martes, 30 de abril de 2019

Nocturno de Chile




Me ocurre con Roberto Bolaño una cosa muy particular: he escuchado en Youtube varias entrevistas suyas (largas, densas, profundas), me encanta lo que dice y la forma en que lo dice, me parece un personaje muy interesante… y luego no me terminan de maravillar sus libros. Advierto en ellos su condición de gran escritor, qué duda cabe, pero hay algo… químico, diría, que me impide entusiasmarme con él, y lo lamento, porque estoy convencido de que la incapacidad es sobre todo mía. Me gustaría que me gustara más. (Con César Aira también me ocurre).
En Nocturno de Chile lo vuelvo a intentar con todo el cariño y me encuentro con el sacerdote Sebastián Urrutia Lacroix, con orígenes vascos y franceses, quien habla en la noche (se encuentra devorado por la fiebre) y nos dibuja el panorama de las últimas décadas de su país: nos habla de González Lamarca (feroz crítico literario conocido por su seudónimo de Farewell), de Pablo Neruda (al que pudo conocer en algunas fiestas), de Ernst Jünger (que se interesa por un curioso pintor guatemalteco), de su trabajo en la Universidad Católica, de su pertenencia al Opus Dei, de la etapa depresiva en que acudieron a visitarlo los misteriosos señores Odeim y Oido (quienes le ofrecieron un suculento trabajo viajero por Europa, que le permite hablarnos de catedrales y de palomas), de la victoria electoral de Salvador Allende, del bombardeo de La Moneda, de cómo impartió unas sorprendentes clases de marxismo a varios generales insurrectos (entre ellos, Augusto Pinochet)…
En este retrato coral nos encontramos con la prosa de un chileno (Bolaño) que ha aprendido a diagnosticar el estado de su país a través de miradas externas e internas, que se van cruzando, complementando o desmintiendo, y que son sazonadas con las especias del humor, de la amargura, de la melancolía y de la desesperanza.
Insisto: insistiré con Bolaño.

lunes, 29 de abril de 2019

Cuentos populares de España




Concluyo los Cuentos populares de España, de la mano de Aurelio M. Espinosa, y la verdad es que me resulta muy complejo decidir y explicar qué es lo que menos me ha gustado de este tomo: ¿su farragosa manía de imitar la pronunciación y la sintaxis infectas de los analfabetos?, ¿la hediondez estomagante de sus moralinas?, ¿la inexistente gracia de sus bromas?, ¿la insulsa pericia del autor o de sus informantes, a la hora de componer relatos medianamente decentes?, ¿la machacona repetición de sus argumentos?
Lástima de árboles talados para imprimir esta mierda.

domingo, 28 de abril de 2019

El muerto




Justo después de que Édouard muera, Marie se lanza a la calle, presa del dolor. La única ropa que lleva puesta es un abrigo, sin nada debajo. Y de esa guisa entra en una posada, donde pide calvados para beber y comienza a comportarse de una forma lúbrica: se deja tocar los genitales, comienza a acariciar el pene de un borracho, se deja lamer por Pierrot… Cuando la escena está subiendo de voltaje entra un enano al que todos llaman “conde” y lo vemos incorporarse como uno más al espectáculo: Marie orina encima de él, Pierrot masturba al enano y luego penetra a Marie. Después ella, tras vomitar, defeca sobre el vómito e invita al enano para que la acompañe hasta su casa…
En fin, no creo necesario continuar desgranando los detalles del argumento. Es fácil observar que nos encontramos ante una noche loca y terminal (Marie insiste varias veces en que morirá al alba), en la que el sexo se convierte en lágrimas o disparate, en grito o en angustia, y en la que todos los personajes flotan en una atmósfera irreal, turbia, alcohólica o desquiciada.
Una bajada a los infiernos en la que Georges Bataille se encuentra, narrativamente, a sus anchas.

