Dicen que una buena parte de lo que somos, pensamos
y sentimos procede del mundo de nuestra infancia, ese territorio donde acuñamos
mitos, atesoramos recuerdos y fraguamos ideales. En el caso de Matia, la
protagonista de Primera memoria, de
la barcelonesa Ana María Matute, sin duda es así. La época en que le ha tocado
vivir el tránsito de la infancia a la pubertad es especialmente dura (el verano
angustioso de 1936) y sus condiciones familiares tampoco son las más indicadas
para cruzar esa frontera vital con calma: huérfana de madre, con un padre que
se encuentra en el frente y teniendo que vivir en Son Lluch con su autoritaria
abuela, su lánguida y amargada tía Emilia y su astuto y manipulador primo
Borja. Este último personaje, dibujado con tintas muy cargadas desde el
principio de la narración, actúa siempre como un bellaco: roba dinero a sus
mayores, controla despóticamente a su preceptor (Lauro, un joven seminarista
que tiene unas debilidades carnales que lo han convertido en el perrito faldero
de Borja), trata con desdén ambiguo a Matia y, en fin, se convierte en el ángel
negro de la novela, por su turbiedad, sus mentiras, su soberbia (es hijo de un
coronel que está combatiendo del lado franquista en la península) y su clasismo
(cuando se refiere a los pobres de la isla lo hace con altanería inusual para
sus pocos años, que le lleva a considerar que esas gentes a las que califica de
chusma “tendrán envidia, porque nosotros vivimos decentemente. Están podridos
de rencor y de envidia. Nos colgarían a todos, si pudieran”)... Su antagonista
moral y casi físico en la novela es Manuel, un muchacho que vive en “el
declive” (la zona pobre) pero que muestra siempre en sus palabras y actos una
majestad, un autocontrol y una actitud que subyugan a Matia. Más adelante,
cuando queda al descubierto quién es en realidad su padre, todo parece que
cobra sentido... Con esta novela iniciática, llena de espléndidas descripciones
paisajísticas y pinturas psicológicas de alto nivel, la catalana Ana María
Matute consiguió el premio Nadal de 1959 y una de sus obras más compactas y
perfectas. Con sus adjetivos deliciosamente gráficos (nos habla del “frío
verdoso” con el que se anuncia siempre el invierno), con sus adverbios de
poderosa textura (de un loro que hay en la casa de Son Lluch se nos dice que
era “desesperadamente azul”), con su sólida construcción novelesca (que se
dibuja con movimientos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo) y con sus
frases de rotunda belleza lapidaria (“Casi nunca es azul el cielo”, piensa
Matia en un momento de la obra), Ana María Matute demuestra que, como afirmó
Francisco Umbral en su Diccionario de
Literatura, ella era “la escritora de más calidad narrativa y singularidad”
de su generación.
martes, 29 de septiembre de 2015
domingo, 27 de septiembre de 2015
Ooparts
A las personas que no sienten curiosidad por el
mundo de los misterios arqueológicos o que no conocen muchos detalles acerca de
sus asombrosos meandros, el término “ooparts”
les sonará a chino. Por tanto, convendrá que lo definamos de la forma más
simple posible: un oopart en un objeto que, por su asombrosa textura, forma o
utilidad, choca con su entorno de un modo flagrante y constituye una anomalía histórica
sin explicación. Algo así como descubrir una tablet o unas gafas en un estrato
del mesozoico. Los investigadores Juan José Sánchez-Oro (Madrid, 1970) y Chris
Aubeck (Londres, 1971) acaban de publicar en el sello Luciérnaga un volumen
donde se ofrece abundante información acerca de algunos de estos ooparts.
En la obra se realiza una selección muy cuidadosa
de los más célebres, como por ejemplo ese perfecto ejemplar de trilobites que
se conserva con una inesperada “huella de zapato” encima; el martillo que se
encontró incrustado en una roca del Cretácico; el mapa de Piri Reis, donde
aparece dibujada la costa de América antes de que Colón llegase allí; la
imposible convivencia de huellas humanas y de dinosaurios en estratos antiguos
fosilizados del río Paluxi (en los Estados Unidos); las inauditas figuras de
Acámbaro, que representan a algunas especies de dinosaurios en una época en que
los indígenas mexicanos ignoraban su existencia; las célebres calaveras de
cristal que terminaría popularizando el cineasta Steven Spielberg en una de las
aventuras de Indiana Jones; el complejo mecanismo de Antikythera, donde las
ruedas dentadas se ensamblan entre sí de un modo enigmático y prodigioso; la
losa sepulcral de Palenque (Yucatán), en la que parece contemplarse con nitidez
a un astronauta subido en su nave... Los fenómenos extraños y los objetos
inexplicables se ordenan y comentan con todo lujo de detalles en este libro.
Pero lo más sorprendente del asunto es que los
autores, lejos de dejarse llevar por la típica parafernalia esotérica (que
mancha y vuelve ridículos tantos volúmenes infumables de este género), van
desmontando uno a uno todos los ooparts, encontrándoles en un 90% de los casos
una explicación plausible con razones históricas, artísticas o científicas. No
se trata, en absoluto, de negar la existencia de fenómenos u objetos
inexplicables, sino de insistir en que para dar por bueno un oopart “deberíamos
contar con pruebas de calidad. Lo contrario obliga a caminar siempre por el
peligroso alambre de la pura especulación o la libre interpretación, donde
acostumbran a pasear, también, muchos funambulistas de la verdad” (página 111).
