jueves, 30 de abril de 2020

Como la noche que nunca amaneciese




Un singular y desgarrado “Monólogo espasmódico en tres tiempos”, que el poeta Miguel Sánchez Robles publicó con el título de Como la noche que nunca amaneciese, concentrará todas las visiones negativas y nihilistas (tan frecuentes en este autor) en un personaje con nombre y apellido: Lola López.
En el primero de los tres tiempos mencionados, la mujer se dirige al personaje bíblico de Job y le habla largamente de su cansancio. Le dice que se encuentra “carcomida en los bordes. Arrodillada en la desesperanza” (p.13); que la vida se le antoja una gris “grieta pútrida” (p.16) que el tiempo se ha entretenido en abrir en su carne; y que la domina constantemente el “ansia de escapar” (p.29). Pero de inmediato surgen las preguntas terribles: ¿escapar hacia dónde? ¿Escapar para encontrar qué? El resumen vital que Lola López se plantea es desgarrador: “No soy: huyo” (p.34).
En el segundo tiempo comienza a alborear una solución para sus cuitas, aunque los matices impresionan: “Es más dulce el suicidio / que esta diaria gangrena”, p.47). Pero Job ni siquiera se digna contestar, pues ha adoptado una actitud de silencio a ultranza, de silencio divino. La mujer, desesperada, se descubre con una interrogación en los labios, dirigida a la vida: “¿Por qué me dueles tanto?” (p.66).
Y en el tercer tiempo descubrimos que no hay tregua posible para quien se pregunta por el sentido de las cosas. No hay luz. Todo es “como la noche que nunca amaneciese” (p.69), como una lepra del alma que nos sume sin rastro de misericordia “en una especie de letargo ebrio” (p.81).
La conclusión no puede ser más contundente, ni más amarga. El autor cierra el libro con estos dos versos, marcados en negrita: “Después de tanto hastío / nunca hubo nada” (p.89).

miércoles, 29 de abril de 2020

Lluvia fina




Todos necesitamos, de vez en cuando, utilizar las palabras para aliviarnos de nuestros dolores, desatascar el flujo de las lágrimas o exonerarnos de nuestras culpas. Lo saben los sacerdotes; lo saben los psicólogos; y lo saben también aquellas personas que, por su carácter afable o su sentido de la amistad, escuchan con paciencia las confesiones y los recuerdos de quienes los rodean. Lo que pocos se detienen a valorar es cómo afecta ese caudal de secretos e inmundicias a quien las recibe e, involuntariamente, las almacena en su corazón y su memoria.
Luis Landero, uno de los novelistas más brillantes de España, ha centrado su última producción, Lluvia fina, en ese aspecto; y nos ha entregado una obra que gira, vertiginosamente, alrededor de Aurora, una maestra de Primaria que, dulce, comprensiva y neutral, se convierte en el tazón sobre el que todos los miembros de su familia política vierten su leche agria, buscando su conocimiento o, quizá, su absolución. Lo hace su marido, Gabriel, un profesor de filosofía con un carácter débil, voluble y egoísta, que se refugia en preceptos estoicos para no escribir su eterno libro, para no terminar su eterno doctorado… y para no ocuparse de su hija Alicia, que nació con problemas y a la que considera una “fatalidad”. Lo hace su cuñada Andrea, que culpa a su madre de haber fracasado en la vida, porque no le permitió casarse con el hombre al que amaba, y no le permitió seguir estudios musicales, con los que soñaba convertirse en cantante famosa. Lo hace su cuñada Sonia, que ha sufrido un divorcio traumático porque su marido (que la eligió a ella, en lugar de a su hermana Andrea) era un peligroso pervertido sexual. Lo hace su suegra, que juzga que sus hijos no han entendido nunca que su sequedad y su roñosería eran modos de protegerlos de la pobreza.
Cuando a Gabriel se le ocurre la inquietante idea de reunir a toda la familia para celebrar el octogésimo cumpleaños de la madre, la tensión se dispara. Aurora, durante días interminables, escucha y trata de responder con serenidad a las diferentes confesiones y acusaciones que le van llegando por teléfono, en las que cada componente de la familia, con acrimonia, culpa a los demás de su estado. Y ella trata de ir apaciguando los ánimos, moderando las invectivas y serenando los espíritus. Pero los detalles que va descubriendo de todos (incluido su marido) le terminarán también envenenando el corazón.
Una novela, aparte de maravillosamente contada, muy útil para reflexionar sobre los rencores familiares, sobre la forma hiperbólica en que construimos nuestros odios y sobre la incapacidad para ser feliz. 
Cómo amo a Luis Landero, clásico vivo.

martes, 28 de abril de 2020

Los despistes del abuelo Pedro




Pocas situaciones se me antojan más dolorosas que advertir (y sobrellevar) el alzheimer en una persona cercana de la familia. Y si esa persona es el padre o la madre el dolor puede llegar, me parece, a cotas everésticas. ¿Qué adulto puede aceptar sin derrumbarse que los ojos vacíos de un progenitor lo miren y le digan: “No sé quién eres”?
Pero gracias a la magia de la literatura y a la magia del humor bondadoso, he aquí que la escritora Marta Zafrilla consigue en Los despistes del abuelo Pedro que esa terrible situación pueda ser comprendida con naturalidad incluso por los niños. Es lógico que se sorprendan cuando se enteren de que el abuelo ha metido su llave en el agujero de un árbol, creyendo que es la cerradura; o que ha planchado un lenguado, intentando hacerle bien la raya; o que ha metido un pollo asado en la lavadora, para dejarlo reluciente… Pero muy pronto se dan cuenta de que se trata de un simple problema de la edad: ha vuelto a ser como un niño y es preciso prestarle ayuda.
Cariño, comprensión y naturalidad son las palabras claves de este relato al que pone preciosas ilustraciones Miguel Ángel Díez y que edita primorosamente el sello Cuento de Luz.

lunes, 27 de abril de 2020

Elegías




No leo a los clásicos grecolatinos porque entienda que suponen un interesante añadido cultural o porque su conocimiento se me antoje imprescindible en un profesor de literatura. Ya pasé por esa etapa de mi vida, de la que no reniego. Si continúo con las visitas a estos autores es porque me entregan vida, placer lector, sonrisas, informaciones curiosas, asombros filosóficos. En suma, porque me enriquecen y me expanden.
Me detengo hoy en las Elegías de Tibulo, que traduce y anota Juan Luis Arcaz Pozo, de las que me quedo fundamentalmente con dos núcleos temáticos: el primero es el elogio de la vida sencilla, agrícola, recoleta (“Un pequeño campo es suficiente, suficiente es descansar en el lecho y, si es posible, dar solaz al cuerpo en el tálamo de siempre. ¡Qué agradable es escuchar acostado los fieros vientos y estrecharse a la amada contra su apacible regazo”). Viviendo con la persona amada, rodeado de hijos y nietos, con salud razonable, ¿qué sentido tiene el afán de más lujos? Y en ese elogio se incluye también el repudio del militarismo, por lo que tiene de imán para las desgracias y de segador de hombres (“¿Qué honra es atraer a la negra Muerte con guerras?”); el segundo es la crónica de sus curiosos devaneos eróticos. Y no los tildo de curiosos porque incluyan la bisexualidad o la utilización de hechiceras para hacerse con los favores de la persona amada, sino por su enredo constante. Verbigracia: Tibulo mantiene amores con Delia, mujer casada, a quien enseña artimañas para que burle a su marido y se reúna con él; más adelante, cuando descubre que ella utiliza esas argucias para verse con otro amante, encolerizado, le resume al marido los engaños de su mujer para que se ponga en guardia y evite la infidelidad. A la vez, Tibulo siente un “lánguido amor” (sic) por el joven Márato, de cuyos favores goza… y al que ayuda para que éste consiga el amor de la renuente Fóloe. Pero cuando descubre que el impetuoso y voluble Márato lo engaña con un ricachón, le desea a este último que su esposa le sea infiel con otro… Quien se adentre en estos poemas tiene asegurada una buena dosis de sonrisas y, a la vez, un acercamiento tenue pero firme a las debilidades y grandezas del ser humano, que aquí quedan retratadas con elegancia.

