Reconozco con pesadumbre (no con humildad) que por
más esfuerzos que he aplicado durante años a las tesis espacio-temporales de
Albert Einstein jamás he logrado entenderlas. Me faltan sin duda matemáticas,
física y capacidad de abstracción: no son carencias que resulten fáciles de
difuminar. Tal vez por eso me he cogido esta voluminosa propuesta biográfica de
Walter Isaacson sobre el genio de Ulm: con la ilusión de que me asaltase la luz
sobre su figura y sus ideas. Sería hermoso decir que he logrado mi propósito,
pero faltaría a la verdad si lo pregonase.
He entendido, eso sí, cómo un cuerpo de enorme masa
puede deformar el espacio-tiempo a su alrededor a través de una metáfora
hermosa y simple: una pesada bola colocada sobre un colchón curva el colchón y provoca que otras
bolas menores se acerquen a ella, fruto de la inclinación. Es tan sencillo que
me avergüenza no haberlo captado antes.
Y he aprendido también un buen caudal de detalles
sobre la vida de este físico teórico. Por ejemplo, que sus expedientes
académicos demuestran que sus famosas malas notas constituyen una información
errónea. Siempre fue, en letras y en ciencias, un excelente estudiante (página
43). Por ejemplo, que pasaron nueve años desde su graduación sin que nadie le
ofreciera un puesto como profesor universitario. De hecho, incluso habían
pasado cuatro desde su célebre artículo de 1905, donde sentaba las bases de la
Relatividad (páginas 81-82). Por ejemplo, que tuvo una hija llamada Lieserl, de
la que pronto se perdió la pista, porque la dieron en aparente adopción de
forma misteriosa (páginas 115-116). Por ejemplo, que Einstein frecuentó en
Praga la tertulia de Bertha Fanta, a la que también asistía un chico timidísimo
llamado Franz Kafka. Por ejemplo, que tuvo infinidad de líos amorosos con
amigas, secretarias y algunas admiradoras. O que, por referirme a una última
anécdota chocante, no sabía nadar.
Y para los amantes de las anécdotas curiosas, hay
en la página 130 una que vale su peso en oro: habla Walter Isaacson del número
de Avogadro (el número de moléculas que se estima que contiene un mol de gas) y
lo sitúa en 6’02214 . 1023. Por tratarse de una cantidad
elevadísima, y para que nos hagamos una idea de ella, escribe: “Si se
esparciera esa misma cantidad de palomitas de maíz sin abrir por todo el
territorio estadounidense, formaría una capa de más de 14 kilómetros de
espesor”. Alucinante.
Un volumen, por tanto, lleno de curiosidades y
datos estimulantes para quienes desean conocer un poco mejor la textura
científica del mundo en el que vivimos. Y que, como es natural, puede
completarse con otras lecturas del mismo tipo. Yo ya estoy buscando la
siguiente.