domingo, 30 de noviembre de 2014

Vida, poesía y locura de Friedrich Hölderlin



Leo un testimonio más estremecedor que exacto, por lo que indican las notas de los traductores (Anacleto Ferrer y Txaro Santoro): el volumen Vida, poesía y locura de Friedrich Hölderlin, de Wilhelm Waiblinger. Parece ser que este joven escritor visitó algunas veces al poeta de Lauffen y que fue dejando notas no muy rigurosas sobre éste (fallos de cronología, algunos errores, etc). Pero salvando estos escollos eruditos descubrimos en este volumen impagable una amalgama de detalles sobre Hölderlin que enriquecen nuestro conocimiento sobre él: que tuvo que sufrir en Tubinga a unos profesores lamentables, que agriaron su juventud estudiantil; que mostró algunos comportamientos huraños durante su etapa universitaria; que estaba totalmente desprovisto de sentido del humor, el cual habría servido, a juicio de Waiblinger, como “contrapeso a la disposición que inevitablemente le conducía a la ruina” (p.18); que sus amores por Susette Gontard fueron interrumpidos por el marido de la dama, que los descubrió y separó; que durante los años que pasó en casa del carpintero Ernst Zimmer, aquejado por la locura, engalanaba a sus visitantes con los títulos más estrafalarios (“Vuesa Majestad”, “Reverendo Padre”, etc); que llevaba las uñas terriblemente largas (“Se las deja cortar con sumo disgusto y para convencerle son necesarias un sin fin de artimañas”, p.35); que a veces se queda tumbado en la cama durante días, para manifestar su disgusto por haber sido contrariado; que se fue quedando cada vez más delgado durante sus años finales; que su mayor angustia es que se mostraba incapaz de hilvanar las ideas con fluidez, perdiéndose en un cenagal de imágenes inconexas o embrolladas; y que, en fin, durante sus últimos años tocaba compulsivamente el piano, sin mucho sentido.

En todo caso, lo más importante de Hölderlin también lo advirtió Waiblinger, y lo dejó anotado en su diario con fecha 9 de agosto de 1822: “El Hiperión merece tanta inmortalidad como Werther”. Así es, sin duda.

jueves, 27 de noviembre de 2014

La puerta trasera del paraíso



Rara será la persona culta que ignore que el caravaqueño Luis Leante es el único murciano que ha obtenido en la historia el premio Alfaguara de novela, con su obra Mira si yo te querré. Pero sí que es probable que algunas de esas personas no se hayan enterado de que, mientras se hacía público el galardón, estaba editándose una novela juvenil del mismo autor, que pasó bastante inadvertida como consecuencia del enorme impacto mediático derivado de la primera. Esta obra, que a mí me gustó muchísimo desde sus primeras páginas, se titula La puerta trasera del paraíso y nos cuenta una emocionante aventura que se inicia en las arenas de Khassar, en pleno desierto del Sáhara (donde viven los esposos Fatma y Brahim), y que termina en España.
El protagonista principal se llama Joaquín, y es un adolescente que tiene en Mario a su mejor amigo. Comparten instituto, comparten inquietudes, y se van acompañando y enriqueciendo el uno al otro durante los años porosos y fértiles de la pubertad. Un día, después de un accidente de coche en el que resulta atropellado un árabe llamado Ahmed, Joquín comienza a descubrir cosas que ignoraba sobre sus orígenes, secretos ocultos en su historia familiar. E iniciará una búsqueda que lo llevará hasta Alicante, donde tiene la seguridad de que se encuentra su auténtico progenitor, un saharahui que trabaja en el Gran Circo Ruso y que se encuentra muy enfermo. Buscando a ese hombre, el adolescente se buscará a sí mismo, y no le importará sufrir penalidades junto a su amigo Mario (dormir a la intemperie, ser víctimas de un robo, sufrir amenazas por parte de varias personas), porque intuye que sólo reuniendo todas las piezas del puzle conseguirá completar su corazón.

