viernes, 31 de diciembre de 2021

¿En qué estás pensando?

 


Cuando nos encontramos ya nel mezzo del cammin (para decirlo con el verso de Alighieri) o incluso cercanos al arrabal de senectud (dejando que nos guíe el sintagma de Jorge Manrique) advertimos nuestra condición funesta. Pero no “funesta” en el sentido negativo, sino en el borgiano: nos convertimos en fieles seguidores del atribulado Funes, en acólitos de la religión de la memoria. Y es que la memoria constituye, en buena medida, nuestro tesoro particular: las sonrisas que recordamos, los rostros de nuestros padres, los lugares entrañables en los que vimos anochecer, el cachorro con el que jugábamos cuando éramos niños, la faz imborrable de aquellos amigos a los que la vida borró, los libros que lograron emocionarnos, los labios que quisieron bendecirnos con su dulzura.

Con la serenidad de quien saborea colores y rostros y los convierte en tinta inmortal, María Teresa Cervantes nos entrega en las páginas de ¿En qué estás pensando? (MurciaLibro) su particular resumen de vida, su crisol de tiempos y espacios, que fulguran en su corazón. Y ahora en el nuestro. “Vivimos al azar en el vasto misterio del universo”, nos dice en un lugar del libro. “Es -soy- como un árbol que ha ido creciendo al interior de mí misma, sin que apenas lo advirtiera y del que apenas he acabado de aspirar el aroma de sus hojas”, nos dice después. “Somos, lo queramos o no, soledad”, concluye. Pero su soledad es una soledad sonora, una soledad acompañada y llena de libros, músicas predilectas, paisajes añorados, amaneceres en Cartagena, cafeterías donde se reúne con unas pocas personas cercanísimas, rememoraciones de la casa de sus abuelos y tímidos amores de juventud que dejaron huella en su fino espíritu.

Un libro tenue, delicado y delicioso, por el que conviene caminar con lentitud, con silencio y con respeto: una gran dama nos está invitando a conocer su pasado y el fondo de sus ojos. Y ese privilegio hay que agradecerlo puestos en pie.

jueves, 30 de diciembre de 2021

Crónicas y romances de Murcia

 


Contadores y recitadores de historias los ha habido siempre; y siempre han sido admirados y seguidos por el pueblo, que encontraba en ellos una fuente de distracción, de información y de aplauso. Eran las personas que, con su verbo fácil y sus admirables recursos narrativos, lograban que los espectadores se quedaran embobados, o lloraran de emoción, o temblaran de miedo, mientras les desgranaban los pormenores de su relato.

En Crónicas y romances de Murcia, Paco López Mengual y Emilio del Carmelo Tomás Loba emulan a aquellos precursores y se proponen imitar sus técnicas (el suspense, el humor, la dosificación intrigante de datos) en una serie de historias que, en prosa y en verso, se centren en episodios, personajes y lugares de la región de Murcia. La parte lírica queda en las manos de Emilio del Carmelo Tomás Loba, quien nos resumirá algunos momentos de la vida de Preciosa, la célebre gitanilla cervantina; nos glosará la figura elevadísima de Alfonso X el Sabio; nos hará sonreír con los testículos bochornosos de Patiño; nos hablará de los cuatro santos cartageneros (Florentina, Fulgencio, Leandro e Isidoro); o nos inquietará con los espeluznantes sucesos protagonizados por Josefa La Perla. De la parte narrativa se ocupa Paco López Mengual, explicándonos los terribles envenenamientos que ejecutó una niña de 12 años llamada Piedad, a quien se le terminó perdiendo la pista y que quizá continúe viva por las calles de Murcia; trasladándonos la crónica, vívida y sugerente, de la riada de Santa Teresa, que convirtió Murcia en un infierno de agua y cadáveres en octubre de 1879; resumiéndonos la inaudita historia de la Dama de las basuras, que luego resultó ser una millonaria real; y, en fin, capturando nuestra atención con la pericia que siempre despliega en sus libros. Por ejemplo, después de contarnos la manera absorbente que tiene de narrar un personaje del siglo XIX, que lo hace acompañado por su hijo, Paco nos indica: “El hijo de Juan de Dios el de los Romances, que creció rodeado de libros, escuchando versos, coplas y relatos, años después se convertiría en el famoso poeta…”. Y nos revela el asombroso y famosísimo nombre, que ustedes pueden descubrir leyendo la obra.

