lunes, 30 de enero de 2017

Un paseo literario por calles de Murcia



Una ciudad no está compuesta tan sólo por edificios, farolas, parques, peatones, cafeterías y sucursales bancarias, sino que tiene detrás una historia. Paco López Mengual, que suscribe esta idea y que es un mago de la mirada y la memoria, ha decidido centrarse en el anecdotario de la ciudad de Murcia y ha compuesto un volumen donde recupera para nosotros docenas de curiosidades relacionadas con el mundo de la literatura.
Comienza su viaje en un lugar emblemático de la capital, el ficus de la plaza de Santo Domingo, que ya ha provocado tres muertes por caída de ramas desde que Ricardo Codorníu plantara aquel esqueje traído desde Australia en 1893. A continuación, refiere la rocambolesca historia de Jaime Alfonso el Barbudo, bandolero sanguinario, lector voraz, ultracatólico, héroe en la Guerra de la Independencia y, al fin, protagonista de un sonado ahorcamiento, de un meticuloso proceso de descuartizado y de una vengativa dispersión de sus restos. Después nos resume el histriónico milagro ecuestre que se atribuye al antisemita Vicente Ferrer y la curiosa maldición incendiaria que un dominico lanzó sobre el teatro Romea (soslayada con una estratagema numérica por parte de la empresa propietaria).
A partir de entonces, y saltando hacia atrás y hacia adelante en el tiempo, el autor nos va trasladando interesantes noticias sobre dos premios Nobel profundamente enraizados con nuestra tierra (José Echegaray y Jacinto Benavente); sobre aquel malhadado vecino de la capital al que, en pleno siglo XVIII, le brotaron unos cuernos en la frente y hubo de ser intervenido en Madrid; del envenenado crimen de La Perla (siglo XIX), que provocó tristes daños colaterales; de la vinculación del caravaqueño Miguel Espinosa con el café Santos; o de ciertas prácticas truculentas de la Inquisición, ese organismo criminal que ideó la iglesia católica, tan amante de la barbarie y la piromanía.
Dos semblanzas conviene leer en este volumen con especial atención, por el espíritu novelesco que anida en ellas: la que protagoniza Antonete Gálvez, el León de la Huerta, héroe cantonal y líder admiradísimo; y la que tiene como eje a Charo Baeza, célebre en todo el mundo desde que Xavier Cugat se la llevase de gira promocional a los Estados Unidos de América.
Con una prosa endiabladamente seductora, con un sentido del humor capaz de encandilar a cualquiera y con una documentación de fondo que Paco López Mengual se ocupa de convertir en un relato ameno, este paseo literario por calles de Murcia se convierte en uno de los trabajos más interesantes del final de 2016, porque nos permite disfrutar mientras aprendemos (aquella vieja máxima del “enseñar deleitando” horaciana, que el autor de Molina convierte más bien en un “deleitar enseñando”).

Empiecen 2017 leyendo esta obra. Seguro que me lo agradecen.

sábado, 28 de enero de 2017

Perder el tiempo



Solidez. Ésa es la primera palabra que me viene a la mente cuando me dispongo a resumir el último volumen narrativo de Juan Ramón Santos, que se titula Perder el tiempo y que edita De la luna libros. En este delicioso tomo que se publicó a finales del año 2016 el autor extremeño ratifica la firme línea de su literatura, que ya se encuentra en el peldaño más elevado del país en cuanto a calidad. Desde su Cortometrajes (2004) hasta hoy, la curva siempre ha sido ascendente, sin que ningún punto de inflexión viniera a enrarecerla. Y Perder el tiempo constituye la última muestra.
Seis historias conforman este libro: “Presentación” (donde asistimos al desarrollo de un acto literario, que se celebra durante una noche de viento y donde se mezclan el tedio, el postureo y ciertas ironías marca de la casa), “Dos décimas de segundo” (donde aparece Nicasio, un tipo que no dejaba de inventar historias durante la infancia y al que el narrador reencuentra en la madurez, cuando mentir se ha convertido para todos en un refugio contra la sensación de derrota vital), “Combinación ganadora” (una crónica familiar en la que laten pulsiones universales de la pareja y donde actúa como telón de fondo una apuesta de lotería primitiva), “Acuse de recibo” (un cuento que nos habla del amor, los viajes y la compañía mutua que se hace una pareja hasta el final de sus vidas), “Crucigrama blanco” (quizá la mejor narración del volumen, con sus trazas de melancolía y misterio vital. No descarten encontrársela a partir de ahora en más de una antología) y “El último vuelo” (que tiene espíritu de novela corta y que tiene como protagonista a un modesto empleado que decide cambiar de vida cuando atraviesa el ecuador existencial, ignorando que disponemos de un margen de maniobra más bien escueto y que siempre debemos pagar la factura al final).
Pero la enumeración de sus títulos y la crueldad de sus sinopsis no dice apenas nada de lo que es la obra en sí misma. Se lo diré yo, para que eviten la tentación de considerarlo un volumen de relatos como otro cualquiera: Perder el tiempo es uno de esos libros que se abren y no se quieren cerrar, que nos sorprenden y nos maravillan, que nos seducen y nos ganan. Un libro de esos que buscan y atesoran con pasión las personas que aman la literatura al margen de listas de bestsellers, entrevistas en suplementos dominicales, apariciones en programas televisivos y poses malditas con foulard, vaso de whisky y afeitado estudiadamente defectuoso para fotos de agencia.
Yo descubrí la obra de Juan Ramón Santos a mediados de 2009; y en los años que han transcurrido desde entonces he reseñado seis de sus libros. Pues bien: ni uno solo de ellos se me antoja decepcionante o menor. Siempre he percibido en sus páginas un aliento literario de primerísima magnitud, una búsqueda incesante y fructuosa del esplendor, un trabajo de orfebre sobre las palabras para sacarles los brillos más insospechados.

