domingo, 30 de junio de 2019

Genio y figura




Doy fin con un placer más que notable a la novela que el cordobés Juan Valera tituló Genio y figura y que Cyrus DeCoster editó con gran aparato crítico en el sello Cátedra.
Aunque probablemente no se encuentre a la altura de otras producciones del narrador andaluz, la verdad es que me ha resultado atractiva y sugerente. Escrita sin unas intenciones didácticas muy marcadas (Valera insiste en que no pretende “adoctrinar ni enseñar nada, sino divertir algunos momentos o interesar a quien me lea”), sus capítulos se dejan leer con amenidad y con agrado, y hasta contienen metáforas de exquisita confección. Un ejemplo de esto último puede hallarse en el capítulo VII, cuando el autor, para referirse al doble beneficio que la unión entre ambos reportó a don Joaquín y a Rafaela, nos dirá que “no eran en esto dos nulidades o ceros, cuya suma es siempre cero, sino dos cantidades negativas que se convierten en positivas al multiplicarse”.
Desde que leí Pepita Jiménez durante mi adolescencia no me había acercado a más obras del ilustre académico. Quizá no sería mala idea repetir la visita.

sábado, 29 de junio de 2019

Caimán




Leí Caimán, si la memoria no me falla, allá por 1995 o 1996, en la edición de Iglesias Feijoo y Mariano de Paco (Espasa-Calpe, Madrid, 1994); y vuelvo a ella veinticinco años después, para reencontrarme con el estremecedor testimonio de un trío atormentado cuyos integrantes son el cojo Néstor y el matrimonio formado por Dionisio y Rosa, que perdieron a su hija en circunstancias bastante traumáticas.
Sigue maravillándome cómo Buero Vallejo es capaz de sumergirse en los crudos territorios del dolor, el conformismo y la amargura para construir muchas de sus piezas teatrales, llenas de heridas secretas, de golpes hondos, de lágrimas calladas.
Y rescato los tres fragmentos que subrayé en rojo en mi primera lectura: “Los niños son los animales más feroces de la zoología”. “No te recrimines. No hay culpas. El mundo está mal hecho”. “Somos una especie sin porvenir”.
Muy enriquecedor, sumergirse en las páginas de don Antonio.

viernes, 28 de junio de 2019

La vida literaria




Vaya bobada de recopilación que acabo de leerme. Lleva por título La vida literaria, su autor es Miguel de Unamuno y la pone en circulación el sello Espasa-Calpe (Madrid, 1981). Está bien (o, al menos, resulta tolerable) que alguien de la talla intelectual de Unamuno publique artículos remunerados, donde aprovecha los flecos de su sabiduría o el serrín de su taller para pergeñar cosicas en las hojas caducas de la prensa. Hasta ahí, nada que objetar, porque lo han hecho miles de escritores, incluso superiores a él. Pero que los herederos hayan decidido montar un libro con ellos resulta un bochornoso snobismo, mitómano y monetizado, que no merece sino desprecio.
Pocas cosas aprovechables en el volumen. Poquísimas. He sonreído con la frase que Luis Veuillot le esclafó a un noble: “Yo asciendo de un tonelero, y usted, ¿de quién desciende?”. Y he cabeceado aprobatoriamente con esa consideración de que, frente a tantos requiebros inverosímiles como se le dedican a la amada (mi sol, mi estrella, mi cielo, mi vida), a nadie se le haya ocurrido llamarla “mi libro”. Es una simpática apreciación. Todo lo demás puede ser olvidado sin perjuicio de la fama y la calidad de don Miguel.
Frases que he subrayado en el libro: “La objetividad es una mentira tan grande como la actualidad”. “La primera cualidad que debe tener un buen médico es la de saber mentir”. “O se vive en el mar o se vive en su oleaje”. “La sonrisa interior es el triunfo de la ironía”.

jueves, 27 de junio de 2019

El desafortunado intento




Muchas cosas me ha regalado este libro de la joven María Marín, aunque quizá la principal haya sido recordarme que no sólo las voces “consagradas” saben comunicar emociones con belleza y tino. Veintiocho años tiene la puñetera y qué contundencia de voz, qué promesas de obra, qué susurro de ramas en sus versos. A veces, adopta un asunto de necrofilia irónica o simbólica, donde el humor macabro adquiere brillos de metáfora; a veces vocifera contra la ruda pedantería castradora de quienes pretenden convertirse en dictadores del gusto; a veces, nos regala perlas reflexivas como “Reunión”; a veces, se burla de los manuales, por considerarlos (comparto su desdén) caduca hojarasca; a veces, nos hablará de Virginia Woolf, o de ella misma, o de nosotros; a veces, se mirará al espejo para hablarnos de nosotros.
María Marín tiene belleza dentro y la deja escapar a borbotones por las rendijas de sus palabras, de ahí que El desafortunado intento (la obra lírica que le publica el sello Boria) constituya un catálogo de ventanas: unas sirven para mirar el exterior y otras el interior. Y sus páginas están llenas de amor, de tristeza, de paz, de decepciones de lucidez y de ojos recién inaugurados.
Les dejo un ejemplo: “¿Habrá algo más triste /que querer que pase / el tiempo?”.
Les dejo otro ejemplo: “Y es que arrancarse / el corazón / es de las pocas maneras /que existen / de hacer que deje / de doler. / Aunque sea / por un momento”.
Acudan al libro y busquen ustedes sus propios ejemplos. Saldrán asombrados.

