viernes, 29 de septiembre de 2017

Y tú, por tanto, otra cosa



El amor que nutre las páginas de Y tú, por tanto, otra cosa no puede tener un inicio más natural ni más sencillo: “Empezamos siendo dos vidas desconocidas”, nos asegura Salva Robles casi en el inicio del poemario. Pero pronto esos senderos iniciales se fueron “agostando entre las sombras” y brotó el itinerario común, que se llenó de películas, manos, libros, ojos, música, labios, cuadros y piel.
Todo cabe en esta acumulación sedimentaria o explosiva de sensaciones: el brote lírico que puede surgir de cualquier producto de belleza (“Cosmética necesidad”); la hermandad dulce que forman las pupilas y los dedos a la hora de buscar un libro en la estantería (“Aspiración”); la cotidianidad lánguida de todos los objetos y paisajes que rodean el amor (“No olvidemos, vida mía, / que más allá de nosotros / están los semáforos, el lavavajillas, / los bancos y la ropa para planchar”); o el sofá donde la pasión ultima y aquilata sus detalles de fuego.
Entregado a la ceremonia de las palabras, el poeta alcanza cimas como el texto de la página 45, que no me resisto a transcribir:
“Quiero habitarte.
Tú eres la casa por amueblar
en la que caben esas estanterías
que ahora me sostienen.
Repisa a repisa,
espero derramarme sobre ti
como si a la vez yo fuera
un libro que quieres leer
y un espacio que necesito ocupar
para leerte”.
Todo el poemario burbujea con instantes voluptuosos, filosóficos, cultos, sensuales, reflexivos, que obligan a los lectores a sumarse a su dibujo interior, del que termina impregnado.

Deliciosa obra, en verdad.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

Disciplina sin lágrimas



Educar a los hijos. Son apenas cuatro palabras, pero constituyen un quebradero de cabeza para millones de personas, que no terminan de encontrar el método más adecuado para hacerlo. Seguir un patrón autoritario supone convertirse en una figura ríspida, gruñona y tensa. Elegir un modelo demasiado blando nos provoca vacilaciones, porque se nos antoja inoperante para imponer auténtica disciplina. ¿Qué hacer, entonces? ¿Por qué opción decidirse? ¿Por quién dejarse aconsejar? ¿Qué camino elegir?
Los terapeutas Daniel J. Siegel y Tina Payne Bryson nos proponen, en este tomo que traduce Joan Soler Chic para Ediciones B, un sistema basado en la escucha, la serenidad, la interacción y el respeto. Desde el principio del volumen nos dicen algo que sabemos de sobra quienes formamos parte del colectivo (“Los padres están cansados de chillar tanto, de ver malhumorados a sus hijos, de que estos sigan portándose mal. Saben qué clase de disciplina no quieren utilizar, pero no saben qué alternativa elegir”) y luego, poniendo ejemplos prácticos, esmaltan consejos para evitar las tormentas emocionales, o al menos para reducir y reconducir las mismas.
Se trata, en suma, de mantener una posición reflexiva y mesurada la mayor cantidad de veces que sea posible, para construir esquemas reguladores propios en el cerebro del niño; porque los “combates” de gritos o de malos gestos no son en el fondo más que batallas de amígdalas, donde nadie consigue alzarse con la victoria: ambas partes sufren la erosión de la ira, que siempre es una derrota entre seres que se aman.
Lo mejor de la obra: la gran cantidad de casos prácticos que nos propone, incluidas muchas “muletillas verbales” que ofrece como auxilio para situaciones de estrés.

Lo peor: los dibujos que acompañan al volumen (horrendamente infantiloides) y la excesiva repetición de consignas, que fatigan por asfixia. Con ochenta páginas menos se habría dicho lo mismo, más concentradamente.

sábado, 23 de septiembre de 2017

Cuentos grises



El título de esta colección de cuentos, que acaba de aparecer en el sello Boria Ediciones, resulta levemente engañoso. Paul Auster ofreció al público su Cuaderno rojo; triunfan por doquier los relatos negros; Dostoievski está muy bien representado por sus Noches blancas; Fernando Fernán-Gómez nos contó su vida en El tiempo amarillo; Antonio Gala pudo teatralizar sobre Los verdes campos del Edén; y Rubén Darío nos legó en 1888 su libro Azul… Pero el gris, pobrecito, tiene muy mala prensa en nuestra mente, porque lo asociamos a lo anodino, a la fruslería, a la rutina, incluso al fracaso.
Hugo Argüelles (Madrid, 1978) nos ofrece en estos Cuentos grises una serie de crónicas y retratos que, en efecto, parecen haber sufrido la contaminación de esos atributos: un joven que se viene a la región de Murcia y que languidece de hospedaje en hospedaje, rodeado de personas y actividades entre las que no encuentra su sitio; una pareja de lectores que, al cabo de los años, terminan por experimentar un cambio radical en sus vidas, fruto de unas vacaciones no convencionales; los lánguidos locutores de un programa radiofónico nocturno; un poeta solitario que compone versos eróticos al buen tuntún y que no tiene más amiga que una lesbiana llamada Paty; un muchacho que agota días inanes en las calles y cervecerías de Dublín, mientras experimenta el aburrimiento o la falta de objetivos; el escritor novel que odia a su vecino, escritor con publicaciones que vive en su misma calle… En este racimo de diez historias apenas encontramos un solo argumento que avance con solidez o se quede en la memoria, pero esa evidencia no constituye un defecto en el libro de Hugo Argüelles, sino que nos revela el sentido final del título del volumen. El escritor nos está colocando frente a unas vidas grises, unas existencias salpicadas por el gotelé del tedio, unos rumbos etilícos o desesperanzados que se mueven entre la niebla; y después deja que nosotros extraigamos conclusiones. No son cuentos grises porque estilísticamente carezcan de brillo, sino porque dibujan cotidianidades huérfanas de fulgor, lo cual es muy distinto.