domingo, 26 de abril de 2020

Bienvenida la noche




En el año 1991, Ángel Paniagua publicó en la Editora Regional de Murcia un libro de poemas con el título de Si la ilusión persiste; pero todo parecía indicar (y las declaraciones posteriores del autor así lo confirmaron de forma explícita) que no se hallaba muy feliz con la publicación del tomo, por antojársele que su ciclo creativo no estaba terminado. Doce años tardaría en pulir y clausurar esa etapa poética. Y lo hizo con el volumen Bienvenida la noche.
Se ha hablado en muchas ocasiones de la majestad con que Eloy Sánchez Rosillo encabalga sus versos y de la sonoridad manifiesta que con este procedimiento les extrae: pues no es menor la belleza que obtiene de este mismo recurso Ángel Paniagua. “El tema de la vida” (poema que se encuentra entre las páginas 27 y 28) puede servir como ejemplo. Nos encontramos indudablemente ante un libro de amor y desamor, de intensas pasiones melancólicas, de cataclismos de piel y ausencias, en el que nuestro poeta accede a una madurez desencantada, de emociones provisionales, porque está claro para él “que aquellas luces álgidas / que pusieron su brillo en nuestros ojos / se han perdido de modo irremediable: / no somos tan mayores, / pero estamos cansados de esta danza” (p.37).
Tras muchos versos escritos y un buen ramo de palabras publicadas, Ángel había conseguido comprender que un poema no es más (ni menos) que “un fragmento de vida en que el poeta, / hablando de sí mismo, habla de todos” (p.16); y que un libro es “el resultado final de tanto esfuerzo / por hablarle a la vida con coraje” (p.107).
Voz imprescindible de la lírica contemporánea, Ángel Paniagua nos regala aquí unas páginas delicadas, lánguidas y sabias, que conviene releer de vez en cuando.

sábado, 25 de abril de 2020

El valor de educar




En estos días confusos de enseñanza a distancia, alumnos desorientados, padres perplejos y peticiones extrañas por parte de políticos, estudiantes y ciudadanos, acudo hasta las páginas de El valor de educar, del filósofo Fernando Savater, donde encuentro ideas muy interesantes y, sobre todo, una agradable atmósfera pedagógica y reflexiva.
Podría resumir o comentar su contenido, lleno de sensatez. Podría relacionar algunas de sus inteligentes propuestas con la situación actual. Podría, en fin, realizar una lectura subjetiva del volumen. Pero creo que el mejor servicio que le puedo hacer a la obra (y a las personas que lean esta reseña) es ofrecerles una serie de frases que he ido subrayando en el tomo, para que juzguen si les parecen lo suficientemente buenas como para sumergirse en el resto de la obra. Dudo que se opine lo contrario. Ahí se las dejo.
“Este mundo carece de libro de reclamaciones”. “Educar es creer en la perfectibilidad humana, en la capacidad innata de aprender y en el deseo de saber que la anima, en que hay cosas (símbolos, técnicas, valores, memorias, hechos..) que pueden ser sabidos y que merecen serlo, en que los hombres podemos mejorarnos unos a otros por medio del conocimiento”. “La educación es siempre un intento de rescatar al semejante de la fatalidad zoológica o de la limitación agobiante de la mera experiencia personal. Proporciona a la fuerza algunas herramientas simbólicas que luego permitirán combinaciones inéditas y derivaciones aún inexploradas. Es poco, es algo, es todo, es el embarque irremediable en la condición humana”. “Es disparatado aplicar a rajatabla desde el parvulario el principio democrático de que todo debe decidirse entre iguales, porque los niños no son “iguales” a sus maestros en lo que a los contenidos educativos compete”. “Quienes enseñan es preciso que sepan apreciar las virtudes de una cierta insolencia en los neófitos (...). Para un maestro sensato la ocasional insolencia de sus alumnos es un síntoma positivo, aunque pueda resultar por momentos incómodo”. “Hay que decir pedagógicamente a los que vienen que lo esperamos todo de ellos, pero que no podemos quedarnos a esperarles”. “El bien educado sabe que nunca lo está del todo pero que lo está lo suficiente como para querer estarlo más”.

viernes, 24 de abril de 2020

Viaje a Tierra Santa




De dos formas (distintas, pero complementarias) puede y debe hablarse cuando nos asomamos a las páginas de un libro como Viaje a Tierra Santa, de Jacinto Verdaguer: de un lado, el aspecto formal, literario, estético de la pieza; del otro, su contenido ideológico-religioso. Omitir cualquiera de esas perspectivas para centrarse exclusivamente en la otra supondría ser parcial, al igual que resultaría absurdo describir una moneda o una hoja limitándonos a su haz o su envés.
Por lo que respecta a la forma, es innegable la elegancia de Verdaguer (que llevó a Josep Pla a afirmar que se trataba de la mejor prosa catalana del siglo XIX), que nos dibuja el paisaje y nos invita a caminar por él: sentimos el calor, nos alivia el frescor cuando la hierba menudea, respiramos el polvo que la mirada de Mosén Verdaguer registra para nosotros, notamos el batir inmisericorde del viento, aspiramos el olor de las flores y nos deleitamos con la belleza de los árboles que nos va describiendo. Los nombres de las poblaciones, las referencias bíblicas y la curiosa anotación de detalles costumbristas colaboran para construir la ambientación y para insertarnos en ella de eficaz modo. En ese terreno, el libro es bello y admirable.
Por lo que respecta al contenido, el asunto es menos esplendoroso. Al principio, es verdad, el narrador de Folgarolas se muestra tierno y dulce. Recuerda con gran cariño a su madre a la hora de emprender la ruta, agradece a Dios que le permita conocer los territorios donde se desarrolló la vida de Jesús y se muestra satisfecho con el resultado de la experiencia (“Ya no deseo ni espero hacer otro viaje más que el de la eternidad, cuando me toque la hora”, p.14). Pero muy pronto empieza a manifestarse de un modo menos respetuoso y apolíneo: describe con desdén la indumentaria de las mujeres de la zona (“El manto negro que llevan en la ciudad les da más aire de fantasmas que de mujeres”, p.24); observa con altanero desprecio a los varones (“Gentes fanatizadas, sordas y ciegas, manada humana que el profeta Mahoma unció a su carro en su triunfal correría”, p.47); calibra con maniqueísmo la diferencia entre los símbolos religiosos católicos y musulmanes (“La cruz, amado signo de nuestra redención, parece hallarse a la sombra de la fatídica y aburrida media luna”, p.87); y hasta se muestra irrespetuoso con las tradiciones locales (se hace enseñar un manuscrito en la puerta de un templo, a cambio de dos pesetas y media, porque se niega a descalzarse para entrar, p.92). A punto se queda de solicitar una nueva cruzada, que expulse a los infieles del sagrado suelo que, obviamente, pertenece en exclusiva al catolicismo. ¿Y qué decir de párrafos tan mansurronamente soberbios como el que desliza en la página 102, donde le ruega en sus oraciones a un evangelista “que enderece e ilumine los caminos de la poesía moderna, tan llenos de fango, polvo, tinieblas, duda y desesperación. Para mí, humilde cigarra de los bosques de Cataluña, insignificante grillo que aprendió a cantar en los terruños de la Plana de Vic, pedí la bendición para mis pobres canciones”? ¿Y de exhibiciones tan amenazantes y tan cafres como la que infama las páginas 138 y 139, tras observar unos milenarios monumentos antiguos: “Jesús, aquel niño que entró en Matariye en brazos de su madre, es más grande que todos, más que los Menes, Sesotris y Ramsés, y más perdurable que las treinta y tantas dinastías de los reyes de Egipto. Con un mero movimiento de su dedo, Él los borrará a todos, con sus templos, palacios y ciudades inmensas. Con un soplo hará caer sus ídolos y únicamente les dejará como tumba la pirámide de Kheops”?
Un libro curioso, sin duda, bello e irritante a partes iguales.