martes, 25 de junio de 2019

Las horas equivocadas




El libro ha caído en mis manos de manera azarosa, pero el nombre de su autor (Santiago Casero González) quedará en mi blog y en mi memoria de un modo permanente, porque Las horas equivocadas (La Discreta, 2019) es un magnífico volumen de relatos, de los que aparecen pocos al cabo del año. Desde el primero (“La vigilia de los precipitados”, que obtuvo el premio Elena Soriano) hasta el último (“Pudridero de poetas”, galardonado con el premio Max Aub) se desarrolla un tomo intachable, de extraordinaria calidad, muy variado en sus argumentos y absolutamente exquisito en su formulación literaria.
Paseando por sus páginas, el lector encuentra a filólogos que buscan trabajo en un edificio en construcción; a concertistas que provocan igniciones gracias a la intensidad con la que interpretan sus piezas; a escritores primerizos que se encuentran una pistola en su buzón de correos; a maridos que se desasosiegan con el desajuste de los relojes digitales de su casa; a padres que se refugian en un ardid cronológico para soportar la consunción de su hijo hospitalizado; a dos jóvenes que se buscan afanosa y ciegamente por el mundo, como Horacio y La Maga se buscaban por París; a adolescentes tristes que sufren penas de amor y leen a Goethe; o, en fin, a poetas que se arraciman en un tren y que, tras un viaje agotador, se enfrentarán a un destino turbulento e inopinado.
Como profesor de instituto, permítanme que anote aquí una cita del relato “Consuelo”, quizá el mejor de cuantos aquí se alinean. Un padre observa el colegio donde sus hijos permanecen estudiando y reflexiona sobre “el zumbido de la coacción social, gracias a la cual cientos de niños permanecen sentados y encerrados en las aulas, y piensa en los años que sus hijos tienen por delante, en las humillaciones que soportarán o que contemplarán, en el sordo apaciguamiento en que consiste la educación, una gota malaya que cae sobre una roca hasta que la horada, hasta que acaben aceptando que el conocimiento los hace mejores sin saber que no, que se puede poner en pie un majestuoso monumento de erudición y de sabiduría y ser al mismo tiempo un miserable”.
Todo funciona en estos cuentos con la exactitud (formal y argumental) de un reloj atómico, lo que no resulta escasa maravilla; y el libro se hace acreedor del más agradecido de los aplausos. Se lo dedico puesto en pie.

lunes, 24 de junio de 2019

Diario de Ithaca




He experimentado una sensación diferente con este Diario de Ithaca, de Miguel Ángel Hernández (Newcastle Ediciones), frente a lo que he sentido con otros diarios (Trapiello, Márai, Pániker, Kafka, Sánchez-Ostiz…): la convicción de que el protagonista me estaba invitando a caminar a su lado sin exigirme etiqueta o sin establecer condiciones. No lo veo fraguando literatura, ni dibujando frases para la galería, ni expeliendo introspecciones de manual. No advierto que quiera deslumbrarme o epatarme. Me parece que, mucho más sencillo, el autor se abre un botón de la camisa a la altura del pecho y me dice: “Mira”. Nada más. Nada menos.
Veo en estas páginas al joven que desembarca en un centro universitario de los Estados Unidos, que tiene problemas con el idioma, que trata de encajar en un modelo muy diferente al que constituía su hábitat murciano y que, sin tapujos, nos dice que se emborracha, que se masturba, que se prepara clases en el último momento, que experimenta un estupor casi martinezsoriano mientras conduce por Nueva York con un coche alquilado, que cuenta chistes sobre diarreas en el momento menos oportuno, que dialoga con pensadores a quienes no conocía en persona pero admira en profundidad o que incluso un día se mea encima por no llegar a tiempo al baño, después de una ingesta etílica bastante aparatosa.
Y también me encuentro a María Luisa (Castejón) y Diego (Sánchez Aguilar), las constantes referencias a Leo (Cano), las melancolías murcianas, las escapadas al Yeguas, los elogios tributados a Mieke Bal, la compañía indispensable de Raquel, el disgusto por una crítica negativa en la que Antonio Orejudo le reprochaba cierta ligereza en la utilización de la figura de Walter Benjamin (menudo ojo el del madrileño). Y mucha cerveza. Y el hastío de rellenar papeles burocráticos. Y la tesis de Tatiana Abellán. Y más cerveza. Y la admiración por Enrique Vila-Matas. Y las botellas de vino. Y las conversaciones con Sergio Chejfec. Y la nieve. Y alguna cena vegana, que matiza la pantagruélica celebración del Día de Acción de Gracias.
Nunca he estado en la Universidad de Cornell, ni en la ciudad de Ithaca, pero las anotaciones de Miguel Ángel Hernández me han hecho estar allí, conocer sus calles y oler sus barbacoas. Es la magia de los buenos diarios. En julio me pondré con Aquí y ahora, que para eso me lo ha regalado mi hermano Luis García Mondéjar.