Les invito a que se adentren en estas seis fulgurantes historias y a que disfruten con ellas, porque estoy convencido de que terminarán admirando al autor y buscando, a partir de ahora, todos sus libros anteriores y futuros.

jueves, 26 de enero de 2017

El archivo



El III premio de novela corta Cristóbal Zaragoza se falló en 2006 y recayó en la obra El archivo, firmada por el extremeño José Cubero Luna. Poco después, la editorial Aguaclara ponía el texto en las manos de los lectores, para que pudieran disfrutar (o sufrir) con esta fantasía dantesco-kafkiana que tiene como protagonista a Carlos Cueto, un empleado bancario que, después de muchos años de servicio en la entidad, se ve salpicado por un asunto turbio relacionado con un pagaré y es invitado a tomar una decisión: o abandonar sus instalaciones perdiendo todos los derechos laborales acumulados o aceptar el traslado a las dependencias subterráneas de su archivo.
Al decantarse por la segunda opción, Cueto se sumergirá en un mundo inmenso y laberíntico, oscuro y húmedo, donde rigen unas leyes especiales que lo harán sentirse como en una prisión y donde verá conculcados sus derechos. Todos sus compañeros (el loco Valero, el señor Gómez, el ordenanza Martínez, el infeliz Galindo, el cauto Simón) se ven sometidos a las mismas vejaciones que él, pero optan por el silencio, al considerar que su mansedumbre pudiera convertirse en la llave que los haga retornar a la planta superior, a la zona donde brilla la luz y donde se vive una vida normal.
Gradualmente, Carlos Cueto irá siendo golpeado por diversos infortunios: unos le vendrán desde el lado de su esposa, que se ha quedado en el mundo de arriba y que ha mantenido frente a su castigo laboral una postura ambigua, cuando no gélida; otros lo sacudirán desde dentro, con compañeros que son incapaces de aguantar la presión o que, tras sumarse a su beligerancia contra los gestores del banco, acaban por pagar las consecuencias... Al final, los hechos se terminarán precipitando de una forma aterradora, que conmociona a los lectores.

Con una prosa limpia y de avance firme, José Cubero consigue construir en estas páginas una narración paulatinamente sofocante, que empieza intrigando y termina convenciendo, donde quedan retratados de forma cruda los ámbitos de la banca, del sindicalismo y, en general, del mundo que nos rodea. Sin duda, un relato que merece la pena leer.

martes, 24 de enero de 2017

La marcha nupcial



A veces, un objeto, una anécdota o una fecha se pueden convertir en el centro de una historia familiar. Y las sucesivas generaciones crecen y sucumben bajo el influjo de ese elemento especial, cuya importancia nadie entiende desde el otro lado de los muros domésticos. Es lo que ocurre en esta novela del premio Nobel sueco Björnstjerne Björnson, que traduce Anders Heyerdall para la editorial Eneida.
Aquí el elemento simbólico recae sobre una música que compuso Ole Hangen y que acompaña siempre a las bodas felices de sus descendientes... salvo en el caso de Endrid. Él contrajo matrimonio a la edad de 31 años con una chica jovencísima (17) y todos vieron en esa ceremonia un enlace más dominado por el pacto económico que por el amor. Quizá por eso la música no obró el delicioso milagro de hacerlos felices. Sus dos primeros hijos murieron siendo unas criaturas, y las dos hijas que vinieron después se criaron en un ambiente de tristeza familiar, sólo aliviada por el carácter alegre de sus abuelos.
Pero cuando la mayor de las niñas, Mildred, encuentra a Hans Hangen y se enamora de él casi al instante, todo retorna a la pureza original: la música suena en su boda con la brillantez y los buenos augurios que siempre tuvo para sus ancestros.

