martes, 31 de marzo de 2020

El trigo tierno




Abrir un libro comporta siempre establecer un acuerdo con la persona que lo ha escrito, algo así como decirle sin palabras: “Voy a creerme lo que dices. Voy a aceptar la textura de tus personajes. Voy a dejar en suspenso mi incredulidad. Tú preocúpate de utilizar tu habilidad para ponérmelo fácil”. En suma, eso que los especialistas llaman pacto narrativo. Lo que sucede es que con ciertos autores dicho pacto resulta más trabajoso, porque la materia literaria que tenemos ante los ojos puede resultarnos chocante o compleja de asimilar.
La gran escritora francesa Sidonie-Gabrielle Colette nos ofrece en El trigo tierno (que traduce José Ramón Monreal para Ediciones Invisibles) una propuesta que, desde el punto de vista argumental, resulta sencilla y fácil de resumir: las últimas semanas de un verano en el que Phil (16 años) y Vinca (15), amigos o quizá enamorados, deben afrontar una situación compleja para sus relaciones, porque el muchacho descubre el sexo visitando a la subyugante señora Dalleray y no sabe cómo puede afectar esa pérdida de la virginidad a su futuro con Vinca.
Hasta ahí, es evidente, no hay problema alguno. Pero la situación se complica cuando vemos el modo alambicado en que se expresan los dos adolescentes, con un vocabulario muy rico y lleno de matices y con unos meandros psicológicos elevadísimos. En ese punto, cabe la pregunta: ¿es creíble que dos púberes se expresen (y sientan así)? Y también en ese punto hay que llegar a la conclusión inmediata: “Sí, porque Colette así lo ha decretado”. Ella no sugiere que los jóvenes hablen de esa forma, sino que nos dice que los suyos sí que lo hacen. Aceptada esa premisa, la novela fluye con la habitual elegancia de sus restantes libros. Y mi aplauso, desde luego, lo tiene.
Lo que ya resulta menos plausible es que el traductor nos hable varias veces del “azul delicioso” de las pupilas de Vinca (lo hace en la página 15, en la 19, en la 163 y en otras más). Cuánto daño ha hecho en la literatura española la ignorancia anatómica de Gustavo Adolfo Bécquer, válgame Dios.

lunes, 30 de marzo de 2020

Isabel




¿Puede surgir el amor hacia una persona a la que solamente has visto, de forma fugaz, en la imagen de un viejo medallón? ¿O se tratará más bien de una extraña obsesión de la mente, que se acoge al deslumbramiento romántico y que equivoca su rumbo? Gerardo Lacase, un joven estudiante que anda preparando su tesis doctoral sobre Bossuet y que nos servirá para reflexionar sobre las dos preguntas anteriores, es acogido en una vieja y enorme mansión por el señor Floche, que posee documentos valiosísimos sobre este personaje y que está dispuesto a poner los mismos a su disposición.
Durante varias jornadas, el muchacho se encontrará inmerso en un ambiente de lo más sofocante y anómalo (un abate desagradable, con el que desde las primeras horas mantiene una relación tensa; un niño llamado Casimiro, sobrino de los propietarios de la casa; un jardinero brusco y mal encarado). Y aunque los papeles que pone el señor Floche en sus manos se le antojan muy interesantes, la triste y pegajosa sucesión de las noches en la casa lo impulsan a tomar la decisión de alejarse. Pero en ese preciso instante Casimiro pone en sus manos un retrato de la madre, que viene a la casa de vez en cuando… y Gerardo opta por quedarse, para comprobar si en persona es tan bella como en la imagen.
Una novela sobre las turbulencias del deseo, sobre la infidelidad y sobre las trazas misteriosas que contiene el pasado de toda vida, que André Gide construye con una prosa eficaz, recortada y valiosa.

domingo, 29 de marzo de 2020

El otoño encarnado de Ives de la Roca




El mismo año en que había obtenido uno de los accésits del premio García Lorca de poesía (1997), Antonio Aguilar obtuvo también el premio Antonio Oliver Belmás en Cartagena por su trabajo El otoño encarnado de Ives de la Roca, que le publicaría casi de inmediato la Editora Regional de Murcia, en 1998.
Como ya indiqué en la reseña de El amor y los días, en la página 21 de aquel libro ya anticipaba el nombre de este alter ego o figura lírica extrapolada, que ahora se convierte en eje vertebral de su nuevo trabajo, y a quien otorga incluso una breve biografía: nos dice que nació en 1929 en la ciudad de Buenos Aires, hija de una francesa y un argentino, que fue traductor de Verlaine y que también se ejercitó como poeta (para extremar y perfeccionar la gracia del artificio, el autor murciano añade al término del volumen una pequeña antología de sus versos más sonoros y celebrados).
¿Y qué cambios experimentan (o qué evolución sugieren) las páginas de este nuevo libro? Lo principal es que los poemas se han comprimido y quintaesenciado. La palabra del autor se ha hecho más alígera, más flexible, más cimbreante; los versos se reducen de tamaño; disminuye la importancia de la adjetivación; y el conjunto queda dotado de más vuelo. Aumentan también de forma notable las referencias culturales (César Vallejo, Rimbaud, Eliot, Ovidio, Flaubert, García Lorca, Shakespeare, etc); y aumenta también el poder conceptual de algunas de sus líneas, entregándose a meditaciones vitalistas (“Este poema será breve, / la vida es demasiado corta”, p.13) e incluso filosóficas (“¿Te das cuenta de qué manera / vivir es ir abriendo / las puertas que luego / alguien nos cerrará?”, p.50).
Es evidente que ya estaba madura la primera madurez del poeta.

sábado, 28 de marzo de 2020

Abuelos y nietos




Afirma su currículum oficial que “desarrolló durante cuarenta años tareas de Director Comercial, responsable de objetivos de Ventas y dirección de Equipos Humanos”, pero la vida lo ha colocado, al cabo de mil vueltas y laberintos, ante su auténtica profesión: ser abuelo. Y a fe que José Ángel Castillo Vicente cumple con elegancia, rotundidad y buenos versos ese cometido delicioso y reconfortante, como podemos ver en el volumen Abuelos y nietos.
En él descubrimos al hombre que, instalado en la senectud, advierte cuáles son las cosas importantes de la vida y se aboca a disfrutarlas: pasear con la persona amada, tras décadas de convivencia (“Subiendo la cuesta”); valorar la belleza de las procesiones en su ciudad (“Viernes Santo”); reflexionar sobre la ternura que se esconde en los objetos más cotidianos, en los que a veces no fijamos como deberíamos la atención (“La silleta”); acompañar a la familia a una jornada playera, cargados con mil cachivaches felices (“De soles y sombrillas”); advertir la decadencia del cuerpo, pero saber que aún quedan amaneceres para compartir con los seres queridos (“Punto de equilibrio”); dedicar inmensos poemas a la memoria del padre y la madre; y, sobre todo, canalizar toda la ternura, todo el afecto, todo el mimo hacia esas personitas que, hijos de tus hijos, corretean por el salón, “te abrazan y montan su verbena” y generan un “gran torbellino de luz”.
El poeta lo consigue utilizando con notable destreza los versos de arte menor y de arte mayor, divirtiéndose con rimas juguetonas y combinando habilidosamente momentos serios y jocosos, que inducen en los lectores numerosos toboganes emocionales que los llevan de la sonrisa a la gravedad. El resultado es un libro que muchos padres y abuelos disfrutarán hoy, y que muchos nietos entenderán dentro de unos años.