El lenguaje está muy bien adaptado a la condición de sus protagonistas (el autor reproduce el léxico y la sintaxis de los jóvenes con gran verismo), pero eso no significa que en ningún momento Luis Leante se permita la equivocación de rebajar el nivel de su exigencia literaria: no hay página alguna en la que flaquee el estilo, ni en la que renuncie a la exquisitez. Y eso es más de lo que puede pregonarse de muchas otras novelas juveniles que, con la excusa barata de su “público potencial”, se humillan hasta cotas abisales. El lector de Luis Leante puede coger sin ningún rubor La puerta trasera del paraíso: no le defraudará. 

martes, 25 de noviembre de 2014

Anillos para una dama



Se pueden tener reservas (y yo reconozco que siempre las he tenido) acerca del personaje Antonio Gala. Se pueden tener también reservas acerca de la valía de sus novelas y de buena parte de su poesía (también he comentado sin tapujos la condición invertebrada, fofa y ñoña de varios de sus libros narrativos y líricos). Pero cuando se lee Anillos para una dama hay que tener la misma gallardía y aplaudir con honestidad su espléndido vigor literario. Hoy lo hago, sin que me duelan prendas.
Estamos en el año 1101, en Valencia, donde la viuda del Cid, doña Jimena, vive con amargura su condición de mujer amargada, que jamás fue feliz con su esposo (“Me han prestado esta vida que no me gusta. Se han llevado la mía”) y que intenta que su hija María no repita su tristeza de mujer inmolada en nombre de la Historia (“Agarra con los dientes tu vida, la que creas que es tu vida, y que te maten antes de soltarla... ¡Vive, María, vive!”). Además, tiene por fin el valor de enfrentarse a Minaya y pedirle que reconozca por fin que siempre ha estado enamorado de ella. El guerrero, cabizbajo, musita que no podía actuar de un modo distinto al que actuó (“Cualquier destino, por extraño que sea, se define en un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”)... Ahora, con la ciudad de Valencia cercada por las tropas de Mazdalí, ni siquiera los rezos parece que vayan a servir de mucho (“Dios ya sabe, sobre poco más o menos, lo que tiene que hacer. Y no creo que mude de opinión porque tú se lo pidas”): es hora de abandonar la plaza y volver a Castilla. El rey Alfonso, que juzga la figura del Cid de un modo muy objetivo (“Ni siquiera fue una persona: fue un acontecimiento”), trata de impedir que Jimena y Minaya contraigan matrimonio, porque ese enlace destruiría la imagen inmaculada de la viuda y del guerrero castellano, al que necesita idealizado, porque le resulta útil para sus manejos políticos. Jimena, en medio de esa lucha de intereses, planta cara al rey (“Tú a ti te llamas patria; a tu voluntad, patria; a tu avaricia de poder, patria...”) y al obispo Jerónimo (“Cuando decís Dios o cuando decís patria es que vais a pedir algo terrible. Vais a pedir la vida”).

En suma, la aproximación teatral a una vida hueca o huera, calcinada por meros intereses estratégicos, que Antonio Gala acomete con excelentes movimientos escénicos, parlamentos llenos de inteligencia e incluso anacronismos llenos de humor y premeditación (Constanza sirve café en la página 43, habla de los que se queman a lo bonzo en la página 46 o alude a los petardos de Valencia en la página 77), que convierten la obra en una pieza fantástica. Muy recomendable.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Cita con los clásicos



La metaliteratura (es decir, la utilización de la literatura para hablar de literatura) sólo se antoja valiosa cuando concurren en ella dos circunstancias: que hayamos leído previamente la obra sobre la que se diserta y que el autor de las páginas despliegue una cierta brillantez estilística. Por esta razón indiscutible, el 95% de los títulos que expelen las prensas universitarias son maravillosa materia prima para las chimeneas navideñas. Y por esta razón, también, Cita con los clásicos, del escritor norteamericano Kenneth Rexroth (un tomo que traduce Federico Corriente para el sello Pepitas de calabaza), es un texto admirable, que merece ser leído.
En sus páginas nos explica que los libros clásicos son inmortales porque «fijan los arquetipos de la experiencia humana creando personajes a la vez concretos y universales» y que los más representativos «son tragedias, porque la vida es trágica». A veces, nos dirá, la causa de esa consagración canónica literaria es noble y decantada; en otras, atrabiliaria («El tamiz de la historia, igual que el gusto de políticos, clérigos y rectores de universidad, ha sido programático», p.53). A partir de ese punto, Rexroth elaborará sesenta discursos de gran penetración intelectual y filosófica, donde la atención al argumento de las obras es siempre residual, en beneficio de una exégesis culta y sus conexiones multiculturales.
A veces, construirá elogios hiperbólicos sobre obras antiguas (nos dice que Edipo rey «quizá sea la obra teatral más perfecta jamás escrita», p.67); formulará juicios polémicos, susceptibles de levantar no pocas ampollas entre ciertos lectores de este volumen (afirma que los filósofos «son una secta cuya influencia es proporcional a su impotencia», p.92); denigrará a personajes de gran alcurnia, a quienes normalmente se les considera adornados con todo tipo de virtudes elogiables (Séneca se le antoja «uno de los mayores hipócritas de la historia», p.117); dibujará frases de enjundiosa profundidad, que sorprenden por su penetración (por ejemplo, cuando nos explica que, a su juicio, Baudelaire «vivió en una crisis permanente del sistema nervioso moral», p.270); derribará mitos políticos que para muchas personas continúan aureolados por la luz de la santidad laica («Se ha comparado a Marx con los profetas hebreos, pero se parece mucho más a los autores del Apocalipsis», p.277); o, en fin, se atreverá a darnos recetas graciosas e irregulares sobre la forma en que debemos leer una obra clásica («La guerra de las Galias se puede terminar en dos veladas tranquilas acompañadas con oporto, galletas saladas y una gruesa rebanada de queso Caerphily, y es así como debe hacerse», p.114).