jueves, 23 de abril de 2020

Poemas (1979-1997)




Leí este conjunto de poemas en el mes de noviembre de 1999 y anoté en una de sus primeras páginas el siguiente mensaje, dirigido a mi yo del futuro: “Releer dentro de veinte años. Qué elegancia”. Ahora, veinte años y cinco meses después (he sido casi puntual), vuelvo a instalarme durante unas horas en sus versos; y reitero mi admiración por el poeta.
Qué asombrosa elegancia madurísima se advierte en estas composiciones, como si el autor, instalado en una senectud adelantada, juzgase la vida y el mundo a través de los ojos sabios de alguien que, habiendo vivido, reflexiona con pausa y extrae conclusiones. Una música suave y lenta modula las líneas, convirtiéndolas en un arroyo de sonidos que, tenues, nos transmiten su elevado mensaje.
Heráclito y Proust cogen nuestras manos para adentrarnos en el tomo, y nos pasean por acantilados altísimos, por Alejandría, por Bayreuth y por Roma; pero también por cañaverales y acequias, por entornos de limoneros y por claustros monacales. Y en todos los escenarios, la voz de un poeta que oye y que escucha, que mira con lentitud y que respira en paz.
Si me permiten un consejo, lean con especial pausa, en el mayor de los silencios, las composiciones “Recuerdo del Gólgota”, “Que Dios sea cierto” y “Acuérdate”. Creo que me agradecerán la sugerencia.

miércoles, 22 de abril de 2020

El heladero de Brooklyn




Fue un idealista en su Italia natal y militó entre los más fervorosos camisas rojas de Garibaldi, pero las inevitables evoluciones de la política supusieron para él un grave mazazo: al constatar la deriva antirrevolucionaria de su líder experimentó una profunda decepción y no se privó de expresarlo públicamente. A partir de entonces fue amenazado de muerte por sus antiguos compañeros y tuvo que tomar una difícil decisión: emigrar hacia los Estados Unidos de América, tierra de libertad y esperanzas. Por desgracia, el ingreso en un mundo tan distinto al suyo no resultó cómodo: sufrió miserias, afrontó privaciones y soportó todo tipo de sacrificios, hasta que por fin consiguió un trabajo humilde como propietario de un carrito de heladero. Pero ni siquiera esa felicidad provisional le duró mucho, porque los mafiosos capitaneados por Tonino Fibonacci se dedican a extorsionarlo y, ante su resistencia, matan de un tiro a su pequeña hija. Justo en ese instante comenzará la implacable y atroz venganza del heladero de Brooklyn.
Este mínimo resumen, que apenas estorbará al lector cuando decida sumergirse en el libro, condensa tan sólo el primero de los relatos que Fernando Molero nos regala en este volumen editado por el sello Alhulia (Granada, 2011). Después de él conocerá a un profesor universitario que ha sido abandonado por su esposa y que se verán envuelto en una rocambolesca aventura psiquiátrica (“La tesis y el Dr. Melgari”); a un descreído casanova que, para huir de su destino, se embarca hacia Japón (“La cruz y la katana”); a un estrafalario estudiante de Filología que se hospeda en la casa de un hombre que oculta un inquietante pasado (“El ojo de cristal”); a un misterioso anciano apellidado Malbridge, capaz de ejecutar magias sorprendentes (“Huellas de tiempo nada más”)…
¿Son ustedes capaces de resistirse a tantas tentaciones narrativas? Yo les aconsejo que no lo hagan.

martes, 21 de abril de 2020

Anillos




En 1926, el chileno Pablo Neruda publicó, en colaboración con Tomás Lago, un singular librito al que aportó once prosas muy curiosas.
En “El otoño de las enredaderas” nos ofrece una variante juvenil del tópico latino tempus fugit, que redacta con estructura de epanadiplosis y que cierra con unas líneas musicales, innegablemente poemáticas (“Lo empuja el viento, lo apresura la lluvia, por los senderos del mar, lo empuja el viento, lo apresura la lluvia, y la estela de ese navío está sembrada de pájaros amarillos”).
En “Primavera en agosto” asistimos a una radiante explosión de luz, donde el poeta parece estar hablando, más que de su entorno, de su propio alborear, de su “alegría profunda, después de la ensimismada tristeza”. La lástima es que en su desarrollo ondeen más interjecciones de las aconsejadas por el buen gusto literario (“Ah primavera”, “Oh alegría”).
Y en “Atardecer” encontramos una abigarrada alegoría: el chileno nos invita a contemplar los fulgores desfallecientes de una jornada bajo el disfraz luminoso de un circo, de una “profunda carpa” atravesada por ráfagas de color. Allí nos muestra los “trapecios ardiendo”, la majestad negra de los caballos, la quietud de las amazonas, la rítmica alocución de los timbales, el cardíaco cruzar de los volatineros o la melancólica tristeza de unos “despaciosos payasos amarillos”; aparte, claro está, de las inevitables jaulas donde suena periódicamente el “rugido de los leones guardianes”.
Pero quizá los más interesantes sean los cuatro apuntes últimos (que el crítico Hernán Loyola estima que ya anticipan Residencia en la tierra): “Desaparición o muerte de un gato”, “T.L.”, “Tristeza” y “La querida del alférez”, donde de pronto se observa un tono más maduro, más cuajado, más innovador, casi entrando en la madurez expresiva del futuro premio Nobel.