viernes, 27 de marzo de 2020

El oficio de oír llover




Creo haber consignado ya alguna vez en este Librario el gran aprecio que siento por la labor como articulista de Javier Marías, cuya mirada y cuya valoración del entorno me parecen altamente inteligentes. Por esa admiración intento volver, cada cierto tiempo, a un nuevo volumen recopilatorio de sus escritos de prensa. Es lo que ahora hago con El oficio de oír llover, que reúne textos de 2003 a 2005, publicados en El País Semanal.
Lentamente, porque los primeros escritos no alcanzan la fluidez habitual (él mismo reconoce que se sentía “algo menos suelto y más sombrío” con el cambio de medio, y quizá no le falte razón), voy entrando en su universo temático: la banalidad de nuestro tiempo; el estruendo galopante que infama nuestra vida; la chabacanería soez de la televisión (“No deja de ser anómalo y sintomático que el alarde de mala leche se haya convertido en un oficio admiradísimo y muy bien pagado, al cual optan sin cesar jóvenes que hasta hace nada eran anónimos”, p.142); el error de la que la Justicia se limite a la letra (“se ajusta a Derecho”) y no al espíritu ni al sentido común; la pérdida flagrante de las normas de cortesía sociales; los abusos que la Iglesia Católica perpetra, con la connivencia de la clase política, en época de procesiones, tomando las calles de forma abusiva; la defensa de la combativa actitud ética de Fernando Savater; el abaratamiento de los logros y hazañas, como signo de la mediocridad de nuestro mundo; la persecución más bien desproporcionada que sufren los fumadores; la criminal coalición que se fraguó entre Bush, Blair y Aznar para iniciar en Irak una guerra arbitraria, frívola e injusta; etc.
Me gusta, además, leerme estos libros de Javier Marías con lentitud: dos o tres artículos cada vez. Es como detenerse a contemplar cuadros: entiendo que la prisa nos arrebata una buena parte de la belleza o de las reflexiones que, leídas con reposo, suscitan sus líneas.
Un excelente escritor del que no me gusta mantenerme demasiado tiempo lejos.

jueves, 26 de marzo de 2020

Piel de tramontana




Juan Francisco Vivo (Pliego, 1961) es un poeta torrencial, al que las metáforas se le deslizan entre los dedos con la premura y la limpieza con la que el agua se desborda de un vaso. Lo había demostrado sobradamente en revistas y recitales; y pronto lo demostró también en un formato mucho más duradero: en sus libros.
El primero que publicó fue, precisamente, el que releo ahora: Piel de tramontana (2001), un volumen vertiginoso e imaginativo, lleno de amores huracanados y febriles. Las adjetivaciones que en este tomo maneja son increíblemente poderosas, y nos hablan de un “náufrago del deseo” (p.43) que se protege del desamor amando, y que debajo de la ceniza de su cuerpo tiene un océano de llamas proclamando su pasión. Y aunque le dice a la amada que quiere “diluviar tu nombre hasta olvidarlo” (p.61), lo cierto es que todo se le vuelve un torbellino de besos dulces y piel acariciada; y estas rememoraciones le impiden la amnesia. No se puede evadir tan fácilmente (aunque otra cosa pretenda decirnos) de la “inmensa piel de cielo” (p.63) de la amada.
De todo el libro, que es fulgurante y está cuajado de hallazgos, convendría destacar su última sección (la que da título al volumen), compuesta por un centenar de pequeños poemas, que alcanzan en ocasiones fulgor de diamantes. Y cuando le dice a la amada que es “un mendigo en la calle triste de tus ojos” (p.80), o que “auriga he sido de tu cuerpo” (p.71), o que “para recorrerte hay que ser eterno” (p.85), no tiene más remedio que chocarnos la declaración que incluye en la página 68: “Soy un asesino: he cometido el crimen de olvidarte”.

miércoles, 25 de marzo de 2020

La insolencia




Con esta obra, Cristina Morano obtuvo el XI premio José Hierro de poesía, en cuyo jurado se encontraban autores de la talla de Luisa Castro o Félix Grande. Se trata de un libro apolíneo en la forma pero inequívocamente dionisíaco y estremecido en su fondo, en el que la escritora nos habla de un mundo cruel, donde impera “la ética del escorpión” (p.12) y en el que hay que curtirse contra las asechanzas, desarrollando para ello una piel rugosa y protectora (“Céline es un cachorro a nuestro lado”, p.14).
Hay aquí poemas como “Dido en las murallas” o “La herencia” que, con leves variantes, ya podían leerse en su poemario anterior. Pero el tono general se ha vuelto más amargo, y los temas progresan en una línea de decepción y acidez que contagia el ánimo del lector. Una pareja de yonquis camina sin prestar atención a su hijo de tres años, que les sigue dando traspiés en el poema “Barcelona Sants”; una mujer tiene que sufrir la vejación de repetir, ante un juez impasible, los infames pormenores de las palizas que ha sufrido; el descubrimiento vergonzante de que “este país ha sido disecado / como un mono / para servir de distracción / a los turistas” (p.17); la ojerosa certidumbre de que “nadie es bueno ni bello a las seis de la mañana” (p.25); o la crónica llena de desesperanza que aparece en “La ciudad en la que voy a morir”, son sólo algunas de las muestras que nos permiten constatar que estamos ante un valiente ejercicio de cirugía (personal y social), cuya mayor virtud consiste en haber dibujado el desgarro íntimo de la autora (que se intuye en cada línea, que se camufla tras cada sustantivo y cada adjetivo) para que los lectores accedan a su territorio de rabia y lo puedan compartir.
El mundo puede ser miel, alegría de cisnes o incluso nubes besando el cielo, pero a estos espectáculos no fue invitada la autora, que dice pertenecer con dolor (o tal vez con resignada fiereza) a una “estirpe de chacales” (p.43).