Cita con los clásicos es un volumen erudito, en el que se tienden lazos entre siglos y géneros, se ausculta el corazón de las obras analizadas y se edifican teorías explicativas sobre sus mil matices y ramificaciones. Absténganse por tanto de acercarse a ella los curiosos sin preparación. Rexroth no escribe para lectores iniciales, que pretendan obtener de sus líneas un resumen de la obra o una enumeración de sus características superficiales, con vistas a elaborar un trabajo sobre las mismas o a adquirir un rápido barniz cultural,  sino que lo hace para iniciados que quieran dar otra vuelta de tuerca al monto de sus lecturas, ya efectuadas y reposadas. Nunca fue tan verdad aquel rótulo que recordaba Julián Marías en uno de sus ensayos: «Nur für Leser». Sólo para lectores.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Los mares del miedo



Una doble suerte tenemos los lectores de Antonio Gómez Rufo: de un lado, la excelencia incuestionable de su prosa (es, no me cansaré de repetirlo, uno de los mejores escritores de España); y de otro la fecundidad versátil de su pluma, que nos permite encontrar un nuevo libro suyo en las mesas de novedades de las librerías o en las bibliotecas cuando aún no se ha extinguido el placer que nos provocó el anterior.
Un ejemplo de novela excepcional (uno entre varios) es Los mares del miedo, que está ambientada entre los siglos XVI y XVII y que pone en relación a tres personajes subyugadores: don Fernando Ruiz de Alcalá (médico obsesionado por la cura de almas, la eliminación de los miedos humanos y la reflexión sobre la circularidad del tiempo), doña Clara (su intenso amor imposible, que ni la muerte atina a desbaratar) y Ben Al-Razí (sabio morisco que acompaña y nutre la vida y la inteligencia de don Fernando durante años, hasta su bochornosa expulsión de España por Felipe III). Con ellos, y con el manejo de los tres vectores que cruzan la obra (ciencia, amor y amistad), Gómez Rufo articula su texto alrededor de una tesis básica, auténtico aleph mental del protagonista: “Existe un único miedo, el miedo a la muerte, frente al cual todos los demás son miedos menores que encubren el gran temor, el verdadero” (p.211).

Y para descubrir la causa y la más eficaz neutralización de ese miedo cerval acude a la Teología, a la Alquimia y a la Anatomía, hasta que una jornada descubre en el cerebro humano un pequeño espacio que compara con una “minúscula pepita de oro” (p.374), donde pudiera estar la morada del alma (el místico sufí Ibn Arabí afirmó una vez que había oro en el cerebro humano). Todo esto lleva a don Fernando Ruiz de Alcalá, sanador de miedos, cirujano del espíritu, a elaborar una arriesgada, lírica e impactante teoría científica sobre la transmigración de las almas. Pero dejo en sus manos, querido lector, descubrir en qué consiste ésta y cómo trata el doctor de probarla. Ya me contará.