La parte final del tomo me ha parecido
especialmente llamativa, porque muestra ejemplos de ooparts que, no siendo tan
conocidos, desafían aún las explicaciones ofrecidas por el siglo XXI, como ese
pilar de hierro de siete metros de altura que se yergue en las inmediaciones de
Nueva Delhi desde hace mil años y que no presenta signo alguno de oxidación; o
ese acero de Damasco cuya composición química ha sido un auténtico quebradero
de cabeza para los especialistas durante centenares de años; o el misterioso
vaso de Licurgo, que no ha sido explicado sino muy recientemente, gracias a la
nanotecnología. ¿Cómo es posible que personas de hace siglos, con unos
conocimientos técnicos que suponemos rudimentarios, pudieran concebir y llevar
a la práctica esos objetos inigualables? Libros como éste nos ayudan a mantener
la mente siempre abierta.
viernes, 25 de septiembre de 2015
La pasión
Anatole France, en el capítulo XVII de
su casi olvidado libro El jardín de
Epicuro, explicó que “si se mata la pasión, se mata con ella todo”. Y tan
luminoso aserto es el que parece guiar la existencia de los personajes
principales de esta obra: Henri, un chico pobre de baja estatura que, saliendo
de un poblacho más bien insignificante de la Francia rural, termina sirviendo de camarero a
Napoléon Bonaparte (que adora su habilidad para preparar el pollo y su escasa
altura, y que le permite mirarlo desde arriba); y Villanelle, la hija de un
barquero veneciano, que nace con los dedos de los pies unidos por una membrana
(como los ánades), la cual se enamora de otra mujer y que acaba trabajando como
prostituta con los soldados imperiales.
Sus dos historias, aparentemente tan
distanciadas, acaban por unirse. Henri, después de haber sentido una enorme
pasión acrítica por Bonaparte, similar a la que sintieron los demás franceses
de su tiempo (“Estamos enamorados de él”, indica explícitamente en la página
20), comprende que su megalomanía los lleva de guerra en guerra, sin que nunca
lleguen a nada, y acaba desertando de sus ejércitos durante la campaña de Rusia
(en el año 1813). Villanelle, una vez entregado y perdido su corazón ante la
dama de sus sueños (que está casada con un anticuario), contrae matrimonio con
un hombre violento e indeseable, que la venderá al general Murat para que la
use de “visitadora” con sus hombres. Ambos acabarán huyendo juntos, y cruzarán
media Europa a pie, hasta llegar a Venecia, donde se refugian en la casa de los
padres de Villanelle. Y será entonces cuando, inesperadamente, sus vidas
alcancen su mayor grado de dolor y de peligro.
La novela contiene deliciosos episodios
de humor (por ejemplo, cuando nos refiere entre las páginas 64 y 65 la curiosa
historia teológica en virtud de la cual se sugiere que Dios violó a la Virgen , porque
prácticamente no le dio opción para elegir. Y que por eso ella escucha hoy con
más amor a las mujeres que a los hombres), pero también algunas frases donde
brillan la filosofía (“Hablar de felicidad es como intentar atrapar el viento.
Es mucho más fácil dejar que nos envuelva”, pág. 44), la psicología (“¿Importa
con quién se pierde cuando uno pierde?”, pág. 68), la sociología (“Los
vencedores pierden cuando se hartan de ganar”, pág.184), o donde se llega
incluso al aforismo lírico (“La vida es un idioma extranjero”, pág.100).
Jeanette Winterson publicó La pasión en el año 1987, y ahora la
editorial Lumen, dos décadas después, nos ofrece la obra en la traducción de
Elena Rius, en un formato manejable y de hermosa presentación. Aceptemos la
pauta central de la obra (“El hombre no puede existir sin pasión”, pág.107) y
sumerjámonos en la lectura con todo nuestro entusiasmo.
miércoles, 23 de septiembre de 2015
Zarangollo de murcianos
Entre las virtudes y defectos que los
habitantes de esta tierra atesoramos (y que Santiago Delgado acaba de detallar
con ingenio, humor y buena prosa en su libro Zarangollo de murcianos) figura, en principalísimo lugar, la
presbicia. Y es probable que de ahí deriven todos los demás elementos
constituyentes nuestra idiosincrasia. Los murcianos somos, quiérase reconocer o
no, présbites. Esto es: nos mostramos más bien renuentes a la hora de otorgar
valía a lo que tenemos cerca, quizá porque nuestros ojos no son capaces de
enfocarlo de manera adecuada. El autor nos dice en este libro que no valoramos
a nuestros escritores hasta que son reconocidos fuera (y cita los casos de Luis
Leante y Marta Zafrilla, ambos consagrados en 2007); que no nos enorgullecemos de
nuestros inventores (Peral, De la
Cierva ); y que hasta incurrimos en la desidia de ignorar los
pormenores de nuestra historia regional (¿cuántos murcianos podrían decir
quiénes fueron El Ricotí, Ibn Jattab o Cristóbal Sánchez de Amoraga?). Pero no
lo hace con acrimonia, ni con acento bilioso, sino con calma analítica, como si
nos dijera: “Esto es lo que hay, y poco arreglo tiene el asunto”.