sábado, 22 de junio de 2019

Las ratas




El tío Ratero, pese a la insistencia de Justo, el alcalde, no está dispuesto a dejar la cueva donde vive junto al Nini. Las autoridades regionales desean modernizar la zona y para ello presionan al munícipe con la pretensión de que lo desaloje, pero el asilvestrado personaje tiene muy claro que la cueva es suya, y que suya es la decisión sobre la forma en que quiere vivir. En ese universo rural, casi ancestral, el vallisoletano Miguel Delibes nos coloca a don Antero, el Poderoso; al Rabino Chico, que sólo les habla a las vacas, porque “los hombres sólo dicen mentiras”; a Matías Celemín, el Furtivo (con quien el Ratero mantiene una agria y constante confrontación, por considerar que le quita su medio de subsistencia, que no es otro que la caza de roedores); al Centenario, que tiene un cáncer que le roe el cráneo y que se lo explica al Nini de forma muy gráfica (“A todos cuando muertos nos comen los bichos. Pero es igual, hijo. Yo soy ya tan viejo que los bichos no han tenido paciencia para aguardar”); a doña Resu, que vive obsesionada con la idea de que el Nini debería acudir al colegio (donde aprendería, por ejemplo, lo que significa la palabra “longanimidad”); y a otros curiosos habitantes de la zona.
Con este retrato colectivo descubrimos un mundo cerrado, regido por leyes tan acrisoladas como extrañas (extrañas para quienes vivimos en el mundo moderno, urbano y plastificado), donde la figura del Nini, niño sabio y de pocas palabras, se erige en columna o piedra angular. Los ciclos naturales, las variaciones del clima, la acomodación al paisaje, el contacto con los pájaros, se convierten en los ejes de un modo de vida que quizá respetamos pero ya no entendemos: la de quienes cazan ratas para comer; la de quienes miran las nubes esperando el milagro o el desastre; la de quienes se odian y se respetan.
Y Miguel Delibes, con su mirada silenciosa de párpados caídos, la inmortaliza en estas páginas.

jueves, 20 de junio de 2019

Flappers y filósofos




Francis Scott Fitzgerald fue el fotógrafo verbal de una época extraña de los Estados Unidos. Una época de alegría, desenfado, ligereza (los “Felices 20” fue un rótulo que tuvo mucho éxito como etiqueta generacional); pero también un tiempo atroz de crujidos sociales, simbolizados en la crisis bursátil de 1929. Y Scott Fitzgerald ejemplifica a la perfección ese universo jánico: fue un hombre de éxito y de fracaso (curiosamente, su novela El Gran Gatsby fue un aparatoso fiasco de ventas), de amores y desamores, de esplendor y decadencia, de luces fulgurantes y de sombras más bien cochambrosas (trabajó como guionista, por un sueldo miserable, para la Metro Goldwyn Mayer)… Andrés Barba, traductor y prologuista de la obra Flappers y filósofos resume su retrato de forma atinada diciendo que fue “el soldado que nunca luchó, el deportista que nunca jugó, el escritor que nunca terminó de verse reconocido” (p.13). Y es verdad. Pero antes de verse atropellado por ese vendaval de contradicciones, Fitzgerald fue un joven que, a los 24 años, puso sobre el papel estos ocho cuentos magníficos, llenos de humor, desenfado, ironía y buenos modos literarios, que ya servían como preludio de lo que vendría después.
“El pirata de la costa” nos presenta a la insoportable Ardita, una rica y caprichosa heredera que lleva por la calle de la amargura a su tío, el señor Farnam, y que descubrirá al amor de su vida de un modo rocambolesco. “El palacio de hielo” nos presentará la historia de Sally Carrol Harper, quien tendrá que salir de su mundo para descubrir que lo que busca, en realidad, lo tiene al lado. “Cabeza y hombros” está protagonizada por Horace Tarbox y Marcia Meadow, un joven genial y una bailarina alocada, cuyos destinos trazarán un inesperado bucle. “La fuente de cristal tallado” nos aproxima a un objeto simbólico, sobre el que Evelyn Piper exonera la rabia de su vida. “Bernice se corta el pelo” es un relato humorístico de corte adolescente, igual que “Bendición” es una bagatela misticoide, de escaso interés. “Dalyrimple se equivoca” es una joya irónica, donde asistimos a la degeneración imparable de Bryan, un regresado de la guerra, que se enfanga en trabajo mezquinos, en pequeños hurtos y, finalmente, en un puesto político que lo llevará hasta el Senado. Y “Los cuatro golpes”, con el que se cierra el tomo, se antoja impecable, salvo en la prescindible moralina final.
En suma, un libro donde podemos conocer lo que escribía Francis Scott Fitzgerald cuando aún no era el autor célebre que el cine y la historia de la literatura nos muestran.