lunes, 20 de abril de 2020

Sátiras




Descubrir las Sátiras de Persio me habría deparado una enorme decepción si no hubiera contado con el auxilio de las atinadas notas y observaciones de Germán Viveros, que permiten desbrozar, ordenar y entender el sentido de muchos versos, cuya intelección resultaría dificultosa sin su concurso. En ese sentido, casi podría decir que le estoy más agradecido al meticuloso comentarista que al enrevesado poeta.
¿He disfrutado con las líneas de Aulio Persio Flaco? Afirmar que sí supondría una exageración. Las he podido entender, que no es poco. Pero no he obtenido ningún placer estético ni literario con sus páginas, lastradas con un excesivo número de referencias coyunturales. Decía Dámaso Alonso que no hay poeta más arquitecto que Góngora. Posiblemente sea verdad. Y posiblemente, también, esa condición resulte admirable para muchas personas. Pero yo no me acerco hasta un poema para admirar la majestad de sus arbotantes o el airoso trazado de sus arquivoltas, sino para recibir una emoción, un latido, una luz.
Bien ha estado (no me arrepiento) dedicarle una tarde al latino Persio, pero estoy convencido de que no dejará ninguna huella en mí.

domingo, 19 de abril de 2020

Hormonautas




Los nautas han sido, en la historia literaria, muy frecuentes: recordemos, por citar algunos ejemplos clásicos, a los argonautas (que buscaban el vellocino de oro allá por la Cólquide), a los astronautas (que aparecen en varios libros de Stanislaw Lem), a los aeronautas (como el que protagonizaba aquella antigua novela breve de Julia de Asensi) y a los autonautas (a quienes Julio Cortázar hizo bogar por las autopistas francesas). Y, desde 2015, la catalana Paz Monserrat Revillo aumentó esa nómina con su obra Hormonautas, un original volumen en el que todos los relatos están vertebrados de alguna manera sobre la acción de las hormonas, esos mensajeros químicos que nos recorren, condicionan y modulan.
En esta sorprendente colección de historias seremos informados sobre los efectos de la prolactina, el cortisol, los estrógenos, los anabolizantes o las feromonas, que circularán por el libro al mismo tiempo que se nos habla de la madre que concurre a un examen mientras deja sus mellizos al cuidado de las abuelas; del dolor terrible que supone siempre la cercanía de una persona tóxica; de la hilarante situación que puede producirse al ingerir la pastilla equivocada; de la esposa que ha disfrutado de todo tipo de amantes utilizando los paseos de su perrita como señuelo erótico; del afamado educador ambiental que pasa de la gloria al más estrepitoso descrédito en apenas seis segundos; de la niña que, para preocupación de sus padres, observa de vez en cuando a un ángel; o de la accidentada forma divertida en que una estudiante española prepara churros anómalos para su familia de acogida norteamericana.
Humor, interesantes reflexiones sobre la condición humana y magníficos retratos de nuestro mundo se van trenzando en estas historias, publicadas con buen ojo por la editorial Nazarí.

sábado, 18 de abril de 2020

Indicios pánicos




Para quien sabe mirar, la realidad es un documento inapelable, que nos entra por los ojos y nos deja su huella. Pero, en palabras de la uruguaya Cristina Peri Rossi, “la realidad es un palimpsesto que a veces por pereza, otras por cobardía, comodidad o torpeza hemos leído de manera superficial” (p.10). Y ahí es donde comienza a actuar el intelecto, que registra e interpreta los “indicios” que observa a su alrededor, esas señales que dan a conocer lo oculto. Ella, contemplando y traduciendo lo que veía en su país de origen, observó la lenta pero inexorable gestación del horror totalitario, que se manifestaba en la multiplicación de leyes restrictivas, en la creciente presencia policial y militar en las calles, en el miedo que comenzaba a colonizar los corazones de sus compatriotas, en la censura… Y decidió consignarlo en un libro lleno de símbolos, dobles sentidos, humor triste, espíritu notarial y amargura, que entregó a la imprenta con el nombre de Indicios pánicos.
Poco a poco, mientras caminamos por sus páginas, encontramos estudiantes que se enfrentan a los soldados del Estado represor lanzándoles hojas de árboles; países donde se fomenta la desaparición de los viejos, por ser gravosos desde el punto de vista económico; personas que se dedican durante años a mirarse la suela del zapato o acariciar estatuas; bloques de apartamentos en cuyo interior crece el árbol que el constructor, amante de la naturaleza, se negó a arrancar en su día; sentadas nudistas que se resuelven a tiros; emboscadas nocturnas que unos pájaros perpetran sobre los incautos paseantes; miembros de las fuerzas armadas a quienes se les dispara accidentalmente el arma por un tropezón cada vez que hay una huelga o se manifiesta la gente ante ellos; hombres que deciden encamarse y que son considerados peligrosos agentes subversivos… La mirada tristemente irónica, tristemente meticulosa, tristemente lúcida de Cristina Peri Rossi se despliega aquí con una contundencia plausible y nos entrega un volumen memorable y distinto.

viernes, 17 de abril de 2020

Horizonte de sucesos




Comencemos con un relato ecologista, titulado “El último zarapito”, en el que un escrupuloso fotógrafo de marisma decide vengarse de un cazador furtivo que, por puro placer, mata ánades y otras aves del lugar. Sigamos con “Cuestión de números”, donde se plantea una especie de orgasmo narrativo en forma de cuenta atrás, con una sorpresa en las últimas líneas. Avancemos hacia “La campanilla”, mucho más emotiva y centrada en el regreso de la narradora al hogar familiar, donde se encuentra con la campanilla que su padre usaba durante su enfermedad para reclamar atención. Continuemos con “Gliese”, la peculiar visita turística que una estrella enana marrón decide rendir a la Tierra. Y, ya bien adentrados en el libro, encontraremos “Quien pisa raya, pisa medalla”, la crónica de una niña que, desde un internado dirigido por monjas, nos cuenta la tristeza de sus días, mientras su madre “está lejos y no me oye, nunca me oye” (página 46).
En este Horizonte de sucesos, escrito por Carmen Peire y publicado con elegancia por Cuadernos del Vigía (Granada, 2011), podremos también encontrar niñas hurañas que no toleran ser tocadas, pintores bohemios que odian al género humano, dipsómanos que esperan la llamada telefónica de su mujer e incluso insectos que protagonizan fábulas modernas, tan inesperadas como simbólicas.
Una interesante aventura narrativa, qué duda cabe.

jueves, 16 de abril de 2020

La despedida




La Comarca. Ése es el territorio rural donde se desarrollan las acciones de los cinco cuentos que Javier Morales Ortiz reúne en La despedida (Editora Regional de Extremadura, 2008). Y uno de los elementos que primero llaman la atención es observar cómo los personajes se van deslizando por los relatos con diferentes grados de protagonismo, trasvasándose de uno a otro: en “La casa de mi amigo” se nos ofrece el poco cordial reencuentro entre dos antiguos compañeros de colegio, en cuya memoria se alude a la maestra Luz Verde o al desastre que ha sufrido Luis Prieto; en “Le puede pasar a cualquiera” se nos detalla la aventura agrícola biológica que desea emprender, precisamente, el citado Luis; y cómo ésta concluye de un modo tan triste como rápido; en “La boda”, una novia con graves problemas de conciencia se acerca hasta su mejor amiga, para contarle sus penas: y la amiga es Luz; en “La despedida” será de nuevo Luz uno de los focos centrales de la narración, que comparte con su alumna Paula.
Este sistema de imbricaciones parciales, tan interesante como bien urdido, nos permite imaginar una constelación de relatos que, desarrollada durante años o décadas, termine generando una macrohistoria al modo macondiano. Y es que el lector tiene la sensación, cuando recorre los cuentos de La despedida, de que ha traspasado los límites de lo literario y vive en La Comarca; y que de esa manera su mirar es el que, deteniéndose allá o aquí, va otorgando protagonismo y densidad a las diferentes figuras con las que se encuentra, que pasan de ser humo a ser mármol. Como ocurre, en fin, en la vida real: esas personas con las que nos cruzamos y que, sin que reparemos de forma consciente en ello, cobijan su historia, a veces conmovedora, a veces terrible, a veces curiosa, pero que solamente se nos revelará con cierto detalle si fijamos en ellas la atención o la curiosidad.
Retratista sutil y paisajista elegante, Javier Morales Ortiz nos entrega en estas páginas un delicado volumen de muy agradable lectura.