miércoles, 29 de diciembre de 2021

Cancionero y romancero de ausencias

 


Pedía un abatido Miguel Hernández, en el último verso de su volumen El hombre acecha, que le dejásemos la esperanza; y esa súplica (que parece señalar a una persona a quien ya, ay, le queda poca de esperanza y se aferra a la ilusión de que la veleidosa veleta de los tiempos gire y le entregue mucha más) se adelgaza y se vuelve casi inaudible en los versos terribles, desgarradores y asordinados de su Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941). El poeta oriolano, del que sabemos (hay cartas que lo atestiguan) que ocupaba buena parte de su tiempo en quitarse piojos, pulgas y chinches, siente que todo se reduce a su alrededor: el espacio, la luz, la salud… la esperanza. Y sus poemas se vuelven también más breves, más lacónicos, más diamantinos. También más dolorosos.

Nos habla del hijo que se murió a los diez meses de vida (“Cuerpo del amanecer: / flor de la carne florida. / Siento que no quiso ser / más allá de flor tu vida. / Corazón que en el tamaño / de un día se abre y se cierra. / La flor nunca cumple un año, / y lo cumple bajo tierra”); nos habla de sus desgarraduras (“Llegó con tres heridas”); nos habla del refugio siempre ancestral y querido de la amada (“Menos tu vientre”); nos habla del hijo que cumple dos años y cuya luz supone “la victoria del trigo”; o se lamenta a solas, con un susurro que tiene mucho de grito ahogado (“¿Qué hice para que pusieran / a mi vida tanta cárcel?”).

Pero, sobre todo (permítanme una confesión y una debilidad personal), nos regala las “Nanas de la cebolla”, uno de los dos poemas que siempre que lo leo me hace llorar con infinita tristeza, con infinita empatía, con desgarro inagotable, porque me imagino perfectamente (demasiado perfectamente) el dolor terrible que debió de sentir Miguel Hernández mientras lo redactaba, con las lágrimas quizá resbalando por sus mejillas. Cada vez que me lo encuentro (en un libro, en un estudio, en una antología) me propongo saltármelo para no volver a llorar; pero jamás cumplo. Y siempre lloro.

martes, 28 de diciembre de 2021

Leyendas del promontorio

 


En el año 2005 apareció en el mundo de la poesía española el volumen Leyendas del promontorio, firmado por la jerezana Raquel Lanseros, que sirvió como primera entrega lírica de quien actualmente está considerada (y con perfecta justicia) una de las poetas más importantes de su generación. Se trataba de un tomo breve y blanco, como una torunda o una nube, donde podía observarse la eficaz mezcla, la conmovedora mezcla, la exquisita mezcla de arquitectura y música que define siempre la poesía de esta autora.

En pocas páginas (no necesita más quien aquilata magistralmente su dicción), analiza Raquel Lanseros la tenaz amargura que atesoran en el alma quienes han hecho del rencor su único aliento y el motor de sus vidas (“La gravidez del odio”); descree de la aparente plenitud del triunfo, que tan pronto se diluye sin dejar apenas huella en nosotros (“La engañosa liviandad del éxito”); de cómo a veces el mar exhibe su argumento de esmeralda (“Dún Laoghaire”) o se siente en los labios un sabor vehemente de fonemas (“Royan, le Quatorze Juillet 1989”)... Es decir, que pone ante nuestros ojos el fulgor indesmayable de la mejor poesía: la que ella comenzó a componer desde muy joven.