Escrita con una prosa sobria, que alcanza pocas pero interesantes cimas de lirismo, esta novela de Björnson se lee todavía con agrado en la actualidad, pese a que describa un mundo montañés cuyas costumbres y cuyos mecanismos sociales, económicos y hasta eróticos se nos antojen ya tan lejanos.

domingo, 22 de enero de 2017

Los hijos de Ulises



La fórmula que utilizo para titular este comentario no es mía: la maneja Pilar Adón en el prólogo de la obra. Pero me ha parecido tan exacta, tan nítida, que he optado por tomársela prestada, con aplauso y gratitud. Porque los poemas que Ángel Manuel Gómez Espada esculpe ante nuestros ojos en Los hijos de Ulises tienen mucho, es verdad, de ceremonia de lágrimas. No son, desde luego, lágrimas triviales o sentimentales, sino lágrimas amargas, lágrimas reflexivas, lágrimas de quien ha mirado a su alrededor y ha descubierto los colores turbios del mundo que nos rodea.
En ese recorrido por la España actual, tan duro como implacable, el poeta va convirtiendo en versos e historias a cuantos personajes nos circundan sin que, en ocasiones, les prestemos una atención demasiado rigurosa: jóvenes que, tras completar estudios en las aulas universitarias y acreditar su dominio de varios idiomas, son vistos como simple “mano de obra barata”; profesionales que cuando se miran con cierta objetividad advierten su condición deplorable de “generación perdida”; trabajadores conscientes de que quienes controlan los resortes del mundo les han ido “usurpando cualquier poder”; parados que se mantienen calladamente en fila, amargamente en fila, sumisamente en fila, mientras aguardan las migajas que caen de una mesa inalcanzable; o niños y adolescentes que crecen sin que el futuro tenga prevista para ellos ninguna luz.
Desde hace ya bastante tiempo vivimos en un mundo agrio y perverso, cuya ferocidad produce espanto y cuyos tentáculos no parecen dispuestos a mostrarse flexibles. La esperanza murió en algún callejón lleno de mugre. Las facciones de los poderosos se asemejan demasiado a las de los chacales. Apenas queda espacio para la sonrisa en los informativos y todo está dominado por la suciedad dorada del dinero, que enciende conflictos por todo el planeta (“La paz mundial arruinaría cualquier economía”). En ese orden, no es extraño que Ángel Manuel Gómez Espada dictamine que “Dios siempre trabajó para los ricos”.
Nos encontramos ante una situación por cuyas raíces y ramificaciones deberíamos interrogarnos (“Las verdaderas respuestas a esta crisis / son más preguntas. Preguntas que conducen / a un ovillo de mentiras”); y, sobre todo, deberíamos decidir qué postura adoptar para descubrir una salida del laberinto, si es que aún la tiene (“Teméis mudar el rostro de los dioses. / Sois indolentes sacos de incertidumbres. / Por eso le dais la espalda a la poesía / y alimentáis con miedos a vuestros hijos”).

En nuestras manos está la conformidad. En nuestras manos está el silencio. En nuestras manos está la rebeldía. Elijamos (nos dice el poeta) una actitud. Y mejor hacerlo hoy que mañana: hemos perdido un tiempo precioso.