sábado, 27 de abril de 2019

Melocotón en almíbar




Los cuatro personajes (tres hombres y una mujer) que entran en un pequeño piso de alquiler en Madrid se las prometen muy felices. Acaban de cometer un gran robo en una joyería de Burgos y se han hecho con un botín muy notable, que ahora conviene esconder mientras planean el siguiente y último atraco, que tendrá lugar unos días después en la calle Ferraz. Lo primero que hacen es esconder las joyas en una maceta vieja; luego ocultan en un sillón la pistola que han utilizado; y por fin se disponen a descansar unas horas. Pero los problemas comenzarán pronto: el mayor de ellos ha contraído una pulmonía durante el viaje y, ahora, requiere la presencia de un médico, quien decide enviar a una sinuosa monja para que cuide al enfermo. Será ella, precisamente, la que hará tambalearse la calma de los atracadores, con sus preguntas, sus insinuaciones, sus extrañas miradas, sus frases de doble sentido. ¿Acaso sabe lo que han hecho? ¿Y qué pretende con este cerco nervioso al que los somete?
Habilidoso y socarrón, el dramaturgo madrileño nos conduce a través de la obra de la forma más ingeniosa y difícil: haciendo que compartamos la inquietud y la zozobra de los desvalijadores y sin saber si sor María es tonta y parlanchina o, por el contrario, artera y sutil. Solamente en el tramo  final alcanzaremos la respuesta.
Miguel Mihura es Miguel Mihura. Su teatro es chispeante, surrealista e incluso tiene apuntes genialoides (en esta obra quizá menos que en otras suyas), pero es verdad que sus propuestas argumentales pueden resultar tan satisfactorias como irritantes, dependiendo del día en que te sumerjas en ellas. Es lo que hay. O lo tomas o lo dejas. Yo, casi siempre, lo tomo.

viernes, 26 de abril de 2019

Ludwig Wittgenstein




Negar que Ludwig Wittgenstein ha sido uno de los filósofos más influyentes del siglo XX resultaría absurdo: su Tractatus Logico-Philosophicus figura, entendido o no, entre los volúmenes legendarios de la historia del pensamiento occidental. Pero si la llamativa textura de su obra ha suscitado cataratas de tinta, no menos interés ha generado su compleja personalidad. Huraño, violento en ocasiones, críptico, desdeñoso, altanero, Wittgenstein ha dado lugar a interpretaciones de lo más curiosas sobre su carácter.
Leo, interesado por conocer más detalles sobre este filósofo, la biografía Ludwig Wittgenstein, de Wilhelm Baum, traducida por Jordi Ibáñez para el sello Alianza Editorial. Y descubro muchos elementos de interés en sus páginas. Primero, nos sitúa en el ambiente que vivió la familia, mediante una presentación enjundiosa del mundo político, social y literario que se vivía en Viena hacia 1900, del que solamente habría que borrar un disparate: el momento en que el traductor alude (p.33) a cierta “catorceava exposición” que se organizó allí. Después, centra ya su mirada en la casa familiar, de la que eran visitantes habituales el pintor Gustav Klimt, el escultor Auguste Rodin, el compositor Gustav Mahler o el músico Pau Casals.
Dado que resumir la obra resultaría tan engorroso como ineficaz me limitaré a dejar algunos apuntes anecdóticos, que he subrayado en el libro: que Ludwig “puso a disposición del ejército austriaco durante la Primera Guerra Mundial un millón de coronas para que pudiera fabricarse un mortero de calibre treinta” (p.45); que durante el curso escolar 1904-1905 faltó a 425 horas de clase (p.48); que siendo estudiante en Cambridge se hizo hipnotizar dos veces (p.65); que donó 20.000 coronas al poeta Rainer Maria Rilke, a quien sabía necesitado de dinero (p.72); o que en su condición de maestro (actividad que ejerció en varias escuelas primarias) mostraba un carácter “autoritario y elitista; quería favorecer a los jóvenes que tuvieran talento; por los alumnos poco dotado sentía menos interés” (p.132).
Me llama poderosamente la atención, eso también debo indicarlo, que el biógrafo pase de puntillas por un tema que no me parece insignificante: la condición sexual de Wittgenstein. Se indica en este trabajo que vivió temporadas con algún amigo o con algún discípulo pero jamás se insinúa de estas relaciones que pudieran contener traza alguna de amor o sexo. Me parece un defecto estructural de la obra: si entre las competencias del biógrafo no se considera incluida la conjetura sí que debería ser incluido siempre el rigor. Aportar afirmaciones ajenas, incluso para refutarlas o ponerlas en duda, hubiera enriquecido el trabajo.