En todo caso, lo que resulta innegable
es que este zarangollo secular que Santiago Delgado pone bajo la lente del microscopio
(y que no se publica en nuestra región, sino con el sello andaluz Almuzara),
admitía muchas formas de ser diseccionado; y él ha elegido, creo, la más
inteligente: un acercamiento simpático, atrabiliario, subjetivo y envuelto con
una prosa chispeante, donde no faltan las observaciones y anécdotas graciosas
(acúdase, por ejemplo, al episodio de la página 36, en el que vemos cómo Dámaso
Alonso comió en Murcia paparajotes, sin que nadie tuviera la precaución o la
cortesía de avisarle de que la hoja no conviene ingerirla), pero donde tampoco
siente rubor a la hora de proclamar ideas que puedan resultar incómodas, sobre
todo en ciertas controversias entre murcianos y cartageneros (“Si los méritos
históricos fuesen los preponderantes para ejercer derecho a capitalidad y
proporcionar nombre a territorios, habría que trasladar la capitalidad de
España a Atapuerca”, página 95).
Santiago Delgado, uno de los escritores
más versátiles de nuestra literatura, opina sobre la cansera, sobre los poemas
infamantes o burlescos que los habitantes de cada pueblo dedican a los del
pueblo vecino, sobre el panocho y sobre mil temas más. No, desde luego, con la
voluntad de ofrecer respuestas, que es tarea de soberbios, sino con la
intención de disipar algunas nieblas (“Estamos aquí para cercar el enigma, no
para resolverlo”, página 57). Y lo hace con una gracia extraordinaria y con una
secuencia de “diapositivas históricas” que sorprenderán a algunos, agradarán a
muchos y maravillarán a todos. Lean esta “Patafísica de los habitantes de la Región de Murcia” (así reza
el subtítulo de la obra). Me agradecerán el consejo.
lunes, 21 de septiembre de 2015
Aprender a irse
Bartleby era, como muchos de los lectores sabrán,
un personaje literario de alta envergadura que, aquejado por una cierta
displicencia vital, declinaba todo acceso de entusiasmo y pronunciaba, ante
cada requerimiento que le lanzaban para que abandonase su abulia, una célebre
sentencia: “Preferiría no hacerlo”. Y ése fue el seudónimo que eligió el poeta
José Fernández de la Sota
(Bilbao, 1960) para presentar su excelente obra Aprender a irse al XIV Premio Ciudad de Córdoba “Ricardo Molina”.
El tomo se alzó con el codiciado trofeo lírico. Y la editorial Hiperión lo
publicó con el número 548 de su excelente catálogo.
Pero que nadie se llame a engaño con la elección
del seudónimo, porque Fernández de la
Sota no nos entrega en estos poemas un manifiesto decaído, ni
un manual de descreencias (como habría dicho mi profesor Pepe Perona), sino
todo lo contrario: un haz de propuestas esperanzadoras, de desgarrones de luz,
de músicas tejidas con palabras, de homenajes implícitos y explícitos a grandes
poetas por los que siente devoción (Vicente Aleixandre, Ezra Pound, Pere
Gimferrer, Juan Panero). Así los lectores nos encontramos con toda suerte de
flexiones líricas: desde textos donde rinde un tributo de amor a sus padres
(“Desde tus manos” o “Cuando ahincabas el paso”) hasta meditaciones acodado en
el mostrador de un local nocturno (“Abando y barra”), pasando por deliciosos
experimentos musicales, donde la levedad de las rimas barniza el poema de
pentagramas invisibles (“Puente de metal”), o por evidentes intertextualidades,
cuya paternidad el poeta no declara, pero que detectará cualquier conocedor de
la poesía española del siglo XX.
Boris Vian, en un poemario que llevaba por título No quisiera morir y que también publicó
la editorial Hiperión (en 2003), afirmaba con cierta sorna y con elegante
sarcasmo que “los poetas son muy tontos: escriben para comenzar”. Y la frase,
que es mucho más profunda de lo que en principio pudiera creerse, sirve sin
duda para definir esta propuesta lírica de José Fernández de la
Sota. La obra Aprender a irse es un memorándum autobiográfico donde el poeta nos
hace entrega de sus meditaciones, sus ilusiones, sus ideas, sus filias y sus
fobias; donde nos desnuda el alma con la limpieza con que sólo saben hacerlo
los poetas de verdad; y donde nos demuestra que con ese viejo instrumento
llamado “palabra” aún es posible construir palacios emocionales.
“En esta tierra debe estar pasando un oscuro
milagro”, nos dice en una de las páginas del libro. Y es verdad. El milagro se
llama autenticidad. El milagro se llama poesía. El milagro se llama un hombre
que se coloca ante un papel y que no tiene rubor en desnudarse, decirse, pensar
y comunicar. El milagro de la poesía es, siempre, que una voz consiga
convertirse en Voz.
sábado, 19 de septiembre de 2015
Los días frágiles
Sabemos muchas cosas de Arthur Rimbaud,
pero quizá no sepamos la más importante: quién fue. La Historia de la Literatura nos ha
informado de sus versos, de su extraña derivación vital (que lo hizo abandonar
el mundo de la poesía para dedicarse a extraños comercios ilícitos en África,
rodeado de desiertos, rufianes, sol abrasador y armas) y de su influjo sobre
los escritores que vinieron después, que se empaparon con sus propuestas
rompedoras. Pero nos sigue quedando sin abrir la almendra última, el núcleo, lo
que podría llamar el “misterio Rimbaud”: qué ráfagas de fuego cruzaron su alma,
qué tensiones inauditas lo zarandearon, qué vértigos lo alzaron y lo hicieron
caer, consumido por la crueldad de la gangrena (le fue extirpada una pierna en
sus últimos meses, postrándolo —a él, precisamente a é, el viajero compulsivo—
en su cama familiar, que odió desde la adolescencia).
