jueves, 28 de febrero de 2019

Pegar la hebra




Volver a la prosa de Miguel Delibes es como, después de haber bebido licores de todo tipo, dejar que un vaso de agua fresca te inunde la garganta y viaje por tu interior: éxtasis de la belleza sencilla. Da igual que se trate de una novela, de una colección de artículos o de cualquier otro formato. El maestro siempre embriaga y siempre conforta.
En las páginas de Pegar la hebra volvemos a experimentar la misma emoción; da igual que nos cuenta que fue extra en una película de Orson Welles (aunque las escenas donde salía, nos aclara, fuesen suprimidas en el montaje final de la película); que nos imparta una charla sobre las aficiones cinegéticas del pintor Francisco de Goya (que se manifiestan en sus cuadros y en su correspondencia); que reflexione calmadamente sobre el estupor que le produce el apoyo del progresismo al aborto libre (ellos que se han distinguido siempre por su apoyo al débil y la no violencia: ¿no infringen ambas normas cuando aceptan interrumpir una vida?); que nos pregone su admiración por Cossío y Umbral (a quienes considera figuras egregias del periodismo moderno); que nos explique que caza, pero nunca animales de mayor envergadura que una perdiz o un conejo (hay quienes se detienen en el mosquito, la mosca o la cucaracha: Delibes se detiene en el conejo); que nos comente las relaciones que ha mantenido con los directores que han adaptado novelas suyas al cine; que se horrorice ante la creciente violencia del fútbol actual; que construya demoledores textos sobre la censura de prensa en los años cuarenta (que él padeció durante sus años en el rotativo El Norte de Castilla) o que diseccione con fina sabiduría la novela Nada, de Carmen Laforet.
Miguel Delibes, con voz tenue y prosa elegante, impregna todos estos escritos de una magia inigualable. La magia de un clásico.

martes, 26 de febrero de 2019

Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull




Que Enrique Jardiel Poncela fue uno de los más disparatados y brillantes autores del humor español del siglo XX no es afirmación que pueda discutirse por parte de ninguna persona sensata. Títulos como Cuatro corazones con freno y marcha atrás, Eloísa está debajo de un almendro o Los ladrones somos gente honrada dan fe de esa excelencia, y nos hacen imborrable la figura de aquel madrileño irónico, lánguido y excepcional. Hace unos años, la editorial Rey Lear tuvo la feliz ocurrencia de recuperar un viejo texto de Jardiel, que lleva el largo y sorprendente título de Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull, donde nos encontramos con un protagonista al que conocemos de sobra por el mundo del cine y de la novela: Sherlock Holmes. Pero esta vez, por obra y gracia del autor (nunca mejor dicho), no va acompañado por su inseparable doctor Watson, sino por el propio Jardiel, que realiza las funciones de asistente-admirador del más famoso detective de todos los tiempos.
¿Y qué van a encontrar los lectores que decidan sumergirse en esta pieza breve pero intensa? Pues descubrirán una historia cuyo argumento les parecerá tan ilógico, tan descabellado y tan extravagante que no tendrán más remedio que rendirse a la magia de su seducción; descubrirán también unos personajes alocados y delirantes, que se mueven en terrenos alejados de la normalidad y del pensamiento ortodoxo (“El suegro de McGregor, senador vitalicio, y que confiaba en esto para no morirse nunca”, p.63); y descubrirán, sobre todo, grandes dosis de humor inteligente. Inteligencia que, además, se dispara en varias direcciones, a cuál más atractiva: desde el juego de palabras y la hipérbole (“Aquel hombre genial se caracterizaba por lo bien que se caracterizaba, hasta el punto de que, cuando se veía obligado a disfrazarse, tenía que echarse al bolsillo un puñado de tarjetas de visita para poder reconocerse a sí mismo”, pp.19-20) hasta la comparación absurda (“Yo le seguía como la sombra al cuerpo cuando el cuerpo proyecta sombra”, p.60).
Únanle a ese catálogo de maravillas unas ilustraciones interiores que no brotaron de ningún dibujante profesional, sino que salieron de la pluma del propio Jardiel Poncela, y comprenderán que no deberían perderse este libro, delicia para los sentidos y gozo para la inteligencia.

lunes, 25 de febrero de 2019

En el búnker con Hitler




Si consultamos el mundo inabarcable de Internet descubriremos que Bernd Freytag von Loringhoven fue un prestigioso militar alemán, un respetado hombre de la diplomacia internacional y, en sus últimos años de vida, un alto dirigente de la OTAN. Pero lo que no suele pregonarse con tanta frecuencia de este singular personaje es que gozó de un curioso privilegio histórico, que él mismo nos detalla en la página 8 de este libro: “Durante nueve meses, del 23 de julio de 1944 al 29 de abril de 1945, tuve la ocasión, muy rara para un joven oficial, de ver a Hitler casi todos los días. En efecto, como asistente del inmundo jerarca nazi, Loringhoven pudo asistir a la progresiva decadencia de Hitler, a sus achaques, a sus melancolías, a sus sueños absurdos, a sus proyectos y a sus vacilaciones. A partir de 1948, acabados para Loringhoven los interrogatorios de los aliados, comenzó a anotar en unos cuadernos todos los detalles que recordaba de su etapa junto al Führer; y casi sesenta años después, gracias a la insistencia del periodista François D’Alançon, esos cuadernos se convirtieron en un libro, que la editorial Crítica publicó en España.
¿Qué imagen nos ofrece el autor del personaje retratado? Pues negativa, claro está. Nos dice que fue un hombre acomplejado y con graves fisuras en su personalidad (“Necesitaba tener siempre a su alrededor un auditorio que le estimulara”, p.67), que llegó a sus momentos finales en un lamentable estado físico (“Deambulaba con paso cansino, blanco como el papel, con el brazo tembloroso, enfermo y decrépito”, p.133), que había cambiado el horario por completo (“No se levantaba hasta mediodía”, p.74) y que, huérfano de amigos, siguió ejerciendo hasta su muerte una estricta autocracia (“Le repugnaba compartir la más mínima porción de poder y se dedicaba a alimentar una división permanente entre su subordinados”, p.69).
¿Y cuál es la visión que de sí mismo nos regala Bernd Freytad von Loringhoven? Pues una altamente angelical. De nada se disculpa, pues considera que nada hizo durante la Segunda Guerra Mundial que fuera reprobable. Y además procura mantenerse en un cuidadoso equilibrio moral, que lo deje limpio de todas las responsabilidades: ni participó en la colocación de la bomba contra Hitler en 1944 (p.37), ni supo jamás de los campos de exterminio (p.60), ni perteneció siquiera al partido nazi. Ni amó a Hitler ni lo odió; ni mató a nadie ni deseó hacerlo. Sólo sirvió a su patria con honor y con orgullo. Una enorme blancura, tan inmaculada como sospechosa.
En todo caso, el valor documental de este libro es soberbio, y nos ofrece un retrato completo de la agonía del nazismo, aquel cáncer horrendo y abominable que llenó de pústulas la piel del siglo XX.