Qué bella manera de comenzar un itinerario lírico.

lunes, 27 de diciembre de 2021

Baladas de primavera

 


Volver al Juan Ramón Jiménez más juvenil supone llenar la tarde de luz, de madreselvas y de sonidos musicales. Hay que aceptarlo así, sin los prejuicios y el desdén que el mismo moguereño les dedicó a muchos de aquellos poemas iniciales, en los que juzgó (quizá con justicia) que aún no estaba perfeccionada del todo su lengua lírica. Baladas de primavera son apenas veintiséis poemas publicados en el año 1907, luego reconstruidos, expurgados, tachados y vituperados por el Gran Purista, que dedicó innumerables horas a repensarlos, a reescribirlos, a revivirlos, hasta darles su formulación mejor. ¿Juveniles? Sí. ¿Algo imperfectos y quizá reiterativos? Es probable. Pero qué aroma de autenticidad emocionada recorre sus líneas.

Escribió el maestro onubense que “estas baladas son un poco esteriores; tienen más música de boca que de alma”, y quizá sea cierto. Pero cuando nos dice que “Dios está azul”, cuando nos explica que la amapola es “sangre de la tierra”, cuando le dedica un poema triste a la primera novia, cuando le canta a una mujer “morena y alegre” (que no es otra sino la gitanilla cervantina) o cuando nos regala su balada de los tres besos, comprendemos que aquí ya estaba palpitando la voz germinal de un alto vate, eclosionando en músicas y adjetivos, en exclamaciones y puntos suspensivos, en sinestesias y encabalgamientos.

Volver a Juan Ramón Jiménez siempre es una buena idea. Una excelente idea, de hecho.

domingo, 26 de diciembre de 2021

Relato soñado

 


Nada más iniciar la lectura del libro Relato soñado, de Arthur Schnitzler (en la traducción de Miguel Sáenz), me pareció advertir ciertos aromas y ciertas frases que me llevaban hasta los fotogramas de la película Eyes Wide Shut. Por ejemplo, cuando la esposa del doctor Fridolin le habla a su esposo del misterioso hombre por el que sintió excitación onírica la noche anterior: “Si me hubiera llamado, no hubiera podido resistirme. Me creía dispuesta a todo; creía estar prácticamente decidida a renunciar a ti, a la niña y a mi futuro, y al mismo tiempo (¿puedes comprenderlo?) me eras más querido que nunca” (página 11). Son palabras muy similares a las que pronuncia Nicole Kidman, para desconcierto de Tom Cruise. Como es natural, me fui hasta Internet y descubrí que la obra cinematográfica está basada en este relato del autor vienés.

Acabada la lectura, compruebo que las conexiones son evidentes entre libro y película, pero que el novelista explora mucho más en el desgarro íntimo de sus personajes, cifrado en sus obsesiones sensuales. Arthur Schnitzler nos coloca ante las torturas íntimas de los dos miembros del matrimonio, que se ven zarandeados por inquietudes que los perturban: Albertine, en forma de sueños (siempre un hombre que se interpone entre su marido y ella, y que la sitúa en el borde de un acantilado de deseo); Fridolin, en varias experiencias reales, que no terminan de concretarse en infidelidad alguna (la huérfana que le declara su pasión de forma casi suplicante, con el cuerpo aún caliente de su progenitor en la cama; la joven prostituta que lo invita a subir a su casa; la mujer enmascarada que, en la fiesta secreta a la que acude, se presta como valedora para que lo liberen). En ese doble burbujeo de sexo reprimido, tanto el marido como la esposa sienten que quizá estén vulnerando el contrato amoroso, y se plantean una posible separación. Pero en las páginas finales conseguirán hablarlo sinceramente, tumbados en la cama, y pondrán sus cartas a la vista de la otra persona, para encontrar una solución a sus traumas.