Con su narrativa de frases cortas e imágenes yuxtapuestas, el madrileño se instala en un modo de contar que, o mucho me equivoco, puede producir resultados muy notables en sus siguientes volúmenes. En éste, desde luego, ya los ha logrado.

jueves, 21 de septiembre de 2017

Censura y política en los escritores españoles



Vuelvo al terreno de la entrevista (género que me gusta bastante, aunque sólo tiene de literario un porcentaje muy reducido) con el volumen titulado Censura y política en los escritores españoles, de Antonio Beneyto (Euros, Barcelona, 1975). Se trata de un recorrido a lo largo y ancho del pensamiento y circunstancias de cuarenta y tres intelectuales, que sufrieron en mayor o menor medida la censura del régimen franquista.
Algunas declaraciones me han parecido soberbias, tanto desde el enfoque ideológico como desde el punto de vista literario. Otras, en cambio, me defraudan por la exasperante sequedad del autor (caso de José Manuel Caballero Bonald). Y otro grave defecto que le encuentro al libro es que Antonio Beneyto, queriendo someter a sus protagonistas a un “cuestionario”, se deja llevar por una excesiva rigidez. En ocasiones, tiene que variar el rumbo de la conversación con un giro brusquísimo, con tal de esclafar la preguntita que tiene preparada. (Por cierto, ¿cuál será el motivo de que, en ocasiones, formule una pregunta con exagerada objetividad formal, y en otras dicte la misma con un tono de claro subjetivismo, tratando de influir en la respuesta? Me parece jugar con innoble ventaja manipuladora). Por cierto, lo de Carlos Edmundo de Ory me lo he dejado a medias, porque no hay Dios que entienda a ese tipo. En fin. Páginas para conocer y conocernos, que es de lo que se trata.

“La censura es un problema de estilo, de modo que las cosas se pueden decir todas porque en literatura no importa tanto lo que se dice, importa lo que no se dice, lo que se sugiere” (Francisco Umbral). “El demonio de hoy es anónimo” (Llorenç Villalonga). “Los problemas de conciencia están hechos para los pobres o los vencidos” (Joan Brossa). “Todo escritor que cede a las ofertas especulativas de los financieros o a los halagos del poderoso, alquila su talento para que aquellos lo desprecien” (J.V.Foix). “Sería necesario que el hombre llegara a ser un animal, además de racional, razonable” (Joan Oliver). “El intelectual es el peor enemigo del intelectual” (Joan Fuster).

martes, 19 de septiembre de 2017

El enfermo imaginario



Pocas líneas serán precisas para recordar el asunto de esta comedia del inmortal Molière: el risible caso de Argan, un estrafalario señor que lleva años obsesionado con la idea de que lo aquejan múltiples “dolencias y alifafes” (como diría Azorín) y que el único modo de conservar la vida es ponerse en manos de médicos y boticarios que, con su palabrería y sus remedios invasivos (sangrías, lavativas, etc), “depuran” su organismo y mantienen su equilibrio. De nada vale que su hermano Beraldo despotrique contra los galenos (llegando a invocar el nombre del dramaturgo Molière, que tanto ha dado en burlarse de ellos); de nada valen tampoco los sarcasmos de su sirvienta Antoñita, que juzga ridícula su postura… El incauto Argan se ha empeñado en someterse con suma docilidad a todas las exigencias de sus cuidadores; y eso lo convierte en un personaje ridículo, en un títere patético al que manipulan y del que se aprovechan vilmente, amenazándolo con una muerte rápida si no completa los tratamientos prescritos.
Lo que ven muy claro algunos personajes de su entorno (es decir, que su segunda esposa lo alienta para seguir con esos disparates hipocondríacos porque desea heredar pronto todo su dinero) es inadmisible para él, quien la estima un dulce ángel sin más horizonte que velar por su bienestar y por su dicha.