martes, 24 de marzo de 2020

El infinito en un junco




Hubo una vez, entre 1987 y 1991, una niña que, en su colegio de Zaragoza, sufrió un brutal acoso por parte de unos desalmados, que la maltrataban por tener fama de lista: la golpeaban con balonazos, le partieron un meñique en clase de gimnasia y llegaron a escupir dentro de su bocadillo, para posteriormente obligarla a comérselo. Ella jamás los delató ni se enfrentó a ellos. Su refugio consistía en enfrascarse en los libros, aquel ámbito acogedor en el que las voces de Robert Louis Stevenson, Michael Ende o Jack London le servía como consuelo y le mostraban un sitio confortable en el que vivir.
Aquella niña se llamaba (y se llama) Irene Vallejo, y es la autora de uno de los más hermosos libros que se han escrito sobre el mundo de los libros: El infinito en un junco (Siruela, 2019). En él nos invita a acompañarla en un viaje milenario que nos llevará por Macedonia, Egipto o Roma, para explicarnos cómo surgió el mundo de la escritura, cómo se concibieron los primeros signos gráficos y cómo el molde para hacerlos perdurables (tablillas, rollos, códices, libros) ha permitido secularmente que las ideas, las historias, el Pensamiento y la Belleza naveguen sin naufragar hasta nosotros.
Resultaría imposible (y por tanto no lo intentaré) resumir el contenido de esta obra enamorada y majestuosa, erudita y sherezádica, deslumbrante y luminosa, porque no hay página o anécdota que merezcan quedarse fuera de esa sinopsis. Todo el volumen burbujea de anécdotas, explicaciones, hallazgos y reflexiones (sobre literatura, pero también sobre cine, historia, cibernética, música o psicología) que, unidas, lo convierten en lectura inolvidable. En pocos libros se podrían encontrar cuatrocientas páginas tan densas ni tan livianas. En pocos libros se respira más amor por la literatura oral y escrita. De pocos libros se sale con tantas ganas de abalanzarse sobre los autores mencionados y analizados, para leerlos o releerlos. Irene Vallejo ama y hace amar, explica y seduce, invita y embriaga. Siempre me sentiré en deuda con este ensayo imborrable.

lunes, 23 de marzo de 2020

Las moscas




Aprovechando estos días de cuarentena por el dichoso coronavirus vuelvo a libar en las páginas de Jean-Paul Sartre, al que hace bastante tiempo que no volvía (lo leí mucho durante mi época universitaria, antes de conocer a Albert Camus, que me parece superior). Y lo hago con su obra Las moscas, la célebre pieza de inspiración clásica en la que Orestes vuelve a Argos y, sin haberlo planificado de forma consciente, cumple su terrible destino de venganza, matando a su madre Clitemnestra y a su feroz padrastro Egisto. Humanamente solo, épicamente solo (ni siquiera su hermana Electra respalda su gesto, aunque lo incitó a ejecutarlo) se libera de los dioses al haber elegido su propio camino.
Pieza hermosa y desgarrada, que me devuelve la dicción existencial del filósofo francés y que me recuerda cuánto me gustan las recreaciones de los mitos clásicos en cualquier formato (novela, teatro, poesía).
Anoto dos frases que me parecen notables en la obra: “Nuestro deporte nacional: el juego de las confesiones públicas”. “Hay muertos que se adelantan a la cita”.

domingo, 22 de marzo de 2020

Maneras de vivir




Parece ser cierta esa afirmación famosa de que los viejos rockeros nunca mueren. O lo es, al menos, en el caso de Jimi, líder y cantante del grupo Samarkanda que, después de haberse alejado del mundo de la música activa y haber unido su vida a la de Rosa Winchester, regenta una tienda de discos de vinilo en la costa levantina. El negocio le va bien y su vida parece haberse estabilizado, después de unos bandazos bastante preocupantes por los mundos de la drogadicción y la cárcel. Pero la calma es sólo aparente, porque las turbulencias regresarán, encarnadas en dos personas distintas: su hijo Manu (que acaba de perder a su madre y tendrá que irse a vivir con el rockero, al que no ha visto jamás y por el que siente desdén) y su antiguo compañero de prisión El Zotes (que comenzará a incordiar a Jimi con peticiones cada vez más inquietantes).
Todo ese conglomerado de hilos narrativos va sedimentándose en las manos de un escritor que, antiguo admirador del grupo Samarkanda, se deja caer por la tienda de Jimi y comienza a interesarse por su historia. A través de una serie de diálogos con los principales protagonistas (Rosa, Jimi, Manu y Luna, la bella hija adolescente de Rosa), el narrador se convierte en un demiurgo que organiza para nosotros, eficaz y seductor, el contenido de la novela. Y, con paso firme, nos va conduciendo por un laberinto de estrecheces económicas, adicciones, amor, fe, dolencias físicas, chantajes, celos, violencia y amistad, del que resulta imposible evadirse.
¿A alguien le puede extrañar que esta historia fascinante haya sido galardonada con el premio Edebé de literatura juvenil? A mí, desde luego, no. Luis Leante se ha consolidado desde hace tiempo, no solamente como uno de los narradores más admirados de España en el ámbito adulto (recordemos su premio Alfaguara de 2007), sino también como una de las voces más aplaudidas por jóvenes y niños, que han disfrutado con su Huye sin mirar atrás (también ganadora del premio Edebé) o su serie de Justino Lumbreras.

sábado, 21 de marzo de 2020

Secretos




La vida en la lujosa urbanización Los Cipreses no puede antojarse más idílica, ni observada desde fuera ni vivida desde dentro: todo en ella es equilibrio, paz y buenas relaciones entre los vecinos. Inmersos en un mundo de economía boyante, organizan barbacoas juntos, podan los setos de sus jardines, juegan al pádel y conforman un universo modélico donde adultos, niños y perros conviven en una armonía casi sobrenatural.
Entre los integrantes del grupo se encuentran Blas López (cirujano eminente y de impecable trayectoria), Ana (abogada de éxito), Juan Luis (un bombero de físico turbador), los Modern Family (una pareja gay con alto poder adquisitivo), Eugenio Moncada (un empresario de elevado rango)… Y cuando parece que nada podría perturbar ese ambiente paradisíaco irrumpe en sus vidas Hellen, una mujer elegante, millonaria, encantadora, cordial y generosa, que se instala en la urbanización y consigue en poco tiempo la admiración y el cariño de todos.
Los problemas comenzarán cuando, uno a uno, vayan descubriendo que Hellen esconde en su interior a una mala bestia, una criatura malvada, cruel y huérfana de empatía, que los va enredando en una implacable red de chantajes, abusos y extorsiones. De esa telaraña diabólica no se libra nadie, por más que lo intente. Y quien se adhiere a sus hilos engancha a otros en la angustiosa trama.
Eficaz y habilidoso, como siempre, Jerónimo Tristante nos deja bien claro en esta novela que “en todas las familias hay cadáveres en el armario, adicciones, debilidades y falsedad” (p.285) y que si alguien posee la suficiente inteligencia y anda huérfano de escrúpulos puede conseguir que los demás coman en su mano manipulando su parte más vulnerable: los secretos. Entre los moradores de Los Cipreses hay cocainómanos, maridos puteros, esposas infieles, homosexuales camuflados, violentos reprimidos. Y Hellen manejará esas debilidades para urdir una trama demoníaca que, capítulo tras capítulo, se irá volviendo asfixiante para todos los protagonistas, incluidos los lectores.
Una novela que, casi literalmente, no se puede abandonar una vez iniciada.