domingo, 24 de febrero de 2019

Lugares comunes




Nadar a favor de la corriente es ejercicio que se encuentra al alcance de muchas personas. Hacerlo al revés, ya no tanto. Y esa afirmación, que procede del mundo del deporte, podemos hacerla extensiva a la literatura. Irene Jiménez lo demostró en su libro Lugares comunes, publicado en Páginas de Espuma.
Dentro de los infinitos modos de elaborar cuentos, goza de especial fortuna el modelo “cortazariano”: es decir, historias muy bien urdidas que, al final, nos reservan una sorpresa, un giro, un mazazo que nos provoca pasmo y admiración. En este modelo, el escritor es una especie de prestidigitador, un amable farsante (en el mejor sentido de la palabra) que sabe desde el principio cómo envolvernos con su trama y que diseña su estrategia con el fin de seducirnos, maravillarnos y dejarnos con la boca (literaria) abierta.
Pero hay otros modos cuentísticos fuera de este modelo, que goza de los aplausos generales. E Irene Jiménez demuestra en este trabajo que sus preferencias se orientan por ahí, para gozo de quienes opinamos que no hay una sola forma de escribir, y que muchos son los senderos que nos pueden llevar al placer literario. Irene, en estos Lugares comunes, demuestra con elegancia y con excelente prosa que escribir es, ante todo, la elección de una mirada. Ella se fija en su entorno y lo radiografía; observa a los seres anodinos que deambulan por las calles, por las oficinas, por las fiestas, por los dormitorios, por los bulevares; anota los detalles de las existencias medianas o fracasadas; reflexiona sobre cosas tan aparentemente absurdas como “la diferencia entre llamarse Elena y llamarse Helena” (p.23); y nos da sus retratos pequeños, humildes, cotidianos, significativos.
Tal vez la modernidad comenzó cuando alguien supo darse cuenta de que no hace falta regresar de Troya, darse un paseo por los círculos infernales o fundar una dinastía gloriosa para convertirse en protagonista de una obra literaria, sino que cualquier ser, por gris que se antoja su existencia, puede alcanzar el mismo destino: a Leopold Bloom o a Bernardo Soares no seríamos capaces de distinguirlo de un frutero que pasea por la ciudad en su día libre.
Hace ya muchos años, escribió Francisco Umbral en su libro Mortal y rosa que “hay que descubrir la piedra filosofal todos los días, y encontrarla entre las piedras grises y torpes, que son las que más abundan”. Irene Jiménez demuestra, con este libro magnífico, que es una auténtica maestra en esas labores de búsqueda.

viernes, 22 de febrero de 2019

Abel Sánchez




Leamos cómo comienza la novela Abel Sánchez, de Miguel de Unamuno: “No recordaban Abel Sánchez y Joaquín Monegro desde cuándo se conocían. Eran conocidos desde antes de la niñez, desde su primera infancia, pues sus dos sendas nodrizas se juntaban y los juntaban cuando aún ellos no sabían hablar. Aprendió cada uno de ellos a conocerse conociendo al otro. Y así vivieron y se hicieron juntos amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos de crianza”. Y ahora seamos justos: ¿cabe un primer párrafo más torpe en una obra presuntamente buena? Insisto: seamos honestos. No nos dejemos influenciar por la fama del gran autor vasco, al que he tributado aplausos muchas veces. Ciñámonos a las palabras que abren el libro. Estas líneas son de una torpeza desmañada y ramplona, inauditamente mediocres, cacofónicas y casi renqueantes. No hay en ellas primor alguno, ni música, ni excelencia.
A partir de esa primera impresión áspera la lectura de la obra se me ha hecho tan artificial como insatisfactoria. Miguel de Unamuno quiere meter ideas, y juicios sobre la envidia, y presuntos análisis del espíritu humano, pero el resultado no es una novela admirable sino un texto reseco, un mosaico de azulejos misticoides y gazmoñerías religiosas metidas con calzador que no alcanza apenas esplendores. Joaquín es falso. Abel es falso. El personaje de Antonia es amojamadamente falso. Nada respira autenticidad en estas páginas, porque las ideas (unas ideas de cartón piedra, con mucha roña ampulosa) ahogan la fluidez narrativa, constantemente tijereteada en capitulillos de tesis o diapositiva, apenas hilvanados unos con otros.
Mira que he leído con respeto a don Miguel, y mira que lo seguiré haciendo en el futuro, pero estas páginas son tan torpes que me cuesta creer que sean suyas. La literatura reside siempre en el cómo, y aquí el cómo es terriblemente defectuoso: ni me creo a los personajes, ni me creo sus diálogos, ni me creo sus profundos traumas marmóreos, ni me creo que sus sentimientos, ni me creo nada.
Un libro para olvidar.