jueves, 25 de abril de 2019

Los márgenes del tiempo




Sin grandilocuencias. Sin desplegar en cada página la amplia cultura que posee (es doctora en Filología Clásica y profesora universitaria). Sin afanarse en exhibicionismos pedantes. Rosario Guarino Ortega se ha limitado a hacer lo más difícil: hacer un libro de poesía utilizando la poesía. Es decir, aunando reflexión, sensibilidad, emoción y música. Y el resultado es Los márgenes del tiempo, que acaba de aparecer con el sello MurciaLibro y que se presenta con una hermosa fotografía de cubierta de Festina Lente.
En sus páginas descubrimos textos donde resulta imposible no estremecerse y no llorar (“Elegía a Gonzalo”); versos donde flota un dolor sereno que emana de la dureza de una muerte próxima (“Réquiem”); retornos melancólicos a los inocentes castillos de arena que durante la infancia se construyeron en la playa (“Agosto”); recordatorios sobre el maravilloso prodigio de vivir y de recordar (“Magia”); el reconocimiento de que la música y la poesía son eficaces auxiliares para mantenernos erguidos en el camino de la existencia, que a veces se presenta tan arduo (“Primero de julio”); una bella elegía dedicada a la memoria de su abuela María, en el aniversario de su muerte (“21 de abril”); o versos dedicados al carácter bipolar o jánico del amor (“Anfibolía”).
Y está, sobre todo, el poema titulado “El secreto”, del que no les diré nada, salvo que obstruye la garganta, acelera el pulso y pone los ojos al borde de las lágrimas, por el horror inmundo que incorpora. Descúbranlo ustedes y comprenderán que nunca van a olvidarlo.
Los márgenes del tiempo es un poemario elegante, lleno de versos sobrios, música tenue y apolíneo trazado, que da gusto leer y sentir.

martes, 23 de abril de 2019

La tienda de figuras de porcelana




No estoy muy seguro de cuáles son (quizá el plural resulte hiperbólico) las virtudes que atesoro, pero una de ellas sí que creo poseerla en razonable medida: el buen gusto como lector. Docenas de miles de horas con los ojos metidos entre libros me han ayudado (eso espero) a conseguir un cierto criterio en materia literaria. Así que cuando llegaron a mis manos los primeros escritos de Salva Solano, a finales de 2017, tardé muy poco en darme cuenta de que poseía un notable talento para la construcción de historias breves, que ahora se materializa en el volumen titulado La tienda de figuras de porcelana, que el sello Malbec puso en circulación hace un mes.
El tomo se abre con un relato espléndido, de estirpe borgiana (“Dios mueve el jugador, y éste la pieza. ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”, escribía el argentino), sobre un domo de nieve tan inquietante como mágico; y se cierra con un divertimento onírico-demoníaco, en el que Salva Solano desarrolla con gran brillantez (y sin ningún desmayo) una trama tan fácil de explicar como compleja de mantener narrativamente. En medio, enjoyadas con buenas adjetivaciones, imágenes brillantes (“Una gaviota permanecía inmóvil, veinte peldaños de aire sobre su cabeza”) y metáforas muy atrevidas (en la página 134 llama “herradura sonora” a unos auriculares), nos entrega un plausible abanico de historias: un episodio de ira escolar, que se resuelve de un modo vergonzante contra un débil (“Las furias inoportunas”); el alborear de un cosquilleo amoroso durante los días de la preadolescencia (“Aicnegreme ed adilas”); la experiencia traumática que experimenta una joven limpiadora en la habitación de un hotel (“Dulce en tu boca, amargo en tu vientre”); o, en fin, relatos donde el escritor cartagenero se decanta por conducirnos hacia un final inesperado, que convierte su narración en la mecha encendida de una bomba (“El sabor de la sangre”, “Locura contagiosa” o “La línea circular”).
Un libro muy notable (leer en el prólogo la justificación del título es una auténtica gozada), que permite descubrir para el público a un nuevo escritor que tiene, lo sé de buena tinta, muchas y muy interesantes cosas dentro de la cabeza.

domingo, 21 de abril de 2019

Taller de arte menor




No me ocurre con frecuencia, pero esta vez ha sucedido: acabar una obra y no haber descubierto en ella motivo alguno de aplauso, ni fragmento memorable, ni secuencia que merezca, al menos, una celebración parcial. Hablo del poemario Taller de arte menor, de José García Nieto (quien, por obtusos motivos de “moda” editorial, queda transfigurado en “Jose Garcia Nieto”). 
Sus sonetos son repeticiones de músicas antiguas, anquilosadas, trilladísimas, donde no aprecio fulgores que lo exoneren de la banalidad; sus poemas menos rígidos (pienso en “Amor es la palabra” o “Aunque no tengas nada”) presentan una música evidente de romance, apenas camuflada y apenas meritoria; y sus poemas “modernos”, en los que juega con polimetrías y con ausencia de rima, fomentan con notable éxito el bostezo.
¿Que fue un maestro de la lírica de posguerra? No me atreveré a ponerlo en duda, porque no soy quién. ¿Que este libro a mí no me ha aportado nada? Que nadie se atreva a ponerlo en duda tampoco. ¿Que probaré con otro libro de este autor, para acabar de descartarlo o para enmendar mi juicio? Quizá.