martes, 18 de junio de 2019

Lope en silueta




Fervor. Es la palabra que mejor condensa el espíritu de estos escritos que Azorín consagra al Fénix de los Ingenios. No hay medias tintas. No hay contención en el elogio. “Son él y Cervantes los dos más descollados personajes de nuestras letras”, afirma en la página 11. “Lope es inmenso”, anota a continuación. “Todo está en Lope”, consigna con aplauso. Y de tal suerte son las alabanzas y tan elevados se yerguen los ditirambos que, incluso cuando hay que aproximarse a determinados comportamientos inmorales del potro gallardo que va sin freno, Azorín encuentra la disculpa elegante: “Se coloca de un salto fuera del clima moral corriente. Sus coetáneos viven en un clima y él vive en otro. En ese otro clima moral, Lope pasa con facilidad y fluidez de un estado a otro estado” (p.18). O, dicho con más llaneza: que el dramaturgo se pasa las normas por el arco del triunfo y que hace bien. No se puede ser más claro, ni más tolerante, ni más encomiástico.
Da igual que don Luis de Góngora lo desprecie (“Góngora se piensa superior a Lope y se siente inferior”, p.22), porque el Fénix no le devuelve el sentimiento (“A Góngora no le ha odiado nunca Lope. Lope no tiene tiempo de odiar”, p.44). Da igual que sus enemigos literarios le prodiguen sus saetas: Lope les contesta de la forma más irritante posible: escribiendo cada día mejor. Su imaginación parece no tener fin; su pluma no conoce desmayos. Y esto se demuestra sobradamente en libros como La Dorotea, el libro de “más atrevida invención verbal en nuestra lengua” (p.43).
Libro entusiasta y de lectura agradabilísima.

domingo, 16 de junio de 2019

La puerta falsa




En la página 33 de este libro, absolutamente central (el volumen tiene 66), puede leerse el poema “Relieves”, que lleva consignado entre paréntesis el subtítulo de “Homenaje a Jorge Guillén”. Creo que en esa clave se sustenta uno de los pilares indiscutibles de La puerta falsa: en el evidente aroma guilleniano que empapa la inmensa mayoría de los textos del tomo. Un aroma que se traduce en imágenes leves, de airosa elegancia; en músicas tenues, pudorosas, casi secretas; en una meticulosa contención expresiva, para no abalanzarse hacia el arrebato o la efusividad; en un vocabulario escueto, apolíneo, medido; en un mirar lento, sabio, de notoria potencia reflexiva.
A veces, nos hablará José Luis Martínez Valero de esos versos inauditos que la noche susurra y que el amanecer desbarata; de los paisajes urbanos que rodean al escritor mientras se pasea por la ciudad (“Sonaban campanas, / mientras olías a azahar”); de una hermosa chica india que viaja en el metro; de los amigos y maestros que se han ido cruzando en su existencia (el profesor Mariano Baquero Goyanes, el escritor Miguel Espinosa); o del enigma tibio e inagotable que son siempre los otros… Y a veces, como quien simplemente retira el polvo que cubre un diamante purísimo, nos definirá la nieve diciéndonos que parece la “pausa de un dios”.
El poeta de Águilas nos demuestra en estas delicadas páginas que la poesía puede ser, en ocasiones, una brisa tenue que nos acaricia sin que acertemos a explicar por qué nos emociona tanto. Muchas gracias, maestro.

sábado, 15 de junio de 2019

La hojarasca




Nunca la espera de un entierro fue tan angustiosa, tan tensa, tan cargada de electricidad, como la que Gabriel García Márquez nos plantea en las páginas de su novela La hojarasca. El cuerpo que reposa en espera de recibir sepultura es el del doctor que, durante años, ha vivido aislado en su casa de Macondo, alejado del trato con sus semejantes y envilecido por el desprecio de los lugareños. Llegó mucho tiempo atrás, recomendado por el coronel Aureliano Buendía, y encontró hospitalidad en la casa de otro coronel, donde sembró el desconcierto al insistir en sus hábitos de soledad y en su peculiar sistema de alimentación: sólo come hierba, como las vacas. A esa excentricidad se le unen sus ideas religiosas (“Me desconcierta tanto pensar que Dios existe, como pensar que no existe. Entonces prefiero no pensar en eso”) y el insulto incomprensible para los habitantes de Macondo de no haber querido prestar auxilio a las personas que lo necesitaban durante una emergencia, acaecida unos años atrás. Desde aquel instante, todos tragaron saliva y esperaron con ansia el momento en que pudieran ver su cuerpo pudrirse, atravesando las calles del pueblo.
Ahora, ese instante ha llegado, y las tres únicas personas que permanecen junto al cadáver (el coronel, su hija y el nieto) van narrando alternativamente lo que sucede: el sonido tétrico de los alcaravanes, la renuencia del alcalde a conseguir una autorización para el entierro, la impaciencia rencorosa con la que todos los lugareños esperan la apertura de la puerta y la salida del ataúd…
Escrita con elegancia magistral, Gabriel García Márquez ya mostraba en esta obra de 1955 que su prosa y su mirada poseían el don de la excelencia, y anticipaba en sus páginas varios nombres y guiños biográficos que irían desarrollándose en sus narraciones de los años siguientes. La magia comenzaba.