martes, 18 de noviembre de 2014

La clave secreta del universo



Sólo existe una tarea más compleja que estudiar los entresijos cuánticos e infinitos del universo, y es tratar de explicárselos de forma seria y profunda a personas sin una especial preparación científica. ¿Cómo conseguir que alguien con un cerebro normal (y entiéndase que no hay burla en mis palabras) comprenda lo que son las supercuerdas o los agujeros negros, las supernovas o las galaxias elípticas gigantes?
Lucy Hawking, auxiliada por los conocimientos de su padre (el célebre matemático y físico teórico Stephen Hawking, cuya Historia del tiempo fue hace años un inesperado best-seller) y con el apoyo de Christophe Galfard (famoso por sus tareas de divulgación), ha construido una novela para tratar de conseguir ese arduo propósito. Y a fe que lo ha conseguido. Su protagonista es George, un chico que, aherrojado por unos padres refractarios a todo adelanto que provenga de la ciencia (practican una suerte de ecologismo extremo, que los lleva a despreciar el mundo tecnológico y sus presuntas bondades), termina descubriendo que junto a él vive Eric, un investigador que, aparte de una hija simpática y fantasiosa, posee un ordenador ultramoderno (“Cosmos”), que habla y está dotado con capacidades tan increíbles como hacer que sus usuarios viajen virtualmente por el espacio. Gracias a las enseñanzas de Cosmos y Eric, el muchacho irá enamorándose del mundo de la ciencia, que le ayudará a superar sus problemas personales (entre los que se incluyen no sólo las relaciones con sus padres, sino también con sus compañeros de aula).
Pero como toda novela que se precie, La clave secreta del universo nos presenta una figura antiheroica, que sirve como contrapeso de la narración y que la vuelve mucho más interesante, porque la dota de aire policíaco: la de Graham Ripe, un desagradable profesor que parece divertirse humillando a sus alumnos y que, sin que al principio adivinemos muy bien las razones, se empeña en atosigar a George y trata de descubrir lo que éste sabe sobre el misterioso ordenador Cosmos. Algo trama (y nada bueno) el mefistofélico personaje.

Lucy Hawking, con una evidente habilidad, construye una novela seria, muy solvente, muy bien organizada, donde mediante dibujos, cuadros sinópticos, explicaciones sencillas y hasta un bloque fotográfico impresionante (compuesto por 32 páginas a todo color), nos invita a pasear por los pliegues más oscuros del universo, haciendo que nuestra curiosidad se despierte y quede excitada por el deseo de saber. Quizá el detalle que más conviene subrayar de este volumen es que Lucy Hawking no se ha limitado a hilvanar con mayor o menor pericia secos conceptos del mundo científico sino que, realmente, ha edificado una novela, donde los personajes son creíbles y donde la ficción envuelve la aspereza técnica con agradables dosis de misterio. El peso del apellido Hawking no debe empañar el mérito del nombre Lucy.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Palabra sobre palabra



Y de repente, a los 48 años, me digo que quiero volver a Ángel González. Sin más razón que el puro gusto. Porque quero e dame a gaña, como escribió Celso Emilio Ferreiro. Porque tras muchos poemas suyos leídos, releídos, recitados en clase o susurrados en soledad en mi despacho, de madrugada, quizá sea tiempo de bañarme de nuevo en sus aguas llenas de hermosura, de sencillez, de brillos inusitados, de grandeza, de juegos verbales, de Poesía. Porque el ovetense Ángel González me ha dicho en muchas ocasiones (como Neruda, Benedetti o Celaya) su verdad en verso. Y le debo la vida. Como se la debo a todos los escritores que han sabido emocionarme y me han puesto la piel de gallina, el corazón del revés, el cerebro a punto de ebullición, los ojos acosados por el temblor, la garganta llorosa. Porque vivir sin poesía, sin literatura, sin libros, no hubiera sido vivir. Y eso me lo explicaron y me lo demostraron gentes como Ángel González. Y les debo la vida.
Ahora, en sus palabras viejas y nuevas, me recuerda que para que él se llame Ángel González han tenido que aliarse espacios, gentes y tiempos desde épocas remotas; y que “para vivir un año es necesario / morirse muchas veces mucho” (Cumpleaños); y que pueden escribirse para la eternidad poemas tan hermosos como Muerte en el olvido, Mientras tú existas, Cumpleaños de amo o Me basta así; y que un poeta puede darnos sentencias memorables, como que “mañana es un mar hondo que hay que cruzar a nado” o que “somos invulnerables de tanto vulnerados”; y nos pregonará que en ocasiones nos encontramos en la vida “cerrada la esperanza, el miedo abierto”; y que “los problemas son prolíficos como ratas”; o nos dibujará su pensamiento religioso de una forma nítida (“Buda, Yahvé, Mahoma –vaya trío–, / todo lo que en la sombra manipula, / compromete, corrompe, traza, borra / el devenir de la existencia humana”); o nos dejará docenas de juegos de palabras, como cuando nos habla de unos nudistas que pasean por la playa, a los que define como “almas en pene”...
Y de pronto caer en la cuenta de que es imposible condensar todo eso en una treintena de líneas, ni siquiera en un centenar, y que en realidad tampoco quiero hacerlo, porque me gusta que los versos y las imágenes de Ángel González sean expansivos, se dilaten, se iluminen, tracen dibujos en mi memoria, instalen mojones en mi corazón. Y que si lo dejo todo así, envuelto en niebla y en amor de lector agradecido, lo mismo dentro de veinte años vuelvo otra vez y me baño en su río de adjetivos dulces y de sustantivos vigorosos como quien descubre América o el Mediterráneo.