viernes, 20 de marzo de 2020

Herido leve




Un lector de verdad es siempre un niño que mantiene el alma y los oídos abiertos, ilusionado con la posibilidad de que el volumen cuyas páginas acaba de abrir le cuente una historia, le arranque emociones, lo seduzca, lo fascine, le permita viajar en el espacio y en el tiempo, lo enamore, lo traspase; se adentre, en fin, en su corazón. Un niño que, con el cedazo de sus ojos, va cribando la infinita arena en busca de una pepita de oro asombrosa, redentora, mágica, que se guardará con una sonrisa en el bolsillo mientras se dispone a buscar la siguiente.
Eloy Tizón nos muestra, en Herido leve, su colección de hallazgos literarios, su enciclopedia de felicidades lectoras, formada por versos, aforismos, novelas e incluso por lágrimas (como las que derramó un compañero argentino en febrero de 1984, en las aulas de la Complutense, mientras le comunicaba la muerte de Julio Cortázar). Con la silenciosa e indesmayable constancia del filatélico, el escritor madrileño reúne en este tomo centenares de opiniones valiosas sobre el mundo de los libros: la admiración que siente por Marcel Schwob, quien “vivió al margen de reconocimientos oficiales, aplausos y medallas, entregado al perfeccionamiento de su arte y sus achaques crónicos” (p.119); su asombro ante la figura anacrónica de Yukio Mishima, “piloto kamikaze de su cuerpo, al que envió a la inmolación; ataviado, eso sí, con toda elegancia” (p.181); el aplauso que siempre ha tributado a “la tinta tuberculosa de Antón Chéjov” (p.259); el apunte simpático sobre aquella vez en la que Turguéniev decidió bailar un cancán ante Tolstói, para consternación y tristeza del Gran Patriarca (p.267); su constante deslumbramiento ante los relatos de Edgar Allan Poe, los mejores de los cuales se le antojan “canciones paranoicas” (p.455); su aquilatado dibujo de Truman Capote, chismoso irrefrenable “con su pequeña estatura de elfo y su voz chillona de helio” (p.515); o su recuerdo estremecido de Peter Kien, “el protagonista de Auto de fe, de Elias Canetti, que amaba tanto los libros que se inmoló junto a ellos prendiendo fuego a su propia biblioteca” (p.605).
Es posible que Eloy Tizón no encuentre nunca su “Welcome Stranger”. Es posible que ninguno de nosotros la encuentre jamás. La Australia de los libros es enorme y profunda. Pero cuántas felicidades depara la búsqueda. Quizá leer sea buscar las páginas que, dispersas en el espacio y en el tiempo, hemos escrito sin saberlo.

jueves, 19 de marzo de 2020

Selfies de un hombre invisible




Yo no sé si Joaquín Piqueras es un poeta rápido o lento a la hora de escribir. Tampoco sé si busca sus temas y su inspiración o si, por el contrario, permanece a la expectativa para cuando ellos y ella decidan presentarse. Pero hay algo que, como lector, sí me parece evidente: que es un poeta que pertenece al mundo. Es decir, que no se ha encerrado en ningún palacio de cristal, ni se esconde de las realidades inmediatas, candentes a la hora de redactar sus versos. El entorno, alborotado de músicas y ruidos, irrumpe en sus páginas para que el escritor lo registre y lo convierta en material literario. Y gracias a esa condición porosa, en Selfies de un hombre invisible (Canalla Ediciones, 2020) nos encontramos con las bellezas y con las miserias, con la ilusión y con el desencanto, con la sonrisa y con las lágrimas: terribles poemas sobre la violencia de género (“Canción de amor a dos manos”); contundentes sonetos contra la expropiación inmisericorde de hogares (“Desahucio”); poemas de raigambre homérica (“Amar a Nadie”); divertidos juegos de intertextualidad, teñidos de erotismo (“Enseñar a los clásicos”); y hasta zumbonas composiciones satíricas donde nos encontramos al célebre general Custer, derrotado en Little Big Corn por unos indios (“centauros del destierro”) a los que el autor, sardónico, no duda en calificar de “perroflautas”.
A la vez, alternando con esos poemas de mayor extensión, Joaquín Piqueras nos va regalando haikus delicadísimos, que tienen la virtud de ralentizar la mirada y hasta el pulso cardíaco de los lectores. No creo bromear al escribir esa frase. El poeta ha sabido pulir en ellos un ritmo íntimo insuperable, majestuoso, que quizá quede bien reflejado (aunque no resumido) en dos ejemplos: “Como pirómanos, / sabemos prender fuego / a nuestros sueños”. “Torpe asesino / el tiempo, que deja huellas / por todas partes”.
Que nadie dude en sumergirse en este libro: es un hermoso trabajo, del que se sale emocionado y agradecido como lector.

miércoles, 18 de marzo de 2020

El canto del zaigú




Mientras me adentro en las páginas de Maneras de vivir, su más reciente novela (que ha merecido el premio Edebé por segunda vez), recupero una vieja historia que Luis Leante publicó en el año 2000 en la Diputación de Albacete (Punto de Lectura lo volvió a editar nueve años después) y que se adscribía al género negro (tomado, eso sí, con muchas libertades creativas, como no podía ser menos). Me refiero a El canto del zaigú, que se desarrolla en un pequeño pueblecito llamado Valderas y que gira alrededor de la muerte misteriosa del maestro y del canto no menos misterioso de un zaigú.
El lector se encuentra en estas páginas con grandes dosis de humor; las sabrosas anécdotas ocurridas en el bar de Canuto; las vidas peculiares de Lino Malgesto o Paulino Pimentel; las iracundias de Margarito, violento personaje que a su mujer “le pegaba cuando iba bebido y también cuando estaba sereno”; el estupor del cura don Ciriaco (que observa cómo sus feligreses adoran un rostro femenino, creyéndolo el de la Virgen María y perteneciendo, en realidad, a Estrellita Castro; o las andanzas de un extraño sacristán llamado Jesucristo.
Narración de fluidez encomiable, en la que Luis Leante demostraba una vez más su infinita sabiduría narradora, capaz de mantener a los lectores pegados al libro desde el primer párrafo. Qué pocos pueden presumir de lo mismo.