El novelista francés Philippe Besson ha
visto ahora publicada en español, con el sello Alianza Editorial, su obra “Los días frágiles” (traducción de
Manuel Talens). Y conviene decir desde el principio que es una propuesta
interesantísima y de agradable lectura, porque nos presenta sus últimos seis
meses de vida (de mayo a noviembre de 1891) narrados por su hermana Isabelle,
que lo atiende con enorme solicitud en su lecho de enfermo. A través de las
páginas de su diario, Isabelle nos va explicando cómo Arthur fue siempre un
chico difícil, malhablado, provocador, cínico e iconoclasta; y cómo esa actitud
provocó el distanciamiento con su madre, una mujer áspera, religiosa y propensa
al silencio y la frialdad. Ahora, Isabelle debe comportarse como hermana,
confidente, enfermera e incluso lectora, para distraer su larga postración.
Curiosamente, Rimbaud, alejado para siempre de los vaivenes de la lírica, odia
que ella le lea versos (“Maldice cuando le propongo poesía. Me grita que se
niega a escuchar semejantes pamplinas. La poesía lo exaspera, lo vuelve casi
furioso. Supongo que al dar rienda suelta a una cólera así reacciona contra su
pasado”, p.101).
Durante seis meses, Isabelle aguantará
las iras y las confesiones de Arthur, escuchará sus lamentos, enjugará sus
lágrimas, intentará menguar su ateísmo, le escuchará los mayores desgarros
(como cuando le explica, entre las páginas 108 y 110, que todo lo que cuenta en
su poema “El corazón torturado” ocurrió realmente: unos soldados lo violaron
cuando tenía 16 años). Isabelle, estremecida pero fiel, sabe que debe dejar
cumplida anotación de todo lo que su hermano le transmite ("Este
diario, en el fondo, sólo sirve para eso: para conservar la huella de lo que
fue en el momento de dejar este mundo. Quiero ser honrada, no omitir nada,
conservar sus palabras exactas", p.172).
Amor,
dulzura, laceraciones íntimas, recuerdos abruptos, desavenencias familiares, ajustes
de cuentas, éxtasis vital. Todo cabe en este libro excelente, que gustará a los
aficionados a la buena literatura.
jueves, 17 de septiembre de 2015
Las voces de Setenil
En una antología de versos de Lope de
Vega que se publicó hace un tercio de siglo (Poesías líricas, Espasa-Calpe, Madrid, 1984) aparece una de esas
raras y hermosas afirmaciones que el Fénix de los Ingenios prodigaba de vez en
cuando, y que anonadan por su lucidez: “A veces, los lugares son historias”. Y
esa línea parece seguir Santa Cruz García Piqueras en su libro de relatos Las voces de Setenil, editado por el
ayuntamiento de Molina de Segura, donde observamos el desarrollo de trece
cuentos que se construyen alrededor de un mismo lugar (la fuente Setenil), en
distintos instantes del tiempo (desde el año 8000 a .C. hasta la
actualidad).
Llama la atención primeramente la
perfección estilística que el autor logra en estas páginas, demostrando que no
sólo es un avezado observador de su entorno sino también un fino y cuajado
narrador, que sabe manejar los resortes del género y los manipula con solvencia
y energía. Cada cuento de este volumen te mantiene absorto, y te instala sólida
y creíblemente en el período histórico que pretende mostrar, de tal suerte que
comenzaremos acompañando a la aspirante a curandera T’Enil, mientras sana a un
cromañón de la tribu rival (I); nos compadeceremos de la amarga historia del
tullido Arug, que ha de resignarse tanto a sus limitaciones físicas como a la
pérdida del amor (II); seremos testigos de cómo el conde Todmir idea un plan
para salvar su reino (V); nos indignaremos con la injusta expulsión de los
moriscos, decretada por el débil rey Felipe III, manipulado por la codicia de
sus hombres de confianza (VIII); sentiremos el calor de un incendio
prodigiosamente contado, que asoló Molina en abril de 1780 (XI); asistiremos a
la angustia de la joven María, una muchacha que se pondrá de parto en la Nochebuena de 1858, al
mismo tiempo que se estrella un meteorito en la zona de Campotéjar (XII); o, en
fin, concluiremos el volumen dejando que Santa Cruz García Piqueras elabore un
relato final en primera persona, ambientado en los tiempos actuales (XIII).
Como nexo de unión de todas estas
historias, espléndidamente contadas y deliciosamente aderezadas desde el punto
de vista literario, está la fuente Setenil, un paraje perfumado por una
maldición (puesta en marcha por el ibero Mandonio, asesinado en sus aguas), y
que es, sucesivamente, refugio para enamorados, lugar de protección contra una
epidemia de peste negra, y hasta inesperado paritorio. La mención constante de
este lugar hilvana varias de las narraciones del libro, y aproxima la obra a la
noción lata de ‘novela’.
Gran prosista, Santa Cruz García
Piqueras.
martes, 15 de septiembre de 2015
Sin camino
En ocasiones, una primera novela no parece una
novela inicial, y me da la impresión de que ése es el caso de Sin camino, del yeclano José Luis
Castillo-Puche. Tiene de primera novela, eso sí, el caudal autobiográfico que
la nutre, y también un notorio clasicismo en la forma. Pero poco más. Ni sus
atrevimientos argumentales, ni su profundidad psicológica, ni la riqueza
inusitada de sus símbolos, ni el firmísimo pulso con el que está escrita
revelan la juventud ni la bisoñez de su compositor.