Quedo emplazado, pues. Y que continúe la Poesía.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El vaso de plata



Antoni Marí (Ibiza, 1944) pertenece a esa estirpe de escritores cuyos libros han circulado durante mucho tiempo de mano en mano por cauces minoritarios. A mí me lo dio a conocer hace ya muchos años mi amigo Pepe Colomer, hombre de plurales sabidurías y de fervorosa generosidad proselitista, que también me ha ido “presentando” con entusiasmo a José Carlos Llop, Enric Soria y otros talentosos escritores, no habituales en las listas de los libros más vendidos. Y el volumen con el que me abrió las puertas de Antoni Marí fue, precisamente, El vaso de plata, que leí con reverencia en la vieja edición de 1992.
Más tarde, el sello Libros del Asteroide volvió a lanzar la obra, con un prólogo breve y atinado de Ignacio Martínez de Pisón. Y no creo que ningún lector interesado en la Belleza deba perder la ocasión de incorporar estos catorce cuentos a las baldas de su biblioteca, porque estamos ante una obra de exquisita factura, interna y externa. Interna, porque cada uno de los relatos está construido con inusitada perfección formal (invisible, pero poderosa); y externa, porque ha tenido la sagacidad de insertarlos dentro de una estructura orgánica: las obras de misericordia (corporales y espirituales) de la religión católica. De tal modo que los relatos se titulan “Dar de beber al sediento”, “Dar de comer al hambriento”, “Vestir al desnudo”... y así hasta “Rogar a Dios por los vivos y por los muertos”, que completa el tomo.
Ese hilo vertebrador (argumental) se completa con la figura de Miguel, que va apareciendo en los cuentos, y del que poco a poco se nos van facilitando datos biográficos y psicológicos, que lo convierten en protagonista de lo que, en el fondo (Martínez de Pisón acierta a verlo), no es sino una novela de aprendizaje: hijo de un registrador de la propiedad, con amplios estudios universitarios, andarín (por obligación), navegante (por devoción), que veraneó durante su infancia en la finca del abuelo Juan, que tomó clases de piano y de solfeo con doña Herminia, que se fue a preparar un proyecto de investigación en el extranjero, etc. Pinceladas que la imaginación de los lectores irá uniendo en un retrato profundo y nítido, revelador y perfecto.

Jorge Luis Borges, siempre tan plástico, dijo una vez que una obra literaria no es sino una ocasión para la belleza. Y acertó con la fórmula. El vaso de plata es una de las formas que ha elegido lo Espléndido para volverse tinta.