viernes, 19 de abril de 2019

La amaba




Escondemos secretos y, en ocasiones excepcionales, incluso los podemos contar a alguien especial en un momento especial. Y si esa persona sabe escucharte con atención y toma un extremo del hilo, tirará de él con suavidad, con firmeza, hasta conseguir que te vacíes, que te expliques, que te digas.
En la novela La amaba, de Anna Gavalda (traducida por Isabel González-Gallarza para el sello Seix Barral), la oyente es Chloé, una mujer hermosa que acaba de ser abandonada por su marido y que trata de rehacer su sistema mental y su vida al lado de sus hijas pequeñas. El entorno en que se produce la confesión es una vieja casa de campo que pertenece a la familia de su marido. Y su interlocutor (el dueño del secreto) es Pierre, su suegro, un hombre de gran riqueza que siempre se ha caracterizado por su adustez, su carácter gélido y sus mutismos inaccesibles. Entre estos dos personajes se establece una curiosa química cuando, a través del diálogo que mantienen, ambos descubren que les unen más cosas que Adrien (el marido de una e hijo del otro). En concreto, les une el hecho de haber sufrido un durísimo revés: haber perdido al amor de su vida.
Chloé piensa que la actual esposa de Pierre (Suzanne) es la única que ha reinado en el corazón del empresario, porque la aparente insensibilidad del mismo lleva a pensar en un hombre refractario a las dulzuras del amor. Pero se equivoca… Y lo que escuche durante los siguientes días va a poner del revés todas las ideas preconcebidas que tenía sobre su suegro.
Elegante, sutil, finamente psicológica, construida sobre una dinámica de frases cortas, la novela de Anna Gavalda resulta tan fluida como convincente y permite acceder a los meandros íntimos de una historia amorosa inesperada.

lunes, 15 de abril de 2019

Las camisetas no somos servilletas




Todos los niños, cuando están aprendiendo a comer y beber, se manchan. Y el instinto los lleva a utilizar su ropa como el elemento higiénico más socorrido y cercano: la manga para limpiarse la boca, las perneras del pantalón para secar sus dedos, la camiseta para dejar limpias las palmas… ¿Quién no ha padecido esta situación, habiendo tenido criaturas? Para ayudar a los progenitores a reconducir esa situación con cariño y sin perder los nervios, la escritora Marta Zafrilla acaba de lanzar (acompañada por las ilustraciones de la italiana Martina Peluso) su álbum Las camisetas no somos servilletas, editado por el sello Cuento de Luz, que lanza la edición simultánea en inglés para el mercado internacional (T-shirts Aren’t Napkins!).
Situaciones cotidianas tratadas con delicado sentido del humor, rimas fácilmente memorizables por parte de los más pequeños, ternura en el planteamiento de la trama y, por encima de todo, un modelo de actuación para padres y madres, a quienes les muestra cómo afrontar estas situaciones de una forma moderada y respetuosa, que permita a los más pequeños el aprendizaje sin estridencias y sin traumas.
Esta nueva obra editada por Cuento de Luz, que nada más salir ya ha recibido su primer premio en Estados Unidos, en Independent Publisher Book Award for Children's Picture Books ( 7 & Under), se presenta como una atractiva propuesta gráfica para los pequeños y como una útil herramienta para los mayores.

sábado, 13 de abril de 2019

La muerte de Napoleón




Los hechos históricos son bien conocidos y pueden consultarse en infinidad de libros y páginas de internet: tras ser derrotado en la batalla de Waterloo en el año 1815, el emperador Napoleón Bonaparte fue desterrado por los británicos a la isla de Santa Elena, donde acabaría muriendo el 5 de mayo de 1821. La causa de su fallecimiento ha sido discutida durante los dos siglos posteriores: ¿quizá se trató de envenenamiento por arsénico? ¿Tal vez una úlcera? Los estudios más recientes parecen decantarse por un cáncer de estómago.
Pero de pronto llega el belga Simon Leys y se plantea una duda: ¿y si todo ocurrió de otra forma? ¿Y si el emperador, ayudado por algunos adeptos, consiguió evadirse de la isla mientras una persona muy parecida físicamente a él tomaba su sitio? Partiendo de esa suposición narrativa construye la novela La muerte de Napoleón, que ha sido publicada por Acantilado gracias a la traducción de José Ramón Monreal.
En ella vemos al célebre militar corso embarcarse hacia Francia bajo el anónimo aspecto de un mozo de camarote; lo vemos visitar (en una excursión guiada, que le produce tanta perplejidad como zozobra) el campo de batalla de Waterloo; lo vemos protegido por una joven viuda, en cuya casa se hospeda mientras espera el desarrollo de los acontecimientos; lo vemos enterarse de su propia muerte (el sustituto, al fallecer, complica más todavía sus planes); lo vemos ocuparse de un asombroso negocio; y lo vemos, en fin, observado con sospecha por un alienista, que ha recibido la información de que ese hombre avejentado y grueso se cree, alocadamente, Napoleón Bonaparte.
Una estupenda narración sobre las grietas de la realidad y sobre la melancolía que puede abatirse sobre una persona cuando sus sueños se resquebrajan. Notable.