Llena de diálogos graciosos, de situaciones hilarantes y de pullas contra las frases empingorotadas y el vocabulario pseudocientífico que exhiben los médicos y boticarios de la obra, Molière consigue una crítica imperecedera contra los malos cuidadores de la salud, que se sigue leyendo sin fastidio y con una sonrisa en los labios.

domingo, 17 de septiembre de 2017

Vida y aventuras de Jack Engle



Será raro el lector que, leyendo o escuchando el nombre de Walt Whitman, no piense de inmediato en su descomunal, germinador volumen Hojas de hierba, quizá el poemario más influyente en la historia de la literatura norteamericana. Desde 1892, este volumen ha extendido su influencia sobre todo tipo de autores, que lo han leído, comentado, traducido y elogiado de mil maneras distintas. Pero Whitman también publicó en 1842 una novela, muy desconocida, con el título de Franklin Evans, el borracho, lo que convertía esta faceta literaria del neoyorkino en una rareza.
Y aquí es donde interviene el doctorando Zachary Turpin, de la universidad de Houston, quien tras revisar unos cuadernos de notas de Whitman se encontró con varios nombres apuntados y con detalles que parecían aludir a una novela en vías de escritura. Tirando de ese hilo, en el que nadie había reparado hasta ese instante, se encontró en la Biblioteca del Congreso de Washington con el único rastro hemerográfico que se conserva del periódico The Sunday Dispach. Y allí estaba, publicada por entregas, una novela de Walt Whitman: Vida y aventuras de Jack Engle, que ahora traduce Miguel Temprano García y prologa Manuel Vilas para Ediciones del Viento.
En sus páginas nos lleva a un Nueva York que empieza a desplegarse hacia el futuro, y por cuyas calles y edificios pululan los abogados sin escrúpulos (Covert); los ancianos a quienes el alcohol ha desmigajado el cuerpo (Wigglesworth); las bailarinas que se empeñan en encontrar un sitio digno dentro del mundo del espectáculo (como la española Inez); los hombres de negocios que no permiten que la honradez les vede el lucro (Fitzmore Smytthe); o los aprendices con más entusiasmo que buen sueldo (Nathaniel). Con esos mimbres, que a ratos recuerdan a Charles Dickens y a ratos nos hacen pensar en Wilkie Collins (de quien fue casi rigurosamente coetáneo) el escritor de Long Island compone una novela sobre la orfandad, el coraje, la virtud y la búsqueda del camino, que se lee con agrado y con sorpresa. Que nadie espere encontrar aquí las tempestuosas osadías del Whitman poeta, pero sí la cálida dicción de un prosista elegante, eficaz y fino, al que hemos recuperado de manera casi milagrosa gracias al tesón de Zachary Turpin, que actualmente se encuentra impartiendo clases en la universidad de Idaho.
La celeridad con la que Ediciones del Viento ha vertido esta obra a nuestra lengua es digna del mayor de los aplausos.

viernes, 15 de septiembre de 2017

Soliloquios y conversaciones



Los libros de artículos de Miguel de Unamuno son siempre así. Lo vemos avanzar, recular, darse testarazos contra los conceptos, idear paradojas, protestar de que los lectores las consideren paradojas, afirmar algo para después negarlo dos o tres textos después, exaltarse, serenarse, encender luces para de inmediato teñirlas de sombra y, en fin, dejarse llevar por el hilo del discurso hasta que se le corta, se le agota o se le tuerce. En Soliloquios y conversaciones nos encontramos con los mismos procedimientos.
La sensación que queda es la imagen de un líquido que no se resigna a mantenerse calmado sino que salta en calientes borbotones. Y no creo que al escritor vasco le molestase esta definición, en caso de haberla leído. Unamuno toma la punta de un hilo y, con una absoluta falta de plan expositivo, va enlazando citas, reflexiones y posibilidades. Le sale así un discurso que carece de método y que lo mismo se introduce por senderos convincentes que por trochas atrabiliarias. Lo mejor de este mecanismo argumentativo: la sensación de frescura y de humanidad que sus líneas desprenden. Lo peor: que no consigues tomártelo del todo en serio, porque le ves las costuras.
En medio de un maremoto de ideas ortopédicas, refractarias al rigor y a los cauces de la linealidad, Unamuno nos habla de sus filias y fobias (“Aborrezco a los hombres que hablan como libros, y amo a los libros que hablan como hombres”); opina sobre la auténtica misión que debe tener un pensador o un filósofo (“Hay que sembrar en los hombres gérmenes de duda, de desconfianza, de inquietud, y hasta de desesperación”); nos resume sus opiniones literarias (“Homero o Shakespeare son más modernos que los más de los escritores vivos que hoy pasan por más modernos […]. Moderno viene de moda, y tú debes huir de las modas”); nos interroga sobre la actualidad periodística de su tiempo (“¿Es la prensa la que engendra esa insana curiosidad pública a la busca siempre de espectaculosidades y de fútiles informaciones, o es el público el que exige eso de la prensa? Yo creo que se corrompen mutuamente”); se adelanta a teóricos como Ortega y Gasset o Bauman (“La muchedumbre es líquida y no sólida”); o se rebela de una forma estruendosa contra la “vulgocracia” que, en su opinión, está destrozando el mundo del pensamiento y la creatividad.