martes, 17 de marzo de 2020

La cifra mágica




Ana María Tomás es un ejemplo de versatilidad literaria, que ha pulsado géneros muy dispares (desde el articulismo hasta la poesía, sin desdeñar las cartas, los cuentos y hasta el libreto de una zarzuela) y que ha sometido sus producciones al veredicto (en ocasiones laudatorio) de todo tipo de jurados. Su primer volumen publicado fue éste que hoy nos ocupa: La cifra mágica (1997), un poemario de amor en el que la escritora buscaba la fusión con el amado (“Tus venas serán mi laberinto”, p.7) y donde alcanzaba imágenes de gran poder lírico y visual (“La tarde, de luces desnucadas, inventa charcos de recuerdos contigo”, p.10). Ese sentimiento llena de azúcares el alma y los labios de la escritora, quien reúne trepidaciones de huracán y fiebres volcánicas en sus versos.
Pero, como ocurre con casi todos los amores, éste llega de un modo inevitable a su consunción; y entonces queda en el cielo del paladar una desagradable aspereza (“Es tu ausencia mi veneno”, p.42), que lo impregna todo y que todo lo inunda de amarguras.
En el fondo, se trata de comunicarnos poéticamente la diacronía del amor; y, para lograrlo, nos conduce de la mano hasta el Everest, y desde allí nos baja hasta la Fosa de Filipinas. Subida al cielo y bajada al Hades.
Toda una experiencia.

lunes, 16 de marzo de 2020

Hijito pollito




Reconozco que, de todos los libros que ha publicado Marta Zafrilla en la editorial Cuento de Luz, siempre he sentido una especial debilidad por Hijito pollito (las ilustraciones de Nora Hilb contribuyen no poco a esa debilidad, tampoco habré de ocultarlo), porque creo que en sus páginas captó con enorme delicadeza todos los matices del mundo de la adopción: la ternura, la protección, el respeto, la sinceridad, el amor infinito.
Se nos cuenta en este volumen, de una forma amena y sonriente, cómo una gata se convierte en la madre de un pollito huérfano. Es cierto que los demás podrán asombrarse de esta decisión (por la evidente diferencia física entre ambos), y es probable que reciban miradas de estupor por parte de quienes los rodean (incapaces de entender la armonía dulce que entre ellos se establece), y que no todos entenderán que ella lo eduque como un pollito (pese a ser una gata); pero qué más da. El amor es una decisión. La familia es un proyecto afectuoso. Los vínculos de cariño se eligen, se miman, se acorazan frente a las asechanzas del exterior.
Hijito pollito es un tratado sobre el amor sin límites, sobre el sacrificio sonriente, sobre la entrega incondicional. Y es también un canto a la tolerancia (trompeta de Jericó que derriba muros aparentemente inexpugnables), una lección de dulzura. Nos explica con un ejemplo delicioso que el amor nace y burbujea en el corazón; y que, frente a esa evidencia, todas las adversidades acaban rindiéndose, agotadas.
No sé quién aprende o disfruta más con estas páginas: los hijos o los padres.

domingo, 15 de marzo de 2020

Piedra de Luna




El mundo de Hollywood era bien conocido por Vicente Blasco Ibáñez, sobre todo porque algunas de sus obras (Los cuatro jinetes del Apocalipsis, Sangre y arena, etc) fueron convertidas allí en películas de reconocido éxito, con protagonistas como Rodolfo Valentino y otras rutilantes estrellas del momento. De ahí que cuando nos adentramos en las páginas de esta novela sintamos que fabula sobre algo que debió de conocer bien.
La protagonista es Betty, una muchacha que, después de haber pasado por una infancia complicada y una juventud llena de trabajos variopintos, encuentra en el cine la oportunidad para convertirse una persona rica y famosa. Pero una peluca rubia (perennemente instalada en su cabeza) la convierte en pantalla en un ser bien distinto al que camina por las calles o se recuesta en el sofá de su casa. Algo en su interior le grita que no es feliz, que no ha conseguido encontrar el equilibrio que da la dicha. Y cuando se acerca a los cuarenta años y tiene a sus espaldas un espinoso camino de fiestas, divorcios y vaciedades, decide emprender un viaje por un país que siempre ha querido conocer: España. Sentada en el tren, sin su peluca dorada, es una mujer sin más. Bonita, pero aproximándose a una madurez que no sabe cómo encajar. Y el joven que se sienta frente a ella y que comienza a hablar le va a permitir aprender algunas cosas.
Elegante y segura de sí misma, la prosa de Vicente Blasco Ibáñez indaga aquí sobre el éxito, la felicidad y el paso del tiempo, tres vectores que a veces tiran del ser humano en direcciones opuestas y que lo desgarran íntimamente.

sábado, 14 de marzo de 2020

Cosas nuestras




Les suelo recomendar a mis alumnos del instituto que hablen con sus abuelos siempre que puedan, para que sus historias, vivencias y anécdotas no se mueran con ellos y para que continúe manteniéndose viva la llama de la transmisión oral (que en los tiempos modernos tenemos malamente atendida). Tras sumergirme en las páginas de Cosas nuestras, de la ilustradora Ilu Ros, compruebo con gran alegría que esta obra se basa en el mismo supuesto: la nieta que se coloca junto a su abuela y que, dialogando con ella, conoce su pasado y la informa sobre su presente.
En esa escucha atenta y cariñosa, la joven conoce la rivalidad legendaria entre Juanita Reina y Concha Piquer; la hiperbólica libertad artística de Miguel de Molina (que ante un falangista que lo acusa de mariquita se decanta por la palabra ‘maricón’, que “suena a bóveda”); el deslumbramiento que causó siempre Lola Flores, incluso a los redactores del periódico The New York Times; la fama que rodeó a Marifé de Triana; o los atrevimientos inusuales de Rocío Jurado, que se atrevió a dedicarle una canción a la masturbación femenina, en años más bien cenagosos y pacatos. Pero también, entreveradas con esas alusiones musicales, aparecen las reflexiones por parte de nieta y abuela sobre la emigración a Francia, el franquismo, la llegada de los Beatles a Madrid, el alborear del pensamiento feminista o la forma de despiezar un pollo.
A la vez, la nieta intenta que su abuela se “actualice” escuchando las canciones de Rosalía, que permiten a ambas exponer sus ideas sobre la necesaria vindicación de la mujer.
Un libro hermoso en su escritura y, sobre todo, en sus ilustraciones, que ponen a Ilu Ros en la primera línea de la actualidad literaria.

