martes, 31 de agosto de 2021

Cela, el hombre que quiso ganar


Un personaje tan poliédrico y controvertido como Camilo José Cela no puede ser analizado en un libro sin que sus páginas provoquen urticaria en cierto número de lectores. Es inevitable que así ocurra, porque frente a personalidades tan vigorosas, tan estruendosas, tan expansivas, parece que todo deba ser hagiografía o denuesto. Si lo elogias, exasperas a sus detractores; si lo enfangas, enervas a sus idólatras. El equilibrio, dificilísimo, sólo se logra cuando el analista es un maestro de la exactitud y de la honestidad.

Ian Gibson, en su aproximación titulada Cela, el hombre que quiso ganar, logra en mi opinión ese equilibrio, porque se preocupa con escrúpulo admirable de los dos platillos de la balanza. No para generar ambigüedad calculada o astuta, sino porque es consciente (como historiador experimentado) de que todo tiene haz y envés, luz y sombra, verdad y mentira, cielo y cieno. Así, reconoce que “como ser humano, Cela no me resulta muy simpático” (p.332); que advierte en él “una personalidad marcadamente anal” (p.102); y que, sin asomo de duda, era “un machista redomado y un bocazas irredento” (p.217). Una y otra vez descubre en sus declaraciones y actitudes los trazos de un “perdonavidas”, de un “soberbio”, de alguien dominado por la “grandilocuencia”, de un ser “vengativo” (pidió varias veces que despidieran a periodistas y críticos que se habían atrevido a criticarlo) y de un “provocador” que con casi total seguridad escondía traumas personales o sexuales, que camuflaba con su imponente presencia física y verbal. Escrupuloso y documentado, el historiador irlandés (ahora español) nos facilita centenares de informaciones sobre su homofobia, el impago de la pensión a su exesposa, sus exabruptos aparatosos o sus obsesiones políticas, sin olvidar el escabroso tema del presunto plagio de La cruz de San Andrés, novela con la que consiguió el siempre polémico premio Planeta. Pero, a la vez, Ian Gibson analiza y define con brillantez algunas de las producciones de Cela, como Oficio de tinieblas 5 (“El más frenético carpe diem jamás escrito en lengua española”, p.194) o San Camilo, 1936 (“Leer San Camilo, 1936 es como estar sentado en un teatro con las luces apagadas, oyendo los siseos que llegan de distintos rincones del auditorio y del escenario”, p.180).

A la postre, y pasando por encima de circunstancias coyunturales, que irán siendo olvidadas con el paso de los años (la ambición de Cela, sus manejos a veces turbios para alcanzar sus objetivos, el desprecio que muchas veces manifestó por la literatura del exilio, su vergonzoso y recalcitrante machismo), Ian Gibson opina que del escritor gallego sobrevivirán algún libro de viajes y tres de sus novelas (La familia de Pascual Duarte, La colmena y San Camilo, 1936). Yo estoy totalmente de acuerdo con este juicio. El Cela escatológico, reiterativo, zumbón y desdeñoso serán pasto del olvido en pocas décadas.

Un libro enjundioso, de amena lectura y magnífica documentación, con el que crece mi admiración (desde siempre alta) por Ian Gibson.

lunes, 30 de agosto de 2021

La hora de los hipócritas

 


Había escuchado y había leído numerosas alabanzas de la novelística de Petros Márkaris y su comisario Kostas Jaritos, así que he agradecido mucho que mi mujer haya tenido la feliz idea de regalarme La hora de los hipócritas, que el sello Tusquets publicó en el año 2020 gracias a la traducción de Ersi Marina Samará Spiliotopulu.

Es una narración muy fluida y amena, en la que el ámbito policial comparte protagonismo con el ámbito familiar (Jaritos acaba de tener un nieto, y eso ha cambiado y enriquecido las relaciones con todo tipo de parientes, que acuden a ver al nuevo miembro del clan). Resulta así un volumen que me ha permitido disfrutar durante dos o tres días de un argumento actual y sugerente: los distintos asesinatos que va cometiendo un grupo que se autodenomina “Ejército Nacional de Idiotas” y que elimina a varias personas relacionadas con el mundo de la economía y la política griegas. En su investigación, Kostas Jaritos va a ir descubriendo conexiones de los fallecidos con paraísos fiscales, estadísticas manipuladas, intereses empresariales no siempre honorables, seres golpeados por el paro y por los desahucios, crisis económica y una profunda (aunque en ocasiones invisible) ira social.

Nos entrega reflexiones tan duras como cercanas, que leemos mientras tragamos saliva en silencio. Pondré un único ejemplo, de la página 339: “Somos nosotros quienes, proporcionalmente, pagamos siempre los mayores impuestos, mientras que otros encuentran invariablemente la manera de librarse. Somos nosotros quienes corremos el riesgo de quedarnos sin trabajo, sea porque consideran que nos pagan demasiado cuando tenemos cincuenta años y un futuro laboral limitado, sea porque tenemos que cerrar nuestras tiendas por culpa de la crisis. Somos nosotros los que hemos cotizado toda la vida a la Seguridad Social y ahora, cuando nos toca jubilarnos, nos recortan las pensiones en primer lugar y en cascada. No somos acomodados, no formamos parte del Estado clientelar, trabajamos duro y el Estado nos recompensa cargando el mayor peso sobre nuestras espaldas”.

¿Aún dudas sobre si sumergirte en esta obra? Me extrañaría mucho.

domingo, 29 de agosto de 2021

La vida en Suecia


Creo que, aparte de su evidente calidad literaria, la más notable virtud que tienen los dieciocho relatos de La vida en Suecia (el volumen con el que Rafael Gómez Sales obtuvo el 55º premio Fundación Monteleón en 2017) es el silencio que dejan en tu mente cuando acabas cada uno de ellos. Y me parece que es una admirable virtud, porque frente a esas historias que te provocan una sonrisa, un cabeceo de admiración o un gesto de rechazo, las narraciones que crean silencio invaden tu cerebro de interrogantes, de matices, de interpretaciones, de sentidos; y eso las vuelve densas, ricas y difíciles de olvidar.