miércoles, 15 de abril de 2020

Un koala en el armario




Es posible que el microrrelato siga siendo (y lo digo con todo el respeto y con todo el cariño del mundo) el “pariente pobre” de la narrativa, pero la aparición de autores que, en número creciente, nos entregan brillantísimos volúmenes de este tipo de textos está provocando que el género se encuentre ya consolidado como tendencia y como espléndida realidad literaria.
El volumen Un koala en el armario, de Ginés S. Cutillas, ingresa sin lugar a dudas en la zona más rutilante de esa realidad. Con una inventiva musculosa y una ágil variedad de personajes y situaciones, el escritor valenciano nos entrega muestras memorables de humor geométrico (“Dark side of the spoon”), nos permite asistir a inquietantes partidos de fútbol (“Desconfianza ciega”), pone ante nuestros ojos metáforas sobrecogedoras sobre el mundo en que vivimos (“Los bárbaros”), nos explica cómo el desamor puede llegar a erosionarnos con singular eficacia (“Un pequeño problema”), nos obliga a ver cómo actúa un trío de depredadores huérfanos de piedad (“Los cazadores”) o nos deja claro que una serie de crímenes brutales pueden encauzar y mejorar tu vida (“El silencio de las fábricas”).
Dominador, versátil, ingenioso, arquitecto y druida, Ginés S. Cutillas consigue que no nos planteemos ni siquiera una pausa durante la lectura, porque la pluralidad de sus bellezas y logros es tan asombrosa y a la vez tan tenue que, simplemente, te sientes feliz mientras buceas entre las distintas historias. Piezas como “Fusilamiento preventivo” o “Notas falsas” tendrían que figurar en cualquier antología del género.

martes, 14 de abril de 2020

El amigo de Kafka




Aprovecho estos días de encierro en casa para volver a las páginas de Manuel Moyano. Y lo hago con la obra con la que irrumpió en el mundo de las letras, allá por 2001: el volumen de relatos El amigo de Kafka (Pre-Textos). Fue un libro con el que obtuvo no sólo el reconocimiento de los autores de más prestigio (como Luis Mateo Díez) y de los críticos más exigentes (el tomo fue reseñado en El País), sino también el refrendo de uno de los galardones más prestigiosos de España: el XXV premio Tigre Juan del año 2002 a la mejor obra narrativa.
Contiene una docena de cuentos asombrosamente bien escritos, donde las atmósferas inquietantes, humorísticas y oníricas se van combinando bajo los ojos del lector, que asiste perplejo a un despliegue estilístico de notable envergadura. “Hojas amarillas” nos relata el desamor hiperbólico que se acaban profesando Darío Humberto Brufmann y su esposa Alicia, y que se canaliza a través de los mensajes con post-it que se van dejando por la casa; “El hombre del lago” es una historia sorprendente y mágica, que Jorge Luis Borges hubiera firmado sin vacilaciones y que nos habla de un megalito que vulnera el curso del tiempo o que lo desdobla; “Lo que dijo Brenes” es puro humor de raíz surrealista, mezclado con suspense de calidad; “Corazón sin barreras” hará sonreír a quienes se regodean con el argumento de los culebrones televisivos (y también a sus detractores); “El regreso de Nolam” es la neurótica historia de un excombatiente de Indochina, que vuelve trastornado a su hogar…
Son relatos sin fisuras, de una plasticidad infrecuente, que cautivan y enamoran desde el primer párrafo. Quien se acerca a ellos será extraño que abandone ya nunca el territorio Moyano.

lunes, 13 de abril de 2020

La noche de los tiempos




Ningún buen libro puede ser condensado en una reseña, por larga y meticulosa que ésta se plantee ser. Y menos aún cuando el libro contiene tantos primores y tanta belleza como La noche de los tiempos, la descomunal novela de casi mil páginas que Antonio Muñoz Molina publicó en 2009 en el sello Seix Barral.
Describamos la semilla: el arquitecto Ignacio Abel, casado y con dos hijos, conoce a pocos meses del inicio de la guerra civil de 1936 a la joven estudiante americana Judith Biely. Víctima de un matrimonio infeliz, se enamora de ella y comienzan una relación adulterina, que queda desbaratada cuando la esposa de Ignacio descubre la existencia de Judith; y, casi de forma simultánea, estalla la guerra. Hay una separación de los amantes y, por avatares del conflicto bélico, Ignacio termina pasando a Francia, y de allí a los Estados Unidos, donde seguirá trabajando como arquitecto a las órdenes de un multimillonario, buen amigo de Judith.
Ese leve núcleo temático se enriquece con la aparición de numerosos personajes reales del mundo de la política (Negrín, Azaña, Largo Caballero) y de la literatura (Rafael Alberti, José Moreno Villa, José Bergamín), así como con la meticulosa descripción de la vida madrileña antes y después del estallido de la sublevación militar. Pero, sobre todo, con el despliegue de una de las mejores virtudes del escritor de Úbeda: su capacidad para adentrarse en el alma de sus protagonistas y trasladarnos todos los pliegues de sus emociones: la melancolía, la decepción, el desasosiego, el fervor, la decrepitud, la nobleza, el idealismo.
Con saltos continuos en el tiempo; dejándonos en las manos, con infinito mimo, las piezas sucesivas del rompecabezas; dibujándonos la acuarela de un tiempo infame, vengativo, turbio e iracundo, Antonio Muñoz Molina construye un relato espiral, que se va agrandando como las ondas provocadas por una piedra que se sumerge en el lago y que, pese a sus numerosas repeticiones (el texto insiste en determinadas zonas emocionales o argumentales varias veces, para que queden mejor impresas en el ánimo del lector), no se hace fatigosa en ningún momento.
No me cansaría de enumerar las maravillas que este volumen me ha deparado: el increíble retrato melancólico del escritor y pintor sin éxito José Moreno Villa, desbordado por la arrolladora energía y ambición de sus colegas del 27; la lenta pero inexorable degradación moral del hermano de Adela, que evoluciona desde la estupidez hasta el fascismo; la dignidad imperturbable del profesor Rossman, perseguido por el totalitarismo comunista y por el totalitarismo fascista; la silente tristeza de la esposa de Ignacio, víctima inocente del amor impetuoso que su marido experimenta por Judith; la engreída petulancia de Van Doren, dios subalterno que observa con altanería a los demás seres humanos… Cada uno de los personajes (da igual su importancia argumental o el caudal de páginas que protagonice) es presentado con exquisita pasión de orfebre: lleno de luces y de sombras; con pasado, presente y futuro; admirablemente vivo y real.
Novela prodigiosa, que quizá no admita relecturas (su densidad y su longitud mastodónticas exigen muchísimas horas de dedicación atenta), pero que siempre enriquecerá cuando volvamos a acercarnos para leer tres o cuatro páginas, aleatoriamente escogidas. En cada pétalo está la rosa.