martes, 11 de noviembre de 2014

Hablar durante las comidas



Érase una vez un lugar llamado Los Olmos. Érase una vez un lugar llamado Puerto Errado. A quienes conozcan un poco la obra narrativa de Pascual García estos nombres les resultarán habituales, incluso familiares. Están en otros libros suyos. Son dos puntos destacados y significativos de su geografía literaria. Dos reductos montaraces, abruptos, en los que viven hombres silenciosos y mujeres abnegadas, curtidos por el frío y las ventiscas, que intentan sobrevivir en medio de condiciones muy duras. Ahora, en este volumen donde se alinean cuarenta y un preciosos cuentos, los vemos reaparecer como telón de fondo en varias de las historias.
Fiel a su condición, el autor de Moratalla mantiene los núcleos de su estilo literario: la excelencia de la forma, la brutalidad desnuda de sus escenarios, la finura con la que penetra en el alma de sus historias y las convierte en pequeños diamantes de recuerdo imborrable... Pascual García es uno de los mejores cuentistas que conozco, y les aseguro que conozco a muchos, en persona o por sus libros. Hablar durante las comidas es una demostración más de que se ha erigido ya en un maestro del género. Y un maestro que no elude ningún tema, de los muchos que componen el intrincado laberinto del alma humana: el amor, el odio, la venganza, el dolor, la soledad, la envidia, los celos, la frustración, la derrota, la muerte... Para todos esos estados existe un cuento en este tomo, que le sirve como ejemplo. Porque Pascual García se propone, ante todo, diseccionar el interior de sus personajes, ofrecernos sus entrañas y que leamos en ellas, como si fuéramos arúspices, los mil recovecos que cobijan. De ahí que se fije en sus personajes con atención y los someta a un análisis bien detallado. No le interesan los muñecos de cartón piedra. Él quiere seres vivos moviéndose por sus páginas. Y esos seres vivos, con los que establecemos como lectores unos vínculos de atracción y de repulsión, son observados por el microscopio privilegiado (o por el bisturí privilegiado) que es siempre la literatura.
En el cuento “Desahucio” nos encontramos con uno de esos temas que tan de actualidad se han puesto últimamente; en “La extraña pareja” nos acerca hasta un matrimonio que viaja en tren hacia el lugar donde el marido tendrá que ingresar en un centro sanitario, del que quizá no salga; en “Errabundo y sin consuelo” constatamos que un teléfono puede convertirse en una válvula de escape con la que huir de la tristeza y encontrar una luz al final del túnel; en “Algún día” se nos hablará de un noviazgo antiguo, rural, que lleva camino de eternizarse; “Objetos perdidos” tiene una carga simbólica importante, que los lectores descubrimos casi línea a línea, y que nos conmueve y perturba al final; “Un futuro prometedor” nos habla de una mujer que perdió al amor de su vida y que ahora trata de refugiarse en los éxitos de su trabajo, para no descubrir que el desierto inunda su corazón y su futuro; “Me alegro de verte” nos habla de una ilusión vana, en la que un anciano busca su pasado en el presente, ignorando que es imposible desandar ciertos caminos... Son más de cuarenta, como les digo, las historias que Pascual García nos propone en este volumen, y ninguna atesora menor calidad que las demás. Es un tomo sorprendentemente homogéneo y decantado.

Pero hay una cosa que está bien clara: este libro, como todos los libros, sólo cobra vida y autenticidad cuando los lectores lo cogen entre sus manos y van empapándose de sus historias por ellos mismos, sin la intermediación de nadie. Así que entiendo que mi misión ahora es callarme y dejar que sean ustedes mismos quienes lo abran y entren en el mundo de Los Olmos, de Puerto Errado y de estos hombres y mujeres macerados por el dolor, la melancolía, la nostalgia y la soledad.

sábado, 8 de noviembre de 2014

El coleccionista de libros



La controversia se ha mantenido en pie durante siglo y medio y por ahora no lleva camino de extinguirse o aclararse: ¿fue William Shakespeare, realmente, el autor de las obras que se le atribuyen? ¿O, por el contrario, salieron éstas de la pluma de Roger Bacon, Edward de Vere o Christopher Marlowe? Los famosos “años perdidos” del cisne de Avon, su escasa formación académica y la desconcertante ausencia de manuscritos del dramaturgo isabelino constituyen los núcleos sobre los que se ha vertebrado la famosa “duda razonable”, en la que han militado catedráticos, traductores, historiadores e incluso actores de prestigio, como Derek Jacobi. ¿Pudo alguien como el insignificante Will Shakspeare (así firmaba) atesorar conocimientos de leyes, psicología, teología, astronomía y otro buen caudal de materias dispares, sin que tiemblen al pensarlo la lógica o el sentido común?
Charlie Lovett acaba de ver publicada en lengua española su novela El coleccionista de libros, que ha traducido Damià Alou para el sello Plaza & Janés, en la cual se aborda una hipótesis tan sugerente como magnética: ¿qué ocurriría si, de pronto, apareciese una demostración manuscrita de que el misterioso William Shakespeare sí que fue en verdad el autor de sus obras? Peter Byerly, un tímido experto en libros antiguos, se encontrará con ese valioso documento: una edición del Pandosto de Robert Greene, en el que Shakespeare se inspiró para componer su Cuento de invierno. Lo singular es que en los márgenes del documento William fue realizando anotaciones de su puño y letra, con las que ir perfilando los matices de su obra. Anonadado, Byerly siente que su cabeza se convierte en un torbellino cuando calibra las consecuencias de dar a conocer este hallazgo a la comunidad científica. Pero lo que no sospecha es el conjunto de perturbaciones que comenzarán a generarse alrededor del manuscrito: vecinos iracundos, pasadizos subterráneos, tumbas con sorprendentes papeles en su interior, traiciones, asesinatos...
Para construir la arquitectura de esta trepidante novela, Lovett se sirve de varias franjas temporales que va alternando en su narración: una de ellas se centra en los años en que vivió William Shakespeare; la segunda gira en torno a 1870, etapa en la que el acuarelista Gardner se convierte en pieza clave para la historia del documento shakespeareano; la tercera se localiza en los años 80 del siglo XX, cuando Peter Byerly comenzó a interesarse por el mundo de los libros antiguos y conoció a la mujer de su vida, Amanda; y la cuarta ocurre en 1995, el año en que los acontecimientos finales de la novela tienen lugar...