viernes, 20 de enero de 2017

De viva voz



Alguien dijo alguna vez que del genio se aprovechan hasta las migajas; y si entendemos la frase en un sentido limpio (en absoluto malévolo ni capcioso) podremos aplicar perfectamente esta afirmación a las veinticinco entrevistas a Ramón Gaya que se recogen en De viva voz, un volumen que Nigel Dennis preparó para Pre-Textos y en el que se nos ofrece una imagen muy completa (espiritual, artística, biográfica) del creador murciano.
Desde el diálogo que Gaya mantiene con Pedro Soler (1977) hasta el celebrado con Enrique Andrés Ruiz (1998), asistimos a un largo y delicioso festín intelectual, en el que novelistas (Andrés Trapiello), periodistas (José García Martínez), poetas (Antonio Parra Pujante) y expertos en pintura (Manuel Fernández-Delgado, Juan Manuel Bonet) extraen de la memoria, de la inteligencia y de la sensibilidad del pintor un verdadero torrente de informaciones, que enriquecerá a quien tenga la feliz idea de abrir el libro.
Pretender elaborar un resumen de esta avalancha sería tan arriesgado como inútil, pero sí que pueden valernos a modo de imán las sugerentes frases que Gaya le dedica a Rafael Alberti (“No sabe escribir en prosa”, p.50), Pablo Picasso (“Es un fenómeno de la naturaleza”, p.62) o el premio Nobel chileno Pablo Neruda (“Era una persona poco simpática y, desde luego, mal poeta”, p.374); sus opiniones sobre los artistas famosos y subvencionados (“Las sociedades y los estados que miman a sus creadores los perjudican; sale poco de ahí”, p.92); sus meditaciones casi filosóficas sobre la esencia misma de la pintura (“Los cuadros no son para colgarlos, sino para que exista la vida”, p.206) o sobre la trascendencia espiritual (“Cuando se crea una religión, Dios se va a otro sitio”, p.251). Y qué decir de las jugosas anécdotas protagonizadas por renombrados intelectuales, a los que Gaya nos retrata a la perfección mostrándonos detalles de su acontecer menos público. Baste con que recordemos el modo taxativo en que, según nos relata el pintor, Rosa Chacel vapuleó verbalmente a Jorge Luis Borges, respondiendo a una boutade innecesaria del escritor argentino (pp.354-355).

Nadie saldrá decepcionado de la lectura de este libro. Y aunque incurra en algunas repeticiones (es inevitable que así suceda, porque a Gaya, como a todos los personajes notorios y de larga vida, se le formularon muchas veces las mismas preguntas, en docenas de ocasiones) aprendemos multitud de detalles sobre el pensar y el sentir de este artista irrepetible, que conoció en profundidad a los más grandes (desde Cernuda hasta María Zambrano, pasando por Joan Miró, Bergamín o Juan Gil-Albert), y cuyo legado, tanto ensayístico como pictórico, es parte viva de la Murcia del siglo XX.

miércoles, 18 de enero de 2017

El quinto mandamiento



Eric Frattini es un autor bastante peculiar: experto reconocido en la política vaticana y en el terrorismo islámico, corresponsal periodístico en varios países, autor de polémicos trabajos sobre Ben Laden, la mafia o la ONU... y, desde su publicación en 2008, autor de una obra que tenía voluntad de best-seller. Hablo de El quinto mandamiento, una novela trepidante donde se ven implicados en una telaraña de conexiones la NASA, el Vaticano, algún periodista del Boston Globe, un obispo que se termina suicidando, misteriosas cuentas bancarias y otros ingredientes tan efectivos como efectistas, que se maceran en su mortero narrativo con la intención clarísima de mantener a los lectores con los ojos clavados en el libro hasta que la última de sus páginas sea devorada.
Todo comienza cuando Aaron Avner, un anciano bibliotecario húngaro de origen judío (en cuyo brazo aún se distingue el número que los nazis le infligieron en el campo de concentración de Auschwitz), que trabaja como experto en códices medievales en Estados Unidos, está a punto de encontrarle traducción y sentido al “Manuscrito Voynich”, una pieza atribuida por algunos a Roger Bacon y que ha llevado de cabeza a los especialistas en los últimos cuatrocientos años, en los que nadie ha logrado (ni manual ni informáticamente) darle traducción. Y aparece entonces en escena el expeditivo cardenal August Lienart, que trata de impedir por todos los medios el descifrado final del volumen, considerado “la Gioconda de los libros” (p.24). Para conseguir su propósito pone en marcha a los sangrientos integrantes del Círculo Octogonus, unos implacables depredadores que desde hace varios siglos no han dudado en realizar todo tipo de operaciones alrededor del manuscrito, con tal de que “nadie pudiese dar a conocer sus secretos” (p.115).
Aaron Avner contará con el auxilio de cuatro personas, que le ayudarán en su tarea: el informático Peter Hazil, el codicólogo Petrus Rees, el archivista Marcelo Giannini y el experto en carbono-14 Matteus Planch.
Esta división maniquea de coadyuvantes y oponentes (que tan eficaz se ha revelado en la narrativa de los últimos tiempos) adquiere picos vertiginosos en varios momentos de la obra y garantiza el tono general de tensión, tan adecuado para este tipo de libros.

