Esta novela corta fue
galardonada con el premio «Saavedra Fajardo» en el año 1981 y estaba concebida
como un homenaje fervoroso a don Juan Manuel (el autor lo declara expresamente
al final del libro). Nos sitúa ante un relato de viajes, ambición, ingenuidad y
conocimiento, donde no se concede respiro a los lectores, pues desde la primera
de sus páginas se los sumerge en una aventura intrigante, seductora, llena de
encanto y misterio.
Encontramos en su inicio a un
anciano abad que espera al joven monje galo de la orden de Cluny que le está
recitando la hagiografía de Casiano para que él la anote. Poco después, llega
al convento un artzai vasco, el deán de Santiago. Viene en busca del viejo abad
porque deduce que éste, siendo “libro viviente y ciego, bibliotecario loco del
viejo Ripoll” (p.17), podrá ayudarlo en un ambicioso proyecto que acaricia en
secreto desde hace años, y al que no piensa renunciar en modo alguno: llegar a
ser papa. Este deán le pidió, años atrás, que hiciese un esfuerzo de memoria y
que recordase si había tenido oportunidad de trabajar sobre algún pergamino,
quizá escrito en griego, que tras ser robado en la lejana Alejandría, hubiera
recalado en Ripoll. Si ese pergamino (que contiene las instrucciones necesarias
para llegar al papado) obrara en su poder, el deán se compromete a utilizarlo
para reconducir los caminos de la
Iglesia; y lo nombraría a él arzobispo o abad de Ripoll.
A partir de ese momento, se
inicia un viaje repleto de aventuras, peligros y sorpresas, que tiene como
objetivo localizar el sepulcro de Moisés y que dejaré que los lectores
descubran por sí mismos, porque supondría un auténtico crimen destripárselo.
La gran pregunta que puede
formularse al final es la siguiente: ¿estamos, realmente, ante una novela
histórica? Tras un serio análisis de los elementos que conforman el tomo, yo
creo que habría que contestar de forma negativa. Pulvum eris… es un libro ambientado, eso resulta indiscutible, en
un período histórico (el siglo XI), que es descrito con encomiable rigor; pero
no se plantea como prioridad la narración de aquel mundo, sino de unos
personajes y caracteres que se revisten de nítido valor metafórico. Santiago
Delgado ambienta históricamente estas
páginas, pero no se detiene ahí. No se estipula como meta la de “novelar” una
porción del siglo XI, ni juega tampoco al pastiche por el puro placer de
exhibir sus conocimientos, lecturas y sabidurías. Su proyecto es más ambicioso,
y por eso supera el umbral de la novela histórica; que es, en sí, un sub-género
tan limitado y tan discutible —no nos
engañemos— como la novela negra o la novela rosa, aunque los nombres de Walter
Scott, Marguerite Yourcenar, Gore Vidal o el excelso Robert Graves hayan
contribuido a dotar a la primera de una aureola más bien engañosa de excelsitud
(y digo “engañosa” porque nos dejamos distraer en sus obras de la principal
evidencia: que no son simplemente unos grandes escritores históricos, sino unos grandes escritores).
Santiago sitúa a sus personajes en el siglo XI y luego nos habla de la
eternidad, de lo humano, de lo imperecedero. Todos los protagonistas nacen,
ambicionan, traicionan y mueren como lo harían un goliardo, un mujik, un
sacerdote inca o un escriba sumerio. Lo inmortal
humano se refleja a la perfección en las peripecias impetuosas, lascivas,
simoníacas, traicioneras y finalmente fracasadas de todos los personajillos que
emprenden la búsqueda del sepulcro de Moisés. Y daría igual que, en lugar de
cristianos medievales, fueran marineros griegos que desean encontrar el
Vellocino de Oro, y que tienen los ojos erosionados por la monotonía de las
aguas; o conquistadores españoles buscando la tierra de Eldorado, crucificados
por las saetas envenenadas de los indígenas; o viajeros que fatigan los caminos
de Asia junto a Marco Polo, mientras sueñan con la ruta de la seda; o nazis que
se han fijado como objetivo la localización del Arca de la Alianza, que les dará
poder sobrenatural; o montañeros que persiguen al yeti por las cumbres del
Himalaya, ajenos a la ceguera de la nieve. El viaje de búsqueda carece de
filiaciones históricas, porque es eterno. Todas las expediciones son una sola
expedición. Y Santiago Delgado, que es novelista inteligente, lo sabe. Elige un
período temporal y se ciñe a él con escrúpulo de erudito, pero jamás pierde de
vista que está relatando hechos universales y que, por tanto, escribe en verdad
fuera del tiempo. A una novela no conviene ponerle más adjetivo que la palabra
“buena” o “mala”. El resto son trampantojos.