martes, 30 de enero de 2024

El gallardo español

 


Es comprensible que la grandeza provoque, por proximidad, la disminución de lo que, a su lado, siendo bueno, no lo parece. Ocurre así con las obras de Miguel de Cervantes Saavedra: que cuando son comparadas con El Quijote, parecen unas simples migajas desdeñables. Hoy, para contrarrestar los efectos de esa inercia injusta, he terminado de leer la comedia El gallardo español, donde se habla de valentía, de honra, de amores y de combates, y creo que le conviene la etiqueta de “meritoria”. No es, desde luego, un portento inmortal de la dramaturgia, pero sí que tiene secuencias y parlamentos muy notables: la figura de Buitrago, constante hambrón; el desconcierto de don Juan, que está a punto de volverse loco cuando descubre a su hermana convertida en mora y a su enemigo cristiano ataviado con un turbante; las finuras caballerescas de Alimuzel; la espléndida pintura que el alcalaíno nos da de la curiosa Arlaxa…

Todo el enredo de la obra se articula sobre un capricho de esta última, que ha oído tantas lindezas sobre el valeroso don Fernando que desea conocerlo a cualquier precio; y no tiene mejor idea que convencer a su enamorado Alimuzel para que lo rete a duelo y, vencido pero vivo, lo traiga ante sus ojos. Por prohibición expresa de sus superiores, el galán español no puede aceptar el desafío; pero los rugidos que da su honra (que no resiste la idea de quedar como cobarde ante el gallardo enemigo) lo impulsan para que salga de la fortaleza. Es entonces apresado por los musulmanes y se inicia un embrollo de personajes disfrazados, identidades ocultas, anagnórisis impactantes y, sobre todo, grandes conocimientos sobre la situación política y bélica que se vivía en aquellos años en la zona de Orán.

Gana mucho (me parece) leyéndola en voz alta. Así lo he hecho yo y, en ciertas escenas, pone la piel de gallina. Prueben.

lunes, 29 de enero de 2024

El cuadro

 


No he tenido demasiada suerte (espero) en mi segunda aproximación a la obra novelística de Mercedes Salisachs. Y digo “espero” porque mantengo la ilusión de que mi decepcionante debut lector con ella pueda verse modificado si me decido a abordar más adelante una segunda obra suya. No en vano hablamos de una escritora que recibió galardones como el Ciudad de Barcelona o el Planeta; y ese palmarés merece, creo yo, un respeto.

En realidad, ya desde el principio me dio la sensación de que El cuadro mostraba fallas demasiado aparatosas. Primero, desde el punto de vista léxico (en las líneas iniciales del capítulo 1, Elena decide “autoanalizarse”); segundo, desde el punto de vista gramatical, sobre todo en el manejo de los pronombres (la protagonista, en la página 16, recuerda que, a una amiga suya, “no la escribió”; y su hijo Manuel, en la 31, tras sufrir la violencia de un compañero de colegio, afirma: “Y yo también lo he pegado a él”); tercero, desde el punto de vista literario, pues no he sido capaz de localizar brillo estilístico alguno, ni en la sintaxis, ni en el ritmo narrativo, ni en la elección de las figuras retóricas o los adjetivos (la persona que lea este libro se encontrará además con párrafos tan inauditos como este, declamado por un hombre que vuelve a encontrarse con la prostituta cuyos servicios frecuentaba: “Oírte era una novedad muy positiva que nunca hasta entonces había experimentado. De pronto comprendí que vuestra profesión, lejos de ser algo degradante, podía ocultar un mundo de impotencias desesperadas que forzosamente exigían lo que de algún modo os obligaba a soportar. Tu ausencia fue algo más que perder un hábito sin destino, una de esas costumbres que en ocasiones se nos antojan necesarias para nivelar las exigencias del sexo. Hablar contigo era como pasar un examen de conciencia. Algo parecido a introducirse en un palacio bellísimo, pero saqueado y vacío”, p.35). Hay párrafos aún más delirantes, que por pudor (discúlpenme) me resisto a copiar.

Y si nos detuviésemos en lo puramente argumental, qué quieren que les diga. Se lo resumiré en un único detalle, que no se atrevería a redactar nadie con un mínimo de sentido común o que se haya molestado en documentarse: un niño sale de su casa y, vista la preocupación de la madre, tres horas después ya está puesta en funcionamiento la policía y se divulga una foto del muchacho en varias cadenas de televisión. No es el disparate más estruendoso: tampoco me detendré en enumerar los restantes.

Para rematar el desastre, la editorial decidió colocar en su contraportada unas frases publicitarias que, a fuerza de recurrir a la hipérbole (“Una trama llena de suspense cuyo desenlace final romperá los moldes de lo imaginable. Tensión narrativa en estado puro”), se deslizan por el tobogán del disparate y la mentira más abyecta: ni una gota de suspense o de tensión pueden ser localizadas, ni siquiera siendo generosos, en toda la novela: el redactor miente más que un político en campaña.