El quinto mandamiento no pasará a formar parte de la primera línea de la Historia de la Literatura, pero dudo que tal aspiración figurase en la mente de Eric Frattini cuando componía este volumen. Ya va siendo hora de que aceptemos como algo natural y legítimo que determinados autores u obras no tengan más interés que el de entretener a sus lectores. Eric Frattini juega a ese juego. Y lo hace bien.

lunes, 16 de enero de 2017

Leche



Cuando uno ha redactado y publicado ya más de mil quinientas reseñas sobre los libros que la vida o la fortuna le han ido poniendo ante los ojos, tiende a desarrollar una cierta rutina en sus análisis: subrayar lo más notable de los argumentos o del estilo, advertir la consistencia o debilidad de los personajes, elogiar o denigrar el uso de determinados mecanismos, deslizar referencias culturales o comparaciones con otros autores, permitirse un guiño de humor o un zarpazo virulento...
Pero de vez en cuando se produce un milagro y encontramos una obra que lo pone todo patas arriba y que nos deja más bien perplejos, con los dedos suspendidos sobre el teclado y la mirada perdida. El volumen que acabamos de terminar nos ha deslumbrado, ha disuelto todos nuestros esquemas y nos obliga a reducirnos a la sencillez, al aplauso sin palabras, a ese tributo que ya apenas dedicamos a dos o tres volúmenes anuales. Es el caso de Leche, de Marina Perezagua, publicado por Los libros del lince en 2013.
En sus relatos conocemos a H., una persona afectada por la explosión nuclear de Hiroshima, que se integra en el grupo de quienes “llevamos la bomba dentro” (p.19); a Alba, una chica que decide acometer un fingimiento espeluznante e iluminador; a la mujer que cuida abnegadamente el cuerpo quemado de un hombre; a la joven que se enfrenta a su padre, víctima de un derrame, quien la expulsó del hogar cuando ella apenas tenía 15 años; al hombre que se adentra en el mar con una isla flotante de plástico; al profesor de matemáticas que ejercita sus manos sobre el cuerpo de una adolescente, por un motivo loable... Tantos y tantos seres sorprendidos desde un ángulo nuevo, con un ritmo sintáctico que se revela distinto y que nos ofrecen fotogramas vitales y emocionales que quedan flotando en la memoria cuando acabas su relato. Incluso en los textos que, por su levedad, desentonan en el volumen (como “Blanquita”) existe un aliento que los redime de la insignificancia.

Marina Perezagua ha llegado por sorpresa a mi retina y a mi biblioteca; y creo que no va a irse en el futuro. Gracias por devolverme la ilusión lectora.

sábado, 14 de enero de 2017

El comisario Soto



Mariano Sanz Navarro tiene tres cosas en común con Jesús Torbado, Osvaldo Soriano y Eduardo Mendoza. La primera es que los cuatro (tres españoles y un argentino) llevan o llevaron bigote durante buena parte de sus vidas; la segunda, que son maravillosos, excelentes prosistas; la tercera, que todos vinieron al mundo en el año 1943, justo en medio de la Segunda Guerra Mundial.
La última demostración del talento de Mariano Sanz nos llega con El comisario Soto, que es su primera incursión en el ámbito de la novela, tras unos libros de viajes realmente fastuosos. Y el resultado es sin duda notable, pese a que la editorial juegue a despistar a los compradores del libro diciéndoles en la contraportada que “el lector tiene en sus manos una novela negra”. Yo, que no pertenezco a la cofradía de los amantes de dicho género, tragué un poco de saliva cuando me sumergí en sus primeros párrafos, pero conforme avanzaba por sus páginas me fui dando cuenta de que la frase de la contraportada no pasaba de ser un resorte publicitario más, sin demasiada consistencia.
El comisario Soto, por suerte, sí que es una estupenda narración, que se construye sobre tres personajes principales: Roberto Soto, que ha dedicado la mayor parte de su vida a ejercer como comisario y también como corredor de comercio; su esposa Mercedes, una mujer fea, tiránica y desdeñosa, que mantiene con él una relación fría y bastante artificial (le preocupan mucho más las relaciones sociales que el trato con su marido); y Manuel, alias El Lagartija, un antiguo ladronzuelo por el que Soto apostó y que, a la postre, terminó convirtiéndose en una persona honrada, que vive en Vallvidrera y que tiene como vecino a un singular detective privado que adora la gastronomía y que responde al nombre de Pepe Carvalho.
¿Y dónde se encuentra la mejor virtud de esta narración, que se extiende por encima de las trescientas páginas? Entiendo que radica en un doble eje: de un lado, la capacidad que demuestra Mariano Sanz para darle fluidez al relato, que avanza con ritmo sereno, claro y eficaz; del otro, en la maestría que demuestra el novelista para construir personajes densos, enjoyándolos de matices, hasta lograr que los veamos como entidades vivas, solventes, creíbles. Así, por poner un único ejemplo, Mercedes no es simplemente una mujer rebosante de acrimonia que ha ido poco a poco amargando la existencia a Soto, sino que su alma se fue forjando gracias a los golpes que el Destino le infligió: hija de un jugador empedernido que avergonzaba a su familia; criada luego por su tía Remedios, una mujer beata y engañada por su marido; luego recriada por su tía Camila, que llevaba en Barcelona una vida mucho menos convencional, como querida del señor Benet... Con docenas de mimbres como esos, Mariano Sanz nos va situando ante seres de asombroso espesor, que consiguen que la obra crezca hacia atrás, porque las miradas retrospectivas adquieren mucha más importancia que la enumeración de los aconteceres actuales.