Puede ser un publicista treintañero que está pasando por una compleja situación económica y familiar, y que sucumbe a las tentaciones de la audacia más absurda; puede ser una joven madre, desbordada por la precocidad de su hijo Luis (o Noé); puede ser una familia que viaja en un coche destartalado hacia una meta utópica o simbólica; pueden ser unas llaves misteriosas, que imponen una herencia más bien inesperada; puede ser un hermano mudo, con el que se establece un vínculo de extrañas dimensiones; puede ser una anciana, cuya casa queda abierta a la invasión tumultuosa de los pájaros; puede ser un fisioterapeuta llamado Rafael (el autor del libro es fisioterapeuta y se llama Rafael) que se verá envuelto en una compleja relación laboral…

Pueden ser (y de hecho son) dieciocho laberintos llenos de luces y sombras, que la habilidosa mano del escritor murciano resuelve con eficacia manifiesta.

Magnífico. 

viernes, 27 de agosto de 2021

La huella del mal


Cuando lees la sinopsis que la editorial Planeta ofrece sobre La huella del mal ya tienes meridianamente claro a qué te enfrentas y qué puedes esperar del libro. No son los Cantos de Ezra Pound, ni el Ulises de Joyce: es una novela en la que verás sucederse uno tras otro, a velocidad vertiginosa, los acontecimientos; y unos agentes de la ley que intentarán descubrir al responsable de los delitos que en ella se produzcan. Así de sencillo, así de claro, así de honesto. No hay engaño en la propuesta. No hay trampa ni cartón.

Nos pide que acudamos al yacimiento paleontológico de Atapuerca. Y allí nos va a sorprender con la aparición del cadáver de una chica, al parecer asesinada de manera ritual y colocada al modo cavernícola, con un tinte de color rojo rodeando el cuerpo. Tendrán que ocuparse del caso la inspectora Guzmán (que ya cubrió, sin éxito, un crimen parecido seis años antes, en Asturias) y su compañero Rodrigo; pero de inmediato se les unirá Daniel Velarde, antiguo policía que ahora trabaja en una compañía de seguridad privada de alto standing.

Aceptadas estas premisas, te sumerges en la obra. Y entonces descubres que, pese a su apariencia de simplicidad, la construcción narrativa que plantea Manuel Ríos San Martín es muy meritoria: los tipos humanos son densos y se encuentran alborotados de matices; la sucesión de crímenes adquiere un ritmo endiablado; la prosa que maneja es sumamente eficaz; y, como guinda del pastel, aporta unas reflexiones bastante valiosas sobre el ser humano y el origen de su violencia. Con asombro creciente veremos que aparecen más cadáveres, y fotos asombrosas, y una enorme cantidad de dinero en la habitación de un chico enfermo, y presunto tráfico ilegal de piedras preciosas, y sangrientos rituales de caza, y escenas de sexo de elevado voltaje, y canibalismo, y persecuciones… Y lo más notable de todo, lo que hace que esta novela esté tan notablemente musculada, es que Manuel Ríos San Martín consigue que la trama resulte creíble, y que vayas sospechando de varios personajes distintos, y que te impregnes de tal modo con sus giros que notes tu respiración alterada conforme llegas al final.

La veo en cine.

jueves, 26 de agosto de 2021

Suplemento literario



No sé si ha sido estudiada la posible influencia de Alonso Zamora Vicente en el estilo literario de Francisco Umbral, pero a mí, después de leer dos o tres libros del primero, me parece más que evidente. No tanto quizá por la intensidad lírica (aunque en algunos tramos también) como por la conformación de la mirada: las evocaciones, los adjetivos sorprendentes, el uso de las comas, el ritmo. Quizá por eso esté constituyendo una constante y gozosa sorpresa sumergirme en las obras del lexicógrafo madrileño, que comienzo a buscar con interés.

Ahora he visitado durante un par de días su Suplemento literario, una colección de artículos-estampa en los que nos invita a conocer el mundo de su infancia: los paisajes urbanos en los que estudió, los antiguos pregones callejeros que podía oír al caminar por la ciudad (“una artesanía, como la cerámica o como el encaje, celosamente entregada de padres a hijos”, p.38); la algarabía de ruidos y alegría que acompañaba a los estudiantes universitarios que cada otoño llegaban a Salamanca; el elogio melancólico de los viejos cafés, que poco a poco van perdiendo sus añejas y entrañables tertulias; los olores a especias, castañas asadas y café recién molido que entretenían su nariz cuando se dirigía hacia la escuela; el humilde pero inolvidable avión que le trajo su padre a la vuelta de un viaje y que se terminó fugando por algún ventanuco; la tristeza vespertina que impregna la declinación de los domingos; los diferentes grupos humanos que se daban cita en los diferentes medios de transporte, tanto terrestres (“El último autobús”) como aéreos (“Pasaje turista”).

Bellísima prosa, de espíritu melancólico, que me ha fascinado. No será mi última incursión en la literatura de Alonso Zamora Vicente.

miércoles, 25 de agosto de 2021

Autos de choque


Es probable que quienes identifican la infancia con el paraíso perdido mientan de forma inconsciente o amnésica. Es probable, de igual forma, que quienes apenas separan ese territorio vital del infierno exageren también. La infancia, como todas las etapas cronológicas del ser humano, es un constructo que elaboramos gracias a recuerdos, fotografías, impresiones (muchas veces desvirtuadas por la lejanía temporal), testimonios laterales y reflexiones a posteriori. Con esos ingredientes se obtiene un cóctel de imprevisible graduación alcohólica, que los escritores manejan con frecuencia.

Rodolfo Notivol lo hace con gran brillantez en Autos de choque, una colección de relatos del año 2003 que, en la contraportada del volumen, editado por Xordica, es definida como “novela disfrazada de libro de cuentos”. Quizá sea verdad, sobre todo por dos características: la primera, que sus protagonistas son siempre los mismos (unos chavales que aletean y crecen y se pelean y descubren el sexo y sobreviven en las afueras de Zaragoza, rodeados de eriales, pandillas asalvajadas, borrachos de vida triste, madres silenciosas y cigarrillos furtivos); la segunda, que el espíritu que preside las narraciones es idéntico en todas: una ponderada mezcla de conformismo, rebeldía, rabia y observaciones lánguidas, que perfuman de forma especial este magnífico tomo.

