viernes, 14 de agosto de 2020

Novísimas aventuras de Sherlock Holmes




La inmensa mayoría de la gente acepta sin problemas que el humor nos hace más felices y nos alivia este período de tiempo (tan efímero) al que llamamos “vida”; pero sólo una pequeña parte de esa misma gente admite que los libros erigidos sobre el humor puedan ser etiquetados como “alta literatura”. Se los mira, sí, con un cierto desdén altanero, que sólo admite excepciones contadísimas (algunos poemas de Quevedo, algunas comedias de Mihura, algunas novelas de Eduardo Mendoza). Sin ganas de ponerme a catequizar o convencer a los renuentes (CJC afirmaba que las ganas de discutir constituyen un claro signo de deficiencia mental), yo me limito a darme periódicamente baños salutíferos en este tipo de obras y tengo, como es lógico, mis preferencias. Enrique Jardiel es una de las más satisfactorias.
Acudo hoy a Novísimas aventuras de Sherlock Holmes, una obra que, con breve y hermoso prólogo de Rafael Reig, publicó hace algunos años la editorial Rey Lear. En ella descubrimos que el brillante investigador morfinómano inventado por Conan Doyle, habiendo perdido la colaboración de Watson, contrata como ayudante… a Jardiel Poncela. Y lo hace por cuatro razones: “Es usted ágil, sabe jugar al ajedrez, mide un metro sesenta de estatura y se llama Enrique” (p.23). A partir de entonces, y como es fácil imaginarse, ambos se verán envueltos en una curiosa serie de casos donde aparecerán misas negras, momias analfabetas, hindúes vengativos, anarquistas que odian a los músicos callejeros y hombres que tienen la barba azul marino. Por supuesto, lo más memorable del tomo son siempre las ocurrencias del escritor madrileño, que abundan en consideraciones atmosféricas (“La tarde caía sin hacerse daño”) o descriptivas (“Era un caballero de unos cincuenta años bisiestos, con aire de perro de trineo”); pero que también se sirven de los juegos de palabras (“Evans, que murió mirando un armario de luna, y Evelina, que murió mirando la luna sin armario”), del comentario malicioso (“Nunca había visto yo nada que me sorprendiese más, si se exceptúa un día en que oí decir que Alberti era un poeta”) o del lirismo zumbón (“Sucedía siempre cuando Sherlock se hacía cargo de algún misterio sobre el que tenía que derramar la luz de acetileno de la verdad con el carburo de su talento y el agua de su perspicacia. ¡Ahí va!”).
Este libro garantiza una mañana o una tarde de sonrisas garantizadas. Juzgo que hasta los amantes del almidón deberían concederle una oportunidad.

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