jueves, 21 de febrero de 2019

Diarios 1984-1989




Resulta sumamente doloroso imaginarse a Sándor Márai, con 84 años y viviendo lejos de su patria, desengañado del mundo y observando cómo su esposa Lola (compañía fiel durante más de seis décadas) es devorada por un cáncer. Quizá por eso el tono general de este volumen (que traducen del húngaro Eva Cserhati y A. M. Fuentes Gaviño para el sello Salamandra) está impregnado de tristeza, de melancolía, de abatimiento, de desolación. La muerte es aquí contemplada con serenidad, aunque atemorice el camino que puede conducir hasta ella (“Quietud si pienso en la muerte. Inquietud si pienso en el morir”, p.37); la trascendencia es puesta entre paréntesis (“Muy de mayor he llegado a no creer en nada, aunque tampoco descarto nada”, p.46); los calendarios y las agendas se revisten de un tono amenazante (“Soy el último de mis coetáneos, y ahora me toca a mí”, p.171); y la vida, en fin, se convierte en un gelatinoso laberinto gris en el que apenas se vislumbran brillos o ilusiones.
Pero el segmento más duro se inicia cuando Lola comienza su declive físico y mental. Ella, que lo ha supuesto todo para Sándor (“Ha sido un ser maravilloso, la mujer completa, el compendio de todo lo humano, de las virtudes femeninas, el sentido de mi vida, y sigue siéndolo. Si se va, ya nada tendrá sentido”), entra en la cuesta abajo: se inician los mareos, desvanecimientos y caídas; requiere una atención médica continua y especializada; y, en la esclavitud del deterioro, exclama unas palabras que al escritor lo perseguirán hasta el último de sus días: “Qué lento muero”. La crónica, tan detallada como conmovida, que Márai va componiendo en estas hojas estremece por su hondura, por su temblor, por su orfandad de anciano que se va quedando solo y lo sabe. Hasta que, por fin, el 4 de enero de 1986 escribe “L. ha muerto”; y luego anota el 14 de enero “Ha sido incinerada”; y continúa el 4 de febrero “Hoy hace cuatro semanas que murió”. Ese mes de atroz silencio, de silencio retumbante, conmueve más que todo lo escrito antes y después. ¿Qué sintió durante esos treinta días? ¿Qué lágrimas lo anegaron? ¿Qué acantilados se abrieron ante sus pies?
Tres años más tarde, el 15 de enero de 1989, leemos como cierre del tomo: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora”. Un mes más tarde, sin haber escrito más en el diario, apoyó en su cabeza el arma que había adquirido meses antes. Y apretó el gatillo.
Obra impresionante. Quizá sólo en la senectud la entendamos del todo.

miércoles, 20 de febrero de 2019

Cuatro veces fuego




En uno de sus versos, publicado por la revista Almiar en el número de marzo-abril de 2007, dice la escritora Lara Moreno: “El pie tropieza, es carne fresca lo que ha encontrado”. Esa sentencia podría valer (y de hecho vale) para resumir el eje central de su libro Cuatro veces fuego, publicado por Tropo Editores en 2008.
Vemos ahí cómo, mediante pinceladas cortas y frescas, nos dibuja todo el abanico de sentimientos que puede rodear al ser humano: el deseo, la soledad, el desorden, la tristeza, la búsqueda. Sus criaturas son tan humanas que produce un auténtico vértigo contemplarlas de cerca, y por eso Lara Moreno las diseña con la acuarela de su ordenador, recortándolas de nieblas y haciéndolas latir sin ambages.
Así, descubrimos a la anónima mujer que, saciada de todos los futuros imperfectos que le estampó en la cara alguien que se fue, se refugia en la soledad tétrica de un váter de bar para masturbarse; y nos encontramos con Jacobo, que atesora desde la infancia un buen número de cajas con cráneos de roedores; o acompañamos a esa chica que no sabe si viajar a Dubrovnik, Split, Benarés, Zanzíbar o Lisboa, y que guarda un secreto en el agujero cariado de su muela. Tantos seres breves, tristes, recortados y cálidos, hechos no de la materia de los sueños sino de la materia de la vida: calor, desesperanza, desconcierto, ilusiones, lágrimas y sexo.
Lara Moreno, cuentista, poeta, editora y correctora, que declara su fervor por Julio Cortázar como quien reconoce su pertenencia a un territorio físico (ya dijo Pessoa que su patria era la lengua portuguesa), nos entrega en este volumen un trabajo delicioso, de perfume denso (dulce o agrio, según las páginas) y de sólida escritura, que contenta a los más exigentes degustadores del género breve.

lunes, 18 de febrero de 2019

El bosque encantado




Cuando yo tenía unos diez años, leía con pasión los libros de Enid Blyton, donde Los Cinco, las mellizas de Santa Clara o los Siete Secretos me llenaban la cabeza de fantasía y de aventuras. Ahora, cuatro décadas después, recupero parte de esas sensaciones con la lectura de El bosque encantado, una obra que traduce Víctor Aldea, ilustra Delfina Palma y publica bellísimamente la editorial Destino.
Sus protagonistas son tres chicos llamados Joe, Beth y Frannie, que se van al campo a vivir y encuentran un bosque poblado de seres fantásticos, como el hada Seditas, la señora Lavamucho, Cara de Luna o el señor Comosellame. También se encontrarán con elementos mágicos, que los llenarán de asombro, como ese árbol en cuya copa, cada día, hay un país distinto: el país de los juguetes, el país de la noria, el país del Tembleque, el país de Toma lo que quieras y muchos más. Todo un universo de imaginación, luz, creatividad y buenas vibraciones que provoca que sus jóvenes lectores recorran las líneas de este tomo con una sonrisa perenne en los labios.
Enid Blyton es un valor seguro para esos niños y niñas que comienzan a abrirse al mundo de los libros. Su sentido de la aventura, del compañerismo, del lenguaje, del color, de la sonrisa y de la ilusión no caduca con el paso del tiempo, sino que se aquilata y amplía. Aprovechando que se cumplen cinco décadas de su muerte (falleció aquejada de alzheimer en 1968) disponemos de una maravillosa posibilidad para que la llama de sus obras siga encendida en muchos corazones.

domingo, 17 de febrero de 2019

El enfermo epistemológico




Hace ya bastantes años, la obra El enfermo epistemológico, de José Ignacio Nájera (Xauen, Marruecos, 1951), obtuvo el premio de novela Pío Baroja en el País Vasco; y aunque posteriormente sobrevino una aparatosa polémica con aquella concesión la obra fue al fin publicada por la Editora Regional de Murcia, en su colección Textos Centrales.
Dos figuras centran el relato: J.U., un pintor que ha cautivado a la crítica más avanzada con sus propuestas libres, explosivas y roturadoras de nuevos caminos, y que se encuentra exponiendo en Madrid cuando la acción de la novela arranca; y, sobre todo, su hermano, un delineante atacado por el virus del existencialismo, que descree de toda forma de religión (“A favor de Dios se exaspera uno tanto como en su contra”), que cosifica la ritualidad erótica hasta unos límites casi vertiginosos (“Del acto sexual sólo me ha interesado la mecánica, el frotamiento, y no esa baba que rezuma el cerebro y que la gente llama ternura”) y que, buscándole las costuras a la vida, como un Johnny Carter cortazariano, cae en la zozobra, la desesperación fría y el sartrianismo: no hay explicaciones, no hay motivaciones, todo nuestro existir es una gelatina que no podemos aprehender. A ese delineante lo asaltarán todos los maremotos emocionales que él mismo quiere construirse: el sexo más sórdido con su asistenta Warda; el acecho innumerable de las cucarachas que van a apareciendo por su piso; la separación paulatina de su mundo intelectual anterior, que ahora sustituye con sucedáneos (“Me refugié en Schopenhauer y en algo de Nietzsche y sentí como que se me estabilizaba la desesperanza y que ya no galopaba tan rápida. Y sobre todo poco a poco me fui apuntalando con el alcohol, más vino y menos cerveza. Luego ya no leí nada y todas las llamadas verdades me empezaron a aparecer como leprosas”); etc.
Ese camino de perdición llevará a nuestro hombre al despido laboral (su jefe, un arquitecto con altas dosis de paciencia, decide no tolerarle más sus retrasos y su desidia), a los comedores de beneficencia, a la mendicidad y a las mil ciénagas de otra índole, que la novela nos va detallando y que nos entregan el retrato íntimo de su vagabundajes interior y exterior, hasta desembocar en un final tan abierto como imprevisible e impactante.
El enfermo epistemológico no es una novela en la que el surco argumental sea demasiado hondo, ciertamente, pero sí que son intensas las semillas filosóficas e ideológicas que en ella se vierten por parte del autor. Que nadie busque en estas páginas una historia galvánica o llena de peripecias; pero sí una novela centrípeta, profundamente meditada y con un alto valor intelectual.