Destacaría los relatos “Un as del fútbol” (que conecta la actualidad del relato con las atrocidades derivadas de la guerra civil de 1936), “El teléfono y Julio Verne” (ese niño que, mientras su familia espera la muerte inminente del padre, duerme en la casa de un amigo), “El mejor equipo del mundo” (la triste impotencia de un peón para acercarse con su hijo hasta un futbolista famoso, para que les firme un autógrafo) o “La maldición de Tarzán” (el destino aciago de un carnicero, que se queda sin voz tras años de imitar admirativamente los alaridos cinematográficos de Johnny Weissmuller); pero sin que ninguno de los restantes admita la etiqueta de menor. En este volumen hay dureza, hay lirismo, hay retrato de época, hay ternura, hay sociología. Es, me parece, un hermoso trabajo.

martes, 24 de agosto de 2021

El suplicio de las moscas


Invierto unas horas en leer un libro enigmático (inteligente, pero también oscuro) de Elias Canetti, titulado El suplicio de las moscas, que traduce Cristina García Ohlrich (Anaya & Mario Muchnik, 1994). Sin duda, se trata de un escritor que se sabe sujetar bien el cíngulo del aforismo, aunque reconozco que en determinadas ocasiones (quizá porque ignoro el contexto que genera algunas de sus reflexiones, quizá por su brevedad excesiva) se me escapa el sentido de sus palabras. Es una especie de tiniebla seductora, en la que creo ver luces y figuras… cuyos contornos exactos se me desdibujan. Me pasa también con Nietzsche, con Schopenhauer, con Pavese, con Ferlosio: autores admirables con los que me esfuerzo por estar a la altura.

Me gusta cómo bromea con el paso del tiempo (“Confiaba en vivir mucho tiempo sin que Dios se diera cuenta”), con la condición luciferina de ciertas personas (“Es tan malo que sus oídos se asustan de su lengua”), con la trascendencia vital del conocimiento (“No se puede aprender impunemente”), con la insuficiencia perpetua del saber (“El que ha aprendido bastante no ha aprendido nada”), con el irónico análisis de un carácter (“Es inteligente como un periódico. Lo sabe todo. Lo que sabe cambia cada día”), con las exégesis oníricas (“Ningún sueño es tan descabellado como su interpretación”) o con la ternura que provoca la inmadurez (“Qué convincente suena todo cuando se sabe poco”).

lunes, 23 de agosto de 2021

El huerto de Emerson


En uno de los textos magníficos que Azorín dedicó a la obra de Lope de Vega nos dijo que el Fénix, en ocasiones, escribía una comedia “maravillosamente de nada”. Creo que otro tanto se podría decir de El huerto de Emerson, el libro de Luis Landero que Tusquets ha publicado en febrero de este año 2021. Porque, sin discusión, la elegancia de la prosa que caracteriza al autor extremeño está aquí presente… pero no están el resto de sus virtudes (la imaginación, el trenzado de la historia, la hondura de los personajes). Y lo digo, bien puede creérseme, con tanta tristeza como admiración: no voy a dejar de leer ninguno de los libros que Landero vaya publicando en los años próximos. Se ganó hace tiempo mi respeto y mis aplausos; y no va a perderlos por la flaqueza de un libro menor, como para mí lo es éste.

Hay páginas muy hermosas (como el retrato de Pache, la crónica de un amor adolescente que no cuajó o el texto que cierra el libro), pero también hay un acarreo de párrafos superficiales y ejecutados –se nota– con mero oficio, donde el escritor ofrece consejos a los jóvenes escritores, nos rememora algún trabajillo juvenil, comenta que fue profesor ayudante de francés a pesar de su ignorancia casi total del idioma, nos habla de las durezas del mundo campesino durante su infancia o nos provoca la sonrisa cuando confunde nabos con lechugas en una charla escolar (véase la página 82). Y este acúmulo de dispersiones no me ha dejado entusiasmarme con el libro: un panel de diapositivas no me seduce tanto como una buena película.

Cruzo los dedos confiando en volver a encontrar, en su próximo libro, al autor al que amo.

domingo, 22 de agosto de 2021

Yo, Zeus, y la banda del Olimpo


Frank Schwieger es un profesor de instituto alemán que, en colaboración con la ilustradora Ramona Wultschner, acaba de ver publicado en La Esfera de los Libros su espléndido trabajo Yo, Zeus, y la banda del Olimpo, un gran ejercicio de acercamiento de la mitología griega a los lectores más jóvenes (este volumen, de hecho, queda encuadrado en la colección La Esfera Kids) que, de principio a fin, embriaga y maravilla. Su estructura es ágil y se basa en un modelo narrativo muy apropiado para su público: primero, una presentación visual del personaje, rodeado por sus principales atributos; luego, una pequeña ficha resumen sobre su familia, lugar de nacimiento, filias y fobias; y, por fin, una amena narración extensa y en primera persona, en la que se nos resume su historia. Tres niveles de profundidad para que los jóvenes lectores puedan acercarse a cada protagonista mitológico por un lado distinto.

Así, descubrirán los pormenores sobre la manzana de la discordia y su relación con la diosa Afrodita; los auténticos detalles de la relación entre Apolo y la bella mortal Dafne, que acabó convertida en laurel; la explicación que Ariadna ofrece sobre cómo se sintió cuando Teseo la abandonó en la isla de Naxos, tras haberle servido al Minotauro en bandeja; el triste destino que sepultó a Acteón, después de haber contemplado de forma accidental la desnudez inusitada de Artemisa; la furiosa reacción de Deméter ante el engaño que comprometió la existencia de su hija Perséfone; y muchas historias más, llenas de humor, tragedia, magnetismo narrativo y lecciones inigualables que los lectores más jóvenes aprenderán sin ser conscientes de ello.