Permítanme que lo deje aquí. Quizá repita con la autora más adelante. O no.

sábado, 27 de enero de 2024

Las cosas de este mundo

 


Existen muchas maneras de mirar hacia el pasado y seguramente resultaría bobo establecer cuál de ellas puede ser calificada como la mejor: ¿la melancolía? ¿La acrimonia? ¿La tristeza? ¿El gozo? ¿La ironía? ¿La autoexculpación? Antonio Machado afirmaba que el ayer no está escrito, y quizá se deba a que no sabríamos cómo afrontar esa escritura, qué palabras o qué enfoque escoger para abordar tan descomunal tarea. Pedro Ugarte, escritor poderoso y versátil, nos ofrece en Las cosas de este mundo (la recopilación de poemas que le edita el sello Sloper) su propio ayer, lleno de esperanzas, de novias breves, de alcoholes nocturnos, de proyectos, de mudanzas, de episodios eróticos adolescentes, de lejanísimos juegos de piratas y hasta de algún encuentro sexual donde, sin cortapisas, procede a una admisión que, incluso en su vertiente irónica, no resulta muy frecuente entre los varones (véase “El rito de la decepción”). Y es, sin duda, un libro memorable. Da igual que, con modestia, el escritor vasco afirme que en sus páginas ha adoptado “un tono escasamente lírico, veladamente narrativo” (p.9) y que el tomo puede ser definido como “un libro compuesto, en fin, por formas híbridas” (p.10). Ningún desdoro supone tal admisión.

Escuchemos lo que nos dice el poeta en la página 25: “Son los años que se alejan / como remolcadores surcando la bahía”. Y esa imagen bellísima y poderosa actúa como invitación para que nos asomemos a la barandilla y, dejando que nuestra mirada recorra el horizonte, descubramos en sus versos desahogos de rango juvenil (“Para calmar el ansia”); algún carpe diem vengativo, casi quevedesco, que nos asombrará por su contundencia (“Despecho”); estampas donde Miguel de Unamuno es convocado y releído; vindicaciones firmes de su fe religiosa católica (lean “Ceremonia civil”, absolutamente memorable); elegías por un perro al que se acompañó hasta el final (“El oficio de Dios”); o reflexiones melancólicas sobre el modo en que dejamos pasar el tiempo, creyendo que la ventura perfecta nos aguardará más adelante (“La llegada de la vida”).

“Éramos jóvenes y éramos idiotas”, apostilla Pedro Ugarte en la página 31. Quizá todos lo hayamos sido, aunque nos resistamos, orgullosos, a asumir el ridículo de aceptarlo y pregonarlo. Pero la mirada que, desde la actualidad, tiende el poeta hacia aquellos años perdidos es madura, reflexiva, aplomada.

Adéntrense en el volumen. Y, si lo desean, deténganse en las trece ocasiones en que, si no he contado mal, el poeta utiliza las palabras del título en sus poemas. Verán qué sugerente arco de interpretaciones. Se sorprenderán.

jueves, 25 de enero de 2024

Herencias del invierno

 


O se tiene o no se tiene. Y Pablo Andrés Escapa, para mí, lo tiene. Es un don único e indefinible, que dota a la prosa de majestad, de belleza, de elevación. Hay quien ha intentado explicarlo mediante la semántica o la sintaxis, pero resulta inútil. Es como aquella conocida (y quizá humorística) definición de poesía: quítale la rima, las palabras, avienta los versos y, si queda algo, eso es la poesía. Pues en esa línea. El caso es que Pablo Andrés Escapa escribe unos relatos que te dejan (a mí me dejan, desde luego) con los ojos chispeantes. Qué maravilla. Qué esplendor. Y cuando tratas de consignar objetivamente dónde radica el enigma o la clave de ese prodigio, fracasas. Puede parecer frustrante, pero quizá forme parte de su magia verbal intangible, de esa luz inefable que emana de los buenos libros y que, si alcanzásemos a reducir en una fórmula, perdería su aroma y su encanto. Dejémoslo, sonrientemente, en que lo ha vuelto a hacer.

Hablo del volumen Herencias del invierno, el tomo de relatos que edita Páginas de espuma con ilustraciones de Lucie Duboeuf. Allí dentro encontramos ladrones que, al salir de una alcantarilla, se encuentran a un misterioso fumador de pipa que les habla de forma arcaizante (“Ceniza”); niños que ejecutan travesuras más bien indignas, de las que se acaban arrepintiendo (“Semillas”); animales que parecen condenados a muerte y que terminan encontrando su utilidad mágica en el sitio más inverosímil (“Surcos”); y, en fin, todo tipo de marineros que narran historias, niñas que tiemblan ante la posible incomparecencia de los Reyes Magos por falta de nieve o, incluso, basureros de fama tétrica que, tras degustar unos dulces, regalan estrellas navideñas. Sin olvidar esa maravilla llamada “Nudos”, que me ha parecido el mejor cuento del volumen.

Insisto: se tiene o no se tiene. Y este escritor (como Muñoz Molina, como Millás, como Matute, como Menéndez Salmón) lo tiene. Alabado sea.

martes, 23 de enero de 2024

Una historia compartida

 