jueves, 11 de abril de 2019

Sea un arma




Es un libro breve, extremadamente breve. De hecho, puede ser leído en apenas diez minutos, porque cada una de sus cuarenta y una páginas repite el mismo formato: una imagen (siempre la misma: la espalda de un varón que lleva un traje de tono claro) y apenas unas pocas palabras acompañándola. Pero cometerá un error quien juzgue que esa condición sinóptica o conceptista lo convierte en una lectura liviana. Por el contrario, lo que el mexicano Ismael Velázquez Juárez nos presenta en Sea un arma (Manual de autoayuda contra sí mismo) es, desde el punto de vista filosófico, un auténtico plasma de quarks: un producto tan denso y tan caliente que resulta difícil enfrentarse a él y salir indemne.
Cada una de sus diminutas sentencias o aforismos líricos nos desplaza hacia los límites del vértigo, por causas muy diversas: porque nos revela nuestra condición insensata (“Usted / es un error / que cumple años”), porque ilumina los senderos alienantes por los que nos vemos obligados a transitar (“Usted / sigue un plan / que no es el suyo”), porque nos enfrenta con el espejo de la realidad y nos invita a obrar en consecuencia (“Sólo diga la verdad / Es la única forma / de sobrellevar esta mentira”), porque nos torpedea la esperanza con su nihilismo (“Dios no creó nada / Destruyó todo / Usted es un escombro”) o porque nos dibuja un horizonte donde no existen asideros a los que aferrarse (“Gracias por esperar / No hay nada que esperar / Siga esperando”).
El sello Liliputienses continúa arriesgando con libros audaces, incómodos, aguerridos, lúcidos, que te obligan a repensar la literatura no solamente como un despliegue formal, atento al preciosismo de su lenguaje, sino también como un ejercicio de análisis del mundo, ante el que conviene remangarse y hundir los brazos con valentía.

miércoles, 10 de abril de 2019

Noa




Solemos transitar por la vida prestando excesiva atención a las cosas insignificantes, quizá porque confundimos lo que brilla con lo que tiene luz. Y cuando la existencia coloca ante nuestros ojos un milagro, un milagro auténtico, de la textura que sea (un amor, un hijo, un nieto), se produce un fogonazo que nos deja tan embriagados como aturdidos. ¿Es posible que hayamos estado tan ciegos y que solamente ahora, cuando el prodigio acontece, abramos los ojos de verdad? Antonio Sánchez nos ofrece aquí, en estas páginas dedicadas a su nieta Noa, una demostración de que los milagros generan también a veces otros milagros. Quiso rellenar la espera y decorar su impaciencia de abuelo (de yayo) realizando la crónica de Noa, explicándonos cómo fue su viaje acuático, cómo sus células se fueron multiplicando, cómo creció y se enriqueció de órganos en el interior de su madre… En suma, quiso prestarle voz a una criatura que aún carecía de ella. Pero lo más embriagador del caso es que, para realizar ese hermoso ejercicio afectivo, Antonio Sánchez se desdobló en muchos seres: fue escritor, fue ginecólogo, fue testigo, fue pintor, fue mago, fue humorista, fue pedagogo, fue filósofo.
El experimento no necesita más explicaciones, porque es transparente y hermoso. El autor de estas páginas ha jugado con las palabras, ha creado un espacio de luz donde Noa se convierte en protagonista absoluta y ha puesto en nuestras manos un testimonio de enorme belleza, de enorme sensibilidad y de enorme ternura. No es frecuente que se consigan resultados tan espléndidos, pero aquí está este libro para demostrar que cuando el corazón habla la tinta es dulce.
Léanlo y conmuévanse, porque merece la pena.