miércoles, 12 de junio de 2019

Crónica de León de Cartagena (1)




En 1990 Santiago Delgado publicó este “compendio épico-mitológico”, como él mismo lo llama en la contraportada, que dedica a Aurora Gil-Bohórquez, su mujer. El número 1 que acompaña al título nos remite de una forma inequívoca a la existencia de un posible segundo tomo, que jamás ha salido a la luz.
Esta primera entrega pública se inicia con la presentación del protagonista, León de Cartagena, Abad de las Jaras, que vive recogido en la paz de su celda “al pie del monte Miral, en la cora de Teudemiro”. El personaje declara ser hijo de Justo de Bizancio, quien desde la lejana Constantinopla se vino para España. El novelista decide que su personaje supere el siglo de existencia, con lo que logra dos efectos de gran vigor: por un lado, la extrema longevidad le ha permitido atesorar en su memoria miles de anécdotas, vivencias, lecturas y conocimientos, que lo habilitan para escribir la proyectada crónica; por el otro, esa anómala perdurabilidad lo aureola de un nimbo mítico, casi vencedor del tiempo, lo que conviene al tono legendario de estas páginas.
El anciano León ama tanto a su Cartagena que se dispone a componer la crónica de esta ciudad, manifestando su deseo de que llegue a ser una especie de Ilíada o Eneida de la misma.
La estructura global de este magno proyecto está claramente organizada y prevista. El primer tomo (el único que hasta ahora hemos tenido oportunidad de leer) se compone de una primera crónica dividida en dos libros (“Libro de Gerión” y “Libro de los Combates”), una segunda crónica centrada en la eficaz venganza de Heracles (“Libro de Hércules”) y una tercera crónica centrada en el mundo romano (“El río del dios de oro”). El segundo tomo, todavía sin entregar a los lectores, se encuentra formado por la crónica IV (“Libro de Justo de Bizancio” y “Libro de la Destrucción de Cartagena”), la crónica V (“Libro de Constantinopla y Alejandría” y “Libro de la Gnosis”) y la crónica VI (“Libro de la pérdida de España”). Como bien se puede apreciar, un vasto fresco imaginativo donde se recorren los inicios míticos de Cartagena, uniéndolos a nombres célebres de la Mitología y la Historia.
La obra hace gala de un poderío verbal e imaginativo tan extremado que produce asombro. Santiago Delgado, con las armas que le da su larga dedicación a la literatura, compone en esta Crónica de León de Cartagena (1) uno de los volúmenes más ambiciosos y logrados de su trayectoria, que probablemente alcance mayor altura cuando nos sea otorgado leer su segundo tomo. 
A lo largo de la historia de la literatura ha habido una enorme cantidad de escritores que han inventado mundos en los que ambientar sus producciones (por ceñirnos estrictamente a los dominios del idioma español, podrían recordarse la Comala de Juan Rulfo, la Santa María de Juan Carlos Onetti, la Vetusta de Clarín, la Oleza de Gabriel Miró, la Sinera de Espriu, el Macondo de Gabriel García Márquez… o las murcianas Hécula de José Luis Castillo-Puche, Myrtia de Salvador García Jiménez, Feliz Gobernación de Miguel Espinosa o Diosondo de Salvador García Aguilar). Pero Santiago Delgado ha elegido, en esta novela, una posición sin duda más complicada y llena de riesgos: la de construir, desde los datos históricos y con el auxilio de su cultura y de su imaginación, una hipótesis sobre la fundación histórico-mítica de la ciudad de Cartagena. Y lo ha hecho manteniendo un difícil equilibrio entre la fantasía y la mezcla de culturas. Santiago ha llevado a término un esfuerzo ciclópeo, en el que revisa e inventa las vidas de Asdrúbal, Teodomiro o Publio Cornelio Escipión; ha hecho que Heracles, Ortro, Arlio o Mastia ingresen en la realidad; le ha regalado entidad corpórea a figuras míticas como Gerión; ha resumido algunos fragmentos del Ramayana; ha fabulado con el origen remotísimo de las chirigotas gaditanas; ha urdido bromas “atlánticas” que sólo alguien del estilo de Erich von Däniken leería sin sonreír; ha mezclado técnicas del cuento, de la novela, del teatro e incluso del poema; ha elegido fórmulas literarias realmente ingeniosas (como cuando dice en la página 79 que los albañiles, con la argamasa, consiguen “solidarizar ladrillos”); y ha trabajado con la sintaxis y con el vocabulario, hasta lograr extraer de cada párrafo, de cada fragmento, de cada adjetivo, toda la música posible.
Raro será el lector que no perciba en esta obra el mimo extraordinario con que la cuidó el autor. Por su lenguaje, por su tema, por su construcción misma, se adivina que Santiago fue consciente, mientras la estaba escribiendo, de que habría de convertirse en el futuro en una de sus obras de referencia.