El experimento, desde luego, funciona. Y Mariano Sanz Navarro logra con esta falsa novela negra algo más importante que un libro sujeto a la tiranía de la moda: una auténtica novela sobre la España más negra del siglo XX. Me siento feliz de haberla leído.

jueves, 12 de enero de 2017

Sobre la felicidad



Abrí el volumen Sobre la felicidad, de Séneca, con doble dosis de expectativas: primero, por tratarse de una de las obras más famosas del pensador estoico; y segundo, porque el traductor (y autor de las notas a pie de página) era ni más ni menos que el filósofo Julián Marías, de quien he leído en los últimos veinte años media docena de volúmenes, siempre con agrado y aprendizaje.
El arranque del tomo me pareció muy significativo: Lucio Anneo Séneca explica que todos los hombres desean ser felices, “pero al ir a descubrir lo que hace feliz la vida, van a tientas” (cap.1). En esa búsqueda primordial no debemos guiarnos nunca por lo que hacen otros, sino explorar individual y racionalmente el camino que nos parezca más adecuado (“Perecemos por el ejemplo de los demás; nos salvaremos si nos separamos de la masa”, cap.1).
En su análisis, el filósofo cordobés deja explícita su opinión sobre las cuestiones sensuales. “El placer” (nos dice Séneca) “es algo bajo, servil, flaco y mezquino, cuyo asiento y domicilio son los lupanares y las tabernas” (cap.7). Esa tajante consideración lo lleva a decantarse por una virtud que, en teoría, proporciona deleite en sí misma.

Y a partir de ese punto, tengo que reconocerlo, arrugué el ceño y comencé a leer con creciente animadversión sus páginas, que se me antojaban cada vez más ñoñas, mojigatas e insufribles. Al final, culminé la lectura entre un mar de bostezos. Es probable que esta pieza (histórica o filosóficamente) resulte muy nutritiva y calórica para el espíritu, pero a mí me parece de una intragable aspereza. Un tratado-mojama que pasa arañando la tráquea.

martes, 10 de enero de 2017

Con ánimo de ofender



Dice José Luis Martín Nogales en el prólogo de esta obra que Arturo Pérez-Reverte es un testigo del siglo XX. No es mala definición, aunque quizá habría sido preferible la de notario del siglo, si no fuera por la insana contaminación leguleya que el vocablo comporta. Podría haberlo definido también como espectador (con fórmula de Ortega y Gasset); o podría haberlo dicho con las palabras del griego Platón (en su República), llamándolo “amigo de mirar”.
Pero, en el fondo, se trata siempre de lo mismo: de una persona inteligente, insobornable y serena, que observa su entorno, contabiliza tinos y yerros, se formula preguntas y después redacta su opinión para dejarla asentada y para que otros, llegado el caso, la compartan o la refuten. Un ser tocado (y utilizo palabras suyas) por “el cáncer inevitable de la lucidez” (p.89). Lo que ocurre es que estas cosas se pueden hacer de muchas maneras, y no todas son igualmente respetables: se puede ir de “expertos de cojones” (p.186), con la soberbia jactanciosa de quienes se consideran en posesión de la Verdad (con mayúscula), y cuya única misión en la vida consiste en adoctrinar al resto de los mortales con las migajas de su sapiencia; o se puede ir (y es la postura que Pérez-Reverte elige) de “francotirador cabroncete” (p.139), cantándole las verdades (con minúscula) al lucero del alba, incurriendo con gozo (Dios lo bendiga por ello) en la incorrección política y disparando con posta lobera verbal contra quienes han logrado que nuestra vida, nuestro mundo y nuestro país sean más hipócritas, más injustos y más analfabetos.