sábado, 16 de febrero de 2019

Son de Almendra




La intriga y la ambigüedad atraparán a los lectores que fijen en dos detalles muy separados en el tomo Son de Almendra. Así, nada más abrir este volumen, escrito por la cubana Mayra Montero, encontramos la dedicatoria de la novela: “A la memoria de mis abuelos, Manuel y Amalia, en Compostela 611”. Y si avanzamos hasta la página 276 se nos habla del asesinato de Boris en la puerta de su restaurante, un crimen observado por una niña. El narrador (un periodista llamado Joaquín Porrata, tan intrépido como bisoño) indica al respecto: “Sonaron los disparos y ella lo vio caer, con un montón de caramelos en la mano. Quise entrevistar a la niña en la casa de sus abuelos, Compostela 611, a pocos pasos del Boris, pero no me dejaron ni siquiera hablarle, tampoco tomarle una fotografía”. ¿Nos hallamos ante una ingeniosa mentira narrativa o ante un sorprendente círculo autobiográfico que se cierra?
Estamos en Cuba, en el mes de octubre de 1957. Gobierna el corrupto dictador Fulgencio Batista; y, mientras se insinúa un movimiento revolucionario que cobra vigor y adeptos en Sierra Maestra, la ciudad de La Habana flota en un ambiente de glamour, cabarets, frivolidad y soterrados negocios millonarios donde la mafia isleña impone su ley silenciosa pero implacable. Se está incubando una auténtica guerra por el control de los hoteles y los casinos cubanos, que generan beneficios escandalosos. Y esa guerra produce víctimas por las que nadie quiere preguntar, y que desaparecen con vertiginosa solicitud. La autora juega además a intrigarnos desde las primeras líneas de la obra: “El mismo día en que mataron a Umberto Anastasia en Nueva York escapó un hipopótamo del Zoológico de La Habana. Puedo explicar esa conexión. Nadie más puede hacerlo”. ¿Es posible que exista algún lector al que no capture un inicio novelístico así?
Mayra Montero, tras un riguroso proceso de documentación desarrollado en Puerto Rico, Cuba y Estados Unidos, disfraza creativamente todas sus anotaciones y no deja que en ningún momento asfixien el tono narrativo. De esa forma, las peripecias, desmanes y códigos fraudulentos de Meyer Lansky, Fat the Butcher, Lucky Luciano o Santo Trafficante, se mezclan con el cotidiano horror asumido de Juan Bulgado (que descuartiza los cadáveres que le entregan y los hace comer a los leones del zoo), con el morbo erótico que genera Yolanda (que perdió un brazo en un número circense y que arrastra una vida tormentosa) y con otras existencias mucho menos llamativas que, uniéndose entre sí, componen un fresco novelístico de poderosa fuerza, y que no sólo gustará a los amantes del género negro.

jueves, 14 de febrero de 2019

Rebelión en Nueva Granada




A pesar de que se empeñen en pregonarlo algunos críticos pedantes (de ésos que desayunan grandes tazones de almidón y utilizan con frecuencia vocablos como “apodíctico”, “intradiegético” o “intertextual”), lo cierto es que una buena novela sigue siendo lo mismo que ya era en el siglo XVI: unos personajes sólidos, un argumento seductor y una voz narrativa que sepa contarnos los sucesos con garbo, elegancia y belleza. Fin. Todo lo demás es rococó, música de flauta y Finnegans Wake; o sea, basura. Afortunadamente, uno de los que siempre ha entendido esa lección y la ha puesto en práctica con brillantez ha sido el caravaqueño Luis Leante, que demuestra su excelencia no sólo en los textos dirigidos a adultos sino también en sus creaciones pensadas para el público juvenil, como ocurre en Rebelión en Nueva Granada.
Todos los ingredientes que, como digo, ayudan a edificar una obra seria y perdurable, están aquí presentes. Primero, unos héroes llenos de matices y de curvas emocionales: el capitán Argimiro Montenegro, tan intrépido con las armas en la mano como moralmente irreprochable; el seductor alférez criollo Álvaro Espinosa; la bella y brava Adriana, hija del capitán Montenegro; o la esclava Bibiana, que sufre la pérdida de un hijo. Segundo, unos antihéroes igual de bien trazados, que nunca resbalan por la peligrosa cuesta de la caricatura: la ambivalente Ángela Mendoza o el enigmático alférez esteban Aguirre. Tercero, unos paisajes españoles y sudamericanos descritos con prosa pictórica, que llena los ojos de colores y formas. Cuarto, una acción novelesca rápida pero equilibrada, donde las peripecias, las tormentas en el mar, las expediciones por la selva, los engaños, las costumbres palaciegas y los amoríos se van sucediendo con fluidez. Y quinto, lo más importante (antes lo apunté): una voz narrativa excepcional, la de Luis Leante, curtido en miles de páginas y conocedor de los resortes más eficaces para capturar a los lectores, jóvenes y maduros, con la solidez poliédrica de su prosa.
Avanzando por esta narración (desarrollada a mitad del siglo XVII, entre Cádiz y Cartagena de Indias), descubriremos que ha sido capaz de aunar géneros dispares para construir una novela de aventuras, una novela histórica, una novela amorosa y una novela psicológica. Todo a la vez. Todo brillantemente conjugado. Todo servido con vigor y espléndida imaginación. Es el privilegio de los grandes.