martes, 11 de junio de 2019

Una del oeste




Dos novelas, que avanzan en paralelo, esperan a los lectores dentro del volumen Una del oeste, de José Javier Abasolo, publicado por Erein. 
Si nos centramos en la primera nos sorprenderemos con el atroz asesinato del charcutero Emiliano Etxebarria, quien ha sido asaltado en su tienda por un drogadicto y ha recibido un impacto de bala que ha puesto fin a su vida. La pronta llegada de la policía, y el eficaz disparo de uno de los agentes, ha abatido también al asesino. Pero lo que parece a todas luces un fatídico accidente doble (un delincuente que pierde los nervios, un policía con puntería asombrosa) pronto se complicará cuando se descubra que el anónimo tendero es, en realidad, el exitoso autor de la serie de novelas del oeste protagonizada por el pistolero Colt Duncan. Las altas jerarquías judiciales desean que el asunto se archive pronto (al fin y al cabo, parece que no existen detalles sospechosos que compliquen la investigación), pero el encargado del caso, el juez Stepan Azkarate, se muestra menos convencido y decide continuar con la investigación.
Centrémonos ahora en la segunda trama, que no es otra que la lectura de la última obra escrita sobre Colt Duncan, que permanece inencontrada tras la muerte de Emiliano Etxebarria y que aporta una elevada dosis de frescura, por su ligereza, su dinámico manejo de los clichés y, sobre todo, su sentido del humor (sugiero a los lectores que reparen en los hilarantes anacronismos que el narrador introduce, hablando en el siglo XIX de César Vallejo, Primo de Rivera, el movimiento gay, Clint Eastwood, Twitter, Íker Casillas, George Bush, el Big Bang, Andy Warhol o Al Capone).
Manejándose con soltura en los dos ámbitos narrativos, el bilbaíno José Javier Abasolo trenza una novela fluida, de agradable lectura y refrescante espíritu, cuyos meandros sorprenden y entretienen. Búsquenla para este verano.

lunes, 10 de junio de 2019

Noticias felices en aviones de papel




Todos llevamos en el corazón y en la memoria una vida que no tiene por qué coincidir necesariamente con la vida exterior por la que los demás nos ven fluir. En ella se mantienen durmiendo, pero sin llegar a desaparecer, imágenes del pasado, emociones del pasado, dolores del pasado.
Es lo que le ocurre a la solitaria señora Pauli, que vive en un viejo barrio de Barcelona sin más compañía que un loro y las esporádicas visitas de su sobrina. Se interesan por ella, eso sí, su vecina Ruth (una antigua hippie que abandonó el mundo alocado de la marihuana y la espiritualidad de cartón piedra tras separarse de Amador, quien aún continúa inmerso en esa vorágine infantiloide) y su hijo Bruno (un adolescente al que los estudios no se le dan especialmente bien y que, a pesar de sus enfurruñamientos, visita a la anciana y le hace pequeños recados).
La señora Pauli nació en Polonia y fue, durante su lejana juventud, bailarina. Le tocó vivir el mundo cenagoso del nazismo, del que logró zafarse huyendo a España. Ahora entretiene sus horas finales lanzando croquetas y galletas por el balcón. También lanza aviones de papel, en los que subraya o escribe frases hermosas, llenas de luz, de esperanza, de felicidad. A Bruno, observando tales acciones, le parece que la pobre mujer está desquiciada, pero cuando descubre el auténtico motivo de las mismas no puede evitar que un escalofrío le recorra la espalda de arriba abajo.
Maestro entre los maestros, Juan Marsé nos entrega en esta obra una reflexión sobre los dolores secretos, sobre la dignidad última que los seres humanos pueden cobijar en su alma y sobre la necesidad de mirar (no sólo ver) a quienes nos rodean. Bellísima.
(Nota bene: sugiero leer las ocho o diez páginas finales mientras se escucha en bucle el Canon en re mayor, de Pachelbel)

domingo, 9 de junio de 2019

Paraíso posible




Se lee en la página 49 de este volumen una frase que además de servir para darle título a la obra actúa, en cierta manera, como resumen, detonante o aleph del mismo: “La infancia es el único paraíso posible”. Pero Pilar Galán, la autora de este feliz trabajo, no se va a limitar a ofrecernos aquí “cuentos sobre la niñez”, sino que despliega un abanico temático y psicológico mucho mayor. Nos hablará de las geografías (y también de sus habitantes) que la infancia incorpora a la casa (“Gormitti”); de aquellos lusitanos que, armados con escopetas, se instalaron casi pacíficamente durante unas horas un pueblecito fronterizo (“La invasión de los portugueses”); de esposas que aguardan el regreso del marido que ha decidido abandonarlas (“La oveja bala”) y de otras que querrían ser ellas quienes tomaran la decisión de partir, aunque al final no se animen (“Pereza de armario”); de la venganza que decide acometer un monitor de piscina contra el catedrático de latín (ahora un anciano) que lo amedrentó durante su juventud como estudiante; de viejas obsesivas que no dejan de pensar en la inminente llegada del fin del mundo; o de madres que odian meticulosamente por amor a sus hijos.
Convincente en la construcción de los relatos y siempre atinada a la hora de elegir su formulación literaria, la extremeña Pilar Galán consigue en este tomo (que le publica De la luna libros) una nueva demostración de su calidad, que no pasa nunca inadvertida. Una de esas voces a las que conviene acercarse con interés: enriquecen y convencen.