Un volumen idóneo para que los chicos y chicas de la actualidad se adentren en el fascinante universo de la mitología griega.

viernes, 20 de agosto de 2021

El resplandor


 

En los últimos años he visto dos o tres veces la película El resplandor, de Stanley Kubrick; así que he querido comprobar hasta qué punto la novela homónima de Stephen King lograba (o no) provocarme las mismas sensaciones de horror, inquietud y desasosiego. Por eso, he dedicado unos días a visitar las instalaciones del hotel Overlook y a familiarizarme con los personajes de Jack Torrance, el receptivo Danny, la valerosa Wendy, el señor Hallorann o el sinuoso espectro de Grady.

He tenido, evidentemente, que “reajustar” mi cabeza para situarme en el mundo creado por King, sin que las imágenes de Nicholson, Duvall o Crothers actuaran como elementos de distorsión. Yo quería leer la historia original de Stephen King. Y eso he hecho, a pesar de que en ella muchos elementos (muchísimos) resulten diferentes a los mostrados en la película de 1980. En la novela no se encuentra la escena del bate de béisbol por las escaleras, ni Torrance rompe puerta alguna con un hacha, ni Wendy se pasa media historia lloriqueando… A cambio, he tenido la alegría de encontrarme con unos personajes densos, fuertes­, psicológicamente muy bien trabajados, y con secuencias de auténtico espeluzno. Además, he leído con auténtico placer los delicados matices que tiene la relación mental entre el cocinero Hallorann y el niño Danny; la brava entereza que muestra siempre Wendy (capaz de luchar físicamente con su marido para defender a su hijo, soportando incluso la rotura de varias costillas); o la siniestra eficacia de algunas escenas, mejores en la novela que en la versión cinematográfica (las figuras vegetales del laberinto que cobran vida, el señor Grady charlando con Torrance, el “despertar” que experimenta éste cuando está a punto de matar a Danny con un mazo de roque, etc).

Pero, sobre todo, reconozco que lo más gratificante para mí ha sido comprobar la manera en que el escritor de Portland construye el pasado (y con eso explica el presente) de sus personajes: los problemas laborales y alcohólicos de Jack, la turbia relación de Wendy con su familia, la fractura de brazo que Danny soportó tras un acceso de furia de su padre, etc. Sin esos ingredientes, la obra sería tan sólo una novela de terror. Con ellos, es una magnífica novela.

Stephen King me ha vuelto a convencer de su maestría con esta obra.

miércoles, 18 de agosto de 2021

Lo que no vengo a decir

 


Insisto fervorosamente en la lectura de Javier Marías, de quien devoro con gula y lentitud el volumen Lo que no vengo a decir (Alfaguara), que reúne sus colaboraciones dominicales en El País Semanal entre febrero de 2007 y febrero de 2009. Y reitero mi admiración y mi sorpresa por la escritura del madrileño. Mi admiración, porque encuentro en cada uno de sus escritos una serie de matices, ángulos interesantes y argumentaciones dignas de ser reflexionadas; mi sorpresa, por mi incapacidad para entusiasmarme con sus novelas como lo hago con sus otros escritos. Algo falla, y seguro que el problema está en mí.

Inevitablemente, ciertos temas se repiten (cómo no habrían de hacerlo, después de décadas escribiendo artículos de opinión), pero la magia de sus líneas obra el milagro de que mi interés no decaiga jamás, hable de la Semana Santa, de la constante tendencia al ruido que tenemos los españoles, de la rapidez con la que cualquier novedad cultural se torna “vieja” en nuestro mundo acelerado, del torpe aparato lingüístico que manejan las feministas radicales, de los abusos que los políticos y los promotores inmobiliarios perpetran constantemente, de la actitud prepotente de ciertas instituciones, de la fina epidermis que está desarrollando buena parte de la población (hosca y agresiva con los demás, pero hipersensible cuando son ellos los “agraviados”), de la mala educación que suele imperar en las redes sociales o de los excesos del turismo gritón e invasivo.

Algo funciona mal (o al menos lo parece) cuando, tras años y años de denuncias periodísticas, análisis exhaustivos y argumentaciones sólidas contra las mentiras, los abusos y las infamias que cometen las grandes organizaciones ideológicas de este país (el PP, el PSOE, la Iglesia, etc), éstas continúan tan campantes, reiterando sus actitudes fraudulentas, prepotentes o abusivas y siendo creídas y apoyadas por la gente, que se niega a la contemplación de la realidad.

Eso dota a las colecciones de artículos del autor madrileño de un aire lánguido, como el que exhala un caminante que, malherido ya por la fatiga, sigue viendo el horizonte tan lejano como lo vio el primer día. Pero junto a este caminante siempre habrá un grupo de lectores que, animados por su brillantez y convencidos de su integridad, aplaudirán muchas veces a su paso: les ruego que me consideren incluido en ese grupo.

martes, 17 de agosto de 2021

Las barbas del profeta


Dicen las malas lenguas que Umberto Eco pretendió burlarse del argentino Jorge Luis Borges (al que no llegaba a los talones literarios) cuando creó la figura del monje ciego Jorge de Burgos en su novela El nombre de la rosa. Y ese personaje agrio, quejoso siempre de todo lo que implicase liviandad o humor, se llevaría las manos a la cabeza si tuviera ocasión de leer Las barbas del profeta, del catalán Eduardo Mendoza, una lectura sonriente de varios episodios de la Biblia, que son resumidos y comentados con gracejo, algo de sorna y unas gotitas de ironía. No se trata, desde luego, de un libro capital en la producción mendocina (ni siquiera de un libro capital entre sus volúmenes “ligeros”), pero puede ser leído con la idea de entretener un fin de semana.

En sus páginas se nos explican algunos episodios y personajes que le llamaron de forma especial la atención cuando era niño y estudiaba en el colegio la asignatura de Historia Sagrada. Por ejemplo, las nebulosas atribuciones y los amplios aburrimientos que atenazaban a nuestros primeros padres (“Adán tenía el encargo de poner nombres a los animales. Lo hacía a bulto, sin especificar, como luego haría Linneo en su nomenclatura binomial. Aun así, era un trabajo ímprobo y no es raro que Eva, que no tenía una tarea concreta, anduviera aburrida por aquel jardín deshabitado”); o las risibles quejas que se podrían plantear por el incumplimiento de funciones de algunas figuras religiosas (“Aunque en el lenguaje coloquial se atribuye al ángel de la guarda la prevención de accidentes, las estadísticas de muertos en carretera dicen poco a favor de estos encargados de la vigilancia”); o la condición simbólica de episodios como el de Caín y Abel, la rara estulticia de Sansón o la excursión submarina que Jonás protagonizó en el interior de una ballena.