miércoles, 13 de febrero de 2019

Medea




Medea se aventuró a abandonar su patria para seguir los pasos de un hombre, Jasón. Con él marchó, dejando desairada a su familia; y con él formó una familia próspera, con varios hijos. Pero la dicha se ha convertido en devastación cuando los deseos del marido se han orientado hacia otra mujer, con la que ha contraído nuevo matrimonio: la hija del rey Creonte. Arguye ante su repudiada esposa que lo hace para asegurar la bonanza futura de sus hijos, que quedarán vinculados al trono de la ciudad; mas esta explicación no calma la furia de la mujer, como es lógico. ¿Acaso debe soportar en silencio y con resignación ser abandonada por una mujer más joven, más bella y con mejor posición social? ¿Acaso los votos del matrimonio no significan nada para el traidor marido?
Constatando que no, y que por tanto quedan “lesionados los derechos de su lecho” (como traduce Alberto Medina González), la necesidad de la venganza empapa su corazón. Primero, contra su marido y su nueva pareja (“Tu boda ha de ser tal que algún día renegarás de ella”); y segundo, paradójicamente, contra los hijos que ha tenido con Jasón, quienes deberán morir para infligirle al infame el más cruel de los padecimientos: la pérdida de sus vástagos. Una vez que haya fallecido la hija de Creonte (a la que conducirá a la muerte regalándole ropa y joyas envenenadas, que quemen y descompongan su cuerpo) les tocará el turno a los niños, que no deben quedar como consuelo para el padre. La acción, pese a su cruda vileza, deberá ser ejecutada por ella misma (“Es de todo punto necesario que mueran y, puesto que es preciso, los mataré yo que los he engendrado”).
Todos conocemos el viejo mito de la madre que arrebata la respiración a sus hijos para vengarse del marido desdeñoso, pero leyendo a Eurípides descubrimos de qué manera acongojante se van cumpliendo todos los protocolos de esa trágica sentencia. Cuánta majestad, cuántas lágrimas, cuánto rigor implacable en las líneas del escritor de Salamina.

martes, 12 de febrero de 2019

El juramento de los Centenera




Que una novela juvenil esté basada en hechos reales le añade, reconozcámoslo, un añadido de intriga y de curiosidad muy elevado. Así ocurre con El juramento de los Centenera, la espléndida narración con la que Lydia Carreras de Sosa obtuvo hace unos años el premio Alandar, de la editorial Edelvives.
La novela nos habla de un grupo de hermanos que, tras haber perdido a sus padres, deciden poner rumbo al continente americano para construir allí sus nuevas vidas, llenos de ilusión y de proyectos. Una de las hermanas se queda en España, casada con un usurero que le garantiza la supervivencia; y los demás parten llevándose a María, la pequeña, a la que le falta un dedo y que adolece de un notorio retraso mental. Los mimos que le prodigan y las atenciones que a su alrededor se tejen los mantienen unidos como bloque familiar. Hasta aquí, la acción es cautivadora. Pero lo más inquietante llega después: cuando el barco se encuentra a punto de tocar puerto, tras una travesía muy prolongada y llena de zozobras emocionales, descubren algo que los destroza y que los conduce al reino del horror: la pequeña María no aparece por sitio alguno. ¿Se ha caído al mar? ¿Alguien la ha secuestrado? ¿Se ha perdido en algún sótano?
Los hermanos, después de una búsqueda inútil que se prolonga durante dos días, bajan a tierra y se comprometen bajo juramento a no volver a mencionar el tema de la hermana, pase lo que pase. Obviamente, no va a resultar tan sencillo: Josep (que es el narrador de esta obra) experimenta una profunda desazón por haber actuado así, y cuando ya han pasado muchos meses termina contándole los detalles de la pérdida a una criada con la que traba cierta amistad. Ésta se lo dice a su vez a su señor (amigo del juez Valero)… y comienza la investigación.
Decir cómo se desarrolla la misma es bastante fácil: a base de entrevistas con antiguos viajeros, que van revelando pequeños trocitos de la verdad. Pero decir cómo termina, y qué encuentran al final de la trama, sería una grosería lamentable, que no pienso cometer. Lydia Contreras de Sosa consigue una pieza espléndida, en la que el lenguaje, la fluidez de la narración, la finura de sus aproximaciones al mundo interno de los protagonistas y una acertada dosis de intriga se amalgaman para conformar una novela seductora.

lunes, 11 de febrero de 2019

Las horas




Detenerse en la lectura de Aurora Saura es, siempre, aceptar que el tiempo adopte otra velocidad, otra densidad, otro ritmo. Hay en sus líneas una dicción serena, un equilibrio elegante de las palabras, una sobriedad apolínea u oriental en su decir que resultan embriagadores. Y esa revelación de la pureza se puede observar desde el volumen Las horas, con el que enriqueció la lírica murciana en 1986.
Nos habla en sus páginas delicadas, casi petálicas, de la rosa que mantiene el milagro de su lozanía durante los fríos de enero; del olvido como realidad que nos exonera de amargura; o de la gravitación de la noche sobre los seres silenciosos. Nos habla de unos paisajes que aún no se habían contaminado con la tristeza del presente (“Aún no era el mar esta acumulación de lágrimas, / ni el sol se nos iba negando cada día. / No había empezado aún esta lluvia incesante”). Nos habla de sus admiraciones literarias más altas (“Hablo de Hölderlin, amigos. / Nombro a quien eligió la luz / y la locura, y señaló los dioses / y las sombras. / Hablo de aquel / a quien no basta, / para llamarlo, / el nombre de Poeta”).
Este reino de poesía es breve pero irradia una luz purísima, que acaricia los ojos del lector como esa lluvia lenta y eficaz que humedece con provecho la tierra. Se es poeta por tener un don, un don casi siempre inexplicable, que tiñe los versos con unos colores especiales. Aurora Saura lo es.

sábado, 9 de febrero de 2019

Lejos del Paraíso




Adán y Eva se encuentran en el Paraíso; y Dios, enfadado con ellos por una trivial desobediencia relacionada con la recolección e ingesta de frutos, que propicia el Demonio, decide expulsar a la pareja de aquel recinto. Una vez fuera, tienen dos hijos (Caín y Abel), tan diferentes entre sí como diferentes son sus actividades. Hasta aquí, como bien evidente resulta, lo único que he hecho ha sido resumir en dos pinceladas la historia mítica que abre la Biblia.
¿Y qué hace Miguel Sierra con estos personajes y con este argumento? Pues, en síntesis, convertirlo en materia teatral. Introduce, eso sí, algunos cambios en el argumento y en la psicología de los personajes: convierte al Demonio en Luci; les da un pequeño papel a un par de ángeles (Aral y Omil), que intervienen un par de veces en la obra; hace que Caín sea el bueno y Abel el malo; posibilita que Eva le coja el gusto a hacer el amor tanto con su marido como con sus hijos (lo que la convierte a ojos de Luci en “la primera furcia de la historia”) y trata de convertirla en una especie de protofeminista, al hacerle observar que todos la explotan en el ámbito doméstico, puesto que cocina, limpia y cuida de los tres varones.
¿Una obra valiosa? Me parece que no. ¿Divertida al menos? No se me antoja así. ¿Una pieza que, aprovechando un argumento conocido, le introduce dos gotitas de trasgresión y quiere pasar por original? Por ahí creo que van los tiros.
Poco que aplaudir, la verdad.