En suma, nos ofrece el espectáculo siempre cambiante y siempre llamativo de sus argumentaciones de energúmeno (en el sentido que le concedió Julián Marías: el que lleva un demonio dentro y se siente agitado por él y habla con sus voces), que nos seducen, nos asombran, nos repelen, nos convencen y nos irritan. A veces por separado y, a veces (otra paradoja), todo a la vez.

miércoles, 13 de septiembre de 2017

Extravagancias y disparates



Termino hoy el chocante volumen misceláneo Extravagancias y disparates, de Martin Gardner, en traducción de Jordi Fibla (Alcor, Barcelona, 1993). El tomo contiene una lista casi increíble de historias sobre impostores, paracientíficos, médiums y demás ralea. Y Martin Gardner, con la ayuda de sus múltiples lecturas, de su experiencia científica y de su sagacidad, los va desenmascarando.
He de decir que casi siempre me ha convencido (claro está que, en algunos casos, no estaría mal escuchar a la otra parte; o, al menos, saber si las cosas sucedieron tal y como Gardner las cuenta). Pero hay páginas que no me han terminado de aclarar el “fraude”: por ejemplo, el levantamiento de grandes pesos con ayuda de los dedos. Gardner insiste dos o tres veces en que el “truco” está perfectamente explicado, pero yo debo ser algo lento, porque no termino de “verlo”.
He hallado también auténticas joyas irónicas (unas escritas por Gardner, y otras que tienen distinta paternidad). Por ejemplo, ésta, donde se ridiculiza la creencia en un Dios que juega confundiendo al hombre: “Tras el Diluvio, Dios tuvo la amabilidad de restaurar las leyes que hoy conocemos y amamos”. O este comentario sobre la fe astrológica de Ronald Reagan y su mujer: “Mi comentario favorito fue una carta de Mel Mandell que apareció en el New York Times (15 de mayo de 1988): “La noticia de que importantes decisiones en la Casa Blanca se basaban en consejos astrológicos es muy turbadora. Los resultados podrían minar la fe en la astrología”...”. En fin. Ratos divertidos sí me ha deparado el tomo, y también la enseñanza de que sólo el escepticismo reflexivo nos mantiene alertas, y suele evitarnos el ridículo.

“Gentry me aseguró que Adán y Eva no tenían ombligo y que los árboles del Paraíso carecían de anillos”. “Los científicos no tienen más arrogancia que cualquier otra persona y, desde luego, mucha menos que los fundamentalistas que cometen el pecado de ignorancia voluntaria”. “Hoy, una gran parte de la población va a la universidad, la ciencia ha dado pasos asombrosos, abundan los libros y revistas populares sobre ciencia y los grandes periódicos tienen redactores científicos de primera clase. ¿El resultado? Casi todos los periódicos publican un horóscopo diario, y los libros de astrología, como los libros sobre dietas absurdas y a veces nocivas, se venden mucho más que los libros sobre ciencia seria”.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Retratos



Vuelvo a Giovanni Papini, para leer sus Retratos, que me traduce el servicial José Miguel Velloso (Luis de Caralt, Barcelona, 1984), y encuentro otra vez el pulso narrativo de un genio. Entre otras cosas, he podido encontrar en sus páginas unos buenos análisis del Quijote y de Walt Whitman, así como una interesantísima biografía de Edgar Allan Poe, redactada con pericia magistral. Este hombre (Papini) tenía muchas cosas en la pluma, pero también en la cabeza. La parte dedicada a Tristán Corbière es lo único plomizo del volumen: ni lo conocía, ni lo había leído, ni tampoco me apetece hacerlo tras leer el opúsculo del italiano.
En suma, un libro bello, de lectura enriquecedora, y donde Giovanni Papini juega —con plenas garantías intelectuales y con pleno desparpajo— a francotirador dulce de aquellos autores a los que ama. Ojalá hubiera hecho otro trabajo (sería muy interesante leerlo) con aquellos a los que odiaba. 
“(Cervantes) Un desgraciado, célebre por haber escrito la historia de un desgraciado”. “Con Don Quijote, el realismo plebeyo se contrapuso a aquel lánguido y artificioso idealismo de las clases superiores”. “El Don Quijote es la primera obra maestra de la reacción contra la elegancia, la mundanidad, la futilidad, la irrealidad y la melindrería de los literatos humanistas a la antigua”. “Para cumplir grandes empresas, la barriga sobra”. “Sansón Carrasco —símbolo siempre vivo de la pequeña burguesía medio instruida y enemigo de cualquier audacia— es el verdadero asesino del alma y del cuerpo del inmortal Don Quijote”. “La manera más segura de falsear el Quijote es suponer que en él hay una filosofía”. “Los libros más profundos y a la vez más populares son libros de viajes”. “Ningún hombre es una repetición, y mucho menos el hombre de ingenio”. “En materia de poesía no gustar a nadie es propio de imbéciles o de genios demasiado nuevos; gustar a pocos, o a todos, es propio de los grandes”. “No quisiera (...) hacer crítica literaria (...) como suelen aquellos que, no teniendo nada propio que decir, estudian de qué manera dicen los otros sus cosas”.