Menos atención (apenas una decena de páginas) le dedica el escritor al Nuevo Testamento; y lo hace porque, según comenta, en la asignatura de su niñez casi no se entraba en esta parte del texto bíblico: leves pinceladas sobre la infancia de Jesús, el parco episodio de los Reyes Magos, algunos milagros y poco más. Eduardo Mendoza lo resume en un párrafo muy elocuente: “Seamos sinceros: Jesucristo no nos caía simpático. El mensaje de amor y perdón poco tenía que ver con nuestras circunstancias y, por el contrario, la insistencia en la renuncia, el sacrificio y la penitencia no encajaban en la cabeza de unos niños que sólo querían jugar y ser felices”. Pero lo cierto es que (seamos también sinceros nosotros) la velocidad que Mendoza imprime a estas páginas finales las vuelve ligeramente incómodas para el lector: es como si tuviera urgencia de terminar y dar por acabado el libro. Como si necesitara entregar el original esta noche y le hubiera pillado el toro. O como si le hubiesen limitado el número de palabras que debía redactar. No sé. Queda un poco raro: lo puede observar cualquiera.

En todo caso, siempre es agradable pasearse por la prosa de Eduardo Mendoza.

lunes, 16 de agosto de 2021

Pasos en la nieve


Unas horas de poesía. Y el responsable y el protagonista es Jaime Siles, de quien leo Pasos en la nieve (Tusquets, 2004), un libro irregular, donde he encontrado textos deliciosos y textos prescindibles, sonoridades para enmarcar y chirridos incomprensibles. De todo hay en la viña del señor Siles.

Algunas de las composiciones me han parecido risibles (“Hola, Turín”; y sobre todo ese “Paisaje acústico” de las páginas 99-100, directamente horrendo); pero también he hallado poemas que me han emocionado con la delicada música de sus vocablos y de su sintaxis cuidadísima (“Otoño en Madison”, “Santander”, “A. E. Housman acaba su edición de Manilio” o el hermoso y melancólico “Antonio Espina en el café Lyon a mediados de los años sesenta”). Por la irregularidad que antes he anotado y que creo que preside el volumen, he subrayado líneas que fomentan el estrabismo (“me han infringido daño”, p.126) y algunas fórmulas líricas preciosas (“la perfecta agilidad del aire”, p.111).

Como se puede observar, un panorama de asombrosos altibajos. Pero (y el “pero” lo quiero subrayar en rojo y con energía) sé que acudiré a otros libros suyos, pues la intensidad de los aciertos me anima a pensar que encontraré en ellos algunas pepitas de oro memorables.

Seguiremos informando.

domingo, 15 de agosto de 2021

Momentos estelares de la ciencia


Aunque este Momentos estelares de la ciencia no pueda ser catalogado como uno de los tomos más trascendentes o luminosos de Isaac Asimov, lo cierto es que resulta agradable recorrer sus páginas con un lápiz en la mano, para ir llenando de asteriscos, notas o subrayados los párrafos más llamativos. Manejo la cómoda edición de Alianza, con traducción de Miguel Paredes Larrucea y cubierta de Daniel Gil.

Descubro o redescubro en estas horas de lectura la prodigiosa genialidad práctica de Arquímedes, que abarcó desde la metalurgia hasta las guerras navales; el reducido número de biblias de Gutenberg que se conservan (45); las pacientes observaciones de William Harvey para determinar la condición circulatoria de la sangre; las 419 lentes que fabricó Anton van Leeuwenhoek, ujier del ayuntamiento de Delft, con las que descubrió las bacterias y otros inauditos mundos invisibles; la fecha en que rodó guillotinada la cabeza del químico Lavoisier, víctima del Terror en 1794; la creación de las vacunas modernas, de la mano de Edward Jenner; la teoría germinal de Louis Pasteur, “el más grande de todos los descubrimientos médicos de la historia” (p.79); la productividad casi inagotable de Thomas Alva Edison (“Sacaba inventos por encargo”, afirma el autor en la página 102); la creación de la quimioterapia a cargo de Paul Ehrlich; la ingente capacidad de trabajo de Marie Curie, que le valió dos premios Nobel; o la creación de la lluvia artificial, cuyos fundamentos creó el norteamericano Irving  Langmuir.

Una obra muy amena y muy variada, en la que el divulgador Isaac Asimov resume para nosotros veintiséis interesantes capítulos de la historia de la ciencia.

sábado, 14 de agosto de 2021

El matrimonio de los peces rojos


Hay quienes afirman que los animales de compañía se terminan pareciendo a sus dueños; y quienes, por el contrario, sospechan que son los dueños quienes acaban por adaptarse de manera gradual a las costumbres, temperamento y formas de actuar de sus mascotas. Pero quizá quede una tercera posibilidad: la de que animales y personas palpiten en una misma esfera cósmica, y actúen, y sufran, y respiren, y mueran, por idénticos impulsos. Este último es el camino que explora la mexicana Guadalupe Nettel en su libro El matrimonio de los peces rojos, una recopilación de relatos que recibió el III Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero y que fue editado por Páginas de Espuma en el año 2013.

Una pareja que se va desintegrando a la vez que evolucionan en el acuario sus peces; un niño que, mientras sus padres atraviesan una grave crisis personal y matrimonial, se ve inmerso en una lúgubre historia con cucarachas; una joven doctoranda que se queda preñada al mismo tiempo que su gatita; una concertista que protagoniza una historia de adulterio, complicada con una infección genital; o un dramaturgo de éxito que, tras un viaje en busca de sus orígenes, instala en casa un terrario con una serpiente venenosa, para consternación de su mujer y su hijo… Ellos con los protagonistas de estos cinco relatos intensos, desasosegantes y espléndidos, que nos muestran aristas impensadas del ser humano, criatura siempre desvalida e inestable.