martes, 9 de abril de 2019

Tristedad




Que la poesía sea siempre el género en el que todo escritor curte sus primeras armas no es afirmación que se pueda sostener de forma juiciosa ni universal; pero que raro resulta el creador que no se enfrenta a ella, en un momento u otro de su trayectoria, ya es observación mucho más fácilmente admisible. Santiago Delgado, en el segundo de los Cuadernos que editó la revista Postdata, dirigida por Antonio Parra Pujante, entregó en 1987 un (son palabras suyas) “modestísimo librito” donde recopilaba algunas de sus producciones en verso. Producciones que exploraban muchos territorios formales (sonetos, romances, villancicos, etc), pero que sobre todo ofrecían, al margen de esa rica diversidad, la mirada lúcida de un hombre entregado a la contemplación de su entorno, y que trata de mostrarlo a los demás con palabras cristalinas y con cadencias nuevas.
Santiago Delgado ofrece aquí a los lectores una radiografía de su mundo. Y hay que decirlo con esa sencillez y con esa contundencia: de su mundo. Están ahí los libros que ha devorado con fruición; las tristezas que se han cruzado en su camino y que han marcado su rostro y su alma; los sueños que lo visitan o abandonan constantemente; los tributos literarios que rinde (Antonio Machado, Garcilaso, Jorge Luis Borges); los paisajes de los que quiere dejar constancia, aprisionando vientos, flores y laderas entre sus palabras; etc.
Acabadas las páginas de Tristedad, el lector de 1987 podría haberse preguntado: ¿me encuentro ante un poeta auténtico, o sólo ante alguien que, movido por un legítimo derecho literario, imprime sus versos? Es la misma pregunta que puede formularse un lector de 2019, o que podrá surgir en la mente de un lector en 2080. Yo, como respuesta, me limitaría a reproducir el poema “Tu calle”, que se me antoja el mejor del libro. Juzgue quien lea:

“Quisiera enterarme
que sabes
que ya no ando por tu calle,
ni miro tus balcones,
ni contemplo las macetas
florecidas de tu madre.

Ya no voy
ante tu puerta
simulando pasear
para encontrarte.
Te juro que nunca he vuelto
desde el día aquel
que me dejaste.

(Sé que ya no me quieres,
y eso no lo arregla nadie)

Pero…
quisiera saber también de ti
que tampoco tú
los visillos entreabres
de cuando en cuando
alguna tarde,
para ver
—como decías—
si entre los que pasan
conoces acaso a alguien.

(Recuerda que yo sé
que tú mirabas
porque yo venía a mirarte)

Por eso…
para ver que no lo haces,
volví a pasar ayer,
aunque no se lo dije a nadie”
(pp.20-21).

Ahora imaginemos que, bajo estas palabras, no figurase la firma de Santiago, sino la de Lope de Vega o la de Federico García Lorca (porque ambos podrían ser, con perfecta naturalidad, autores de estos versos). ¿Cuál sería nuestra reacción? ¿De qué modo los celebraríamos o vituperaríamos? ¿Qué elogios nos atreveríamos a escatimar ante su música, ante su ritmo, ante la sutileza elegante de su tema? Respondamos con justicia.

domingo, 7 de abril de 2019

Madame Edwarda




Son extrañas las sensaciones que he experimentado durante la lectura de Madame Edwarda, un breve relato de Georges Bataille. ¿Hay erotismo en él? Sí, por cierto (la escena en la que la mujer se entrega sexualmente al taxista, mientras el narrador la sujeta por la nuca, es bastante explícita). Ahora bien, ¿estamos ante una novela erótica? Ahí tendría muchas más reticencias a la hora de emitir un dictamen claro. Diría que no.
En su textura hay muchos más elementos de perturbaciones psicológicas, de raras teologías y de misterio urbano que de sexo. Esa mujer huyendo por las calles con un antifaz; esas nieblas que lo rodean todo; esas puertas oscuras, donde se adensa el enigma; esas ilustraciones de Hans Bellmer, que acompañan al texto con sus geometrías casi lovecraftianas… Recorrer las líneas de esta narración supone aceptar que queden subvertidos los moldes tradicionales, para navegar por aguas más peligrosas, más desasosegantes, más turbias.
Resultar difícil explicarlo. Quizá por ello la obra de Bataille haya provocado tantas polémicas durante decenios: la ambigüedad puede ser un imán narrativo de lo más seductor.