jueves, 6 de junio de 2019

Cuentos de la cara oscura




Se hundió Lehman Brothers (lo sabemos muy bien) en 2008 y ese acontecimiento provocó un impacto brutal en todo el mundo, cuyos coletazos aún perduran. No hace falta ser un experto en finanzas internacionales para enumerar las consecuencias bursátiles, políticas o económicas que tal desmoronamiento generó. Pero sí que hace falta ser un experto en la mirada (y en el corazón, y en la escritura) para convertir ese desastre estructural en materia literaria. Así, nos dice José Antonio Sau que se vio impulsado a escribir este libro porque “quizás, ha faltado darles voz a los verdaderos protagonistas de la crisis, a todos aquellos que, de una forma u otra, no han tenido suerte y han debido remar con la marea en contra” (p.15).
Nace así Cuentos de la cara oscura, una colección de relatos donde descubrimos a los escombros humanos de aquel hundimiento inmisericorde: la cajera de supermercado que hace la vista gorda mientras un desgraciado roba productos que no puede pagar (“Cuento de la cara oscura”); la mujer que invierte todos sus ahorros en chucherías para venderlas durante la Semana Santa de Málaga y que ruega al Cristo para que la lluvia no arruine su esperanza (“El carrito”); un concejal de pueblo que ha sucumbido a la tentación de la venalidad (“El imperio de los sobres”); un joven afectado de ELA que es atendido por un cuidador casi sesentón, acuciado por el paro (“El dependiente”); una maestra interina en un colegio privado, que debe sufrir la mala educación de alumnos y familias, por temor al despido (“Cosas de niñas”); la bella joven brasileña que es engañada por una mafia de la prostitución (“Nadia”); o la chica joven que, abandonada por el marido, debe enfrentarse a un terrible desahucio (“Lucía”).
Convincente en sus argumentos y en su desarrollo narrativo, José Antonio Sau nos entrega un trabajo literario de triste belleza y de primera magnitud, que nos recuerda muchas situaciones lamentablemente cercanas, que todos hemos vivido en los últimos años.

lunes, 3 de junio de 2019

Cartas a Felice




Hecho 1: estas Cartas a Felice, del checo Franz Kafka, están traducidas por Pablo Sorozábal, ocupan más de ochocientas páginas y han sido editadas por el sello Nórdica en un sólido volumen encuadernado con tapa dura.
Hecho 2: resulta imposible elaborar un resumen o reseña de todas las emociones, positivas y negativas, tentaculares o concentradas, risibles o dramáticas, que en el volumen laten. Es tarea condenada al fracaso.
En síntesis (y debo advertir que la síntesis es inevitablemente pobre, porque se edifica sobre la poda de matices), Franz se preocupa al principio de atraer a Felice y, después, cuando ella acepta la relación y todo parece que se encamina hacia el matrimonio, da la sensación de tragar saliva y comienza a poner inconvenientes: se dibuja a sí mismo con tintas negativas, enumera sus defectos, la atosiga con preguntas y exigencias de cartas, le recuerda su salud precaria y sus numerosos ángulos temibles, le expone lo reducido de su sueldo… Pero cuando aprecia que Felice se distancia o se enfría vuelve al acoso, recordándole que es indispensable para él, que su vida carece de sentido sin ella y que deben verse. Y cuando ella se pliega a ese encuentro, a Franz vuelve a dominarlo el pánico y repite el ciclo. Al final, tras dos compromisos matrimoniales fijados y después cancelados por el inestable Franz, sus caminos se separaron para siempre.
Lo ilustraré con citas de la obra, en lo que podríamos definir como resumen-viaje por las emociones del libro.
Comienza previniendo a Felice Bauer, con el disfraz del humor, contra sí mismo (“¡Qué humores me dominan, señorita! Una lluvia de neurastenias cae ininterrumpidamente sobre mí”, 15). Y de inmediato alude a su destino literario, el único que parece preocuparle (“Mi vida, en el fondo, consiste y ha consistido siempre en intentos de escribir, en su mayoría fracasados”, 36). Después descarga su primer mazazo (“Yo no tendré nunca un hijo”, 54), aunque más tarde intente conmoverla con una súplica tímida (“Necesito más afecto del que merezco”, 56), que vuelve a girar hacia la prevención (“Estoy justo lo suficientemente sano para mí, pero no para el matrimonio, y menos aún para tener hijos”, 61).
Cuando Felice ya ha dado muestras bastantes de mostrarse comprensiva con él y ha tolerado más de una rareza y más de un exabrupto, Franz recurre a una imagen tan nítida como infranqueable (“Tengo la sensación de estar ante una puerta cerrada, detrás de la cual vives tú, y que jamás se abrirá”, 318); y trata de frenar las ilusiones de convivencia de la muchacha (“A mi lado no podrías vivir ni dos días seguidos”, 323-324). Franz no desdeña ni siquiera las hipérboles más risibles o disparatadas para mitificarse negativamente (“Con el despliegue de energías que necesito para mantenerme con vida y no perder el juicio hubiese podido construir las pirámides”, 362). Obsesionado con la voluntad de desanimar a Felice le explica que si se casaran él se encerraría a escribir en su cuarto y no querría trato con familiares o amigos; que apenas aceptaría hablar con ella más que unos minutos al día, si se encontrara de humor por el buen resultado de su escritura; y que, por ejemplo, no estaría dispuesto a admitir más dieta doméstica que la vegetariana (que ambos deberían respetar a rajatabla). Y concluye: “Ojalá poseas el don de no decepcionarte” (444). Este retrato íntimo llega a extremos patológicos cuando Franz le indica a Felice: “Estoy tirado en el suelo a tus pies y te suplico que me eches a patadas” (467). No obstante, se quejará amargamente cuando ella, intimidada por tantas rarezas, inconvenientes y prevenciones, decida distanciarse de él. Entonces se sentirá triste, abandonado, incomprendido y golpeado por un infortunio que no se merece y que lo conduce de nuevo a la queja hiperbólica (“Mi infelicidad es más grande que todas las montañas”, 686).
Ese tobogán de emociones explosivas se repite una y otra vez, quizá porque, como le escribió Max Brod a Franz, “tú eres dichoso en tu desdicha”.
Si has leído alguna obra de Kafka (o más de una) y has quedado prendado de la personalidad del escritor checo, aquí encontrarás un material riquísimo para formarte una imagen más completa sobre él.
Imprescindible.