Después de leer con auténtica admiración este maravilloso libro de Julia Navarro (Una historia compartida. Con ellos, sin ellos, por ellos, frente a ellos), que es un densísimo proyecto para revindicar a las mujeres que, habiendo sido cruciales en la historia del pensamiento, el arte y la ciencia, han sido preteridas por la visión “hombrecéntrica” (permítaseme el palabro), me formulo una pregunta que me hace fruncir el ceño, sin sombra alguna de ironía: ¿a cuántas mujeres he leído e incorporado a mi blog de reseñas? Nunca me ha preocupado respetar ningún tipo de “porcentaje”, como es lógico (no leo a nadie porque sea hombre o mujer); pero la ridiculez de la cifra final me ha dejado absolutamente perplejo. Eran (son) muy pocas. Insisto: nunca me he dejado llevar por criterios sexuales para elegir la obra que voy a leer. Pero insisto también: son muy pocas las mujeres que he reseñado. Me he quedado entonces en silencio y me he formulado, sin testigos, la pregunta clave e inquietante: ¿me habré dejado influir (de forma inconsciente) por una “tendencia de mercado”, que se ha colado en mi biblioteca o en mi ánimo sin que fuese capaz de detectarla? Después de ese interrogante, me he metido entre los anaqueles de mi biblioteca y he contado los libros “de mujeres” que tengo allí sin leer: Laforet, Matute, Gordimer, Austen, Mistral, Belli, Camps, Dickinson, Fortún, Champourcín, Quiroga, Buck, Lessing, Yourcenar, Munro, Fallaci… Y he sentido un escalofrío, porque he sentido el vértigo revelador de que quizá sí que me he dejado “conducir” por una inercia “hombrecéntrica”.

Absorto y embriagado por la manera en que Julia Navarro me ha ido contando las vidas y aportaciones de estas mujeres envueltas en la niebla, me he decidido a corregir mi injusticia. Una mujer me convirtió en lector (mi tía Esperanza, que era bibliotecaria); una mujer fue mi primera admiración consciente (Agatha Christie); una mujer escritora vive conmigo… ¿Por qué no les he prestado a ellas más atención? “El sonido de las campanas forma parte de nuestra cultura. Hay que ser rematadamente tonto para que a uno le molesten”, indica Julia Navarro en la página 195 del volumen. “En España el sectarismo es un pecado tan gordo como la envidia”, nos dice en la página 312. Yo he escuchado por fin esas gozosas campanas y he comprendido mi involuntario sectarismo: es hora de ponerle remedio de forma contundente.

domingo, 21 de enero de 2024

Velázquez

 


Es posible que la línea más popularmente conocida de la pintura española sea la formada por Velázquez, Goya y Picasso. Se podrían añadir otros nombres, como es lógico. Pero resulta innegable que esa columna vertebral está ahí, con todos sus méritos y con todo su esplendor. Ahora, después de haber leído algunas páginas realmente luminosas sobre el pintor sevillano (estoy pensando sobre todo en Velázquez, pájaro solitario, de Ramón Gaya), me adentro en el intenso opúsculo escrito por Julián Gállego, donde he podido conocer el documento, tan comprensible como abusivo, que firmó el padre del futuro pintor para que don Francisco Pacheco lo contratase como aprendiz (septiembre de 1611) y donde, también, se me ha desmontado la idea que tenía sobre la estrecha relación del artista con el rey, derivada de alguna lectura anterior (¿Antonio Buero Vallejo?). Diego Velázquez era, en realidad, un simple pintor a los ojos del monarca. Brillante, sí; pero nada más. Gállego es contundente en este punto: “Aunque tenía aficiones pictóricas, como alumno de dibujo de Mayno, la amistad del Rey de medio Mundo con el ayuda de cámara que figuraba en nómina con los barberos de palacio es totalmente ilusoria” (pp.33-34). De hecho, se ha constatado que ni lo visitó cuando se encontraba enfermo, ni asistió (tampoco lo hizo nadie más de la familia real) al entierro de Velázquez, “oscuro y modesto en época de catafalcos”.

En el resto del tomo, como no podía ser de otra manera, muy inteligentes y muy ilustrativas aproximaciones a cuadros legendarios, como “La rendición de Breda”, “Las Meninas” o “La fragua de Vulcano”.

Una lectura delicada y hermosa.

viernes, 19 de enero de 2024

Ensayo sobre la ceguera

 


Durante mi infancia, jugaba en ocasiones a fingirme ciego y comprobar hasta qué punto sabía adaptarme a ese modo de vida. Cerraba los ojos y me movía por mi casa, intentando no tropezar con los muebles, beber agua del frigo o sentarme en la mecedora después de localizarla al tacto. Pero un día, después de sonreír por mis logros, constaté con perplejidad que, al margen de esas “victorias” diminutas, no podía leer, no podía escribir y, mucho peor, no hubiera sido capaz de salir de mi vivienda y moverme por la calle. Siendo ya profesor de bachillerato, he insistido algunas veces a mis alumnos para que intenten el experimento y extraigan consecuencias.

Ahora me sumerjo en una novela asfixiante, en la que el portugués José Saramago lleva esa propuesta hasta su límite: ¿qué pasaría si, por una inexplicable epidemia súbita, todos los habitantes del mundo se quedaran ciegos? ¿En qué quedarían convertidas las ciudades? ¿Cómo se podría sobrevivir, sin coches, sin libros, sin supermercados, sin colores, sin saber dónde estás, sin saber cómo volver a casa o dónde encontrar un retrete? Ocioso sería anotar en esta página un resumen del argumento de la narración, porque su fama literaria, el mundo del cine e incluso la propia imaginación de los lectores suplirá aproximadamente esas líneas; pero les aseguro que Saramago consigue un nivel de sofoco, de exactitud, de crueldad necesaria (los seres humanos, sometidos a esa limitación, incurrirían en la feroz impiedad de los animales salvajes), que la lectura del libro corta la respiración más de una vez. Por ejemplo, cuando los protagonistas se encuentran por la calle y no son capaces de saber hacia dónde dirigirse, en medio de un laberinto de coches estacionados, perros que aúllan buscando comida y cadáveres esparcidos por las aceras. Por ejemplo, cuando un grupo de ciegos que han conseguido un arma y controlan la comida exigen que las mujeres del otro grupo se conviertan en objetos sexuales a cambio de comida (preparen el estómago para esta indigna secuencia terrible, que los hará oscilar entre las lágrimas y el vómito).