domingo, 12 de abril de 2020

Fuera de temario




Es un mecánico que trabaja rodeado de herramientas llenas de grasa, en un taller cuya decoración podemos perfectamente imaginarnos. Un día, que apenas se diferencia de los demás que componen su rutina laboral, recibe una misteriosa llamada telefónica: en ella se le comunica oficialmente que ha sido nombrado académico de la Lengua. La primera reacción explora la posibilidad de que se trate de una broma de mal gusto: no lo es. La segunda reacción acaricia la idea de que pueda deberse a una confusión de identidad: tampoco lo es. Él, el mecánico rudo y escasamente letraherido, ha sido nombrado académico. Pero la sorpresa resultará aún mucho mayor cuando, acercándose hasta el edificio de la RAE para tomar posesión oficial de su poltrona, descubra que el resto de académicos son tan indignos como él de ocupar sus cargos, y que muchos coquetean con el más riguroso analfabetismo.
Esta broma (¿o tal vez invectiva?) de Manu Espada aparece en su libro de cuentos Fuera de temario (Editores Policarbonados, Madrid, 2010) y se titula “La importancia del complemento circunstancial”. El resto del volumen (tan bien escrito y tan asombroso temáticamente como el relato ya mencionado) nos ofrece un variado surtido de metamorfosis, sucesivos enredos protagonizados por un cura y un vagabundo, enigmáticos relojeros, arquitectos oblongos y otras figuras no menos sorprendentes.
Relatos paradójicos, llamativos y en los que el lector tiene que suspender su incredulidad para disfrutar con plenitud. No resulta un mal balance.

sábado, 11 de abril de 2020

La sombra de una noche




Termino una breve novela de Soledad Puértolas que se titula La sombra de la noche y que publicó Ediciones del Bronce en el año 1998 con ilustraciones de Regina Giménez. Es, desde luego (y lo digo con todo el respeto), una obra menor dentro de la producción de la escritora zaragozana; pero se lee con agrado.
Nos sitúa en una localidad del norte, espolvoreada por la nieve, en la que vive la familia Studer, formada por un padre obrero, una madre que cose y vende algunas prendas para ayudar a la economía doméstica y varios hijos. Entre ellos, el que se convierte en protagonista de la narración: el joven Jacobo, al que no le va muy bien en el colegio porque se distrae con facilidad. Su mejor amigo, Ismael, cuya madre anda siempre enredada en asuntos de espiritismo y adivinación, tampoco es que lo ayude mucho a concentrarse.
Una noche, en la que el padre de Jacobo tarda demasiado en volver, el chico sale en medio de la nieve a buscarlo; y cuando por fin lo encuentra, serio y silencioso, infiere (sin más pruebas que la intuición) que ha sufrido un atraco y que la paga del mes, que tanta falta le hace a la familia, ha volado. Desde ese instante, Jacobo e Ismael comenzarán sus pesquisas para intentar recuperar el dinero, utilizando las artes herméticas de la señora Munch, su intrepidez de adolescentes y algunas situaciones casuales, que les irán conduciendo (en apariencia) hacia la resolución del enredo.
Una narración sencilla, eficaz y sin demasiadas pretensiones, que puede servir para que el lector avance con curiosidad hacia otras novelas de la escritora.

viernes, 10 de abril de 2020

El habitante y su esperanza




Con este nombre bautizó Pablo Neruda un relato cuyos protagonistas son dos cuatreros y una mujer llamada Irene, esposa de uno y amante del otro. La lírica estructura de la narración y las digresiones paisajísticas y sentimentales que aquí se observan han provocado siempre una notable confusión entre algunos de sus exégetas, que han llegado a decir que la trama de la obra es “incoherente” (así lo dictaminó Fernando Alegría) o que resulta imposible encontrar en ella “un desarrollo realista” (Enrico Mario Santí). Verdaderamente, la pieza resulta poco usual, pero si se lee con atención es fácil descubrir el hilo argumental en el que se apoya.
No está ahí, desde luego, la parte más débil de la obra. Si en esa zona quisiéramos fijarnos, podríamos referirnos (y ahí creo que con más razón) a una cierta rigidez de la prosa nerudiana, a la inexistente pintura de algunos personajes nombrados (Andrés, José Silva) o a la pobreza inusitada de sus adjetivaciones (vaho blanco, pajareras altas, árboles largos, oscuridad negra, etc). Podríamos también aludir a la inesperada bilis tumultuosa que el poeta chileno destila en el prólogo contra los escritores consagrados de su país (“Los equilibrados imbéciles que forman parte de nuestra vida literaria”), contra el sistema social en su conjunto (“Soy hombre tranquilo, enemigo de leyes, gobiernos e instituciones establecidas. Tengo repulsión por el burgués”) y contra su propia obra, de la que se distancia cautelarmente (“He escrito este relato a petición de mi editor. No me interesa relatar cosa alguna”).
Pero también conviene señalar los aspectos más llamativos de la obra. Si tuviera que elegir, me quedaría sin dudarlo con el nebuloso modo de su conclusión (ya opinó una vez Jorge Luis Borges que la ambigüedad puede ser una riqueza) y con la brillantez de sus símiles y metáforas, que ya insinúan al Neruda futuro. Así, nos comunica que la rubicunda Irene está enriquecida por una “salud de piedra de arroyo” (II); que hay cuatro hermosos caballos que “descansan echados a la orilla del agua como los países en el mapa” (III); que las manos frías de una muerta estaban “ahuecadas como queriendo aprisionar humo” (VIII); o que las olas que se estrellan en la orilla forman en la arena un “anillo de humedad de culebra infinita” (XI). Son diamantes (nadie lo negará) engastados en una joya (yo tampoco lo negaré) de plata.

jueves, 9 de abril de 2020

El Día del Juicio




Es un día especial. De hecho, es el más especial de todos, porque es el último. Todas las personas que han fallecido desde el inicio de los tiempos se alzan de sus tumbas y esperan, durante una jornada, la celebración del Juicio Final. Pero en esas veinticuatro horas son libres de acometer las acciones que deseen, sin ningún tipo de directriz o cortapisa. Unos se entretienen acudiendo a los toros, la ópera o el café; otros visitan los centros religiosos, para pedir perdón por sus pecados; otros, deambulan perdidos y con el desconcierto azuzándolos a realizar los actos más absurdos.
En medio de ese panorama nos encontramos con el personaje de Justino, que trata de hacer realidad varios deseos que siempre ha alimentado. El primero es conocer a determinados personajes históricos (a quienes tiene ocasión de ver y escuchar con atención: desde Julio César hasta Greta Garbo, pasando por un abatido Karl Marx, que susurra con melancolía: “Sospecho que me conoce menos gente de la que cree conocerme; que de mí se habla mucho de oídas, como de las sirenas”); el segundo, encontrarse de nuevo con la mujer de la que, siendo todavía un niño, se enamoró platónicamente, para descubrir si ahora que se encuentran tan cerca del final de los tiempos, es posible conocer el sabor de sus labios y el tacto de su cuerpo.
Subrayo en rojo esta frase del acto segundo: “El libro de la sabiduría tiene muchas páginas. Es bueno leerlas todas”. Subrayo también ésta del acto tercero: “Se habla mucho de ganarse la vida. […] Debiera pensar más la gente en ganarse la muerte, es decir, el derecho a descansar de la vida, de entregarla, devolverla a quien nos la haya prestado con el parte de Misión cumplida”.
Esta pieza teatral del mexicano Rafael Solana (1915-1992) nos sitúa ante una idea tan sugerente como asombrosa: ¿qué haríamos cada uno de nosotros en esas veinticuatro horas? ¿Qué actos desearíamos realizar? ¿A qué lugares acudir? ¿A qué personas reconocer? Justino lo descubre, con sorpresa y dulzura, en la última página de la obra, cuando el sol está comenzando a rayar en el horizonte y se aproxima el instante de perderlo todo.