Dicho en pocas palabras, podríamos resumir que la
obra trata de un seminarista llamado Enrique, que va perdiendo poco a poco las
energías de su vocación religiosa, y que tras sufrir una época tormentosa de
dudas y de asechanzas intelectuales y sensuales, se acaba rindiendo y abandona
el seminario. Es, pues, como en su día indicaron con acierto los profesores
Francisco Javier Díez de Revenga y Mariano de Paco, una “maduración de la
disidencia”; o como escribió en el prólogo en propio novelista, “una especie de
alegato generacional frente al fallo de la educación eclesiástica y al fraude,
la cobardía y el engaño de tantas conductas dentro del seminario [...]; una
especie de acta de acusación contra la hipocresía, la ruina moral y la rutina
que se vivían, sin fe auténtica, sin verdadera entrega y sin verdadero amor, en
los seminarios”.
Pero es que la podredumbre falsaria que respira
dentro de aquellos muros no es su único problema, porque desde el mundo
exterior las cosas no se le plantean con mejor cara: su madre le escribe enfervorizadas
misivas donde le hace saber que un hijo sacerdote sería la bendición de su
ancianidad; su primo Alfredo no para de susurrarle que Isabel (la chica de la
que estaba enamorado antes de su ingreso en Comillas) sigue suspirando por sus
huesos; y hay una muchacha llamada Inés que atrae, cada vez con mayor
intensidad, las miradas del joven. No es extraño que, con este manojo de
presiones, el zarandeado espíritu juvenil de Enrique siga exclamando que “está
harto de fingir y de luchar”.
El túnel por el que avanza Enrique se le va
volviendo claustrofóbico conforme circula por él, aunque cuando entró en el
mundo de la religión pensaba que todo iba a ser luz espaciosa en su interior.
Una novela estupenda sobre torturas interiores,
sobre erosiones de la fe (resulta imposible no relacionarla con Pepita Jiménez, de Juan Valera) y sobre
el modo en que un joven debe elegir entre dos líneas de fuerza que tiran de él.
Admirable.
domingo, 13 de septiembre de 2015
Ávidas pretensiones
Desde que el maravilloso Eduardo Mendoza dio el
intrépido salto que lo adentraba en el mundo de la narrativa de humor (sin
apartarse ni un milímetro de la calidad literaria) no había tenido ocasión de
leer a ningún otro escritor español que abordara el mismo proceso con tan
excelentes resultados como los que ha obtenido el donostiarra Fernando Aramburu
con Ávidas pretensiones, que le sirvió
para que un jurado compuesto por José Manuel Caballero Bonald, Pere Gimferrer,
Elena Ramírez, Carme Riera y el propio Eduardo Mendoza le concedieran el premio Biblioteca Breve 2014, convocado
por la mítica editorial Seix Barral.
El cuadro que nos dibuja Aramburu en sus páginas
es, simplemente, descacharrante: un variopinto grupo de poetas han sido convocados
por José Manuel Agüero en un convento situado en Morilla del Pinar para
celebrar allí unas Jornadas Poéticas. Cargado cada uno de ellos con sus
rencores, sus fobias, sus excentricidades, sus frustraciones, sus envidias, sus
vanaglorias, sus publicaciones y sus mezquindades, va instalándose en la
habitación que le corresponde: un poeta ciego y de edad avanzada, que viene
acompañado por una bellísima y juvenil admiradora, que le sirve de lazarillo
dentro y fuera de la cama; una poeta histérica y que tiende a la depresión
endógena desde que su hija murió en un atentado; un catedrático infuloso que
pronuncia la conferencia de apertura en medio del desdén general; dos poetas
lesbianas que reivindican su sexualidad de forma explícita y que provocan el escándalo
en la pequeña población rural donde se instalan; un poeta que, tras ingerir por
boutade unos hongos silvestres, se pasa todas las jornadas con una diarrea
descomunal, que lo mantiene alejado del resto de sus compañeros; una poeta que,
despechada por no haber sido incluida en la antología de autores que prepara
otro de los asistentes, le provoca destrozos tremebundos en el ordenador y
hasta en su ropa; un vate jovencito que pierde dos dientes por defender el
honor de una de sus compañeras...
Pero aparte de sus hilarantes personajes y de sus
fantásticas secuencias narrativas (recomiendo detenerse especialmente en una de
ellas: cuando Susana y Conchita, las dos poetas lesbianas que mencionaba antes,
se dedican a calentar a unos mozarrones del pueblo para conseguir que las
inviten a comer y beber, con la esperanza de organizar luego una orgía con
ambas), conviene que se resalte el aspecto literario de la obra, porque
Aramburu ha inyectado casi en cada página citas encubiertas de otros autores,
anécdotas que los aficionados a los libros identifican con nitidez, ironías
estimables, parodias que valen su peso en oro y recursos retóricos que provocan
admiración y sonrisas (un ejemplo bastará: nos dice que el poeta Tadeo Balboa
“vocalizaba como un exprimidor de limones” y que leía sus versos “con la misma
gracia, encanto e intensidad que la tapa de un ataúd”).
¿Retrato de las estulticias, bobadas y felonías de
muchos poetas españoles, que resultan fácilmente reconocibles, aunque los
nombres y algunos de los rasgos hayan sido manipulados con habilidad y cortesía?
