempre he pensado que a los hijos hay que exponerlos a las obras maestras del arte, igual que al aire saludable y al sol», p.62); reflexiones serenamente lúcidas sobre cuestiones sociales («La política crea conflictos donde no existían y agrava los ya existentes en lugar de resolverlos. Véase la alarmante actualidad española. La política, en países como España, es echar sal en las heridas y gasolina en el fuego, y encender hogueras donde no las había. El presente inquieta más cuando se piensa en lo que fue el pasado», p.54)… Y, de fondo, la gestación del libro El viento de la Luna, que tiene al autor ocupado y preocupado («Me da mucho miedo pensar que la novela no salga bien, porque en estos tiempos creo que es imprescindible y urgente para mí terminar una buena novela. Vital para mi buen nombre y para mi confianza en mí mismo, tan debilitada últimamente», p.9).
Para todos aquellos que, engañados por las dimensiones del volumen, puedan deducir que nos encontramos ante una obra menor de Antonio Muñoz Molina, convendría recordar la prudente advertencia del arcipreste de Hita acerca de las virtudes de lo pequeño: en una diminuta colección de páginas honestas y bien trazadas puede haber más belleza que en un mamotreto de medio millar de folios. Aquí, estén ustedes seguros, ocurre de ese modo.

miércoles, 27 de febrero de 2008

Después de muertos



Seguramente, si nos preguntan con qué asociamos el nombre de Haití, lo más frecuente será que respondamos que con el vudú, ese rito extraño, tribal y desconcertante que afirma que puede resucitar a los muertos y convertirlos en unos seres llamados zombis. José María Latorre aprovecha ese hilo tan famoso para contarnos la historia de John Scott, un huérfano de 14 años que, desde Plymouth, viaja hasta la isla caribeña, donde su tío Philip, un rico propietario de plantaciones, ha aceptado cobijarlo tras la muerte de sus padres.
Pero los problemas de Johnny no se cancelan con este recibimiento familiar, sino que se inauguran: poco a poco, irá descubriendo que en la casa de sus tíos ocurren cosas demasiado extrañas. Sus primos (Chantal y Alfred) no parecen sentir ningún afecto por él; su tío procura mantenerlo alejado de ciertos lugares de la casa; la criada y cocinera Monique no se molesta en disimular el disgusto que le provoca la presencia de John; y su tía Marge no se ha dignado ni siquiera a hacer acto de presencia (todos le dicen a John que está convaleciente de una grave enfermedad, y que es mejor que se mantenga alejado de sus habitaciones). John, que es un muchacho con inquietudes musicales, pictóricas y literarias, no sale de su asombro ante el enrarecido ambiente de aquel enorme caserón. Ni se le quita el miedo del cuerpo cuando le informan de la atroz dictadura que Duvalier mantiene en la isla, auxiliado por los eficaces y brutales Tontons Macoute (su casi todopoderoso cuerpo de guardia). Y la situación no mejora cuando se entera de que su tío, en realidad, es un houngan (un sacerdote vudú). Y tampoco mejora cuando descubre, en el frigorífico de la cocina, un enorme recipiente lleno de sangre fresca. El único aliado con el que puede contar es Benjamin Perkins, un profesor al que tío Philip paga para que le dé clases particulares a John. Pero muy pronto los acontecimientos volverán irrespirable el aire: ceremonias alucinógenas, crímenes, enterramientos en vida, ocultamientos, persecuciones… ¿Qué posibilidades tiene un chico de 14 años de sobrevivir a todos esos horrores? José María Latorre consigue elaborar una obra, trepidante, muy bien escrita y resuelta con elegancia, que quedará en la memoria de los lectores. Una espléndida propuesta.

jueves, 14 de febrero de 2008

Pídeme la luna



¿Quién no ha escuchado, o leído, o visto en televisión, alguna historia de "bulling"? Se trata de personas que sufren acoso en sus trabajos, en sus centros de enseñanza o en sus localidades, y que tienen que abandonar su vida corriente por la presión de los indeseables que los martirizan. En el mundo escolar, el caso que más celebridad ha cosechado (triste celebridad, infame celebridad) fue el de Jokin, un adolescente que, harto de soportar las palizas y los insultos de sus compañeros de instituto, se arrojó desde lo alto de la muralla de Hondarribia (Guipúzcoa). Care Santos, sin duda conmovida por acontecimientos terribles como éste, ha escrito un texto durísimo cuya protagonista es Blanca, una chica de 16 años que estudia en el IES Esquivias Galerón y que sufre el maltrato físico y psicológico de Álex, un auténtico energúmeno que capitanea a un grupo de descerebrados cuya única misión en la vida parece ser machacarla día tras día, con vejaciones, insultos y todo tipo de sevicias. La muchacha sólo encuentra dos ventanas por las que le llega la luz: su amiga Irene (que la apoya en todo momento, y que trata de animarla en sus momentos bajos) y Miwok (un internauta del que anda enamorada, y que le corresponde). Pero conforme vamos avanzando por la novela descubrimos que los horrores pueden acumularse sin límite sobre las personas, y que a la muerte de su padre (que ha sido atropellado) se une la muerte de su perro (llamado Kafka) y, guinda que corona el pastel, la decisión de su madre de casarse con el hermano de su antiguo marido. Blanca, que se considera traicionada en el instituto y dentro de su propio hogar, vive como quien camina sobre un alambre, a muchos metros del suelo. Y se dedica a escribirle largos correos electrónicos a su hermano mayor, explicándole cómo se siente y tratando de mantener un vínculo imposible con él, que se encuentra muy lejano. Varias sorpresas de gran envergadura (que afloran en las páginas finales de la obra) dejarán al lector con la boca abierta, y le provocarán deseos de leer más libros de Care Santos. Si ocurriera así, me permito deslizar una sugerencia: que acudan a la novela Laluna.com, con la que esta excelente escritora catalana obtuvo el premio Edebé hace algunos años. Me agradecerán el consejo.