miércoles, 8 de abril de 2020

Bajo el peral




En la aldea de Tschechin viven y conviven algunos personajes singulares: el guardia Geelhaar, aficionado a la bebida y a las mujeres; el tabernero Hradscheck, jugador y endeudado; Ursel, la esposa de éste; la vieja Jeschke, nimbada por una inquietante fama de bruja; el corregir Woytasch, que tampoco desdeña la amistad con el alcohol; el labrador Kunicke; o el reverendo Eccelius. Un cerrado mundo campesino, lleno de supersticiones, odios ancestrales, envidias enquistadas y borracheras frecuentes.
Un día, llega a la localidad un polaco que viene a cobrar una deuda de su empresa. Para su estupor, se le abona la misma; y esa misma madrugada decide emprender el camino de retorno a Cracovia, en medio de una espantosa tormenta. Horas más tarde, se descubren los restos del carruaje en el río Oder, pero nadie es capaz de encontrar su cuerpo. Sospechosamente, nadie recuerda haberle visto la cara o escuchado su voz cuando se subía al vehículo. ¿Alguien lo suplantó? ¿Alguien lo había asesinado antes para quedarse con el abundante dinero que portaba? ¿Y tendrá ese presunto crimen algo que ver con el cadáver que ha aparecido bajo un peral del pueblo?
Con habilidad narrativa, Theodor Fontane nos mantiene en vilo durante todo el transcurso de esta novela sinuosa, inquietante y peculiar, que Xavier Parramón traduce para el sello Siete Noches Ediciones y que, pese a algunos estrepitosos disparates ortográficos y gramaticales, se lee con auténtico interés.

martes, 7 de abril de 2020

Cachorros de negro mirar




Pablo tiene diecisiete años y vive en una buena casa burguesa, con unos padres de izquierdas que le pusieron su nombre en homenaje al fundador del PSOE. Pero él, aturdido por su juventud y por la verborrea extremista que despliega “Surcos” (otro joven de veintidós años que actúa como su instructor), se ha convertido en un prefascista que dice odiar el desorden, ama la bandera y la patria y se muestra dispuesto a enfrentarse, incluso físicamente, con quienes pertenezcan a cualquier minoría que le parezca despreciable. En ese mundo brutal y primario, Pablo ha sido rebautizado como “Cachorro”.
Cuando se inicia la acción nos encontramos a ambos jóvenes en la casa de los padres de Pablo, que se encuentran fuera. Es agosto, la temperatura es alta, beben alcohol y están aburridos: mala mezcla. Surcos, para combatir el tedio y lograr que Cachorro se vaya habituando a sus métodos violentos, ha tenido una idea de lo más desagradable: contratar por teléfono los servicios de un travesti para divertirse a su costa. Pronto, la idea de divertirse degenerará en el proyecto de darle una paliza; después, Surcos habla incluso de castrarlo con un machete que lleva siempre encima. Cachorro, sumiso al principio, irá poco a poco sintiéndose más inquieto con los planes de su compañero, pero no sabe bien cómo frenarlo.
Ésta es la angustiosa situación que Paloma Pedrero urde en Cachorros de negro mirar, una inquietante pieza teatral donde los nervios del lector son puestos a prueba con diálogos tensos, ideas desagradables y abruptos brotes de violencia que rozan la psicosis y que se resuelven en un final desasosegante.
Siempre es un enriquecimiento leer a esta dramaturga madrileña.

lunes, 6 de abril de 2020

Gloria




Ricky y Gloria, propietarios de una pequeña editorial, se están preparando para la cena que, en su casa, ofrecen al anónimo inversor que viene a resolver sus graves problemas de liquidez. Vendrá también a la cena Silvia, amiga de la familia y esposa de Coponius, que era el millonario que financiaba este proyecto hasta que ha emprendido los trámites de divorcio con su infiel esposa. Antes, toca a la puerta el camarero italiano que ha sido contratado eventualmente para servir la cena y atender a los invitados.
Ya tenemos en escena a los cinco personajes que componen la comedia Gloria, en la que el barcelonés Eduardo Mendoza vuelve a mostrar su agradable sentido del humor y su habilidad para manejar tramas que, en otras manos, resultarían punto menos que inverosímiles: pistolas que pasan de bolsos a cajones, inyecciones que acaban depositadas en bandejas de croquetas, fantasías sexuales que explotan en los momentos más inesperados, agendas cuya lectura revela datos asombrosos… Pero es que por debajo de todo ese cúmulo de sonrisas y situaciones delirantes parpadea algo más: un análisis riguroso del ser humano, sometido a los zarandeos de la traición, la resignación o la vileza.
Quienes consideran la literatura un ejercicio de solemnidad, sin vacilaciones le pondrán a Gloria la etiqueta de “obra menor”. Quienes la entendemos como un espacio para el disfrute y la alegría de vivir le ponemos la etiqueta de “una obra de Eduardo Mendoza”. Y eso equivale, como diría Miguel Espinosa, al “más alto valor que vale”.

domingo, 5 de abril de 2020

La posadera




Cuatro personajes masculinos moscardonean alrededor de Mirandolina, una hábil y seductora posadera que, pese a no estar adornada con una excesiva belleza, encandila y alborota a cuantos varones se acercan hasta su negocio. El primero es el marqués de Forlipópolis, que ofrece protección y galantería a la chica; el segundo es el conde de Albaflorida, quien se decanta más bien por usar su dinero como reclamo, a base de regalitos y dispendios; el tercero es el caballero de Ribaquebrada, que se jacta de odiar al género femenino y que se muestra, hasta caer en sus redes, desdeñoso con ella; y el cuarto es Fabrizio, un sirviente de la posada que se sabe en inferioridad de condiciones con respecto al trío anterior para hacerse con la mano de la muchacha.
Juguetona y coqueta a más no poder, consciente de su capacidad para volver locos a los varones (“¿Dónde está el que sea capaz de resistir a una mujer cuanto ésta tiene tiempo para utilizar sus artes?”, acto I, cuadro III), todo el desarrollo de la pieza consiste en ir observando cómo atrae y repele, sucesivamente, a todos; y cómo, al fin, se termina quedando con uno de ellos, aunque bien claro queda que lo hace sin amor (“También éste ha caído”, pregona con rictus de burla).
Una pieza distraída, ingeniosa y a ratos divertida, con la que pasar unas horas de lectura sin más pretensiones. Nada del otro mundo.