Copio una frase de la novela: “Si antes de cada acción pudiésemos prever todas sus consecuencias, nos pusiésemos a pensar en ellas seriamente, primero en las consecuencias inmediatas, después, las probables, más tarde las posibles, luego las imaginables, no llegaríamos siquiera a movernos de donde el primer pensamiento nos hubiera hecho detenernos”. Copio otra frase: “Dentro de nosotros hay algo que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos”.

Hace un par de años anoté en este Librario que no me terminaban de convencer las obras de José Saramago, pero decidí intentarlo de nuevo. Ahora me alegro de haberlo hecho: Ensayo sobre la ceguera es una auténtica maravilla novelística.

miércoles, 17 de enero de 2024

El rey del salón oscuro

 


Todos los habitantes del lugar, de forma temerosa y entre dientes, murmuran del mismo tema: ¿por qué el rey jamás se muestra en público? ¿Por qué hurta su rostro a la contemplación de sus súbditos e incluso de su esposa Sudarshana? Un rumor muy extendido habla de su fealdad física, que le impediría dejarse ver; otro rumor especula con su posible inexistencia: tal vez el esquivo monarca ni siquiera tenga una entidad real (valga el juego de palabras)… Por fin, aparece ante su desconsolada esposa, que no entiende que sólo se acerque a ella en la oscuridad de un salón, en el que no permite la entrada ni siquiera de un rayo de sol. ¿Cuál es el motivo de que no permita ningún tipo de luz a su alrededor? ¿Por qué no se apiada de ella y la deja contemplarlo, si tanto insiste en que la ama?

Se celebra entonces en el palacio la fiesta de la primavera y Sudarshana reitera su deseo de ver al rey. Pero, como no logra hacerlo, opta por abandonar el palacio y volver despechada con su padre, el rey de Kanya Kubja, quien se indigna con su decisión y la admite tan sólo en calidad de sirvienta. Sudarshana, ofendida, sueña con la venida de su esposo, que la rescatará de la ignominia, pero antes deberá soportar una prueba terrible: la de los príncipes de los alrededores, que cercan el castillo de su padre y manifiestan su afán de hacerse con ella.

Justo en ese punto, el lector de la obra enarca las cejas y reflexiona: ¿estamos ante una revisión del mito homérico de Ulises y Penélope? No diré que no, porque creo en la libertad de interpretación de cada persona que se asoma a las ventanas de un libro, pero me permito una sugerencia: intenten la lectura asociándola más bien a san Juan de la Cruz y la mística. Quizá se sorprendan.

La traducción de este poema dramático corre a cargo de Zenobia Camprubí y el sello que la edita es Losada.

lunes, 15 de enero de 2024

Tres cuentos

 


Con el mundo de la infancia, con los recuerdos primeros, se puede hacer en el mundo de las letras dos cosas: basura sentimental o belleza. Lo frecuente es que ocurra lo primero, pero no siempre por impericia del autor o autora, sino porque quien convierte las emociones en tinta no es capaz de objetivar las escenas y se limita a plasmarlas como le emocionaron, sin darse cuenta de que quien lee no participó de los hechos reales y necesita que se los presenten de forma estética. No obstante, también disponemos de ejemplos de lo segundo. El último que acabo de descubrir se lo debo al volumen Tres cuentos, de Truman Capote, que traducen Enrique Murillo, Paula Brines, Ángela Pérez y José María Álvarez Flórez y edita el sello Anagrama.

En estas espléndidas narraciones nos encontramos con un niño más bien pobre llamado Buddy, rodeado de forma invisible por unas figuras paterna y materna más bien difusas (usemos un eufemismo cortés), que se refugia en la amistad con la vieja Miss Sook (una pariente más bien candorosa que lo aventaja en medio siglo y que siempre calza zapatillas deportivas) y que vive experiencias positivas (el disfrute del mundo rural, la pesca), pero también negativas (el atosigante maltrato que le prodiga el malvado pelirrojo Odd Henderson, quien lo juzga marica y pretende reeducarlo con sus perrerías inicuas). Las tres narraciones, realmente conmovedoras y magistralmente escritas, coinciden en varios puntos, lo que nos permite a los lectores conectarlas y establecer el dibujo de la infancia capotiana, casi como si se tratara de una novela corta. Recomiendo de forma especial que se fije la mirada en la anciana tía, quien no tiene afición a la lectura, porque “las personas de mi edad no deben malgastar la vista. Cuando se presente el Señor, quiero verle bien” (p.16); y que considera que “sólo hay un pecado imperdonable: la crueldad deliberada. Todo lo demás puede perdonarse” (p.113). Pero tampoco resultan desdeñables, desde el punto de vista psicológico, las figuras de Odd Henderson o incluso el atormentado padre del narrador, al que conocemos en el relato “Una Navidad”.