Con un estilo tan sobrio como eficaz, Lovett consigue edificar una novela equilibrada y firme, de la que resulta difícil desengancharse y en la que los lectores conocerán con cierto lujo de detalles dos historias paralelas y en cierto modo complementarias: de un lado, el modo en que se fragua una historia de amor tan hermosa e intensa como breve (la que une a Peter y Amanda); del otro, la minucia que Lovett pone en describirnos el mundillo que rodeó a Shakespeare durante su vida en Stratford: los desdenes que sufrió por ser hijo de un guantero, la forma en que le prestaron el Pandosto para construir su obra Cuento de invierno, los hábitos etílicos y prostibularios de los autores que lo rodeaban, etc. Léanla. Disfrutarán.

jueves, 6 de noviembre de 2014

Juana la Maliciosa



Si analizamos con cierto detenimiento la conocida frase de José Ortega y Gasset, “Yo soy yo y mi circunstancia”, quizá lleguemos a la conclusión de que los elementos que rodean nuestro vivir son los que determinan en realidad el exacto rumbo de nuestros pasos. Que todo aquello que flota y late a nuestro alrededor (circum stantia) nos condiciona, nos impele, nos fija. Juana, protagonista de esta novela de David Bowman, es una jovencita que ha sido golpeada por el azar desde muy pequeña: su madre muere en un accidente automovilístico; su padre se ve zarandeado por la depresión y se suicida en el lugar donde conoció a su esposa... Son ingredientes que volverán amarga su adolescencia y que la llevarán a un estado de confusión o zozobra en el que se descubrirá a sí misma. Pero esa operación de descubrimiento no será sencilla, ni tampoco agradable, porque todo acabará girando, sin que Juana lo impida, alrededor del sexo. Y en ese territorio se pueden experimentar tantas alegrías como decepciones. Primero se adentrará en una tibia tentativa lesbiana (con una compañera de campamento); luego probará con un chico, en una discoteca; después será el turno de su primo Fernando; más tarde, el rico, manipulador y caprichoso Adrián; por último, El Gran Tagomago (que cuenta la historia de forma oral a un oyente, el cual nos la traslada a nosotros). Juana, aunque considere inocentemente que controla la temperatura y la frecuencia de sus aventuras, se irá degradando en esas etapas, se irá cosificando de forma paulatina. Adrián y Jaume (El Gran Tagomago) dirán que la aman, y quizá lo hagan a su modo, pero utilizan su cuerpo para experimentar y obtener beneficios con él, dejándola al margen. Juana la Maliciosa es la crónica de un aprendizaje y de una forja: las que tiene que acometer una chica salvajemente atractiva en un mundo de depredadores que la circundan y de los que tiene que protegerse (esquivándolos, utilizándolos, conociéndolos). David Bowman ha logrado en esta novela un texto fluido, seductor, lleno de páginas galvánicas, donde encontrará alimento el buscador de emociones fuertes (sexo en grupo, mujeres atadas, sadismo), pero donde también disfrutará bastante el degustador de buena literatura, porque se maneja con soltura en la narración y logra que camines de su mano por los meandros de su historia, ambientada en lugares tan cambiantes como Ibiza, Valladolid, Jordania o Madrid. Realmente entretenida.