Con una prosa de laborioso trazado, Guadalupe Nettel te va conduciendo por el interior de sus historias, llenas de latidos misteriosos y zonas de sombra, con las que en muchas ocasiones nos habremos de identificar.

viernes, 13 de agosto de 2021

Tristes


Creo que fue el filósofo Voltaire quien dictaminó que el Arte de amar no contenía, a su juicio, ningún tipo de inmundicia; y que mucho más deplorable se le antojaba Tristes, obra a la que no dudó en calificar de “servil”. Y aunque acierta en la consideración del espíritu de la obra, quizá exagera en la elección del adjetivo que la mancilla. Mi lectura, desde luego, es otra. Yo imagino perfectamente (ahora lo exagerado es el adverbio) a Ovidio, con cincuenta años, alejado de su esposa, de su hija, de sus amigos, de su ciudad, de su clima, incluso de su idioma (“Aquí no hay ni un libro, ni quien me preste su atención, ni quien conozca el significado de mis palabras”); lo imagino rodeado de getas y de sármatas, que no podían antojársele sino bárbaros que rozaban los límites de lo humano; lo imagino en una zona de perpetuo conflicto, con incursiones enemigas llenas de cuchillos, alaridos y flechas envenenadas; lo imagino contemplando cómo los ríos se congelan y los pobladores del lugar se cubren con pieles y se dejan crecer los cabellos para mejor protegerse del frío. Cerrando los ojos y dibujando en la mente ese panorama, el juicio de Voltaire se me figura demasiado cómodo (la comodidad del que juzga con rapidez y a distancia).

Tristes es la obra de una persona que, habiéndolo tenido todo (fama, dinero, una esposa amada, una posición ilustre en la sociedad ausonia), de pronto lo pierde por una veleidad aparentemente caprichosa del emperador Augusto, que decide desterrarlo a los confines del imperio, cerca del Danubio. Y las reacciones de Ovidio (estupor, súplica, dolor, angustia, adulaciones, añoranza, melancolía) no me parecen especialmente serviles, sino que se corresponden con las que enarbolaría cualquier ser humano en sus mismas condiciones, suplicando una cierta dignidad para el final de su vida. Yo me imagino en la piel de Ovidio y, sinceramente, creo que desplegaría, como él hizo, todos los mecanismos posibles para ser perdonado o acercado. ¿Que a veces incurre en la actitud plañidera? Por supuesto. ¿Que suplica de mil formas bochornosas la clemencia del emperador? Ningún lector podrá negarlo. ¿Que se dedica a incensar a Augusto, reiterando su identificación con Júpiter? Resulta evidente. Incluso en algún caso despliega autoinculpaciones que producen sonrojo (“En mi locura obligué a ensañarse conmigo al hombre más dulce que hay en el inmenso mundo y hasta su propia clemencia fue vencida por mis faltas”). Pero pongámonos en su lugar y no lo censuraremos con demasiada acrimonia.

Es fácil comprender que, tragándose su orgullo, Ovidio aluda constantemente a su “triste condición” y repita que en su delito “no hubo malignidad”. De hecho, en un ejercicio de autohumillación bastante lamentable, pregona que los versos de su Arte de amar (uno de los motivos de su destierro o alejamiento) “no son sino bagatelas”, “pasatiempos tontos”, fruto de una “Musa divertida” y que, en fin, ojalá nunca los hubiera escrito; aunque le asombra, eso también es verdad, la desproporción que advierte entre el delito cometido y la pena que sufre (“Yo no tuve miedo, lo confieso, de que, allí por donde pasaron tantas embarcaciones, únicamente la mía naufragara mientras todas las demás quedaban a salvo”).

Pero un poco después volverá a recuperar su condición de poeta orgulloso, al decirle a su esposa que sus libritos “son mi mayor y más duradero monumento, y yo confío en que ellos, a pesar de que lo han perjudicado, proporcionarán a su autor renombre e inmortalidad”; y muestra su convencimiento de que nada ni nadie podrá impedir ese destino glorioso (“Disfruto con mi propio talento: el César no pudo tener ningún derecho sobre él. Cualquiera podrá quitarme esta vida a golpe de cruel espada, pero, sin embargo, después de muerto mi fama sobrevivirá”).

En su aislamiento perimetral, Ovidio se siente reconfortado por las fidelidades de “dos o tres amigos”, mientras que abomina de la saña que demuestran otros, que no parecen comprender que ya está viviendo un infierno, sin que sea necesario añadirle sus dardos ponzoñosos (“Se necesitan muy pocas fuerzas para derribar lo que está en ruinas”); y, por supuesto, recibe como un regalo el amor fiel de su esposa, a la que está seguro de convertir en inmortal gracias a los homenajes que le rinde en sus poemas. Ovidio, envejecido y casi en los huesos, no cesa de emitir quejas, es cierto; pero quizá no le quedaba más arma que grabar en sus tablillas el dolor que lo dilaceraba a diario (“¿Exiges que ningún lamento acompañe a la tortura y me prohíbes que llore a pesar de haber recibido una gran herida?”).

Una obra impresionante, conmovedora, desgarrada, llena de lágrimas, pero cuya belleza inmortal resulta incuestionable.

jueves, 12 de agosto de 2021

Salvajes y sentimentales

 


Me acerco a estas páginas sobre el mundo del fútbol, a pesar de no ser un gran aficionado a ese deporte, porque quería conocer la manera en que Javier Marías abordaba esa pasión vital (es decir, surgida en la infancia y no abandonada durante los años de la madurez). Y me he encontrado con un madridista que, lejos de ingresar en el energumenismo, se adscribe siempre a los matices: renegar de los triunfos inmerecidos, aplaudir las bondades de los jugadores rivales, apostar por la caballerosidad a ultranza, analizar objetivamente los méritos y deméritos de su club y, sobre todo, enarbolar como divisa una frase plausible, que debería suscribir cualquier aficionado honorable: “Anhelamos la victoria de nuestro equipo, pero no por encima de todas las cosas, no a cualquier precio” (páginas 203-204).