No cabe duda. Pero ante todo nos encontramos ante una espléndida novela, donde
el animus jocandi se convierte en
principio rector y donde los lectores, conocedores del mundillo lírico o ajenos
a él, disfrutarán como enanos con la excelente trama que Fernando Aramburu ha
preparado para ellos. Aplauso puesto en pie.
viernes, 11 de septiembre de 2015
Diario del Nautilus
Recuerdo que la primera vez que leí las páginas de Diario del Nautilus (allá por 1992, más
o menos) me sorprendió el cuidado extremo que aquel muchacho de Úbeda ponía en
cada adjetivo, en cada sustantivo, en el ritmo de cada frase, en la elección de
las citas literarias. Y me sorprendió, fundamentalmente, porque aquellas hojas
estaban destinadas a aparecer, no en la editorial Planeta, ni en el suplemento
de libros de ABC, ni en sitios similares, sino en un simple periódico de
Granada. Muy poca gente (casi nadie, en realidad) se habría impuesto a sí mismo
tales molestias estilísticas para un escaparate tan modesto. Pero es que
Antonio Muñoz Molina, desde el principio de su trayectoria, fue consciente de
que la perfección literaria hay que labrársela cuidando al milímetro cada
párrafo que vaya a aparecer sobre tu firma.
Por eso, los artículos de Diario del Nautilus son tan hermosos, tan elegantes, tan esféricos,
tan marmóreos. Carecen de fisuras y puntos débiles. A veces nos habla de
muchachas francesas que quieren ser fecundadas con el semen que dejó congelado
su marido muerto; de la osadía que desplegó Julio Iglesias a la hora de
versionar el mítico tema de la película Casablanca
(y contra quien pide represalias: “Al fin y al cabo, dicen , las villas con
piscina de Miami Beach son extremadamente vulnerables desde el mar”, p.20); de
la triste amnesia que desbarató la mente de María Teresa León, pareja de Rafael
Alberti, durante sus últimos tiempos; del desgarro que ha sentido al enterarse
de la muerte de Julio Cortázar; de las maravillas sin fin que pueden pregonarse
del Ulises de James Joyce... En el
fondo, el tema no deja de ser en estos escritos un aspecto más bien secundario,
porque lo importante es, siempre, el primor formal, rítmico, que Antonio Muñoz
Molina se obstina en imprimir a cada frase.
Y luego, como sustrato, las erudiciones literarias
del autor jienense, siempre oportunas y expresadas con tino y humildad: Poe,
Quevedo, Cocteau, Neruda, García Lorca, Mary Shelley, Verne, Bécquer, Homero,
Defoe, Cunqueiro, Aub, Cervantes, Borges, Góngora, Lovecraft...
El genio estaba ya presente desde sus primeros
libros.
jueves, 10 de septiembre de 2015
Diccionario de Literatura
Es evidente que a Paco Umbral no iban a encargarle
(ni él hubiera redactado) un diccionario normal, académico, riguroso, objetivo,
aséptico. Resulta evidente que los encargos no los desdeñaba (varias veces
escribió que la mejor literatura era la de encargo), pero desde luego los
coloreaba siempre con los tintes que él consideraba oportunos. Así que
adentrarse en este Diccionario de
Literatura supone admitir como punto de partida la arbitrariedad, el tono
iconoclasta, los juicios subjetivos, las crueldades y hasta las salvajadas.
Como es natural, no se va a estar de acuerdo con el escritor vallisoletano en
todas sus afirmaciones, pero se las puede leer sabiendo que proceden de alguien
que ha leído mucho, ha conocido en persona a casi todos los diseccionados y
alcanza en ocasiones “un juicio exacto y asesino”, como me parece que él decía
de Juan Ramón Jiménez en otro libro suyo.
En medio de toda esta selva de improperios,
puñaladas traperas, ironías más bien sangrantes, desprecios y algún que otro
elogio (son minoría, como los que tributa a Miguel Delibes, Fernán-Gómez,
García Márquez, José Hierro o Martín Prieto), Umbral construye un territorio de
ciénaga en el que pocos sobreviven y que, además, no era ni siquiera estable:
tan pronto consideraba a Camilo José Cela uno de sus maestros como despotricaba
de él; tan pronto juzgaba a Juan Manuel de Prada como la gran esperanza blanca
de la estilística española como lo zahería unos años después con saña
virulenta...
Extractar lo más interesante del volumen es tarea también
arbitraria, porque cada persona que lea el libro tendrá sus particulares
intereses y, por tanto, sus particulares focos de atracción. Ensayaré, pues, mi
propio resumen alrededor de algunos nombres propios: Carlos Barral (“Poeta malo
que lo sabía y bebía para olvidarlo. Prosista infame que no acierta un solo
adjetivo”), Jorge Luis Borges (“Maestro absoluto y siempre”), Ramón Eugenio de
Goicoechea (“Se dice que intentó suicidarse arrojándose al paso de una
procesión”)... o el punto triste que le brota cuando, hablando de la forma en
que su hijo quería a Manu Leguineche, escribe: “No cito jamás a un ser sagrado
y fugaz que hoy he citado aquí por él” (p.143). Se refiere a su hijo, muerto
terriblemente cuando todavía era un “soldadito rubio” que daba luz a su vida, y
al que dedica Mortal y rosa, uno de
los libros más estremecedores de la literatura española reciente.