Y si para conseguir su propósito hay que molestar a alguien, pues se molesta; y si hay que meter el dedo crítico en la llaga, pues se mete. Y no pasa nada, porque Arturo Pérez-Reverte (afortunadamente para sus lectores y para la salud mental de España) es un articulista de pata negra, donde confluyen las preocupaciones de Larra, los zarpazos verbales de Quevedo y el tono perpetuamente rebelde de los insatisfechos. Y que dure.

domingo, 8 de enero de 2017

Sueños de invierno



Francis Scott Fitzgerald, miembro de la Generación Perdida norteamericana y autor de narraciones tan famosas como El gran Gatsby o El curioso caso de Benjamin Button (ambas llevadas al cine con singular maestría), redactó en 1922 una historia a la que puso por título Winter dreams y que fue publicada en la revista Metropolitan. Ahora, este relato acaba de ser editado en España con ilustraciones de J.A. López en el sello Traspiés.
Su protagonista es Dexter Green, un joven y ambicioso caddie que, al cumplir 14 años y conocer a la caprichosa Judy Jones, de 12, decide prosperar e instalarse en la parte alta de la sociedad (“No buscaba rodearse de cosas fastuosas ni de gente fastuosa: simplemente quería poseer aquellas cosas fastuosas”, p.21). Su paso por la universidad le sirve como trampolín para comenzar a despuntar en el mundo de los negocios y reencontrarse, a los 23 años y convertido en uno de los hombres más ricos de su entorno, con la bellísima y altanera Judy. No sería exacto decir que entre ellos surge el amor, pero sí la fascinación, el magnetismo, el deseo. Durante años, sus trayectorias vitales se irán aproximando y separando en un juego de imanes móviles: Dexter sabe que de una muchacha como Judy no puede esperar fidelidad ni relaciones convencionales; y ella, a pesar de su explosiva hermosura y de su desahogada posición económica, no parece sentirse realizada (“Soy la mujer más bella del mundo. ¿Por qué no puedo ser feliz?”, p.53).
Con muchos detalles que recuerdan a episodios de su propia vida y que se hallan presentes en los protagonistas de otras novelas y relatos suyos, Sueños de invierno es una historia donde observamos cómo el tiempo construye y destruye a su antojo; cómo el glamour de la juventud y el dinero se convierten en nieblas lánguidas años más tarde; y, sobre todo, cómo los sueños se resisten tenazmente a cumplirse, para transformarse con frecuencia en pesadillas o en mercurio entre los dedos.

La prosa de Scott Fitzgerald, elegante, certera y música, obra el milagro de que nuestra atención se mantenga intacta desde el primer párrafo hasta el último, y que nos sintamos conmovidos con sus personajes y sus íntimas derrotas.

viernes, 6 de enero de 2017

Centrifugados (II)



Permítanme una anécdota personal: cuando me entregaron el premio Ateneo de Valladolid de novela, allá por el año 1991, un periodista me preguntó cómo me definiría a mí mismo. Y le dije que, simplemente, era un escritor de la periferia. Ahora, veinticinco años después, llega a mis manos el volumen Centrifugados (Segundo encuentro de literatura periférica), que recoge un buen caudal de informaciones sobre las actividades que se desarrollaron en Plasencia en febrero de 2016. Allí asistieron editoriales y autores de enorme interés, pero que desconocen el estruendo del márketing.
Una vez leídas sus páginas, puedo asegurar que todo en ellas me ha parecido admirable: las palabras introductorias de José María Cumbreño; el lírico dibujo ambiental de Olga Ayuso; el poema helicoidal de Luciana Caamaño; las sorpresas prestidigitadoras de Víctor M. Díez (“Escribe números y letras en la palma de tu mano, cierra el puño y agítalo, al abrirlo podrás leer el poema completo”); el profundo poema lisboeta de Pablo Fidalgo en el que nos traslada su certidumbre de que “un poco de odio / es el inicio de todo el odio”; la explícita aseveración lorquiana de Pablo García Casado (“Me siento centrifugado porque aspiro a escribir el otro lado de las cosas”); el simpático soneto conmemorativo de Vicente Luis Mora; el poema situacional de Pedro Ojeda Escudero, donde la ironía, la dulzura y la firmeza se unen para tejer un lienzo delicioso; los versos de Ballerina Vargas, autobiográficos o sociológicos, en los que resulta difícil no verse retratado... Y, por supuesto, el magnífico despliegue fotográfico que ocupa las 38 páginas finales y donde descubrimos, junto a los rostros de los autores citados, las imágenes de Daniel Ruiz García, Gonzalo Hidalgo Bayal, Juan Ramón Santos, Inma Luna o Ángel Manuel Gómez Espada.