Marías nos habla de su amor incondicional por Alfredo Di Stéfano; del hastío que ha llegado a producirle el juego anodino de su club durante algunas etapas (como, por ejemplo, cuando lo entrenaba Toshack); del absurdo emocional que supone alinear demasiados extranjeros en la plantilla; del innoble papel mercantilista y vocinglero que representan muchos de los actuales directivos futbolísticos; de su odio a las perillas (es gracioso el repaso que va realizando por las más ridículas y lamentables: desde el cardenal Richelieu hasta el portero Barthez); de la forma en que consiguió durante su infancia el cromo dificilísimo de Mendonça, que le faltaba para completar su colección (entregó a cambio una fotografía de su joven tía Tina); o de las fobias que siente por escritores como Paco Umbral, Antonio Gala o Alfonso Ussía (a este último, que optó a la presidencia del Real Madrid, lo define como “gomoso caricato” en la página 127).

Pero es que, además de las opiniones puramente balompédicas, el escritor nos ofrece interesantes observaciones sobre el esfuerzo, el pundonor, la constancia, la condición rejuvenecedora del fútbol (“recuperación semanal de la infancia”), la caducidad inapresable de cuanto nos rodea (“Una de las peores cosas de la vida es no saber casi nunca cuándo es la última vez de nada, o cuándo algo que nos entusiasma se acerca a su fin”) o la elevada astucia verbal de los caraduras (“Los demagogos recurren siempre a los sofismas tontos”).

miércoles, 11 de agosto de 2021

Atropia



En todas las poblaciones hay, al menos, un tipo pintoresco, extravagante o raro, al que sus vecinos aceptan o sobrellevan con la paciencia que da la costumbre, pero que provoca la perplejidad de los forasteros. En el pueblo donde se centra la narración de Atropia, la novela que el sello Doblecé Ediciones ha publicado a Manuel Susarte Román (Mula, 1973), se trata de Andrés Figueras, un antiguo y brillante ingeniero al que la desdichada muerte de su esposa e hija ha convertido en un alcohólico y un huraño. Pero ha bastado que retorne a la población uno de sus hijos pródigos (Juan, que ahora trabaja como periodista en Madrid) para que la figura de Andrés se invista con otros ropajes, donde ya no dominan tanto el desdén o la misantropía como la protección. Juan lo comprenderá poco a poco cuando comience a tener visiones turbadoras en las que una voz misteriosa (que él relaciona con Figueras) susurra en el interior de su cerebro el nombre de una persona que, poco después, muere. ¿Qué sentido tienen esos macabros avisos premonitorios? ¿Por qué han comenzado a producirse? ¿Qué significan las sombras cuyo despliegue Juan contempla aterrorizado cuando tienen lugar los fatídicos accidentes? Y, sobre todo, ¿cuándo terminará esa atroz pesadilla?

Elegante en el planteamiento, convincente en su desarrollo narrativo y rotundo en el manejo de los tiempos, Manuel Susarte logra que el inquietante zumbido de esta novela (que por momentos recuerda gozosamente a algunas producciones de Stephen King) nos mantenga aferrados a las páginas, anhelando conocer la resolución del enigma.

Un debut novelesco de lo más prometedor.

martes, 10 de agosto de 2021

Fábulas

 


Si cierro los ojos puedo recordar perfectamente el grosor y la textura del tomo de fábulas que leía cuando era niño; y hasta el dibujo de una figura humana que adornaba su esquina inferior derecha. Ahora, acudiendo a la biblioteca Gredos, leo una edición de las Fábulas (ahora sí, completas) de Esopo, que me permite recordar muchas de las que me entusiasmaron hace cuarenta y cinco años, amén de conocer las restantes. Y en todas ellas aprendo algo: el águila y la zorra me dan a conocer los peligros de traicionar una amistad; la zorra y el mono me iluminan sobre los peligros de la vanagloria (“Los mentirosos alardean más cuando no tienen quien los desmienta”); el león y el ratón me muestran que no existe la ayuda pequeña; y el águila, la liebre y el escarabajo me explican claramente que no se debe despreciar a ningún enemigo, por insignificante que pueda antojarse.

La lectura de este volumen, agradable y sabio, me refresca las historias de la zorra y las uvas (“Están verdes”), la condena de la glotonería que incluye el episodio de las moscas y la miel, la precaución que debemos desplegar ante los elogios interesados (el cuervo y la zorra), los peligros que encierra el exceso de confianza (la tortuga y la liebre) o, en fin, la vieja historia de Pedro y el lobo, que Esopo nos relató con el título de “El pastor bromista”.

Literatura candorosa, moralizante y siempre fresca, que el viejo esclavo heleno me vuelve a poner en las manos.

sábado, 7 de agosto de 2021

Si te comes un limón sin hacer muecas

 


Cuando leí por primera vez el libro de relatos Si te comes un limón sin hacer muecas, de Sergi Pàmies (Anagrama, 2007), me produjo un elevado asombro. Y esa sensación se ha repetido cuando lo he degustado de nuevo. Se trata de cuentos difíciles de definir, en los que se aprecia un aroma distinto al habitual. Acudiendo a la fórmula de Julio Cortázar, diría que, paradójicamente, sus textos no te ganan por KO y que tampoco te ganan por puntos. Pero lo cierto es que, al cerrar el volumen, descubres que de forma incuestionable te han ganado. ¿Cómo lo han hecho? No lo sé. No logro descubrir (o consignar con palabras) dónde está la clave de su encanto.

En estas páginas se encuentran hombres insignificantes que solamente después de muertos consiguen hacer felices a su familia (“La otra vida”); vecinos más bien huraños, pero en cuyo pecho late un corazoncito (“Monovolumen”); padres modernos que lo sacrifican todo por sus majestades los hijos (“Sangre de nuestra sangre”); escritores que fantasean sexualmente con una de sus más entregadas admiradoras (“Brindis”); progenitores que se llevan una imagen de su hijo al otro lado de la muerte, para buscarlo allí (“Una fotografía”); o divorciados que, tras solventar los problemas laborales, mantener una charla con su ex y tomar una escasa cena fría, se acuestan y lloran en silencio.