Cuando era joven me gustaba mucho Paco Umbral, me
apuntaba sus boutades y le tributaba una admiración devota. Luego me pasó con
Risto Mejide y con los capítulos televisivos del doctor House; ahora que he
brincado el ecuador de mi vida (como lector y como ser humano) me siento mucho
más distante de las borderías, los tajos inmisericordes, las prepotencias y
demás basuras. Pero sigo leyendo y releyendo a Umbral porque entiendo que se
trata de un maestro del idioma, una alfaguara de creatividad, un géiser de
adjetivos y metáforas. No lo admiro ya personalmente, pero qué le vamos a
hacer. Nadie es perfecto.
lunes, 7 de septiembre de 2015
Geografías
Continúo con las relecturas de mis libros de
juventud. Ahora retorno a las bellas y tristes Geografías de Mario Benedetti, un breve, hermoso, decantado librito
donde el espléndido poeta uruguayo nos suministra reflexiones sabias y serenas
sobre los oleajes anímicos del exilio, sobre las ilusiones que debemos mantener
a salvo de la erosión de los días y sobre el amor como coraza, esqueleto o
salvoconducto. En medio, salpicando todas las páginas, nos encontramos con los
versos más dispares: en algunos brilla el humor (“Quiero morir de siesta”); en
otros se nos facilita una sentencia de inequívoco espíritu filosófico (“Nacer
es un atajo / que conduce hasta el azar”); en otros lamenta que el mundo actual
nos haya eliminado los matices y las variaciones (“Nos suspendieron el derecho
a la tibieza”), nos desliza interrogantes que estremecen la piel
(“¿Recordaremos siempre no olvidar?”), nos invita a un gozoso carpe diem
continuo (“Vamos a reponer lo mucho que perdimos / vamos a aprovechar lo poco
que nos queda”), nos obliga a reflexionar sobre la mendacidad de algunas
hipérboles (“Hay tanto siempre que no llega nunca”) o, en fin, nos devuelve la
dignidad intacta de la que no debemos abdicar indicándonos que “todos estamos
rotos pero enteros”.
Adoro la obra lírica de Mario Benedetti, incluso
cuando me doy cuenta de que la intervención de Joan Manuel Serrat mejoró textos
como “La buena tiniebla”, que se convirtió en la canción “Una mujer desnuda y
en lo oscuro”, superior al poema.
Es más: creo que adorar a Benedetti es una
obligación estética.
sábado, 5 de septiembre de 2015
El viejo y el mar
Nunca me ha gustado mucho Ernest Hemingway, para qué
voy a decir otra cosa. No pertenece, ni de lejos, al grupo de mis escritores
más amados. Lo intenté con Fiesta y
me aburrí. Lo intenté con Al otro lado
del río y entre los árboles y me volvió a defraudar. Así que lo puse entre
paréntesis. Pero El viejo y el mar sí
que me resultó una lectura agradable, desde el principio. Por eso la traigo
aquí.
“Era un
viejo que pescaba solo en un bote en el Gulf Stream y hacía ochenta y cuatro
días que no cogía un pez”. No sé a
ustedes, pero a mí siempre me ha parecido que éste es un comienzo como de
fábula infantil o de apólogo oriental. Con apenas dos docenas de palabras nos
informa de una enorme cantidad de datos que luego irán cobrando importancia en
la novela: la vejez del protagonista, su profesión, su soledad, su localización
geográfica, su largo fracaso en la pesca... Nuestro protagonista se llama
(pronto lo descubriremos) Santiago. No se antoja un nombre casual. Santiago el
Mayor (quizá lo recuerden ustedes) fue un famoso pescador de la Biblia. Lo menciona san
Marcos, lo menciona san Lucas. Fue uno de los primeros en recibir el
llamamiento de Jesús para que se convirtiera a la nueva fe. Su nombre ha
quedado como sinónimo de pescador, junto al de Pedro. Y no será la única
referencia al mundo cristiano, en un libro que está plagado de ellas (cuando el
viejo está a punto de desfallecer, en su lucha contra los tiburones que lo
acosan, Hemingway nos dice que soltó un “ay” y luego anota: “No hay equivalente para esta exclamación.
Quizá sea tan sólo un ruido, como el que pueda emitir un hombre, de forma
involuntaria, mientras siente unos clavos atravesar sus manos y penetrar en la
madera”. Está aludiendo, como es obvio, a Jesús de Nazaret, al ser clavado
a la cruz).
El pobre viejo, que en opinión de quienes le rodean
está salao (o sea, que tiene el
gafe), decide salir solo con su barca, adentrarse en el océano y tratar de
pescar sin ayudas al Gran Pez que los haga comprender su error. Se trata, por
tanto, de una lucha de honor, de un combate metafórico, de un reto que Santiago
afronta como un ejercicio de pundonor. Poco importa en estas páginas que
capture o no al animal, sino el proceso, el duelo, el diálogo entre ambos. En
mi edición de la obra el pez pica el anzuelo en la página 47 y muere en la
página 111. Es decir, un total de 64 páginas de persecución: son muchas, si
tenemos en cuenta que el libro tiene 130. Es obviamente más interesante el
proceso que el final. El viejo tiene la ilusión de capturar a ese pez. Es su
objetivo de vida. Y finalmente, cuando lo logra, carece de importancia que los
demás lo ensalcen o lo consideren un héroe o un superhombre. Él ha cumplido su
misión. Es lo que pretendía.