Con una prosa de fina penetración psicológica, con la cual Schnitzler consigue que el lector abra mucho los ojos y trague saliva (recordando que alguna vez ha sentido esas mismas perturbadoras emociones), esta novela breve se convierte en una historia tan inquietante como imposible de olvidar.

sábado, 25 de diciembre de 2021

La noche más larga

 


Resulta casi inconcebible para una persona normal, pero así ocurrió: el dictador Francisco Franco, cuando ya tenía un pie en el sepulcro, decidió despedirse a lo grande de la existencia firmando varias sentencias de muerte por fusilamiento. Y la anacrónica atrocidad no tuvo lugar en un país tercermundista, ni en la época de los mosquetones, sino que sucedió en España en septiembre de 1975. Era la espantosa rúbrica de un régimen político aciago, que se inició con sangre y que quiso concluir de la misma forma: con tinta roja sobre el suelo.

Fulgencio M. Lax tenía apenas 14 años (lo explica en la introducción de este libro) cuando se produjeron aquellos crímenes, que ahora convierte en materia de estupor, angustia y reflexión a través de tres piezas teatrales que el sello MurciaLibro acaba de editar. En ellas, gracias al sobrado dominio de los recursos dramáticos que el autor vuelve a evidenciar, sentimos que el horror renace, que el miedo renace, que la amargura vuelve. Vemos a los jóvenes estudiantes de periodismo que entrevistan a Carlos Arias Navarro para ver si logran sonsacarle alguna información impactante; vemos el delicado ballet de influencias y de fingimientos que deben desplegar para llegar hasta él; vemos la displicencia del jerarca, agrio y marmóreo, amenazante y ortodoxo; vemos la actitud del obispo y del joven príncipe Juan Carlos; vemos el rictus despiadado del guardia civil que, años después, confiesa haberse presentado voluntario (el único que lo hizo) para formar parte del pelotón de fusilamiento, y cómo ideó disparar a la barriga para que los ejecutados sufriesen una agonía más dolorosa.

Vemos, en fin (y elijo ese verbo porque el dramaturgo consiste magistralmente que lo “veamos” como si tuviésemos a los protagonistas delante de nosotros, congelados en el espacio y en el tiempo, intactos en su infamia), el frío espantoso de aquellas semanas que sirvieron para despedir la dictadura.

No se pierdan este libro.

viernes, 24 de diciembre de 2021

Unos cuantos cuentos

 


Para cerrar editorialmente el siglo XX, Santiago Delgado publicó en Murcia el volumen Unos cuantos cuentos, colección de diecinueve historias divididas en cinco bloques: “Suite itálica”, “Heptágono sacro”, “Cuatro esquinas españolas”, “Cantata mursí” y “Tres tientos pictóricos”.

Allí nos encontrábamos con delicias como Fra Melódico (un hermoso apólogo hagiográfico que resulta imposible no relacionar con El milagro secreto, de Jorge Luis Borges), La Vestal (que nos traslada al Aventino y nos refiere la historia de una mujer que recibió sepultura siglos atrás y ahora resucita en forma de mariposa), Los gorriones de Segesta (que nos emociona con el milagro compasivo de Zeus a favor de los élimos), Muerte de Polifemo (que nos sitúa en la ancianidad del cíclope, gobernada por la amargura y la decepción, y que contiene una de las citas más hermosas del volumen: “No es la muerte quien iguala a los seres; es su indefensa caída en el amor”, p.27), Bruno, el cruzado (que contiene una historia melancólica nacida en el puerto de Acre, muy cercano a la bahía de Haifa), El último de Massada (en cuyas páginas Santiago Delgado nos presenta al último superviviente de la fortaleza, “un judío del común, el último hombre libre de Eretz-Israel”, p.50, que se termina regalando la gloria rebelde del suicidio), Maqueronte (que reproduce la famosa escena en que Herodes Antipas, tras el baile provocador y sensual de Salomé, voluptuosa hija de su esposa Herodías, se ve en la obligación de concederle la única cosa que ella se obstina en pedirle como premio: la cabeza rebanada del profeta Juan, que yace en el calabozo), Una ventana en Toledo (que nos ofrece una singular historia donde se aúnan con maestría el romanticismo becqueriano y la sabia mezcla entre sueño y vigilia que Miguel de Cervantes barajó en El coloquio de los perros), La fonte (donde el escritor, incapaz de conformarse con la elaboración de un simple pastiche, tiene la feliz idea de unir los destinos del pícaro más célebre de nuestras letras con el de dos figuras cervantinas de secular grandeza y memoria: la gitana que protagoniza una de las Novelas ejemplares; y un hidalgo melancólico, aturdido por la absurda obcecación de sus compatriotas, que se niegan a darse cuenta de que es el último y más grande de los caballeros que han pisado el polvo de los caminos españoles), El cuarto sombrero de copa (que parte del argumento de la famosa obra teatral del madrileño Miguel Mihura, que Santiago completa casi un cuarto de siglo después, cuando un maduro Dionisio se presenta en el camerino de Paula con la intención de cerrar alegremente su historia de amor, antes de que la muerte los descalifique), El encuentro (Federico y Miguel) (en cuyas páginas asistimos a la presentación entre García Lorca y Hernández en casa de Raimundo de los Reyes, en Murcia)… Seguro que no necesito seguir, porque la curiosidad de los lectores ya está garantizada.