viernes, 13 de marzo de 2020

Medio muerto nada más




Yo no sé si he leído este libro o, más exactamente, he intentado leer el tiempo que ha transcurrido desde que lo tuve por primera vez entre las manos. Se trata de Medio muerto nada más, de Álvaro de Laiglesia, que devoré con ¿catorce años? y que ahora, cuarenta años después, me ha hecho sonreír como entonces con la habilidad de su narración y con sus juegos de palabras. Quizá lo estropee (habla ahora el adulto, no el adolescente que lo leyó enfebrecido y acrítico) su tendencia a la gazmoñería, pero se la perdono con gusto.
Eso de que los escritores sean “hermanos de tinta” está bien. Es ingenuo, cómo no admitirlo, pero está bien. Y qué gozada de humor surrealista la “Carta de una pacata antigua a su carabina”. Y qué agudo en sus aforismos casi juanramonianos (“Yo no pertenezco a la mayoría de le gente, sino a la minoría”). Y qué acertado en sus definiciones, como ésta de la palabra ironía (“Una sonrisa que sube directamente al cerebro sin asomar a los labios”). Y qué sabio en sus reflexiones mundanas (“Si quieres triunfar, da algún motivo para que puedan compadecerte”).
Estoy muy feliz de haber activado esta recuperación proustiana de mi prehistoria lectora, y estoy decidido a que no sea la última.

jueves, 12 de marzo de 2020

Postales en un cajón de galletas




Existe una madurez (personal y poética) que nada tiene que ver con las arrugas que se trazan en el exterior del cuerpo o con los achaques que hieren por dentro de él. Esa madurez, que quizá podríamos bautizar también con el nombre de sabiduría, consiste en aceptar que ser es haber sido. Que somos, al modo quevedesco, presentes sucesiones de difunto: sedimentaciones de yoes que fueron nuestro yo y que, sumadas, entregarán nuestro legado a la muerte. Que somos (y el verso ahora lo pone el autor de este libro en su página 33) “piel y laberinto”.
Ángel Manuel Gómez Espada, que se va acercando al medio siglo de vida, acepta esa evidencia y, en Postales en un cajón de galletas (XII premio de poesía Dionisia García), gira sus ojos hacia los dos taludes que rodean el paréntesis del presente: la infancia y el futuro. Sobre la primera comienza mintiéndonos en el primer verso de la obra (“Poco queda de lo que entonces fuiste”), porque Pessoa ya dictaminó que el poeta ha de ser embustero y fingidor, para borrar pistas. Pero en ella aparecen la madre, “vestida de polen hasta las cejas”; el padre, con quien corre tras una pelota sobre el césped; el abuelo, cuya mano sigue presente en su memoria; o las viejas canciones y detalles de los años ochenta, que ponen banda sonora y ruido de futbolines en su ayer. Y sobre el futuro aventura la placidez de estar junto a la persona amada (“El mañana es un sofá. / Tú y yo, / envejeciendo”), consciente de haber recorrido junto a ella la parte más hermosa del camino, cogidos de la mano. En medio, todas las experiencias, avatares, sueños, luces y sombras de la actualidad, que nos construye y nos erosiona a diario.
Libro sereno e inteligente, lleno de máquinas quitanieves, de álbumes de recortes, de viejas estaciones ferroviarias, de hoteles líricos, de cicatrices madrugadoras, de estrellas polares y de filosofía (acúdase al poema “Leyendo a Du Fu”, en la página 42), estas largamente esperadas Postales en un cajón de galletas nos devuelven la voz de uno de los escritores más interesantes y más sabios que se pueden encontrar en el panorama actual.

martes, 10 de marzo de 2020

El camino del aire




La yeclana Pura Azorín volvió, en el año 2005, al camino de la novela breve, que tantos reconocimientos (el Castillo-Puche, el Gabriel Sijé o el Leer es vivir) le había otorgado. El nuevo título era El camino del aire, que le publicó la Editora Regional de Murcia.
Nos cuenta aquí la historia de Violeta, una funambulista de 15 años que, frente al mundo mezquino y gris de las gentes que pueblan el circo, “se alegra de estar aquí arriba, donde nada le alcanza” (p.8). Es una niña triste, huérfana y desamparada, rodeada por una asombrosa serie de personajes más bien sórdidos (como el enano Rocco, que la ha manoseado lúbricamente desde la infancia) o amargados (como la giganta Lilí, vieja amiga de la madre de Violeta) o directamente untados por el fracaso (como El Mago, un tipo que podría haber coronado la ruta del éxito y que, en cambio, ha acabado realizando sus trucos en un circo de mala muerte).
Esa vida mediocre y sin esperanza que impregna a todos los protagonistas de su mundo (“Vamos y venimos como si tuviéramos que llegar a algún sitio cuando en realidad no vamos a ninguna parte, sólo viajamos en círculos perdidos en la nada”, p.48) termina por contagiar también a Violeta, que encuentra en el camino del aire (el alambre) la forma de caminar ajena a todo, tal vez buscando el olvido o el futuro. Su alma, a pesar de la juventud de su piel, está empapada por “una extraña mezcla de melancolía y esperanza” (p.85).
Otra gran producción breve de Pura Azorín, escritora más que estimable.

lunes, 9 de marzo de 2020

El lobo de Periago




Releo, en el camping de Las Nogueras de Nerpio, el libro El lobo de Periago, de mi amigo Manuel Moyano (Natursport, 2004), que lleva como subtítulo el de “Historias de la Murcia rural”. La noche, el silencio y la prosa inmaculada de Manolo se llevan muy bien: lo acabo de corroborar.
El autor decidió darse un paseo por las fronteras de la región (las fronteras con Castilla, pero también con Andalucía) y dialogó pausadamente con sus moradores para extraer de ellos viejas anécdotas de su mundo perdido. Nos encontramos, pues, ante una colección de apuntes de etnología literaria, donde el escritor nos recopila y redacta historias de lobos cazados, estraperlo en tiempos difíciles, guardias civiles propensas a las bofetadas, bailes que se diluyeron en la corriente del tiempo, sufrimientos que se olvidaron sólo superficialmente, heroicidades anónimas y supervivencias en medio de circunstancias climáticas adversas.
Como cierre del volumen, Manuel nos ofrece tres apuntes viajeros bellamente redactados, en la línea del mejor Camilo José Cela, que demuestran su infinita calidad como observador y como prosista.
Un gusto, siempre, leer y releer sus páginas.