En este libro se nos habla de la importancia de
tener una meta y de luchar para conseguirla. Con coraje, con ideales, con
honor.
Si no la han leído aún, prueben. Creo que les
convencerá.
jueves, 3 de septiembre de 2015
Creación y memoria
De los grandes estudiosos de la poesía española (y
sin duda el catedrático Francisco Javier Díez de Revenga figura en esa primera
línea excelente) siempre cabe esperar volúmenes que enriquezcan nuestro
conocimiento. Es lo que ocurre con Creación
y memoria, una colección de escritos de José García Nieto y Gerardo Diego
donde los dos poetas (ambos miembros de la Real Academia Española y
ganadores del premio Cervantes) se observan el uno al otro, se analizan, se
comentan y se elogian. Las dos fundaciones que llevan sus nombres colaboran en
este tomo, que publica el sello Anthropos y que brilla por las descomunales
erudiciones, siempre sorprendentes y crecientes, del editor... Leemos en estas
páginas cómo Gerardo Diego constata que “una constante floración de revistas
irrumpe por todos los jardines poéticos de España” (p.3), y entre ellas destaca
la célebre Garcilaso, cuyo director
es José García Nieto, quien fulge por “la diplomacia, el buen gusto y el
equilibrio conjugador” (p.4). De ahí que se le pueda considerar con justicia
como “nieto de Garcilaso” (p.6), “dueño de una seria elegancia” (p.7) que lo
convierte en un “perfecto poeta” (p.22)... Por su parte, el ovetense aplaude
como “acertadísima” (p.30) la elección de Gerardo Diego como académico y
considera que en el panorama de la lírica nacional hay “pocos poetas tan necesarios,
tan naturales” (p.37), porque resulta evidente que “entronca rigurosamente con
esa serie de escritores que dan seriedad y fortaleza a nuestras letras” (p.41).
En todo momento muestra su más rendida admiración personal y literaria por “el
humano, el divino, el creacionista, el clásico, el libérrimo, el sumiso, el
absoluto, el terrenal, el testigo, el delirante Gerardo Diego” (p.43), a quien
considera “gloria ya de nuestro siglo” (p.51), porque a su condición de poeta
excelso une la de “prosista inigualable” (p.62)... Esta rica colección de
escritos se completa con un cuidado epistolario (que ocupa casi treinta páginas
del volumen), con unos poemas (sólo dos de Gerardo Diego, por una docena del
ovetense) y con dieciséis fotografías delicadamente escogidas donde se puede
ver a ambos escritores en el Café Gijón, en una recepción de Adonais o en
congresos de poesía... En suma, un volumen francamente curioso e interesante,
donde podemos sentirnos más cerca de estos dos magníficos poetas gracias a la
labor investigadora y unificadora del profesor Francisco Javier Díez de
Revenga, uno de los ensayistas más laboriosos y eficaces del panorama nacional.
miércoles, 2 de septiembre de 2015
Confesiones de un bribón
Nos lo dice el personaje protagonista en la página
7, con un desparpajo rayano en la petulancia: “Voy a ver si puedo escribir algo
acerca de mí mismo. Mi vida ha sido bastante singular”. Y desde luego no
exagera ni siquiera un punto. No es que haya matado a nadie, o incurrido en
viajes desaforados, o participado en acciones de gran trascendencia social,
pero Francis, el inquieto hijo del doctor Turner, sí que ha tenido una
existencia de lo más atrafagada. Él mismo abordará la tarea de resumirla en la
página 94, cuando está a punto de cambiar de estado civil: “Apenas contaba
veinticinco años y ya había tratado de ganarme la vida como médico, como
caricaturista, como pintor de retratos, productor de cuadros antiguos,
secretario de una institución y ahora, con el auxilio de Alicia, estaba a punto
de ver cómo me iba en la vida de casado”. No se le puede pedir mucho más, desde
luego, a un joven que roza el cuarto de siglo, y eso que se le han olvidado añadir
algunos pequeños detalles (como su estancia en prisión o su actitud chantajista
frente a su cuñado, del que se aprovecha vergonzosamente a causa de su
avaricia) y que todavía no está en condiciones de aventurar otros que vendrán
en los meses posteriores, como su conversión forzosa en falsificador de moneda
o su pericia a la hora de huir de la justicia utilizando diligencias y
disfraces. No, desde luego la vida de Francis puede ser definida de mil modos,
salvo con el adjetivo “aburrida”. Y Wilkie Collins consigue que esa condición
animada, versátil, bullente, se traslade a su prosa, manteniendo en todo
momento la atención de los lectores, a quienes somete a un continuo bombardeo
de sorpresas. Veremos casas llenas de trampillas ocultas; veremos a personajes
que se disfrazan para pasar inadvertidos y espiar a otros; veremos fugas
espectaculares; veremos nombres falsos para encubrir identidades que conviene
preservar del conocimiento de la policía; veremos sirvientas que no se moderan
a la hora de ingerir alcohol para calmar sus nervios; veremos bodas de
condición casi clandestina... Y por fin, cuando veamos a los dos protagonistas
al final de la obra, unidos por un vínculo asombroso a muchísima distancia de
sus lugares de nacimiento, tendremos que conformarnos con la fórmula
conceptista o burlona que Francis Turner elige para no seguirnos contando más
detalles de su vida: “He dejado de ser una persona interesante, soy un hombre
respetable” (p.223). Una novela llena de aventuras, picaresca y humor, que
lleva el sello indeleble de Wilkie Collins.
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