domingo, 2 de junio de 2019

Las vidas de Miguel de Cervantes



Cuando nos paramos a recopilar los datos conocidos sobre la vida de Miguel de Cervantes Saavedra descubrimos que, a despecho de lo que afirman algunos comentaristas (y teniendo en cuenta que hablamos de una persona nacida en el siglo XVI), su número es elevado. No está ahí el problema, ni mucho menos, sino en la avaricia admirativa que nos impulsa a querer saberlo todo del egregio escritor y que, no viéndose colmada, nos conduce al abatimiento hiperbólico. Querríamos conocer cuantos pormenores que lo rodearon; qué hizo cada día de su atrafagada existencia; qué pensamientos lo enaltecieron o flagelaron; qué discusiones mantuvo y con quiénes; qué palabras de amor escucharon sus oídos; en qué minuto exacto concibió el germen de su héroe manchego; cuál fue (¿la fe?, ¿el desaliento?, ¿la conformidad?) la última de las emociones que anidaron en su espíritu, mientras agonizaba.
Andrés Trapiello, lector y estudioso del alcalaíno, aborda en Las vidas de Miguel de Cervantes un proyecto ambicioso y distinto, más interesado en una aproximación humana al creador de don Quijote que en un vademécum de erudiciones polvorientas. Y eso le permite, entre otras cosas, darnos una figura cercana, acariciada por luces y por sombras, en la que pueden depositarse elogios, pero sobre la que adherir también etiquetas negativas cuando la justicia lo exija: su adulterio con una mujer casada (Ana Villafranca); la forma servil en que se aproximó a ciertos personajes de alta alcurnia, de quienes esperaba obtener beneficios (“Sus relaciones con la nobleza rozan en ocasiones las zonas oscuras de la indignidad”); etc.
No se contempla en esta semblanza la posibilidad de elaborar una teoría unificada sobre Cervantes e irla aplicando a todos los tramos de su existencia, porque Trapiello sabe que no existe “nada como una teoría para ser esclavo de ella” y que lo blanco se puede revelar negro, o al revés, en cuestión de horas. Aquí buceamos por el alma (y por la biografía) de un novelista brillante que también fue un gris funcionario, y un padre discutible, y un envidioso vergonzante de otros escritores (Lope), y un soldado discreto. De todas esas vertientes anímicas y creativas nos ofrece Andrés Trapiello diversas interpretaciones históricas, para que juzguemos y extraigamos nuestra propia opinión.

Y le sirve también el tomo para pronunciarse sobre otros escritores y críticos, como el ensayista que rechazó escribir esta obra de encargo, pese a haber dedicado a otros escritores su interés y su “estrábica donosura”; como ciertos críticos puntillistas hasta lo risible (“cualquier senabrillo salmanticense”); como Eugenio d’Ors (“Goethe de la calle Condal”) o como Céline (“escritor mediocre”). 
Un trabajo luminoso para amantes de don Quijote y de su autor.