He leído muy poco a Truman Capote, pero todas sus páginas me han satisfecho siempre. Las de hoy, de forma especial.

sábado, 13 de enero de 2024

La colina de los chopos

 


Posiblemente, uno de los elementos más anonadantes del genio es la cantidad de yoes que caben en él, la pluralidad de facetas que cobija el diamante de su inteligencia, de su sensibilidad, de su arte. Y, por supuesto, esa amplitud poliédrica puede ocasionar tantas admiraciones como desconciertos, tantas avaricias intelectivas como gestos de hastío. Lo he comprendido de forma especial mientras recorría las páginas (espectaculares, bellísimas, desconcertantes a veces) de La colina de los chopos, de Juan Ramón Jiménez.

Comentemos una de esas caras: la brillantez de su lenguaje, lleno de colores y de adjetivos que sorprenden de continuo a los lectores: relojes “sordirrojos”, carteros “sudosos”, avispas “orinegras”, nubes “cumulantes”, un sol “dudón” o unos callejones “abismosos” se mostrarán ante nosotros, mientras se desarrolla un temporal en el cual (y aquí nos espera un adverbio casi sonriente) “llueve gordo”. JRJ maneja o crea las palabras, según lo requiera el contexto o el chisporroteo de su imaginación, siempre febril y rápida como un purasangre. La realidad, con su estímulo poderoso, conduce su mano sobre el papel y le ofrece sinestesias, arcoíris, horizontes, flores, músicas, colinas, auroras, madrugadas o jardines; y de todo ha de dejar constancia con el fulgor de sus palabras, que siempre brillan.

Comentemos otra de esas caras: su esfuerzo condensador para esmaltar un buen número de aforismos. En ellos podemos rastrear sus opiniones sobre la fama (“El hombre de arte, si es puro, no debe ni puede tener otra popularidad que la escasa y exacta de un científico”), sobre la necesaria rebeldía del espíritu humano (“Si te dan papel rayado, escribe de través”), sobre el paso del tiempo (“¡Cómo se agarra el pasado a los pies del presente para no dejarlo ir sin él al futuro!”) o sobre el modo de sobrellevar la gloria literaria (“Si triunfáis, no envilezcáis vuestro triunfo con la jactancia”).

Comentemos una tercera de esas caras: sus interesantes y siempre claros análisis sobre la obra de otros autores (Goethe, Shakespeare, Nietzsche), a quienes no duda en clasificar en escalafones, según su peculiar gusto lírico (“No hay que confundir valores de primer orden, como Rimbaud, Mallarmé, Claudel, Max Jacob, con segundones o tercerillas, como Apollinaire, Reverdy, St. J. Perse, Cocteau…”). En ocasiones, incluso llega al exabrupto generalista (“¡Cómo me cansan todos los libros ajenos!”), que puede provocar no pequeño estupor en la persona que está leyendo.

Un libro para leer despacio, con calma atenta, porque en él burbujean muchos (y muy interesantes) juanramones.

jueves, 11 de enero de 2024

La sombra de lo que fuimos

 


Leí hace mil años un par de libros de Luis Sepúlveda, antes de tener mi blog de reseñas (Un viejo que leía novelas de amor y, algo después, Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar); y luego, de forma impremeditada, lo dejé entre paréntesis. Me habían gustado sus dos propuestas narrativas, eso lo recuerdo con nitidez; pero simplemente no me acerqué a sus otros libros. A veces, procedo con esa falta de lógica en mi ocupación como lector. Hoy subsano esa torpeza con La sombra de lo que fuimos, una novela con la que obtuvo el premio Primavera en el año 2009.

Primera escena: un hombre cercano a la senectud, pero todavía de porte erguido, camina por la calle, bajo la lluvia, con un arma en el bolsillo. No sabemos a ciencia cierta a dónde se dirige. O, mejor dicho, a dónde tenía proyecto de dirigirse, pues un tocadiscos que ha salido volando por una ventana y ha aterrizado sobre su cabeza pone fin a sus planes y a su vida.

Segunda escena: tres hombres también cercanos a la senectud, pero mucho más deteriorados por el paso del tiempo, aguardan la llegada de ese hombre (quien, por cierto, se llamaba Pedro Nolasco y fue durante toda su vida un reconocido activista de izquierdas): son Cacho Salinas, Lolo Garmendia y Lucho Arancibia. Estamos en el Santiago de Chile postdictatorial, donde aún no se han curado las heridas del pinochetismo. Aquellos tres veteranos, ahora gordos y calvos, “fueron amigos, integraron la misma barra adicta al fútbol, política y asados los fines de semana. Tuvieron planes para prolongar la amistad y conservarla inmune al paso de los años, y fueron compañeros, cómplices en el esfuerzo por hacer del país un lugar si no mejor, por lo menos no tan aburrido” (p.68). El golpe militar de Pinochet los lanzó hacia la separación y el miedo; y, desde instante, “la vida se llenó de agujeros negros y estaban en cualquier parte, alguien entraba a la estación del metro y no salía jamás, alguien subía a un taxi y no llegaba a su casa, alguien decía luz y se lo tragaban las sombras” (p.69). Ahora esperan a Nolasco, quien los va a capitanear en un robo muy especial, que los devolverá al mundo de la lucha contra los poderosos y corruptos. Pero quien entra por la puerta es otra persona muy distinta, a la que conocieron en el pasado y que les trae noticias más bien aciagas.