sábado, 9 de septiembre de 2017

Conversaciones con Borges



Recupero de la estantería el hermoso volumen dialogante que Roberto Alifano titula Conversaciones con Borges (Debate, Madrid, 1986), y que estructura en treinta secciones, representativas del pensamiento y la obra del argentino. Personalmente, encuentro en este tomo las mismas virtudes y los mismos defectos que en otros similares, como es natural. Las virtudes están puestas en la brava inteligencia del entrevistador y en el ingenio y cultura del entrevistado; por ahí, todo bien. Los defectos hay que computarlos en el terreno de la mitomanía. ¿Para qué quiero yo saber, por mucho que admire a Borges (y lo admiro) lo que éste piensa del tango, de Xul Solar o del insomnio? Me parece un modo absurdo de descarriar las cosas, y de construir adoraciones abominables por su estupidez. Sí me interesa lo que Borges piensa de Blake, de Joyce, de Quevedo o de las traducciones (es decir, todo aquello que compete al mundo literario). Y, sobre todo, lo mucho que tiene que decir sobre sus propias obsesiones (el tigre, los laberintos, la ceguera, etc). El resto, me parece, es purpurina.

“He aprendido que se debe procurar que el interlocutor sea quien tenga la razón y no uno”. “Virgilio es la poesía de todos los tiempos; es un arquetipo”. “Gómez de la Serna (...) lamentablemente se perdió por el acto de pensar en burbujas, con eso que él llamaba greguerías”. “Poseemos lo que perdemos; ése es el encanto que tiene el pasado. El presente carece de ese encanto. Yo creo que el pasado es una de las formas más bellas de lo perdido”. “La noche, el café y el insomnio son casi la misma cosa”. “Yo no sé cómo podemos definir las cosas esenciales”. “Un político en un país democrático es un individuo que vive haciendo promesas, que vive haciéndose retratar, que vive sonriendo todo el tiempo y estando siempre de acuerdo con el interlocutor. Así recorre todo el país en busca de votos”. “El libro es una de las posibilidades de felicidad que nos es dada a los hombres”. “Si los libros desaparecieran, desaparecería la historia y, seguramente, también desaparecería el hombre”. “Tendemos a juzgar estéticamente una obra siempre en función de la historia de la literatura”.  “Cuando una frase es ingeniosa no importa que sea justa o injusta”.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Manual de herejías



Asombrado por la cantidad de sandeces que la historia de las religiones nos ha deparado, termino el Manual de herejías, de H. Masson, traducido por José Mª León (Rialp, Madrid, 1989). En realidad, todas las sutilezas de orden teológico que se comentan y diseccionan en el volumen me parecen (siempre me han parecido) pavadas. ¿Quién puede saber la verdad, en relación con Dios (si es que existe)? 
Me han hecho gracia, eso sí, algunas de las propuestas, por lo chocante o disparatado de su fundamento. Los abecedarianos (siglo XVI) consideran inútiles todos los saberes humanos, y creen que incluso el conocimiento del alfabeto es despreciable y superfluo. Los acuarianos (siglo II) creen que el vino es nefasto para el hombre, y por eso utilizan agua en la ceremonia de la eucaristía. Los amsdorfianos (siglo XVI) creían que las buenas obras no sólo eran inútiles para el ser humano sino, incluso, perniciosas para la salvación de su alma. Los andronicianos (siglo II) creían que la mitad superior del cuerpo de las mujeres era obra de Dios, y la inferior obra del demonio. Los mennonitas (siglo XVI) consideraban como algo inicuo que se sirviese al Estado como funcionario. Los valesianos (primeros siglos de la Iglesia) creían que la castración (rito que practicaban) ponía al hombre a resguardo de sus propias inclinaciones perversas. Los Viejos Creyentes (llamados también Cisma Raskol) prohibían el tabaco —lo llamaban “la hierba del diablo”— y rehusaban afeitarse, para no alterar la imagen que Dios les había concedido.

¿Será necesario seguir? Un libro curioso, ameno y descacharrante sobre el nivel de estupidez que es capaz de alcanzar el ser humano cuando se empecina en convertir una tontería en designio divino. Si olvidamos los millones de crímenes que se cometieron en nombre de estas ideas queda hasta gracioso.

