La
inmensa mayoría de la gente acepta sin problemas que el humor nos hace más
felices y nos alivia este período de tiempo (tan efímero) al que llamamos
“vida”; pero sólo una pequeña parte de esa misma gente admite que los libros
erigidos sobre el humor puedan ser etiquetados como “alta literatura”. Se los
mira, sí, con un cierto desdén altanero, que sólo admite excepciones
contadísimas (algunos poemas de Quevedo, algunas comedias de Mihura, algunas
novelas de Eduardo Mendoza). Sin ganas de ponerme a catequizar o convencer a
los renuentes (CJC afirmaba que las ganas de discutir constituyen un claro
signo de deficiencia mental), yo me limito a darme periódicamente baños
salutíferos en este tipo de obras y tengo, como es lógico, mis preferencias.
Enrique Jardiel es una de las más satisfactorias.
Acudo hoy
a Novísimas aventuras de Sherlock Holmes,
una obra que, con breve y hermoso prólogo de Rafael Reig, publicó hace algunos
años la editorial Rey Lear. En ella descubrimos que el brillante investigador
morfinómano inventado por Conan Doyle, habiendo perdido la colaboración de
Watson, contrata como ayudante… a Jardiel Poncela. Y lo hace por cuatro
razones: “Es usted ágil, sabe jugar al ajedrez, mide un metro sesenta de
estatura y se llama Enrique” (p.23). A partir de entonces, y como es fácil
imaginarse, ambos se verán envueltos en una curiosa serie de casos donde
aparecerán misas negras, momias analfabetas, hindúes vengativos, anarquistas
que odian a los músicos callejeros y hombres que tienen la barba azul marino.
Por supuesto, lo más memorable del tomo son siempre las ocurrencias del
escritor madrileño, que abundan en consideraciones atmosféricas (“La tarde caía
sin hacerse daño”) o descriptivas (“Era un caballero de unos cincuenta años
bisiestos, con aire de perro de trineo”); pero que también se sirven de los
juegos de palabras (“Evans, que murió mirando un armario de luna, y Evelina,
que murió mirando la luna sin armario”), del comentario malicioso (“Nunca había
visto yo nada que me sorprendiese más, si se exceptúa un día en que oí decir
que Alberti era un poeta”) o del lirismo zumbón (“Sucedía siempre cuando
Sherlock se hacía cargo de algún misterio sobre el que tenía que derramar la
luz de acetileno de la verdad con el carburo de su talento y el agua de su
perspicacia. ¡Ahí va!”).
Este
libro garantiza una mañana o una tarde de sonrisas garantizadas. Juzgo que
hasta los amantes del almidón deberían concederle una oportunidad.
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