En esta novela se pueden advertir dos planos muy claramente diferenciados: por un lado, la voz narrativa, que nos lleva de la mano utilizando altas dosis de humor (ese tocadiscos que sale volando como consecuencia de una discusión conyugal; esos pícaros que taponan las alcantarillas para hacer negocio como transportistas por las calles; las extravagantes y peliculeras historias que Coco Aravena prepara para expelerlas con cara inocente ante la policía; los correos electrónicos que se intercambian “gerundio” y “blackpanther”; etc); y, por el otro, la presencia y la biografía de los tres viejos militantes revolucionarios, en los cuales se puede ver (y el lector lo siente con auténtica tristeza) la imagen de la derrota, del fracaso, de la desilusión, de la amargura. Quisieron un país mejor, un mundo mejor, y no ha sido posible. Como aquella frase de Cortázar que tanto me gustó cuando la leí hace años: “Haber querido tanto de la vida, buscarle todo su sentido, y descubrir que vamos derecho a un montón de fósforos quemados”. Así se sienten Cacho Salinas, Lolo Garmendia y Lucho Arancibia. Así se habrán sentido tantas y tantas personas a quienes la apisonadora de la Historia (conducida por un sonriente vencedor) trituró sin miramientos.

Afirma el escritor chileno en la página 170: “Nunca confíes en la memoria, pues siempre está de parte nuestra; adorna lo atroz, dulcifica lo amargo, pone luz donde sólo hubo sombras. La memoria siempre tiende a la ficción”. Quizá podría afirmarse, invirtiendo su juicio, que la ficción siempre tiende a la memoria. Y quizá por eso Luis Sepúlveda orquesta entre seriedad y humor, entre decepción y sonrisa, un equilibrio altamente brillante.

Novela triste. Novela melancólica. Novela estupenda.


martes, 9 de enero de 2024

El hombre de la guerra

 


Entró como un purasangre en la literatura española (premio Nadal y premio de la Crítica en 1960; finalista del Planeta en 1971), pero luego su nombre y el fulgor de su prosa se diluyeron en un extraño olvido (si con el nombre de “olvido” es justo o razonable designar la anécdota de que sus lectores fueran pocos), hasta que la llegada del siglo XXI volvió a colocarlo en una posición visible, de la mano de la editorial Tusquets. Su nombre me ha rondado durante años, aunque por razones que no obedecen a ninguna voluntad consciente, sino a las volubilidades del azar, he ido demorando la aproximación a sus novelas. Desbaratada ya esa circunstancia con El hombre de la guerra, he de decir que el veredicto de mi lectura es inapelable: magnífico.

Desde que conocemos a Urko Pínaga en las líneas iniciales de la narración resulta imposible separarse de él. Y así vamos conformando a base de pinceladas el lienzo de su vida. Fue un niño al que se envió al exilio en el año 1937, para librarlo de las atrocidades de la guerra civil, y que ahora vuelve en 1973, tras recibir una carta angustiosa de su tía Flora, quien parece necesitarlo para un cometido urgente. El problema es que cuando golpea la puerta de la casona familiar en Getxo (Mallatu) su pobre tía ha dejado de respirar y Urko se siente desconcertado. ¿Para qué lo quería, de forma tan abrupta y perentoria? Todo a su alrededor parece conspirar para aturdirlo: su prima Regina (que fue adoptada por Flora y su hermana, la madre de Urko, tras recogerla de las monjas), el sacerdote don Pedro (que habla con frases enigmáticas y no para de repetirle que nunca se meta a cura), el alcalde de la localidad (empeñado en derribar Mallatu para incorporar el terreno a un ambicioso plan urbanístico)… Urko, que lleva años dedicándose al mundo de la escritura en Inglaterra, no puede evitar ir “reconstruyendo al impulso de sus narraciones policiacas” (p.248) todo el entramado de enigmas que impregnan la casa y a sus frecuentadores; y la situación adquiere tonos inquietantes cuando explora el piso de arriba y descubre una habitación clausurada, en la que su tía organizó un auténtico santuario, presidido por la foto de un hombre. Un hombre que, por el color de la imagen, perteneció al mundo de la guerra.

Durante casi trescientas páginas, y absorbidos por la prosa mágica de Ramiro Pinilla, vamos comprobando cómo su protagonista desvela o imagina las claves de un tenebroso enigma del pasado. Y aunque por fin parece que la realidad le concede la razón, plegándose a sus deducciones, no queda tan claro que todos los pasos intermedios ocurriesen como él sospecha. Cada persona que lo acompaña con su lectura tendrá que fraguar, con los minúsculos pero infinitos detalles que le van siendo suministrados durante la novela, su propia hipótesis.

¿Cuándo acaban las guerras? ¿De qué forma nos dejan su estigma sobre la piel del corazón, indeleblemente? ¿Cuántas lagunas de silencio rodean el ayer? ¿Cuántas mentiras han quedado, por ignorancia, convertidas en verdades?