viernes, 8 de febrero de 2019

Historia de la libertad




Descubrir a Francisco Ayala es una tarea constante. Y no porque sea un escritor desconocido (que no lo es), sino porque cada propuesta narrativa suya que sale al mercado o tomamos de la estantería supone siempre una sorpresa, una deliciosa oportunidad para descubrir nuevos matices, nuevos logros, nuevas cumbres literarias de este escritor irrepetible. Hace una década el sello Visor nos propuso que nos acercásemos a esta obra, que ya fue publicada en Argentina en 1943 y que nos invita a meditar sobre las fronteras entre el libre albedrío y el sometimiento a las normas. Sabemos (nos indica Ayala) que “todo orden social se impone coactivamente al individuo y comporta, por lo tanto, una merma de su libertad” (p.11); y sabemos también que los conceptos mismos de orden y de libertad buscan su “recíproca anulación” (p.17) mediante una estrategia de tensiones “siempre dinámica” (p.18). Pues bien, partiendo de esas premisas teóricas, el ensayista granadino nos invita a pasear por la Historia para informarnos de los sucesivos equilibrios y desequilibrios que ambos conceptos han experimentado a lo largo de ella, tanto dentro como fuera de España.
Nos habla, por ejemplo, de la inexistencia de libertad en el mundo oriental antiguo; nos explica que en el mundo griego la libertad fue ante todo política, y no social; nos comenta que Roma y el cristianismo afianzaron el camino hacia otras libertades e igualdades, hasta entonces desconocidas; nos pasea por el mundo de la Edad Media; nos informa de qué fue el constitucionalismo inglés y de lo que supuso para las libertades la revolución francesa de 1789; nos aclara con nitidez en qué consiste la división de poderes; y nos desliza nombres tan importantes para el afianzamiento de la dignidad humana como los de Rousseau o Montesquieu, que no tendrían que ser olvidados por nuestros políticos actuales.
Y todo ello con enorme sencillez, usando una sintaxis limpia y un lenguaje muy asequible, que no dificulte la intelección a los lectores medios ni rebaje la gravedad que demandan los lectores especializados.
No es extraño, pues, que se diga en el epílogo de la obra (firmado por la novelista Almudena Grandes) que estamos ante un volumen que merece la lectura y la constante relectura. Es verdad. Las reflexiones de Francisco Ayala son fértiles, hondas y enriquecedoras; no han perdido ni una sola milésima de precisión ni de seriedad desde que fueron redactadas, hace ya más de setenta y cinco años; y nos permiten recordar que las libertades son como el amor o como el oxígeno: goces por los que debemos pelear día a día, indesmayables, tercos y esperanzados.

jueves, 7 de febrero de 2019

El que pierde gana




Imaginemos a un contable llamado Bertram que, en edad ya casi madura, se encuentra trabajando en la empresa “Dreuther, Blixon y Cía”. Su labor es gris; su modo de vida es gris; sus expectativas son grises. Dentro de unos días va a casarse con una chica llamada Cary, quince años más joven que él, la cual se muestra un poco preocupada con la posibilidad de que, agotados los temas de conversación entre ellos, la rutina invada su matrimonio, inquietud que él difumina afirmando que tal eventualidad es impensable, puesto que “nunca tendremos un aparato de televisión” (p.32). El plan inicial consistía en celebrar la ceremonia en la alcaldía y luego disfrutar de unas pocas jornadas de vacaciones, pero el señor Dreuther los anima para que se hospeden en un hotel de Montecarlo, invitados por él. Ilusionados con la fantasía de ese lujo aceptan la oferta del jefe… pero pronto descubrirán que han cometido un error cuando el empresario, olvidándose de ellos, los obliga a costearse los gastos de su propio bolsillo.
Cuando Graham Greene coloca a sus personajes en esta tesitura (que leo en la traducción argentina de Victoria Ocampo) les deja sin embargo una posibilidad de salida: el casino. A punto de encontrarse sin un céntimo, Bertram convence a su esposa para comenzar a apostar según un sistema de su invención. Y, contra todo pronóstico, pronto consigue varios millones de francos de ganancia. ¿Cómo va a cambiar su existencia ahora que disponen de mucho dinero (y del método infalible para seguir ganando más y más)? ¿Serán más felices o descubrirán que han cometido un grave error cambiando de estado?
Novela breve e intensa sobre los pasillos menos luminosos del corazón humano, El que pierde gana nos enfrenta con unos personajes que, quién sabe, podríamos ser nosotros mismos, si las circunstancias llegaran a propiciarlo. ¿Hasta qué punto seguiríamos siendo iguales (o cambiaríamos) con varios ceros más en nuestras cuentas bancarias?

miércoles, 6 de febrero de 2019

Las traducciones del 27




Que los integrantes de la generación del 27 fueron personas cultas y poetas de gran curiosidad intelectual no es afirmación que pueda ser puesta en duda. Viajaron por el mundo, enseñaron en universidades de varios continentes, leyeron a los mejores escritores en sus idiomas originales y, al fin, maravillados por la gran influencia literaria que de ellos recibieron, trataron de rendirles un tributo fervoroso y de más amplia repercusión: trasvasar aquellos poemas que tanto les habían impresionado al idioma de Cervantes.
El libro que hoy traigo a esta página recoge una amplia y escrupulosa antología de esos textos, patrocinada por la Fundación José Manuel Lara y con un estudio preliminar del profesor Francisco Javier Díez de Revenga, quien en medio centenar de páginas aborda (y borda) un recorrido luminoso por la actividad traductora de nueve miembros del 27: Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Emilio Prados, Luis Cernuda, Rafael Alberti y Manuel Altolaguirre.
Al final, después de todas las consideraciones técnicas y biográficas, el catedrático murciano aporta una cuidada bibliografía y una amplia selección de esas bellas traducciones (doscientas cincuenta páginas), donde descubrimos una nómina de escritores realmente prodigiosa, que podría servir como resumen de la cultura universal: Víctor Hugo, Mallarmé, Rimbaud, Shakespeare, John Milton, William Blake, Eliot, Walt Whitman, Leopardi, Petrarca, Hölderlin, Rilke, Pessoa, etc. (Sin olvidar las traducciones de otros autores peninsulares, cuyos poemas se redactaron en gallego o catalán, como Rosalía de Castro o Verdaguer).
En suma, un prontuario de gran amplitud que nos demuestra, una vez más, que los poetas del 27 no sólo fueron “la promoción más importante de la poesía del siglo XX” (p.11), sino un selecto grupo de intelectuales de gran porosidad, que se abrieron a otras lenguas y otras culturas y que nos legaron el testimonio de su entusiasmo.