domingo, 8 de marzo de 2020

La caligrafía secreta




Cuando se lee el libro de un autor y te gusta; y se repite con otro y te gusta; y se ejecuta una tercera aproximación y te sigue gustando, es inútil resistirse a la palmaria evidencia: es uno de los tuyos. En el fondo, sin que el lector suela planteárselo de una forma racional, las expediciones que realiza por el mundo de la literatura no tiene otro objeto que ése: encontrar a sus dioses. Es decir, recorrer la selva, soportar las picaduras de los mosquitos, enfrentarse a tormentas, subir por acantilados, domeñar cascadas, permanecer despierto en la noche horadada de ruidos y, al fin, llegar a la explanada donde se yergue un templo y prosternarse ante él, con felicidad y gratitud.
Vuelvo a César Mallorquí y me sumerjo en las páginas de La caligrafía secreta, donde se me propone una aventura llena de nieblas que transcurre en el año 1789, en la Francia que está a punto de ver estallar la Revolución. En ella, el prestigioso calígrafo don Lázaro Aguirre, acompañado por su sobrina Mariana, por su fiero ayudante Tértulo y por su aprendiz Diego, se desplaza hasta París, reclamado por su antiguo discípulo Miguel, a cuyas manos ha llegado un documento rarísimo y de capital importancia. Espoleado por el cariño que siente hacia Miguel (y también aguijoneado por la curiosidad), don Lázaro indagará como un detective para encontrarlo: visitará tabernas, interrogará a hospederos, acudirá a las fuerzas del orden… Pero lo que ninguno de los cuatro españoles podía imaginarse es que se están acercando peligrosamente al centro de una diana en la que sus vidas no valdrán un ardite. Esoterismo, intrigas palaciegas, magníficas descripciones (políticas, económicas y sociales) del mundo prerrevolucionario, tiroteos, secuestros, emboscadas, cementerios profanados y traiciones constantes espolvorean una novela que resulta imposible abandonar una vez que se ha empezado.
¿Es César Mallorquí uno de los grandes de la novela juvenil? La pregunta resulta innecesaria: sí. ¿Acaso el más grande? Probablemente. No se priven del placer de comprobarlo por sí mismos.

jueves, 5 de marzo de 2020

Cuando los tontos mandan




Desde hace años, leo y admiro a Javier Marías (desde el punto de vista literario, siento debilidad por esa familia, porque también he aplaudido a su hermano Fernando y a su padre Julián), así que periódicamente me gusta acercarme a sus obras. Hoy me decanto por un libro recopilatorio, donde se reúnen artículos que publicó durante 2015 y 2016 (Cuando los tontos mandan) que, naturalmente, no me ha defraudado.
Y utilizo ese adverbio porque suelo mostrarme conforme tanto con los análisis que efectúa el escritor como con las conclusiones que extrae; y, por supuesto, me encanta la forma en que los escribe. Afinidad, creo que llaman a esa figura. En mi opinión, Javier Marías atesora una mente clara, un juicio fino y ponderado, una cultura siempre oportunamente aportada al texto y, obvio, un exquisito talento literario.
En esta obra nos habla de la crueldad inmisericorde y gratuita de los desahucios, que perjudican a las víctimas y no benefician económicamente a los verdugos (tras quedarse con las viviendas, los bancos no saben qué hacer con ellas); de la ignorancia adánica de quienes pretenden convertirse en continuos descubridores de mediterráneos, sin ser conscientes de su condición ignara y patética; de la estulticia incomprensible de quienes, renunciando a leer de forma voluntaria, se asemejan a una lechuga o un taburete; del absurdo de la enseñanza bilingüe, en la que ni se enseña en profundidad la materia ni tampoco el idioma; de la ignorancia que aceptamos (que sus partidos políticos nos hacen aceptar) sobre la idoneidad de sus representantes para encabezar alcaldías o manejar dinero público; del error de mostrarse dialogante con colectivos asesinos como el DAESH, que sólo aceptan el exterminio de sus oponentes de una manera radical y ejemplarizante; del infantilismo que supone no aceptar las opiniones discrepantes porque “perturban” nuestra calma granítica y sorda; del anacrónico esperpento que supone el proceso catalán; de la absurda rendición que algunos acometen justificándose o disculpándose por cualquier majadería que “ofende” al colectivo matonil de turno; de la interesada abolición del pasado, que es visto con desdén, rencor o burla; de la ignorancia en que crecen nuestros jóvenes gracias a “los crueles zopencos que hoy diseñan y dictan nuestra educación” (página 125); de… ¿Es necesario seguir? La radiografía de España, de Europa y del mundo que Javier Marías nos pone ante los ojos es cristalina, enérgica y razonada.
Quien esté dispuesto a escuchar y pensar, adéntrese en estas páginas.

miércoles, 4 de marzo de 2020

Memoria de mis putas tristes




El protagonista y narrador de esta novela corta está a punto de cumplir los 90 años y siempre ha sido un varón sexualmente artillero (“Hasta los cincuenta años eran quinientas catorce mujeres con las cuales había estado por lo menos una vez”, anota en la página 16; aunque se apresura a añadir que “nunca me he acostado con ninguna mujer sin pagarle”), así que ha decidido concederse un singular y discutible capricho para celebrar tan elevada longevidad: conseguir que Rosa Cabarcas, dueña de una casa clandestina, le consiga una joven virgen. Ella, profesionalmente, cumple con el encargo, pero le advierte que la muchacha apenas tiene catorce años. El narrador, que dispone según se dice de “una tranca de galeote” (p.26) o “pinga de burro” (p.96), se entusiasma con el panorama y se aviene a pagar el precio estipulado por la madame.
Así comienza Memoria de mis putas tristes, de Gabriel García Márquez, novela que no llega al centenar de páginas y que constituye una de las narraciones menos felices del colombiano. No porque el tema resulte desagradablemente incómodo (que también), no porque su desarrollo adolezca de escaso vigor (que también), sino sobre todo porque el lector no llega a recibir ni siquiera una pequeña parte del fastuoso chisporroteo imaginativo y literario que García Márquez regala siempre en cualquiera de sus historias, y lo suple con media docena de frases que firmaría con satisfacción Paulo Coelho, pero que el autor de Cien años de soledad, Crónica de una muerte anunciada o El otoño del patriarca, veinte años antes, habría tachado sin demasiadas contemplaciones del primer borrador.
Admiro tan profundamente a este novelista que lo seguiré leyendo y releyendo en el futuro, consciente de que se trata de uno de los mejores narradores hispanos del siglo XX. Pero en esta ocasión, por desgracia, el resultado de su escritura no creo que merezca demasiados aplausos.