jueves, 7 de septiembre de 2017

Las trampas del azar



Concluyo Las trampas del azar, de Antonio Buero Vallejo, en la edición de Virtudes Serrano (Espasa-Calpe, Madrid, 1995), y sigo pensando de Buero lo mismo que ya he expresado en bastantes ocasiones, en este blog y fuera de él: que su lenguaje es magnífico y que su capacidad para “teatralizar” las angustias íntimas no tiene, que yo sepa, parangón en nuestras letras. Estas “trampas” de ahora, con todo, se me antojan más artificiosas y menos sólidas de lo normal en él. Pero, evidentemente, cuando las redactó Buero ya no tenía que demostrarle nada a nadie. En cualquier otro autor, los “defectos” que a esta obra se le han achacado serían disculpados en otros autores de menor entidad incluso con elogios. La gloria y la inmortalidad son, en las manos de los españoles, ingrato escupitajo.
Gabriel, el protagonista, es un claro ejemplo de cómo se puede traicionar por acomodación. Lo sencillo es olvidarse de la rebeldía juvenil, y dejarse llevar por la facilidad del laboratorio, las ideas en conserva y el sálvese quien pueda. No importa que se haya sido un joven contestatario o antifranquista, ecológico y de ideas zurdas. No importa echarlo todo por la borda, cuando el premio es tan goloso y tan atrayente: el laboratorio, los millones, la posición holgada, el matrimonio ventajoso, el reconocimiento social, el prestigio. El poder. El Poder. El músico Salustiano, sin proponérselo, es lo que podríamos llamar la “conciencia viva” de Gabriel, y su desacreditación íntima.

Buero Vallejo no es ya, en 2017, un dramaturgo. Es una Inteligencia Dramática. Y en virtud de esa condición hay que leerlo con el respeto que se debe a la majestad ganada a pulso.

martes, 5 de septiembre de 2017

Cartagena Negra



No es necesario ser un experto en literatura para constatar el auge que está experimentando el género negro en España desde hace algo más de una década. Desde Gijón hasta Barcelona, desde Getafe hasta Castellón, desde Aragón hasta Cubelles, las reuniones de escritores que trabajan en ese ámbito se han convertido en un fenómeno que atrae la atención de editores, curiosos, lectores y medios de comunicación.
En Cartagena, la cuna literaria de Carmen Conde, José María Álvarez y Arturo Pérez-Reverte, se celebran este inicio de mes las III Jornadas de Literatura Negra, Policíaca y de Misterio. Y para dotar al evento de un aire distinto en su edición de 2017, la editorial La Fea Burguesía ha decidido sacar a la luz el volumen Cartagena Negra, donde se reúnen veintitrés propuestas narrativas a lo largo de más de trescientas páginas, con las que los aficionados al género tienen asegurada una buena dosis de crímenes, enigmas, infamias, ajustes de cuentas, mezquindades...
La diversidad de enfoques y el amplio abanico temático enriquece la antología de un modo extraordinario: sorpresas finales, relacionadas con el lugar de los hechos (Nieves Abarca); humor perverso o macabro, finamente expuesto (Ana Ballabriga); psicopatías que provocan un súbito espeluzno en los lectores (Claudio Cerdán); ambientes claustrofóbicos, en los que parecería casi imposible construir un relato (Alfonso Gutiérrez Caro); muertes que se producen en una mercería (Paco López Mengual); ejecuciones tan detalladamente brutales que llegan incluso a producir arcadas (Víctor Mirete); venganzas matrimoniales trufadas de rencor (Graziella Moreno); relatos que parecen anticipar (y el tiempo dirá si nos equivocamos) una novela futura (Antonio Parra Sanz); cuentos criminales que se desarrollan teniendo la propia Semana Negra de Cartagena como fondo (Estela Chocarro, Pablo de Aguilar, Joaquín Lloréns); asesinos inesperados, que se revelan al final con mano maestra (Pedro Martí, Mónica Rouanet); ajustes de cuentas sepultados por el paso del tiempo (Ginés Sánchez); persecuciones nebulosas en mitad de la noche (Rubén F. Uceda); textos de gran dureza y a la vez de gran lirismo (Juan Soto Ivars); hermanos que vengan afrentas a la usanza de Calderón de la Barca (Manuel Moyano); páginas donde se aborda el desequilibrio mental, con sus particulares matices (Empar Fernández, Cristóbal Terrer Mota); atracadores sexagenarios y en paro, que protagonizan tramas más complejas de lo que parecía (Rafael Guerrero); turbios asuntos de drogas, que se mezclan con una amistad antigua (Santiago Álvarez); y, cómo no, algunos memorables sicarios, quienes unas veces se verán moderados por la cobardía o la sorpresa (David Jiménez el Tito) y otras veces serán burlados por pelirrojas de insinuante voluptuosidad (Jesús Zaplana).

Este resumen, por supuesto, no trata de sintetizar las virtudes del tomo, sino que pretende tan sólo mostrar cómo sus páginas incorporan argumentos, personajes, escenografías y variantes criminales para todos los gustos, por lo que resultan un prontuario excelente del actual género policíaco y criminal en España. Quienes ya sean amantes de la narrativa negra lo encontrarán sólido, variado y memorable. Quienes, por el contrario, experimenten por este tipo de literatura una simple curiosidad aún no convertida en ansia lectora, permítanme un consejo: háganse con este libro.