sábado, 4 de abril de 2020

Julio Cortázar: mundos y modos




Desincrusto de la estantería donde ordeno los volúmenes de ensayo el tomo Julio Cortázar: mundos y modos, de Saúl Yurkievich, por el que avanzo con cierta dificultad (el autor abomina de la sencillez y jamás resulta claro en sus juicios, siempre manchados de pedantería), pero con el que aprendo o refresco ideas muy interesantes sobre la obra narrativa de uno de mis escritores favoritos.
Habla del “cúmulo culterano” de referencias culturales en su novela Rayuela (p.13); del enorme esfuerzo que Cortázar desarrolla para “sacar al lector de las casillas de la normalidad” (p.32); de su voluntad de introducir el juego o el jazz como mecanismos para dirigir la literatura por senderos menos convencionales; o de un detalle en el que yo no había reparado durante mis paseos por la narrativa de Julio Cortázar: la proliferación de metáforas acuáticas que se encuentran en sus descripciones eróticas. En ese sentido, el trabajo de Yurkievich es luminoso, porque te señala líneas de interpretación muy fértiles.
El problema es que todas esas intuiciones quedan sepultadas, o cuando menos gravemente oscurecidas, por el empeño que Yurkievich dedica a pelearse enérgicamente con la nitidez y no descender nunca a la exposición clara. Abro por la página 19: “Objeto móvil y aleatorio, revela una prodigiosa capacidad de ligazón de conjuntos efímeros, pone en funcionamiento una dinámica polimorfa que descentra la enumeración y libera los signos de su inclusión convencional”. Abro por la página 155: “Esa comunicación oracular, estertórea, entrecortada, laríngea, ventral, ventrílocua, adviene del fondo del tubo respiratorio, axis mundi de un cuerpo cosmificado que hace emerger el mensaje de la hondura visceral, el borbollón de la caja negra, el bullicio de las coexistencias dispares, el clamor de lo confuso, el agolpamiento multiforme, multívoco de lo real que las palabras enmascaran”. No aduciré más ejemplos, aunque los hay por docenas en este libro. Saúl Yurkievich se reboza en esas pirotecnias, quién sabe para qué. Y yo no voy a dedicar mi tiempo a enumerarlas. La pedantería, en la literatura y en la vida, es tan detestable como fatigosa.

viernes, 3 de abril de 2020

Pepe el Romano




Termino de leer la pieza teatral Pepe el Romano, de Ernesto Caballero, que en verdad no me ha aportado mucho, ni desde el punto de vista argumental ni desde el estilístico. Se trata, obviamente, de una revisión del célebre personaje que aparece fantasmalmente en La casa de Bernarda Alba, al que el dramaturgo madrileño otorga vida y permite expresarse. A su alrededor se encuentran, del otro lado de los muros de la casa de Bernarda, Evaristo Colín, el viudo de Darajalí, Maximiliano… y el propio poeta Federico García, que sufre en silencio o con resignación las insinuaciones de homosexualidad que se le lanzan por parte de los otros protagonistas de la obra.
Nada descubrimos nuevo cuando se nos dice que Pepe está interesado en casarse con Angustias por motivos económicos, pero que siente una irrefrenable pulsión erótica hacia Adela, la menor de sus hermanas; y tampoco descubrimos nada en el hecho de que el gallardo y chulesco mozo las visita a ambas, en horas diferentes de la noche. Todo eso ya estaba en el texto lorquiano. Sí que adereza algo la obra el mundo emocional que encierra el viudo y, más aún, el final sorprendente de la pieza, con esa muerte abrupta que la salpica de sangre.
Probaré con otro drama de Ernesto Caballero más adelante. Éste lo olvidaré muy pronto.

jueves, 2 de abril de 2020

El mundo de los Cabezas Vacías




Jorge es funcionario de la administración pública y acaba de ser padre de una niña prematura, cuya crianza está resultando enormemente problemática. Jorge es redactor de artículos de enciclopedia y, años después de su divorcio, desaliñado y triste, se acerca hasta la feria para intentar ver a sus hijos, a quienes duda que ya pueda reconocer. Jorge es el perplejo anfitrión en una cena en la que escucha una delirante hipótesis sobre la construcción de las pirámides de Egipto, que le lleva a intuir el lamentable futuro que espera a sus hijos. Jorge es un economista que, incapacitado para conjuntar la ropa como marcan los cánones, se ve sometido a los dispares criterios (igualmente autoritarios y castradores) de su madre y de su prometida. Jorge es el hermano de Alfonso, un alto funcionario que se mueve por la vida social con facilidad acuosa. Jorge es el amigo de Antón, a quien no tendrá más remedio que hacerle ver la horrible contundencia de su halitosis. Jorge es un anciano huraño e irritable, que mantiene una extraña relación con su vecina Carlota.
Todos esos Jorges (y otros personajes anexos) se integran en el magnífico libro de relatos El mundo de los Cabezas Vacías, que Pedro Ugarte publicó en 2011 con el sello Páginas de Espuma y donde nos habla de seres tímidos, que se mueven por el mundo con estupor, amargura o desaliento; de situaciones que, merced a la sutil mirada del autor, nos trasladan una enseñanza o una metáfora; de paisajes que, conocidos, se revisten de connotaciones nuevas. Y los lectores avanzamos por estos cuentos con admirado deleite, porque las historias que en este tomo se reúnen, siendo espléndidas por sus personajes y su temática, dejan en la mente, sobre todo, un festín de literatura. Y ése es para mí, siempre, el mayor motivo de aplauso en una obra. Pedro Ugarte despliega en todos sus libros un primoroso cuidado en el tratamiento lingüístico. Y esa exquisitez suya, poliédrica pero jamás pedante, es la que me cautiva: la manera en que consigue en todo momento la expresión más aquilatada, más hermosa y más impactante.
Vive Dios que tiene en mí a un lector rendido.

miércoles, 1 de abril de 2020

¿Dónde andará la vida?




Avalado por el premio Antonio Oliver Belmás de 1992 pudo ver la luz en el año 1993 el volumen ¿Dónde andará la vida? Lucidez, desgarro y tristeza vuelven a ser los sentimientos dominantes en sus páginas. La vida, según Sánchez Robles, es un mercurio que ha bailado entre nuestros dedos y finalmente ha optado por irse. El ayer cobijó la dicha (“Con frecuencia era sábado”, nos dice en la p.16), pero aquella plenitud luminosa se ha desvanecido y ahora el vértigo nos anonada (“Todo pasó muy rápido delante de nosotros”, p.22).
Probablemente, el único refugio que nos quede para superar la desesperación sea el ejercicio de la literatura, entendida como válvula de escape o como religión laica (“A veces duele el tiempo y lo escribimos”, p.36), porque ni siquiera mirando a nuestro alrededor encontraremos alicientes. La ciudad es un campamento de zombis, que ignoran (o que prefieren ignorar) su condición de cadáveres andantes: oficinistas con corbatas estúpidas; niños que no saben jugar o que ignoran la forma de reír; jóvenes ricos que se refugian en un snack-bar y que acodados allí consumen sin pausa alcoholes que los narcoticen; obreros con tarteras donde se entibia su almuerzo; transeúntes sin memoria y sin ilusión; árboles que se resignan a tener flores de color gris.
Es todo tan absurdo, tan desesperante, tan grotesco, que produce una aflicción insuperable en el poeta. “No hay rumbo”, declara en la página 64. Y por tanto debemos aceptar que “somos el sobrante numérico de cero” (p.83). No se puede llegar más lejos, aparentemente, por el camino de la negación y del nihilismo poético.