viernes, 5 de abril de 2019

Poemas de andar por clase




Llevar la poesía hasta los colegios e institutos; y hacerlo con talento, con humor, con juegos, con referencias modernas (internet, burbuja inmobiliaria, “La Voz Kid”), mezclando música, actualidad, literatura y chistes; mezclando, también, letras y ciencias; mezclando estrofas (romances, ovillejos, sonetos, décimas); y, sobre todo, utilizando un lenguaje donde el equilibrio entre cultura y amenidad se mantenga desde la primera hasta la última de las composiciones… ¿Una tarea imposible? En apariencia, sí. Pero los profesores y poetas Diego Reche Artero y Diego Alonso Cánovas lo logran plenamente en estos Poemas de andar por clase que les edita el Instituto de Estudios Almerienses y que conocerán una segunda edición, tras el éxito apoteósico de la primera.
En medio de poemas dedicados al número pi, al pragmatismo de los estudiantes (que apuntan con astucia y avidez los nombres de los autores que les parecen más probables como preguntas de examen), a los Pokemon, a Casillas levantando la Copa del Mundial, a Agamenón y su porquero o a los padres que suspiran por la emancipación de sus hijos, nos encontramos con simpáticos resúmenes de literatura (“Conocimiento del alumno al final del curso”), apelaciones a las típicas quejas sobre el profesor que nos coge manía (“Calificación: suspenso, cuatro con nueve”), homenajes a los docentes que nos marcaron en la infancia (“Soneto a mi profesora”), descripciones sobre la reacción que suscita la lectura de un poema de Pablo Neruda en el aula (“Poema veinte”) y, sobre todo, la serie final (“Fuera de clase”), donde se cobijan preciosos poemas humorísticos sobre las moscas, las calvas, los éxitos del baloncesto español y la santa zapatilla que las madres han usado desde tiempo inmemorial como recurso pedagógico de convencimiento.
Cualquier docente que quiera convencer a sus alumnos de las bondades de la poesía tiene en este agradable, divertido, magistral y variado volumen un documento impagable.

miércoles, 3 de abril de 2019

Los reinos de otrora




Definió Camilo José Cela la novela como todo aquel libro que admitía, debajo del título y entre paréntesis, la palabra “novela”. He recordado esa definición cuando he terminado de leer Los reinos de otrora, del gran Manuel Moyano, definido en la cubierta con ese sustantivo, que me parece inapropiado. Dejémoslo en que la editorial tiene derecho a dar al volumen la publicidad que estime oportuna, y que el gancho que la palabra “novela” sigue atesorando es muy notable.
En realidad, nos encontramos con un trabajo, magistral y brillantísimo, que se aproxima más al espíritu de un libro de viajes o de relatos que a otra cosa. Jonathan Swift y más de un narrador oriental (en la línea los compositores de Las mil noches y una noche) hubiera babeado de gusto leyéndolo.
Sus dos protagonistas principales son Nicodemo, viajero contumaz que se ha resistido siempre a dejar anotación de sus sorprendentes aventuras, y su sobrino, que ha quedado huérfano tras una espantosa epidemia de peste y que ha sido acogido por él. Impresionado por los paisajes, personas y estrafalarios episodios vividos junto a su tío, el muchacho decide contarnos una porción de esas andanzas y peripecias. De tal suerte que nos llevará hasta el palacio de la reina infértil, donde Nicodemo actuó como sanador de Su Majestad (sin que se le agradeciera el éxito); nos explica las peculiares características de unas flores cuyo aroma permite recuperar los recuerdos del ayer; nos instala en la hospedería de Pr, en cuyo interior se escuchan unas turbadoras voces que impresionan a los visitantes; nos conduce hasta un reino cuya casta sacerdotal ha sabido hacerse con el poder de un modo tan eficaz como inquietante.
Pero, sobre todo, nos presenta las aventuras de un pobre loco que, creyéndose un caballero andante, genera todo tipo de situaciones risibles o dramáticas. El físico moro Ben Engeli las escuchará con pasmo y decidirá escribir con ellas una novela luego legendaria… Pero si los personajes que burbujean en este libro resultan admirables mucho más lo es la fermosa cobertura literaria que Manuel Moyano despliega sobre sus páginas: un léxico espectacular (provéase el lector de un buen diccionario, que no dejará de visitar durante la lectura), una sintaxis inmaculada y unas construcciones argumentales de envidiable perfección constituyen los pilares de una obra que, sin responder del todo al sustantivo “novela” (ni falta que le hace), se eleva hasta el pódium de los libros dignos de aplauso. No se pierdan esta obra por nada del mundo.