Pero, desde luego, la magia del libro no se encuentra en los argumentos. Pobre balance sería. El prodigio está, sin duda, en otro lugar. ¿En el enfoque narrativo, en los inicios y finales, en la sorpresa, en la condición aparentemente inconclusa de algunos, en su vaivén fluido? Insisto en que no lo sé. Y lo más curioso: no tengo el menor interés en averiguarlo o conceptualizarlo. No me irrita mi impotencia “crítica”. Sergi Pàmies ha conseguido cautivarme con su cuentística otra, con su aroma diferente; y esa habilidad me lo vuelve literariamente atractivo.

Con este tipo de autores, claro está, se repite.

viernes, 6 de agosto de 2021

La conjura de Cortés

 


Cierro la lectura de la trilogía de Martín Ojo de Plata con el abordaje de la novela La conjura de Cortés, en la que Matilde Asensi introduce como ingrediente adicional al suculento plato una especia nueva, que nada tiene que ver con piratas, virreyes o nobles corruptos: un tesoro al que se accede mediante unos acertijos, unos laberintos y unas pruebas de difícil superación. Lo digo, claro está, sin asomo de ironía. Aquí no buscamos un salón de ámbar, ni el acceso al mundo misterioso del Catón, ni la llegada a un ignoto reino perdido en medio de la selva, ni la tumba de Jesús, sino algo más stevensoniano: el fabuloso tesoro que ocultó Hernán Cortés. Lo innovador de la propuesta es que tal búsqueda no constituye la médula del libro, sino que es sólo una de las montañas que participan de esta cordillera narrativa. Así, la escritora alicantina nos facilita varios momentos climáticos, en los que compromete el ritmo cardíaco de sus lectores, quienes se verán conducidos hacia la escalofriante muerte de Arias Curvo (primer clímax), hacia la no menos atroz muerte de Lope de Coa (segundo clímax) o hacia el esforzado descubrimiento del ingente tesoro precolombino (tercer clímax), por no hablar de otras secuencias igualmente inolvidables, como cierta boda, cierto robo nocturno y otras alteraciones inesperadas, que no desvelo para que cada persona que coja el libro los descubra por sí misma. Igual que descubrirá con cuál de sus dos identidades (Martín Nevares y Catalina Solís) decide quedarse el personaje protagonista; y por qué. También seremos informados de que el protagonista bebe “buen vino de Alicante” (p.11), ampliaremos nuestra cultura al saber que la palabra huracán tiene un origen maya (p.116) o sentiremos atorarse nuestra garganta cuando nos detalle la escalofriante forma en que el sacerdote Nacom Nachancán tortura a unos presos españoles. Y sólo cito tres pequeñas anécdotas de un volumen que contiene docenas de ellas.

Matilde Asensi sabe disponer sus cartas con inigualable eficacia. Y en esta trilogía lo hace de nuevo, para gozo de sus lectores.

jueves, 5 de agosto de 2021

Pasiones pasadas


Leer Pasiones pasadas, como leer cualquier libro de artículos de Javier Marías, es un auténtico gozo para mí. Ya creo haberlo dicho en anteriores reseñas de este Librario Íntimo: su forma de abordar los temas, los enfoques y la escritura misma suelen provocar mi aplauso. Y también ha ocurrido con este volumen, aunque no se me escapa que su condición de obra “juvenil” (en la contraportada se indica que fue el primero de sus libros de este género) provoca que en su interior palpiten algunos escritos menores o de más defectuosa factura. En este bloque último, no demasiado extenso, me parece que deben ser incluidos los trabajos “Deseo ser protegido” o “Desalmadas de pensamiento”: en el primero, para protestar contra las absurdas prohibiciones que aquejan a los fumadores en la sociedad actual, esgrime el argumento de que también deberían redactarse leyes contra los dueños de perros, los mochileros y otros colectivos, logrando con sus ejemplos absurdos que el escrito (con cuyo espíritu me muestro conforme) quede contaminado de una frivolidad innecesaria, que resta fuerza a la argumentación; en el segundo, se permite concluir sobre lo que piensan (y cómo lo hacen) todas las mujeres, generalización banal impropia del escritor madrileño.

Con el resto he disfrutado mucho más: las que dedica a los retratos de Juan Benet o Luis Antonio de Villena; el dibujo entre artístico y familiar que dedica a su tío, el cineasta Jess Frank; la forma en que recuerda su etapa como profesor en la universidad de Oxford (y el extenuante manojo de llaves que debía portar siempre encima); o las estupendas aproximaciones que realiza a las ciudades de Madrid y de Barcelona, que tan bien conoce… En cuanto al largo texto con el que se abre el tomo, qué decir: un maravilloso recorrido por las costumbres, paisajes, zonas y arte de la ciudad de Venecia, con el añadido morboso de recordar que un joven escritor tomó “deslealmente” un buen número de “imágenes, anécdotas y frases casi literales” para incorporarlas “a una atolondrada novela suya que le valió un llamativo premio”. Es tan fácil descubrir de quién se trata que ni merece la pena recordarlo.

Un tomo inteligente, culto y de gran atractivo literario, con el que aumento de forma alegre mis lecturas de Javier Marías.

martes, 3 de agosto de 2021

En casa de los Krull

 


De vez en cuando, sin someterlo a ningún tipo de estrategia o planificación, me gusta abrir una novela de Georges Simenon y dejarme llevar por sus personajes, sus aventuras y sus propuestas narrativas. En esta ocasión, lo hago con En casa de los Krull, traducida por Carlos Pujol (Tusquets, 2002). Como siempre, el belga pasa la prueba y me gusta. No será Shakespeare ni Muñoz Molina (en mi opinión, no lo es), pero lo revisito con satisfacción todos los años.

Qué inquietante personaje plantea en la figura de Hans; qué amargura íntima más atormentada nos ofrece bajo la piel de Joseph; qué lamentable destino lloroso el de Elisabeth. Me ha parecido una novela solvente y desarrollada con eficacia, en la cual brillan con especial interés los instantes prefinales (la parte del linchamiento), que están bien graduados desde el punto de vista psicológico y literario.

Hasta la próxima, Georges. Volveré.