domingo, 3 de septiembre de 2017

El Delta y otros relatos



Seis propuestas (una novela corta y cinco cuentos) contenía el primer libro que Santiago Delgado dio a la imprenta, con este título, en el año 1981. Era el punto de arranque de una trayectoria que pronto se revelaría como profunda, diversa y dilatada. Y lo más sorprendente de este volumen inicial es que nuestro escritor no se presentaba ante el público con los titubeos de un narrador primerizo, sino que lo hacía con el vigor literario y la madurez estilística de un auténtico maestro. Sus ambientaciones históricas cubrían un arco temporal muy extenso, que iba desde la época de las factorías fenicias en la costa murciana (“El Delta”) hasta los colores impredecibles del futuro (“1994”); y sus  protagonistas eran tan variados como un niño que ha de enfrentarse a la vida, un famoso cardenal de la iglesia católica, un monarca que abandona su patria, unos terroristas del porvenir, unos titanes de la aerostación y unos pobres seres a quienes la Historia y la insensatez de sus semejantes empujan al exilio. Calíbrese la temperatura literaria de un hombre que, en su primer trabajo, soslaya los titubeos de un autor en ciernes y se atreve a enfrentarse a ese cúmulo de retos psicológicos y narrativos.
“El Delta” está protagonizado por Rode, un muchacho “débil, hijo de padres viejos, moreno y escuálido, de pelo rizado” (p.10), sobre el que gravita un destino no muy halagüeño, que Santiago Delgado perfila mediante unas líneas que combinan la lentitud divagatoria de sus períodos con la velocidad de la saeta que finalmente se clavará en el centro de la diana: “De poco sirve el hijo débil de padres viejos. Una boca más que no aporta brazos para empuñar gorguz ni falcata en el delta, y procurar así algunas monedas de Emporion que emplear en Arcilasis. Unos músculos que no soportan el peso de las piedras para construir la cerca del amo. Unas piernas que no conocen carrera y que tampoco sirven para sujetar caballos en los bosques de Tarsis. Un espíritu que sólo sirve para mirar estrellas y contemplar hormigas, acariciar cachorros y embobarse ante el vuelo de las mariposas. De poco sirve el hijo débil de padres viejos, salvo para ser vendido a cambio de una mula y algunos favores al recaudador de Arcilasis” (pp.13-14). Los dracmas de Emporion servirán para mitigar las penurias de la familia y, en cierto sentido, para silenciar cualquier susurro de arrepentimiento que pudiera brotar de la conciencia de los padres. Esta deliciosa novela de iniciación (pues en el fondo se trata de eso) está esmaltada de descripciones voluptuosas, sensoriales, donde los mil brotes de la vegetación, la generosidad de los colores, los detalles de la arquitectura y las esponjosas filigranas de los vestidos aparecen por doquier. Y lo hacen además con una prosa cuidada, atenta a la música de la frase, a la gimnasia sintáctica, que no solamente le hace bruñir con suma atención las estructurales oracionales, sino que también impulsa a Santiago Delgado a elegir con sumo deleite lírico los adjetivos, los sustantivos y los verbos de su relato.
La narración “Settecento”, mucho más breve, nos lleva a lugares y épocas muy distintos. Viajamos hasta la primera parte el siglo XVIII y somos invitados a conocer la capital italiana. En concreto, se nos hace pasar a un hermoso gabinete dorado por la luz del atardecer. Allí se encuentra, alejado del ruido exterior, un anciano cardenal de procedencia granadina, Luis Antonio de Belluga y Moncada, protagonista de la narración.
Y nuevamente cambiamos de época y de país. Nos encontramos a bordo de un tren. Es el día de San Silvestre de 1870 y un viajero se dirige a la ciudad de Murcia. No tendremos que esperar mucho para comprender que el anónimo viajero no es otro que el famoso duque de Aosta, el turinés Amadeo Fernando María de Saboya, hijo del rey Víctor Manuel II. Santiago Delgado manifiesta una franca simpatía por este monarca de rara elección, breve trayectoria en el cargo y estupenda voluntad de convertirse en un rey para todos. Las frases que pone en su mente, donde brillan la modernidad (“La Iglesia en su sitio y el Estado en el suyo, como corresponde a estos tiempos democráticos y constitucionales”) y el decidido ánimo de servicio (“España, cuánto bien te deseo”) así lo atestiguan.
Y a continuación viene el más arriesgado cuento de la colección. Se titula “1994” y es un cuento futurista lleno de humor y resonancias nucleares.
Mucho más interesante resulta “La carrera”, donde se nos narran todos los detalles de una competición aerostática impulsada por un cubano riquísimo que vive en Torrevieja (don León Fernández Cueto). Más que la carrera en sí, que se reduce muy pronto a la pugna entre el concursante germano y el inglés, llaman la atención otros detalles del relato. Uno de ellos es el atinado costumbrismo que se desprende de las páginas; otro, su fino sentido del humor. Llaman la atención en este cuento muchos detalles: el escrúpulo moroso con el que Santiago Delgado describe un ambiente festivo de finales del siglo XIX; el esfuerzo documental que lleva a cabo para describir todos los detalles técnicos de las maniobras que realizan los globos; o la adición de algunos episodios que, sin aportar nada a la trama principal, la colorean de costumbrismo, tragedia y ternura.