Es hora de acudir al libro para completar la lectura con las demás historias.

jueves, 23 de diciembre de 2021

El hombre acecha

 


Me detengo hoy, estremecido y con un nudo en la garganta, sobre las páginas terribles de El hombre acecha, el volumen de poesía que Miguel Hernández compuso entre 1937 y 1938 y que dedicó a su amigo Pablo Neruda. Es una obra impetuosa, emotiva y algo desequilibrada, en la que el poeta oriolano se deja llevar por la corriente ideológica del momento, que a veces tiñe de mediocridad (qué pena decirlo acerca de él, que no era mediocre) algunos de sus poemas. No digo ya que aluda con fervor acrítico al “compañero Stalin” (lo hace en el texto “Rusia”), o que le dedique unos versos a la ciudad de Jarko, donde ha asistido al nacimiento del tractor (por cierto, buen poema), sino que permita que un cierto enfurruñamiento infantil lo haga llamar a Hitler y Mussolini “mariconazos” o que, en una composición como “Los hombres viejos”, en lugar de concentrarse en retratar a los reaccionarios de un modo más denso y crucificatorio, los llame hijos de puta, “pedos con barbacana”, cochinos, cornudos o, en fin, alinee para dibujarlos palabras como cagar, eructar, meados, cuernos y otras similares, todo ello muy inferior a su talento. Esa chabacanería ramplona se me antoja triste, porque cuando la ira se expresa con palabras de vuelo alicorto la denuncia (tan razonable como justa) se tiñe de pataleta o se rebaja con el barro de la ordinariez.

Como contrapeso a esa discutible línea semántica (discutible desde el punto de vista estrictamente literario, sin entrar en consideraciones sociales, con las que puedo estar de acuerdo), tenemos otros poemas que sin duda se elevan hasta alcanzar la excelencia, y donde emoción y formulación literaria caminan de forma armónica: “El hambre”, “El herido” (“Para la libertad sangro, lucho, pervivo”) o “Canción última” (“Pintada, no vacía: / pintada está mi casa / del color de las grandes / pasiones y desgracias”).

Pensando en los museos, en las bibliotecas y en las aulas, dice Miguel Hernández: “Ya sé que en esos sitios tiritará mañana / mi corazón helado en varios tomos”. Y quizá se equivocó. El corazón del poeta de Orihuela sigue palpitando con calor y con luz propia. No ha perdido brío ni intensidad. Lo seguimos leyendo con los ojos empañados y con la saliva bajando dificultosamente por la garganta, porque lo sentimos auténtico, eterno y nuestro.

miércoles, 22 de diciembre de 2021

Buscapiés

 