martes, 5 de febrero de 2019

Regreso al futuro




Regreso a mi entorno murciano para leerme, de un tirón y con gusto, la novela Regreso al futuro, de Francisco Alemán Sainz (Sucesores de Nogués, Murcia, 1969), que refleja la operación nostálgica de un emigrante que vuelve por unas jornadas a su espacio natal y que no halla lo que pretendió encontrarse. El pasado no se conserva, y las ciudades nunca se alfombran de flores para salir a recibir a sus hijos pródigos. Las ciudades carecen de piedad y de memoria. Ésa constituye, al fin, la lección primordial de este texto, que se lee con fluidez y con agrado.
He subrayado en el libro unas reflexiones interesantes sobre el poder sugestivo de los paisajes domésticos (“Hay cosas que parecen olvidadas cuando estamos lejos del lugar donde ocurrieron, pero al regresar a él nos damos cuenta de que podemos recordarlas hasta con los menores detalles”), sobre el pesimismo vital (“Vivir es perder siempre”), sobre el desconcierto que provoca la muerte de los seres amados que nos rodean (“Mi madre murió lejos de mí; mi mujer murió cerca de mí. Nunca se sabe dónde tenemos que estar”) o sobre la necesidad de la amnesia para seguir caminando día a día (“Tener mala memoria es muchas veces ansia de vivir”). Pero la secuencia que he marcado con más admiración y con más énfasis es aquella en la que el narrador, fallecida su madre y sintiéndose viejo él mismo, anota: “Era la vejez de mi madre que se había sumado a mi tiempo. Envejecemos muchas veces con el tiempo de otra persona a la que queremos, y que de repente deja de usarlo. Pensaba en aquella mujer que en mi niñez era joven, que en mi juventud fue envejeciendo, y que había muerto lejos de mí, sin las palabras que yo debía decirle junto a su entrada en el silencio”.
Creo que he hecho bien volviendo a Francisco Alemán Sainz, tras devorar en mi juventud su Patio de luces. No me ha defraudado en absoluto.

lunes, 4 de febrero de 2019

Chatarra




El astuto arcipreste de Hita, al que la vida había adiestrado en el noble arte de enunciar grandes verdades con la ligereza aparente de quien expele tontunas, manifestó en el siglo XIV que en lo pequeño era donde se podían encontrar las más altas maravillas. Y para demostrar su tesis hablaba de los perfumes, de las piedras preciosas y de los pájaros de canto más seductor. Si el bueno de Juan Ruiz viviera ahora tal vez ampliaría la enumeración a las editoriales pequeñas, donde en los últimos años están siendo descubiertos una serie de autores que, con la maravilla de su estilo y con el aire fresco de su imaginación, están renovando el panorama de la narrativa española de principios del siglo XXI.
Tal es el caso del sello Calambur, que no sólo apuesta por voces consagradas (como Félix Grande, Juan Pedro Aparicio o Ambrose Bierce) sino que tiene el gran coraje de publicar a gentes como Daniel Ruiz García, del que editó este Chatarra en 1997 (cuando el autor rozaba los veinte años). Una década más tarde la excelente pieza volvió a los escaparates en su segunda edición, después de que el director de cine Rodrigo Rodero la convirtiese en un cortometraje premiado dentro y fuera de España.
Ya desde la primera página advertirá el lector que no se encuentra ante una obra “normal”, sino ante un ejercicio de fluencia, ante un río de lava narrativa que bulle, se ondula, avanza y produce asombro. Mediante frases muy cortas que se van engarzando con abundancia de nexos y yuxtaposiciones, el autor nos va empujando a través de un turbulento episodio de violación: Irene, la hija del minero Augusto y de la desequilibrada Mercedes, aparece muerta en el río, con evidentes signos de abuso sexual, una semana después de que su hermano Demetrio, un retrasado, se arrojase (o fuese arrojado) desde lo alto de un campanario. Imaginen la perplejidad del pobre sargento del pueblo, desbordado por la magnitud del episodio; y traten también de imaginar cómo encaja la llegada de un inspector y de varios policías que, desde la capital, vienen a conducir la investigación. Introduzcan en ese turbio y letal cóctel a la mejor amiga de Irene, la tímida Margarita; a Jacinto, el novio de la chica muerta; a Joaquín, el ambiguo e inquietante encargado de la funeraria; y al turbión de vecinas y curiosos que, desazonados, rodean a los protagonistas del suceso; y añadan, sobre todo, la presencia de docenas de frases que podrían ser versos (“Qué importa la vida si la luna no te tiene respeto”).
El resultado es fácil de resumir: una novela talentosa e inteligente, muy recomendable.

domingo, 3 de febrero de 2019

La vida errante




Huyendo del horror estético de la torre Eiffel, por la que muestra un terrible desdén, Guy de Maupassant decide emprender un viaje por diversos lugares del Mediterráneo, para descubrir bellezas que lo conforten. El resultado editorial es La vida errante, que Elisenda Julibert traduce para el sello Marbot Ediciones.
Las primeras poblaciones italianas que Maupassant describe se le antojan sucias y malolientes, aunque otras le parecen admirables (“Una de las cosas más bonitas que hay en el mundo es Génova vista desde el mar”, p.42) o directamente únicas, como las bellezas constantes que descubre en Florencia (“bosque de obras de arte”, p.57), la tétrica impresión que le produce el cementerio de los capuchinos de Palermo, repleto de espeluznantes momias, o el éxtasis que le produce Sicilia (“una tierra divina, pues no sólo se encuentran allí las últimas moradas de Juno, de Júpiter, de Mercurio o de Hércules, sino también las iglesias cristianas más notables del mundo”, p.104). En Venecia aludirá con poco interés a sus calles (que “son ríos… ríos o más bien alcantarillas a cielo abierto”, p.252) y a su tamaño (“no es más que un bibelot, un bibelot viejo y encantador, pobre, arruinado, pero orgulloso”, p.253), pero donde le ha sido dado disfrutar del arte pictórico de Tiépolo, “el mayor muralista del pasado, del presente y del futuro” (p.255).
Menos interés tienen, a mi juicio, las páginas que le dedica al norte de África, donde se pierde en paisajismos anodinos, anotaciones religiosas de diletante y lirismos construidos sobre una cierta sofocación de adjetivos.
En resumen, un libro curioso, ameno y que nos vuelve a poner en contacto con uno de los grandes prosistas de su tiempo.