Para cerrar el tomo, Santiago eligió su relato “El puerto”, premiado y bien conocido entre sus primeras producciones. Se trata de una intersección de aristas y de una honda meditación sobre nuestro país, sus lacras, sus miedos, sus tristes perseguidos y sus errores. De un lado tenemos a un judío que, a finales del siglo XV, espera en el puerto de Cartagena el momento en que habrá de abandonar para siempre España, expulsado por la intolerancia y por el fanatismo. Pertenece a un pueblo “que llegó a esta apartada Sefarad antes que los mismos godos” (p.132) y al que ultrajan con la ignominia de una marca bermeja en sus ropas. De otro lado está —mucho más modernamente— el rey borbónico Alfonso XIII, al día siguiente de haber constatado con el conde de Romanones su derrota (abril de 1931), a punto de embarcarse hacia Marsella. Y de un tercer lado tenemos las 7800 cajas de oro que van a salir de España por orden del gobierno de la república, en dirección a los célebres sótanos del banco de Moscú (p.133). El puerto se convierte de esta forma en el alfa y omega de los destinos nacionales: un lugar de acceso, un lugar de salida. Una puerta para la esperanza y también para el fracaso. Un lienzo sobre el que se dibujan con las más terribles, dolorosas y lúcidas pinceladas el destino aciago de un país que se ha obstinado en errores lamentables, y lamentablemente repetidos.
El primer libro de Santiago Delgado se cierra, pues, con la imagen de un puerto, que es siempre metáfora de expectativas, de infinitud, de horizontes sin límite. El autor nos estaba invitando a un largo viaje, que todavía prosigue.

viernes, 1 de septiembre de 2017

Media vida



Afirmaba Jean-Paul Sartre que, cuando llega el término de la existencia, hay que trazar una raya y realizar la suma. No hay posible escapatoria para ese balance. La cifra que se obtenga en la parte inferior (que puede sorprendernos, pero que no admite ningún tipo de maquillaje) servirá como resumen aproximado de nuestra presencia en el mundo. La idea, desde luego, responde a un arquetipo psicológico o religioso en el que se ha confiado secularmente. Pero cabe también la posibilidad de introducir una pequeña variante en ella: que justo en la zona central de nuestro vivir, en el ecuador de nuestra existencia, nos detengamos y reflexionemos. ¿Qué he hecho hasta ahora? ¿Qué querría haber hecho? ¿Qué puedo borrar, enmendar o completar en mi corazón y en mi calendario?
Varias chicas que estudian en un internado de monjas en 1950 tardarán treinta y un años en formularse estas mismas preguntas. Dejemos que sea Julia, una de ellas, quien nos resuma la situación en la página 285 de la novela: “Trataba de recordar a las cinco niñas del internado. Olga, Marta, Lolita, Nina y ella misma. Olga la gorda. Marta la escritora. Lolita la dulce. Nina la quiromántica. No pudo evitar pensar: Y Julia, la huérfana o, peor aún: Julia, la desgraciada”. Cinco muchachas que se vieron envueltas en una situación desagradable, traumática, que marcó sus adolescencias y sus vidas futuras. Lo que ocurrió durante aquel verano del 50 fue tan monstruoso que todas han hecho esfuerzos ímprobos por olvidarlo, pero cuando Marta Viñó convoca una reunión para cenar en su nuevo restaurante todas comprenden que puede haber llegado el momento de mirarse a los ojos, enfrentarse a sus sombras y enjuiciarse las unas a las otras.
Olga, tras perder un buen montón de kilos, es la aburrida esposa del doctor Pardo, hombre ocupado y que presumiblemente no le depara demasiadas alegrías vitales; Nina se empeña en aparentar una juventud ficticia a base de un lenguaje grosero y de aparatosas confesiones sexuales, que consolidan su imagen de promiscuidad o imaginación; Lola está embarazada de su marido muerto, y se ha enamorado de su hijastro, un chico tan atractivo como dulce; Marta es una conocida cocinera, que vende libros como churros y que dispone de una amplia fama radiofónica; y Julia, la triste huérfana, la que actuaba como sirvienta de todas ellas durante la niñez, la marginada, la que terminaría siendo expulsada del colegio e incluso encarcelada ocupa ahora un escaño en el congreso de los diputados bajo las siglas del PSOE, tiene secretaria y chófer, es entrevistada por Luis del Olmo en hora de máxima audiencia y es una de las artífices de la ley de divorcio. Las tornas han cambiado. La vida ha cambiado. Cada una de aquellas cinco niñas es ahora una mujer que ha seguido una trayectoria distinta, pero que porta a su espalda un capítulo de sombra, un paréntesis sin cerrar, una factura que no ha sido abonada.

Y ahora, en una noche lluviosa de 1981, con unos manjares especiales en los platos y unos licores fuertes en las copas, todas tienen que girar sus naipes, mirarse, recordar, acusar, comprender, detestar o perdonar... Nos encontramos, pues, ante una fábula sobre las casualidades y las causalidades, ante un libro de contabilidad (vital y emocional) donde calidad, profundidad y amenidad se conjuntan para conformar una novela ágil, inteligente, fácil de seguir y llena de meandros psicológicos, con la que Care Santos ha obtenido el premio Nadal 2017. Aprovechen el inicio de curso para disfrutarla.