Simplemente espectacular.

domingo, 7 de enero de 2024

Limpieza de sangre

 


Continúan las aventuras del capitán Diego Alatriste y Tenorio en este segundo volumen, titulado Limpieza de sangre, donde se aborda como tema central la rigidez estúpida que imperó en la España del siglo XVII sobre la condición de “cristiano viejo”. Es decir, que no fluyese por tus venas ni una sola gota de sangre judía o musulmana, y que debiera esta circunstancia ser demostrada de forma documental (si era necesario, pagando sus buenos ducados) para acceder no sólo a la “honorabilidad”, sino también a los cargos públicos. Aquel país que dominaba dos mundos y que estaba controlado por una nobleza que a base de rapiñas había construido un burbuja aislada de la miseria exterior y una Iglesia que chapoteaba en un lodazal de ideas rancias (usadas siempre para asegurar el máximo control sobre sus congéneres y mantenerlos atenazados por el miedo a las brutalidades del Santo Oficio), “no era sino patio de Monipodio, ocasión para el medro y la envidia, paraíso de alcahuetes y fariseos, zurcido de honras, dinero que compraba conciencias, mucha hambre y mucha bellaquería” (cap.III, p.65). En ese mundo, el capitán Alatriste y su acompañante Íñigo de Balboa se ven envueltos en un enredo relacionado con cierta novicia que, retenida a la fuerza en el convento de la Adoración, necesita ser liberada. Su padre y sus hermanos, por medio de Francisco de Quevedo, consiguen contratar al capitán, quien acepta sin saber en qué tremendísimo jaleo se está metiendo, porque lo enfrentará de nuevo con el vengativo Luis de Alquézar, con el sibilino Gualterio Malatesta y con el casi todopoderoso fray Emilio Bocanegra, quienes lograrán capturar, torturar y acusar de judaizante a Íñigo. “En la vida que le había tocado vivir, Diego Alatriste era tan hideputa como el que más; pero era uno de esos hideputas que juegan según ciertas reglas”, nos dice el narrador de la historia (cap.VI, p.151); pero en esta ocasión el protagonista de la famosa serie tendrá que enfrentarse a traiciones, poderes ocultos, altos funcionarios de apariencia inviolable y mecanismos jurídicos que, sin duda, lo sobrepasan.

Sigue pareciéndome que estas novelas de Arturo Pérez-Reverte son formidables, y que consiguen de modo muy satisfactorio su objetivo primordial: mantener al lector enganchado de principio a fin a su mundo de aventuras, a la vez que nos retrata primorosamente el mundo español (comida, usos culinarios, topografía, costumbres) del siglo XVII. Impagable.

viernes, 5 de enero de 2024

Misivas del desvelo

 


Hay que escuchar siempre a los poetas con mucha atención, con los sentidos afilados al máximo, porque cada palabra, cada coma, cada silencio, están en sus líneas planeados para que recubran el mensaje y permitan el acceso solamente a quienes realicen el esfuerzo emocional de vibrar en la misma onda. En Misivas del desvelo, la nueva mostración poética de Anabel Úbeda Bernal, creo que obra ese principio desde la primera página, cuando invoca los nombres de José Cantabella para hablar de una isla, de Izal para hablar de cimientos y de Alfonsina Storni para hablar de un corazón “que ninguno entiende”. Ya tenemos desde ahí insinuados, acuarelados, entrevistos, los senderos por los que debemos caminar para entrar en la poeta.

Y apenas hemos caminado unos pasos, ya descubrimos una cueva desde la que emerge una voz (“Eres un grito en la inopia / sin un hogar más definitorio / que el del aislamiento”); y comenzamos a preguntarnos, con la autora, cómo somos (quiénes somos) cuando nos miramos en la mirada de los demás (“Se emborronan los pixeles de tu reflejo / cuando te reproduces en extraños”); y nos planteamos dudas sobre la (in)comunicación que establecemos con los demás, y hasta qué punto nos enriquece o lacera ese vínculo (“Tu llanto es un secreto en las espumas, / dos agallas emergen de tu sien, buceas en el silencio / tallas un deseo que no llegará a la otra orilla”). Caminamos por un territorio sensible, inestable y donde se mezclan con pudor (y también con ráfagas de acrimonia) las aristas y las arenas movedizas: el lector que se adentre en este manglar ha de tener cuidado y, sobre todo (muy importante esta advertencia, en mi opinión), ha de estar pendiente de las señales de tráfico. En estas páginas, esa función vi(t)al la cumplen las cursivas. No se avance rápido sobre ellas: deténgase la mirada y reflexiónese sobre lo que intentan, en el fondo, comunicarnos.

Estás a punto de sumergirte en un prontuario de lágrimas, de desafíos, de daños, de súplicas, de desnudeces, de corazones abiertos; en un vademécum de zozobras y de brazos tendidos. Deja que tus pupilas se mezan con las notas de ese vals triste que Anabel Úbeda te propone. Te asombrará la densidad de colores y de reflejos que el diamante de sus palabras irradia sobre tu propio corazón.

Es hora de empezar.

miércoles, 3 de enero de 2024

Los clásicos futuros

 


Es difícil (y aun imposible) emitir un dictamen sobre los escritores que serán recordados y aplaudidos en el porvenir, porque estamos incapacitados para conocer el curso que seguirán (si es que alguno siguen) las directrices estéticas o temáticas del futuro. Si ya nos resulta paradójico o asombroso que, en el presente, triunfe tal o cual autor, que no se adapta de ninguna manera a nuestros gustos, imagínense de qué autoridad dispondremos para calibrar cuáles soportarán y cuáles no la erosión inmisericorde de los calendarios. Pero Azorín tuvo la osadía de acometer esa labor en su trabajo Los clásicos futuros, donde apostó de forma clara por un octeto de nombres que, a su juicio, brillarían incluso décadas más tarde: José María de Pereda, Benito Pérez Galdós, Clarín, José María Matheu, Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Rubén Darío y Ricardo León. Veamos qué ha quedado de ellos, un siglo más tarde.

