Situémonos
en 1954. España comienza a recibir armas desde Estados Unidos (país en el que
graba su primer disco un chico llamado Elvis Presley), se gestiona el retorno
de prisioneros de la División Azul, se inaugura el embalse de El Vado y, al
otro lado del Atlántico, nace Sócrates (filósofo del fútbol). De repente, como
quien no quiere la cosa, llega un joven de 25 años, nacido en Orense, y termina
un libro de poemas que decide titular A
modo de esperanza, con el que consigue el premio Adonais. Se llama José
Ángel Valente.
El
prometedor vate nos dice que “tenía entre mis manos / una materia oscura” y nos
dice también que “ha sido emplazado a vivir”. Con esas convicciones, nos va
regalando versos escuetos, sinópticos, donde emociones y pensamientos cruzan sus
vectores para inundarnos corazón y cerebro. Poco a poco, va reuniendo poemas
terribles como “El adiós”, delicadas ternuras como “Epitafio” o elevadas
reflexiones sobre la patria, “cuyo nombre no sé” (“Oh patria y patria / y
patria en pie / de vida, en pie / sobre la mutilada / blancura de la nieve, /
¿quién tiene tu verdad?”). Y se alza con firmeza una Voz, que iría
desarrollándose en los años siguientes por senderos variados. Muchos son los
temas hacia los que se aproxima el vate: la muerte, la soledad, la vida, el
amor… y hasta textos simbólicos que lo tienen como protagonista (“Hoy he
amanecido / como siempre, pero / con un cuchillo / en el pecho. Ignoro / quién
ha sido, / y también los posibles / móviles del delito”).
El joven
maduro (“Tengo miedo a morir”); el joven que mira y recuerda (“Te he olvidado /
tanto y he podido / olvidarte tan poco”); el joven pensador (“Nada / muere,
porque nada / tiene fe suficiente / para poder morir”); el joven que piensa en
la trascendencia (“Murió; es decir, supo / la verdad”); todos los jóvenes que
era Valente comenzaban a expresarse en estas páginas inaugurales.
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