La historia del flautista de Hamelín es tan conocida que casi produce bochorno perpetrar un resumen: un músico con poderes especiales que, después de prestar su auxilio a una población en apuros, recibe un pago desdeñoso por sus servicios y elige la vía de la venganza. En El librero de Selinunte, la novela de Roberto Vecchioni que Elena Martínez ha traducido para la editorial Gadir, vemos a otro flautista, igualmente mágico; pero que a diferencia del de Hamelín no se lleva tras él ratas ni niños, sino libros.
Para comprenderlo debemos saber que Selinunte es una localidad fundada hace 2700 años por Pammilos. Está en Sicilia y recibe su nombre del perejil salvaje (selinon). El narrador de la historia, Nicolino, nos cuenta que hace mucho tiempo, cuando él tenía trece años, llegó a la ciudad el librero, un hombre tímido y feo que inauguró un singular negocio en el que no vendía libros, sino que los leía en voz alta para el público. El problema fue que, recelosos y cazurros, los pobladores de Selinunte se negaron a asistir a aquellas veladas culturales. Y no sólo eso (que formaba parte de su derecho), sino que convirtieron al pobre librero en objeto de su odio, maledicencias e invectivas, que él soportó con hierática humildad y con resignación franciscana. Por desgracia, dos enigmas encadenados que sucedieron en la ciudad (el derrumbe de una escultura y la desaparición de una niña) le fueron imputados al librero, sin más motivo que la inquina que todos le profesaban. Una lluvia de adoquines y el posterior incendio destruyeron la extraña librería que había fundado, sin que Nicolino pudiera salvar gran cosa.
Y aquí comienza la parte simbólica de la novela: una enorme cantidad de libros teje entonces en el cielo una especie de cúpula que ensombrece Selinunte. Nadie sabe cómo actuar, hasta que llega el flautista y, con el hechizo de su música, logra que esos miles de libros se lancen al mar y se alejen. Lo único que los habitantes de la localidad siciliana no habían previsto es que con la huida de los libros huiría también su lenguaje: huérfanos de letra impresa, son golpeados por la pobreza expresiva y por la ausencia de matices en sus palabras. Y es que el ser humano deja de serlo cuando pierde las palabras, que son el vehículo que le permite exteriorizar lo que le habita el alma ("Como si para pintar tuviera de todo, excepto colores", p.114).
Una fábula, sí. Pero una fábula que retrata a la perfección una parte notable de la sociedad actual, que se deja empobrecer con una sonrisa en los labios y que avanza hacia la idiocia sin percatarse o sin importarle. Roberto Vecchioni, a través del sello Gadir, nos lanza su advertencia.