Continúo con mi exploración por los primeros libros del monovero Azorín, y hoy me paseo por las sátiras y críticas que reunió en el tomo Buscapiés, publicado en 1894, primerizo pero ya interesante. Sin disimular las intenciones que lo animan, el escritor declara nada más empezar el volumen que, frente a los métodos analíticos de otros estudiosos, él opta por acogerse a los suyos, menos sutiles y menos correctos. De tal manera que, desde la primera página, establece cuáles son las luces que van a guiar su trabajo: “Me quedo con mi ruda sinceridad y con mi estilo pedestre”, pregona. Y así es, en efecto, porque no se arredra a la hora de llamar “duro de mollera” al conde de Coello; señala sin ambages que novelistas como José María de Pereda “amontonan palabras sin decir nada”; dictamina que frente al bondadoso humanismo de Buda “me río yo de ese Dios del Sinaí”; señala ostensiblemente con el dedo hacia ciertas “personas cultas, aunque académicas”; o asegura que Pedro Antonio de Alarcón no ha escrito en toda su vida ninguna novela “que merezca leerse dos veces”.

Singularmente mordaz se muestra con la autora de Los pazos de Ulloa o Insolación, fingiendo (de forma quizá no demasiado galante) que doña Emilia ha muerto; que el sacerdote que ha acudido a confortarla en sus momentos últimos jura no volver a coger grillos en la dehesa si la dama se recupera; que el entierro “promete ser muy lucido”; y que “entre las muchas coronas que sabemos se depositarán sobre el féretro, figura una, hermosísima, de siemprevivas, del gremio de ultramarinos de esta corte, y que lleva el siguiente lema: ¡Agradecimiento eterno!”.

Una obra juvenil, deliberadamente provocativa, más pirotécnica que brillante, en la que Azorín aún no había encontrado su auténtica voz.

martes, 21 de diciembre de 2021

Cantos para soldados y sones para turistas

 


Salvo algún poema aislado, que encontré en una antología, la verdad es que nunca me había propuesto leer un libro completo de Nicolás Guillén. Pero he aprovechado una tarde final de 2021 para recorrer Cantos para soldados y sones para turistas, donde me he encontrado con la voz ingenua, musical y transparente del cubano, que alza su voz contra los desmanes de unos soldados que, siendo pueblo, lo olvidan con demasiada facilidad para aplicar sus castigos y sus balas contra ese pueblo al que pertenecen. En realidad, aunque su vestimenta les haga pensar que están “por encima” de sus compatriotas, no dejan de ser unos esclavos del poderoso, unos “bueyes gordos”, agradecidos y serviles, que deberían negarse “a morir por petróleo o por asfalto”. Y, por supuesto, a matar a quienes son en el fondo tan pobrecitos como ellos.

Igualmente, Nicolás Guillén explica a los turistas que visitan su Cuba natal que con el alcohol (él escribe “alcol”) que trasiegan entre risas (y con la comida que arrojan a la basura) habría dinero bastante para curar y alimentar a todos los pobres de la isla. Y llama su atención también de forma muy enérgica sobre la ignominia de los desahucios, que dejan a pobres gentes en la calle, sin un techo bajo el que cobijarse.

Usando poemas musicales y de trazo popular (aunque también ensaya, por ejemplo, el soneto en alejandrinos: véase “Yanqui con soldado”), y eligiendo las palabras más sencillas y cercanas, el poeta de Camagüey compone un libro leve, rítmico y comprometido, que se lee en apenas una hora.

lunes, 20 de diciembre de 2021

Hiciste zoom en el lugar equivocado

 


A ver cómo consigo explicar esto, porque resulta complicado. He leído de un tirón el libro de poesía Hiciste zoom en el lugar equivocado, del mexicano Julio Rivera (Liliputienses, 2021). Luego lo he leído por segunda vez, con mayor lentitud y un bolígrafo en la mano, subrayando los versos que se instalaban con más fuerza en mis ojos o en mi mente. Y al final, después de esos concentrados paseos, extraigo dos conclusiones que en apariencia resultan contradictorias, pero que siento compatibles: la primera, que no he entendido lo que el libro me estaba susurrando o gritando; la segunda, que la fascinación de sus palabras sí que me ha susurrado y gritado. ¿Cómo lo podría decir con mejores palabras? No lo sé. Se trata en realidad de eso: que no sabría decir “de qué va” el volumen (discúlpeseme la zafiedad de la fórmula), pero que casi en cada una de sus páginas he encontrado un verso, un sintagma, un adjetivo, una expresión, que han logrado conmoverme, impresionarme o dejarme mudo. Y lo irracional es que no sé explicar por qué. A lo mejor, pensándolo bien, es que no hace falta, porque la poesía puede ser una comunicación inefable, en la que una voz desgrana su letanía; y un oído, lejano en el espacio o en el tiempo, recibe después ese viento de palabras. No voy a tratar de explicarme (o de explicármelo) mejor. Para qué. Quizá incluso se me haya entendido.