No hace falta ser un lector avezado para descubrir que Galdós, Clarín, Unamuno, Baroja y Rubén Darío sí que han ratificado el pronóstico. Pereda (a quien ya no se lee ni en Santander), Matheu (al que devoró el más atronador de los silencios) y Ricardo León (el “modernista castizo”, como se le llegó a bautizar) resulta evidente que no. El porcentaje de aciertos (y disculpen que lo someta a la dureza fría de las matemáticas, y que parezca bromear) no es malo: 62%.

Déjenme añadir dos apuntes, que me han llamado de forma especial la atención. El primero nos invita a ser moderados en nuestros juicios. Azorín, llevado quizá por un exceso de subjetivismo, se atreve a convertir una conjetura en párrafo de mármol (“José María Matheu acabará por triunfar. Triunfará, en tanto que se hunden tanta novela ñoña, ridícula u obscena, exaltadas en las gacetillas, celebradas por una crítica complaciente, premiadas por institutos, accesibles al favor y a la parcialidad”, p.135); y, como es evidente, yerra… salvo que admitamos la posibilidad de que ese éxito de Matheu aún resulte posible. Quién sabe. El segundo apunte es mucho más delicado, porque el escritor de Monóvar, después de visitar la biblioteca de Clarín y ojear una libreta manuscrita que había quedado olvidada sobre una mesa, declara sin empacho: “He cerrado el precioso cuaderno y me lo he metido en el bolsillo” (p.125). Y, con una cierta desvergüenza, remata su confesión con unas palabras que no sé si buscan nuestra disculpa o nuestra complicidad: “No, no cometía latrocinio; usaba de un derecho no escrito”. Es decir: como yo lo admiraba mucho, puedo quedarme con sus papeles íntimos sin dar cuenta a la familia. Para qué vamos a maquillar esta secuencia, si habla por sí misma.

Salvada esa anécdota desagradable, el libro es delicioso.

lunes, 1 de enero de 2024

Autobiografía

 


Hay una serie de libros que siempre me estoy proponiendo leer y nunca termino de decidirme a abordarlos en serio, porque me intimidan un poco su volumen y su densidad: El Paraíso perdido, El Kalevala, Ulises… Entre ellos tendría que incluir sin lugar a dudas El origen de las especies, de Charles Darwin, que tengo en la estantería desde hace más de treinta años y que parece ulularme y echarme en cara mi cobardía. Así que cuando he tenido en las manos la Autobiografía del célebre naturalista (mucho más humilde en sus dimensiones) me he dicho que sí, que era razonable recorrer sus páginas. Y qué buena idea, oigan. Por su sencillez, por su claridad, por su franqueza, por la honesta exposición de sus aciertos y de sus errores, el autor me ha ganado.

Nos cuenta al principio que fue un niño ingenuo, al que su amigo Garnett tomaba estrepitosamente el pelo (le hizo creer que poniéndose determinado sombrero lo eximirían de pagar en las tiendas); que era compasivo (aunque no omite añadir que una vez apaleó de forma absurda a un pobre perro); que gustaba de salir a pescar (más tarde, incluso a cazar); que alcanzaba buena velocidad cuando se ponía a correr; y que admiraba la forma de escribir de William Shakespeare. En los estudios no fue brillante, aunque tampoco haragán: simplemente se podría decir que sus intereses eran distintos a los de sus compañeros (“Durante el tiempo que pasé en Cambridge no me dediqué a ninguna actividad con tanta ilusión, ni ninguna me procuró tanto placer, como la de coleccionar escarabajos”). Y, en los días finales de 1831, se produjo el gran cambio de su vida: se embarcó en el Beagle como naturalista, sin retribución alguna, para permanecer varios años dando la vuelta al mundo, a las órdenes del capitán Fitz-Roy. Quizá no resulte ocioso anotar aquí una anécdota tan poco conocida como hilarante: “Cuando ya había intimado mucho con Fitz-Roy, me dijo que había estado a punto de no ser aceptado ¡a causa de la forma de mi nariz! Él era un discípulo apasionado de Lavater y estaba convencido de que podía juzgar el carácter de un hombre por la configuración de sus facciones; y dudaba de que una persona con una nariz como la mía tuviera la energía y decisión suficientes para hacer la travesía”.

Otro detalle que llama la atención es que cuando se refiere a su libro El origen de las especies el meticuloso Charles Darwin indica que “ha sido traducido a casi todos los idiomas europeos, incluso a algunos como el español”. Creo que ese “incluso” subraya el nivel científico que se le suponía a España durante la segunda mitad del siglo XIX. Fue un libro rompedor y explosivo, que generó infinidad de burlas y groserías insultantes, pero Darwin también aquí es comedido: “Me alegro de haber evitado las controversias, y eso lo debo a Lyell, que hace muchos años, y en relación con mis obras geológicas, me aconsejó firmemente que no me enredara en polémicas, pues raramente se conseguía nada bueno y ocasionaban una triste pérdida de tiempo y de paciencia”. Y no quiero dejar de apuntar aquí el párrafo con el que concluye su escritura: “Con unas facultades tan ordinarias como las que poseo, es verdaderamente sorprendente que haya influenciado en grado considerable las creencias de los científicos respecto a algunos puntos importantes”.

Sí, tengo que vencer mi pereza y sumergirme en El origen de las especies. Alguien que piensa y escribe así sin duda se lo merece.