martes, 3 de marzo de 2020

Nadie vale más que otro




El sargento Rubén Bevilacqua y la cabo Virginia Chamorro necesitan muy pocas presentaciones para el lector que conozca la narrativa de Lorenzo Silva: son sus dos personajes estrella, dos investigadores de la guardia civil que se ocupan de investigar casos especialmente complejos y que aquí, en las páginas de Nadie vale más que otro (Destino, 2004), tratarán de resolver cuatro enredos de distinta envergadura. En “Un asunto rutinario” se enfrentarán al asesinato de Marcos Larrea, un pequeño traficante al que matan y cuyo coche queman, quedando entre los restos calcinados un enigmático ladrillo; en “Un asunto familiar” se las verán con el desagradable caso de una niña de once años a la que violan y estrangulan de un modo tan torpe como macabro; en “Un asunto conyugal” el foco de las sospechas recaerá sobre un marido que, acusado muchas veces de malos tratos a su esposa, insiste en que no ha sido él quien la ha asesinado con un hacha; y en “Un asunto vecinal” el protagonismo truculento recae sobre un ecuatoriano, al que han golpeado y asfixiado con una bolsa.
En los cuatro relatos que componen el volumen, los primores estilísticos quedan supeditados a la eficacia y la fluidez narrativas, que son muy elevadas y que nos entregan a dos investigadores cada vez más compenetrados, más maduros y más humanos: la irritación de Bevilacqua por tener que trabajar en el día de su cumpleaños, el mal humor que se le pone a Chamorro cuando le baja la regla, la forma estoica en que ambos van comprendiendo y aceptando las zonas de sombra de sus congéneres, etc.
Este volumen constituye una buena puerta para adentrarse en el universo de los dos investigadores más famosos que ha dado la guardia civil en la historia de la literatura española.

lunes, 2 de marzo de 2020

Poemas del desamor verdadero




La juventud, por su condición misma, desconoce los acíbares de la frustración. Todo en ella es júbilo, arrebato, ansia, proyecto e infinito. Cuando aún son pocos los años que nos afligen lo tenemos claro: el futuro (esa sustancia cuyos perfiles todavía desconocemos, y aun despreciamos) se nos entregará sin reservas y nos hará dichosos. Será (quién lo duda) un ámbito de luz, un paraíso alcanzado.
Pero pasa el tiempo y su huracán de arena gris modera nuestra euforia: llegan las primeras decepciones, que pronto se arraciman, huérfanas de misericordia; llegan las lágrimas, que son agua en nuestros ojos y ácido en nuestras mejillas; llegan la amargura y el desengaño, que tajan la carne de nuestro espíritu y nos certifican el error en el que estábamos viviendo.
Pascual García, poeta maduro desde su juventud, ha alcanzado también la otra madurez, mucho menos agradable: la de descubrir que las esperanzas tenían su reverso de hiel, agazapado y turbio; la de descubrir que el amor, lejos de erigirse en espacio intocable y purísimo, admite las salpicaduras del fango y muchas más grietas de las que podíamos sospechar; la de comprender que sólo éramos felices mientras vivíamos en la burbuja de la ignorancia. Así, el llamado “amor verdadero” queda transmutado en “desamor verdadero”, en miasma, tristeza y soledad golpeada por el viento.
El poemario, que se inicia con un verso luminoso (“Tú y yo cogidos de la mano, juntos”), pronto gira hacia las revelaciones amargas. Esas manos que parecían fundidas para la eternidad comienzan a distanciarse, a perder calor, a convertirse en animales ariscos que cuelgan de unos brazos desilusionados; y el corazón extrae sus conclusiones, muchas de ellas cifradas de una forma dura, tajante, amarguísima: “Unos años que perdí en balde”, “La noche se quedó en nosotros para siempre”, “Fuimos naufragio desde el primer día”, “La carne y los sueños no eran compartidos”… El balance no puede resultar más apocalíptico y se llena de palabras quizá injustas, pero es que el animal herido no se puede permitir el ejercicio de la mesura. Todo es para él “noche o relámpago”, como clamaba Pablo Neruda: una oscuridad larguísima y leves fogonazos de luz.
Mediante significativas repeticiones léxicas (la huida, la juventud, la soledad), que se alternan con otras incluso más abundantes (las manos son mencionadas sesenta veces; la memoria, treinta y dos), el poeta construye con rotundidad dolida el campo verbal de la desilusión, del páramo y del ulular del viento con unos versos sólidos, firmes, inolvidables. Poemas del desamor verdadero supone el testimonio de un gran poeta que, en medio de la tristeza y la soledad, se sienta y escribe para dejarnos su dolor en forma de tinta.

domingo, 1 de marzo de 2020

Síndrome de tanto esperar tanto



Tras haber obtenido el máximo galardón en el concurso de poesía Ciudad de Irún en el año 1992, el caravaqueño Miguel Sánchez Robles vio publicado su libro al año siguiente con el título de Síndrome de tanto esperar tanto, donde ahonda en las líneas esenciales de su pensamiento lírico y vital.
La vida sigue siendo contemplada como algo que nos abandonó inexorable hace años, y de cuyo recuerdo nos nutrimos con una sonrisa agria instalada en el corazón (“Vivimos expandidos en la melancolía”, nos dice el poeta en la página 16), mientras nos acecha por todos los flancos “el coma barbitúrico del tiempo” (página 35). Miguel, para concretar dichas intuiciones y visiones, elabora en este libro una serie de pequeñas biografías líricas, devastadas, puntuales, que beben de Cioran, Sartre y Borges, y que nos entregan a unos seres gangrenados por la úlcera del dolor: la tristeza camarera de Óscar; el suicidio larguísimo de Javier; el aburrimiento vital de Marta (“frágil como el hidrógeno y el vidrio”, retrata con dulzura en la página 36); la erosión interminable de Pedro. Son existencias truncas, pesarosas, sin norte y sin meta, insignificantes, que sirven como metáfora y resumen de otras no menos quebradizas: la tuya o la mía… En este infierno de desazón, “la soledad incendia las aceras” (página 55); y algunos (quién sabe si los más aguerridos o los más derrotados) se atreven a murmurar: “Todo va bien, tan sólo estamos muertos” (página 58).
Pocos poetas se han atrevido a enfrentarse con el espejo y con la vida de la manera contundente y desgarradora con la que lo hace Miguel Sánchez Robles. Solamente por eso ya ocuparía un lugar de excepción en la lírica española actual.