martes, 4 de noviembre de 2014

Una historia: dos relatos



Un escritor, a veces, se ve asaltado por la realidad, y entonces es ésta la que le dicta lo que debe escribir. Le ocurrió en una ocasión a Imre Kertész, premio Nobel de Literatura en 2002. Por motivos profesionales, se vio impelido a realizar un viaje en tren en dirección a Viena; y este detalle, que para cualquier otro escritor occidental supondría una mera anécdota, se convirtió para el narrador húngaro en el inicio de una pesadilla. En efecto, un aduanero puntilloso y con ganas de incordiar lo sometió a un humillante acoso de preguntas e insidias, que terminó cuando le requisó el dinero y el pasaporte, indicándole después que, por no llevar documentos, debía bajarse del tren. Kertész intentó protestar educadamente, pero lo único que consiguió fue que le extendieran un inútil recibo, y que le permitieran subir en un viejo tren que lo devolvió a Budapest, después de pagar una cierta cantidad de dinero suplementaria. Esa ceremonia vejatoria aniquiló anímicamente al escritor, que llegó a sentirse como un cadáver (“He perdido mi capacidad de aguante, ya no me pueden herir más”, p.40).
Un tiempo después, al también húngaro Péter Esterházy le ocurrió algo de similar tono. Él no iba leyendo en el tren el Diario de un genio, de Salvador Dalí, como hacía Kertész, sino una novela de Malamud (“No era muy buena, pero me permitía sentir la presencia continua de un verdadero escritor”, p.67). Pero las restantes circunstancias son prácticamente idénticas: una extorsión, una humillación, un malestar. Y las reflexiones posteriores.
La diferencia entre ambas historias (o, mejor dicho, entre los dos relatos de la misma historia, porque en el fondo es de lo que se trata) es que Kertész nos describe la situación con una mayor dosis de angustia, en tanto que Esterházy echa mano de una cierta cachaza humorística y se planta ante los hechos con una mayor frialdad distante, con cierta ironía digestiva. Dos maneras complementarias de ver un suceso que, si nos imaginamos a nosotros mismos como sus protagonistas, nos provocará un escalofrío.
Es inevitable que, en este tipo de casos, se piense en el checo Franz Kafka (como de hecho hacen los dos), pero también que se constate que por debajo de la piel aparentemente normal de nuestras sociedades, late siempre la inminencia del horror, la posibilidad del caos, la sospecha de que pueda advenir el terremoto que las perturbe. Vivimos instalados en una normalidad quebradiza, mercúrica, que aceptamos como estable pero que se puede quebrar de un momento a otro; y ésta puede ser la lección profunda que deberíamos extraer de estos dos relatos que el sello Galaxia Gutenberg–Círculo de Lectores nos ofrece en un solo tomo de letra muy agradable, con la traducción de Adan Kovacsics. Una lección moral que no deberíamos dejar de leer.

domingo, 2 de noviembre de 2014

San Manuel Bueno, mártir



Ángela Carballino, una criatura que vino al mundo en la pequeña aldea de Valverde de Lucerna y que salió de allí durante unos años con la intención de estudiar en un colegio de monjas (“Pensando en un principio hacerme en él maestra, pero luego se me atragantó la pedagogía”), vuelve a su pequeño hogar, donde conoce en profundidad al cura del pueblo, don Manuel Bueno. Ahora, casi cuatro décadas después, nos deja un memorial donde intenta reconstruir el pensamiento, las torturas interiores y el devenir de este hombre atribulado, en el que descubrió una verdad terrible: don Manuel carecía de fe. Seguía ejerciendo su trabajo con la ilusión de que los habitantes del pueblo sí que creyeran “en todo lo que cree y enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana”, pero él mismo ignoraba las mieles de la esperanza.
Ángela y su hermano Lázaro, testigos directos y privilegiados de esta zozobra, no conseguirán reducir la angustia anímica del párroco, que sus conciudadanos desconocen. Y cuando fallece (emotiva decisión la de hacerse enterrar envuelto en unas tablas hechas con la madera del nogal a cuya sombra pasó su infancia), los dos hermanos quedan tan confusos como huérfanos.

Temáticamente, esta obra de Unamuno se ha ido empapando de un cierto olor a rancio, que desde luego no ayuda nada a su valoración actual. Alejados los lectores de esta especie de bucolismo arcangélico y ñoño que rodea a Valverde de Lucerna, resulta que sus personajes y su trama (aparte de poco originales ya de por sí) se tornan tediosos y de cartón piedra, como estampitas de Espigas y azucenas iluminadas por un rompimiento de gloria. De ahí que la obra ingrese en algunos instantes en la peligrosa zona del bostezo. No obstante, desde el punto de vista estilístico (si aceptamos perdonar su notorio abuso de referencias bíblicas), la novela sigue siendo agradable.