sábado, 2 de febrero de 2019

El informe de Brodie




Jorge Luis Borges pertenece al reducido (muy reducido) grupo de autores que, independientemente del país en el que vinieron al mundo, de la lengua en la que se expresaron o de las ideologías políticas o estéticas a las que se adhirieron, reciben las etiquetas de la universalidad y de la eternidad. Su prosa numismática (Cansinos Assens la definió de ese modo) y sus versos algebraicos forman parte de la Historia de la Cultura, como las pirámides de Egipto, el aire de Velázquez o los pentagramas de Beethoven. De tal suerte que cualquier aproximación que efectuemos a sus libros nos deparará un altísimo número de perfumes literarios, de argumentos notables y de sorpresas psicológicas.
El informe de Brodie es un ejemplo nítido de tales virtudes. Once relatos breves en los que la fulguración del idioma empapa cada página, cada párrafo, cada frase, como gemas que se unieran para conformar el más espléndido y lujoso de los collares. Cierto es que los dos últimos (“El evangelio según Marcos”, donde se aborda una incomprensión religiosa que se precipita hacia un final truculento, y “El informe de Brodie”, que encantará a los lectores de Jonathan Swift) se desplazan hacia territorios más imaginativos o simbólicos, pero los anteriores anclan su espíritu en los patrones del universo argentino: unos hermanos de sexualidad primaria, que son capaces de compartir a la misma mujer y que deciden su suerte última (“La intrusa”); un viejo librero que, durante los días inestables de su juventud, acometió una vileza que sólo ahora se aviene a confesar (“El indigno”); un cuchillero que, como el Saulo de la Biblia, recibió un día una iluminación que lo hizo cambiar de vida (“Historia de Rosendo Juárez”); unos cuchillos que buscan las manos que les permitan acometer su venganza preterida (“El encuentro”); dos rivales que se ven abocados a resolver su eterna malquerencia de un modo imprevisto (“El otro duelo”).
Y, empapando todas las páginas, la joyería estilística de Borges, que nos habla de un hombre que abre la puerta sin delegar esa función en el sirviente (“con sencillez republicana”) o de otro hombre que se muestra entusiasmado por la moda (Borges nos referirá “su infatigable interés por las variaciones de la sastrería”); una joyería que se nutre de adjetivos fastuosos, sustantivos de difícil superación y una sintaxis que, siendo sencilla, presenta en todo instante un aroma inconfundible.

viernes, 1 de febrero de 2019

El gato encerrado




“Esta vez va en serio”. Con esas cinco palabras resumió el leonés Andrés Trapiello ante un amigo el proyecto en el que había decidido embarcarse, a punto de entrar en la última década del siglo XX. Se trataba de Salón de pasos perdidos, un vasto diario que iría confeccionando con todo aquello que los libros, la actualidad, el pasado, los amigos, los paisajes, la familia y la vida en general le fuera ofreciendo jornada tras jornada. Y le aseguró también que no tendría reparo en publicarlo “si alguien me lo pide”. Por fortuna para los lectores, aquellas páginas le fueron pedidas y ya son veintiuno los volúmenes que de las mismas han visto la luz en formato de libro.
En el primer tomo, que tituló El gato encerrado y que apareció en 1990, Trapiello nos fue dando ya algunas de las claves que iban a nutrir sus posteriores entregas: desde paseos por el Rastro hasta reflexiones sobre diversos artistas, desde los paisajes que rodean su casa de Trujillo hasta las ideas que le surgen frente a la chimenea encendida o el sonido de la carcoma en las vigas; desde su bibliofilia hasta la adquisición azarosa de flores o metrónomos; y, para que nada falte, incluso juicios sobre la propia labor diarística (nos explica, con fórmula ingeniosa, que “los diarios son a la literatura lo que el yogur a la dieta: un privilegio de las naciones bien alimentadas”).
Si nos ceñimos, por acotar un único territorio, al mundo de la literatura, descubriremos en Andrés Trapiello a un observador realista (“Si Cervantes viviera, el primer premio Cervantes se lo hubiera llevado Lope de Vega. Sin dudarlo”), a un estoico inteligente (“El desdén por la gloria es la forma suprema de la soberbia, y por tanto la mayor estupidez en la que puede caer un escritor. La gloria es como la muerte: no debemos ni esperarla ni temerla”), a un cronista irónico (el resumen que elabora, hacia la mitad del libro, sobre su participación en una mesa redonda es antológico) y, sobre todo, a un cirujano intelectual que no duda a la hora de emitir juicios tajantes sobre personajes célebres (a Wharhol, por citar un único ejemplo, lo tilda sin ambages de “mamarracho” en su nota necrológica).
Y no me resisto a copiar íntegra una de las secuencias, situada en el tercio final del volumen, llena de un sereno lirismo: “Algún día, cuando hayan pasado los años y crecido mis hijos; cuando de nuevo esta casa recobre su silencio y los libros llenen todas sus paredes sin que nos digan nada; cuando no quedemos en el mundo más que tú y yo, entonces recordaremos con nostalgia este día hecho de casi nada. Este día que olvidaremos sin duda mañana mismo, porque no fue en absoluto extraordinario, sino parecido a un día como otro. Pero lleno de una dorada luz, de unos niños pequeños que gritan e interrumpen, de la ilusión de meter nuevos libros en casa, de las tareas corrientes como prepararles los baños o leerles un cuento. Lleno de ti y de mí, que nos pensamos aún llenos de tanta vida”.
Algunas frases que he subrayado en el libro: “Hay que fiarse poco de esos que te dicen las cosas por tu bien”. “Todo el mundo tiene de vez en cuando la estúpida ilusión de ser comprendido”. “Basta conocer algo este mundo para darse cuenta de que a nadie le interesa la verdad”. “El otoño tan antiguo que hay en un trozo de carne de membrillo”. “La verdad se tiene en usufructo: se disfruta de ella un tiempo, a veces toda la vida, y se pasa a otro”.