Un trabajo espléndido y una colección de voces a las que, sin duda, conviene tributar respeto y prestar atención.

miércoles, 4 de enero de 2017

Amar sin saber a quién



Después de haber leído una docena de comedias de Lope durante mi período como estudiante universitario y otra docena en los años como profesor, poco podía aportarme de novedad una obra menor como Amar sin saber a quién, que leo en la edición de Carmen Bravo-Villasante (Anaya). Y la afirmación, desde luego, no es desdeñosa. Amo a Lope y siempre encuentro en él versos, ironías, situaciones, ritmos y hallazgos metafóricos que lo sitúan a la cabeza de los genios literarios de la historia de España. También en esta obra me ha ocurrido.
El enredo que nos plantea aquí no incorpora, pese a lo dicho, ninguna novedad excepcional: don Pedro Ramírez acaba de morir a manos de don Fernando, en el transcurso de un duelo. Pero ha querido la mala fortuna que don Juan, un galán sevillano que pasaba por allí, sea considerado culpable e ingrese en prisión. Al recibir noticia de ese hecho, don Fernando explica a su hermana Leonarda que el hidalgo andaluz es inocente y que carga con culpas que son suyas, sintiéndose por tanto obligado a compensarlo de alguna manera. Al principio se trata de una contraprestación económica (la sirvienta de Leonarda le hace llegar doscientos ducados para subvenir a sus necesidades), pero pronto comienzan a entrar en juego consideraciones de honor y de amor, que irán enredando la trama, al viejo estilo del Fénix.
Desde el punto de vista rítmico encuentro que los sonetos de esta pieza son muy atinados, y que la musicalidad que logra en la escena VII de la Jornada III figura entre los momentos más destacados de la obra.

Al final, te queda la sonrisa de imaginar con qué pocos mimbres era Lope capaz de urdir un argumento para deleite del público. No resulta extraño que tantos le tuvieran envidia. Él tenía el don.

lunes, 2 de enero de 2017

Historia de mi vida



Una hermosa novela servirá para iniciar el año 2017: la breve y exquisita Historia de mi vida. En ella nos encontramos con un personaje de gran vigor narrativo, Misail, que nos va resumiendo su existencia de un modo tan gráfico como seductor. Aunque ya ha cumplido 25 años, no ha conseguido estabilizarse todavía en ninguno de los empleos que el nombre y la reputación de su padre (un afamado arquitecto) le han procurado. Se siente incómodo en todos los despachos y oficinas, porque tilda esas ocupaciones de labores casi parasitarias. Él querría, para escándalo de su padre, estupor de su hermana y desconcierto de toda la sociedad bien pensante que les rodea, un trabajo de obrero. De tal suerte que, impetuoso y decidido, consigue que lo contraten como pintor de tejados. Demuestra así tener una voluntad firme y unas ideas sociales muy concretas y definidas, que se condensan en un ilustrativo fragmento del capítulo VI: “Nada nos indica que la humanidad evolucione con rumbo al bien. Junto al desarrollo de las ideas humanitarias contemplamos el de ideas de muy distinto género. La servidumbre ha sido abolida, pero en su lugar yergue la cabeza el capitalismo. Y en plena floración de las ideas emancipadoras, la explotación del hombre por el hombre sigue su curso: exactamente igual que en la Edad Media, la minoría continúa alimentándose, vistiéndose y haciéndose defender por la mayoría, que continúa hambrienta, desnuda y sin defensa”. En esta nueva vida en la que se sumerge con bravura encontrará dificultades para ser aceptado (las amistades de su padre le niegan el saludo por la calle), pero también apoyos dulces, como el que le brinda María, la hija del ingeniero Dolchikov, con la que terminará contrayendo matrimonio y formando un hogar.

Durante meses, la lucha que acomete Misail para seguir dentro de la ruta vital que él mismo se ha trazado es ciclópea, pero pronto se dará cuenta de que nadie más lo acompaña en ese camino, e irá ingresando en el decaimiento... El final de la novela sirve a Chéjov para entregarnos algunas de sus páginas más hermosas y melancólicas: aquéllas en las que Misail enumera el estado actual (lánguido o triunfador, alegre o lloroso, cercano o distante) de todas las personas que han intervenido de una forma directa o indirecta en la historia de su vida... El mago de Taganrog demuestra en estas páginas que su habilidad en el ámbito de la prosa no se circunscribía, ni mucho menos, al territorio breve, sino que su musculatura narrativa era tan notable como versátil, y le permitía brillar también en el complicado universo de la novela.