martes, 2 de abril de 2019

El héroe de las mujeres




Durante años se mantuvo a la sombra de Jorge Luis Borges, en una penumbra provocada involuntariamente por la genialidad del creador de El aleph, pero el talento de este bonaerense se acabó imponiendo de la forma más eficaz: dando a la imprenta libros memorables. No llegó a la altura de su amigo íntimo (afirmar otra cosa sería exagerar o mentir), pero Bioy nos dejado un buen número de páginas que merecerán, casi seguro, la indulgencia del porvenir. Una de las obras que engrosan esa nómina es El héroe de las mujeres, aparecida en 1978 y formada por una serie majestuosa de relatos de notable factura.
Véase, por ejemplo, “De la forma del mundo”, donde juega con geografías fantásticas o enigmáticas y con contrabandistas misteriosos, que frecuentan un túnel que une, en apenas unos minutos, Argentina y Uruguay (separados por 400 kilómetros de distancia). O ese inquietante sanatorio donde se descubre el método para convertir el dolor de sus pacientes en energía eléctrica (la película norteamericana “Monstruos S.A.”, que explora una temática parecida, se estrenó dos años después de la muerte del escritor). O el humorístico periplo de amantes que frecuenta un hombre que, tras abandonar a su esposa, no encuentra más que mujeres interesadas en la fijación de médanos (“Una guerra perdida”). O la obsesión del joven peón Luisito con labrarse un futuro, aunque sea a costa de relacionarse con malevos de baja catadura (“Lo desconocido atrae a la juventud”). O el relato de espíritu metafórico en el que una dama de noble condición que viaja en un barco sospecha que los pasajeros de medio pelo están acabando con los privilegiados, lanzándolos por la borda (“La pasajera de primera clase”). O, en fin, el espléndido relato que da título al volumen, modélico en sus juegos elusivos y en su mensaje argumental… 
Adolfo Bioy Casares, maestro discreto. Adolfo Bioy Casares, un grande.

lunes, 1 de abril de 2019

El tejado de vidrio




Con esta tercera entrega de su “novela en marcha”, el leonés Andrés Trapiello continúa registrando minuciosamente los pormenores de su vivir y de su pensar, en ámbitos tan distintos como la literatura, el humor, la pintura, la política o la gastronomía, que conforman a la postre un dibujo lleno de densidad y de lecturas sobre el hombre que lo redacta.
Encontramos, por ejemplo, elogios notables a la figura humana y artística de Ramón Gaya, de quien se afirma que “no es sólo un pintor extraordinario, muy, muy valioso, sino que su pintura es ese raro, precioso y frágil eslabón con toda la pintura anterior, antes de que sobreviniera el desastre de los años diez y veinte”); o reitera su admiración por Fernando Pessoa o Cesare Pavese, a los que muchas veces ha dedicado páginas esplendorosas… Y si fijamos los ojos en la parte más jocosa del volumen registraremos líneas de humor consagradas al erotismo (“La vida más triste es la de aquellos que hacen el amor con los calcetines puestos”), a la gastronomía (“Es imposible comer mariscos sin resultar un troglodita”) o a la monarquía (“El listón que se pone a los reyes y en general a los gobernantes, en cuanto a salero, suele estar a la misma altura que el que se les pone a los retrasados. Cualquier alarde que se salga un poquito de lo normal es recibido con alborozo, como si hubieran hecho grandes progresos hacia las luces de la inteligencia”).
Como es natural, el bloque más amplio de páginas y de reflexiones se centra en el mundo de las letras, en el que Trapiello desarrolla su actividad (como escritor, editor, conferenciante, antólogo o articulista). En ese terreno, subraya la importancia de no defraudar a las primeras personas que se acercaron a su obra con respeto (“Las carreras son largas y lo normal, supongo, si se aspira a ello, es llegar a tener cien mil lectores, pero lo difícil es siempre conservar los cien primeros, los que en verdad cuentan”); se formula preguntas sobre la relación entre “innovación” y “eternidad”, tan graves como cristalinas (“¿Por qué razón será que en literatura y en arte las mejores obras parecen siempre dichas y hechas de la misma manera, en tanto que las tonterías resultan siempre novedosas?”); opina sobre la relación más aconsejable entre el Estado y el mundo de las letras (“Un país hospitalario y perfecto sería aquel en el que el Estado sintiese indiferencia por los escritores, y los escritores indiferencia por el Estado. De esa manera el Estado seguramente haría más y mejores carreteras, y los escritores escribirían más y mejores libros”); o, en fin, redacta párrafos incendiarios sobre la actitud que desarrollan los escritores de más éxito en relación con las ferias del libro y su trato con los lectores (“Es indecente escuchar cómo algunos escritores justifican el hecho de ponerse detrás de un mostrador en las ferias de libros y en los grandes almacenes para firmar ejemplares de sus obras. Todo para no admitir su vanidad. […] Hablan de lo importante que es el contacto con el público (un minuto por cabeza, no más), del estímulo que ello supone en sus vidas (no volverán a verlos), de la sagacidad de sus juicios (en general no son muy diferentes de los que han leído a los críticos en los periódicos), pero si esos pobres lectores conociesen el desdén y el hastío con el que a menudo su ídolo habla de ellos cuando se junta con sus colegas los escritores para celebrar los éxitos de todos ellos, si pudieran fisgar por un agujerito esa escena frecuente, se amotinarían y colgarían a muchas de estas eminencias por los calcaños”).
Un libro, como siempre, entretenido, sincero, inteligente y provocador.