Sin más orden que el numérico, les voy a copiar aquí algunos de los fragmentos que mi bolígrafo y mi corazón han señalado en el tomo. Sin comillas. Solamente separándolos con barras: El espacio entre pregunta y respuesta se ha dislocado / Siento que no estoy odiando lo suficiente / La palabra más antigua que conozco es mamá / Dios es quien sostiene la cuerda de los ahorcados / Mi madre cocina el invierno dentro de casa / Huele a amargas complicaciones / Morir no es partir. Es quedarse y ver cómo todo se va apartando / Lo mejor será volverse orilla / Dormir como un pozo / Hoy es un buen día para plantar una semilla y ver crecer un hacha.

Si en algún instante han sentido también el viento, acudan a la publicación de Liliputienses y buceen en sus páginas.

domingo, 19 de diciembre de 2021

Suspiros de España

 


Creo que solamente con decir el nombre de la autora de este libro (Lola Gutiérrez) ya quedará bien claro lo que los lectores van a encontrar en su interior: una historia donde el amor vence los más arduos obstáculos, un análisis bellísimo e inteligente de los sentimientos (ira, piedad, melancolía, frustración, añoranza) y un desarrollo novelístico perfecto, donde todos los engranajes se ajustan de un modo maravilloso para que la historia avance, emocione y convenza a cualquiera que se sumerja en su interior.

En esta ocasión, la seductora historia que nos espera en el volumen tiene como protagonista a una chica llamada Ana, cuya madre (Antonia) tuvo que sacar adelante a la criatura después de haberse quedado embarazada de un hombre casado. Por azares de la vida (llamamos “azar” a aquellas geometrías para las que no encontramos explicación) se ve envuelta en una relación con Pablo, un chico de gran atractivo y abundante fortuna que, gracias a sus habilidades como don Juan… Un momento. Me van a tener que disculpar ustedes. Acabo de darme cuenta de que no quiero contarles nada sobre el enredo de la trama, ni sobre las mil emociones, sorpresas, mezquindades, rupturas, escenas de sexo, lágrimas de alegría, reconciliaciones y viajes que la novela cobija. Tampoco quiero contarles que sentirán ustedes en varias ocasiones un nudo en la garganta y los ojos húmedos; ni que suspirarán de gratitud por los buenos ratos de lectura que les regalará esta autora excelente. No. Definitivamente no les voy a contar nada de eso. Descúbranlo por sí mismos, que será más gratificante para ustedes.

Suspiros de España (eso sí se lo recordaré) culmina el empeño de la editorial MurciaLibro por mostrar a los lectores el conjunto de la obra de esta espléndida escritora cartagenera; y con toda probabilidad será un punto y seguido, porque otros muchos libros (no menos hermosos) nos seducirán en los años venideros. Que así sea; y que sea pronto.

sábado, 18 de diciembre de 2021

Lazarillo de Tormes

 


Desde que por primera vez leí el Lazarillo de Tormes (y creo que la de ahora ha sido la tercera) experimenté una enorme sensación de lástima por el protagonista. Pero no se trata (me adelanto a la opinión común) de una lástima social, sino de una lástima humana. Podría pensarse que la misma se basa en episodios como el del jarrazo que le pega el ciego en la boca y que lo deja para el resto de su vida con los dientes desportillados; o en secuencias como aquellas en las que los distintos amos le hacen pasar hambre y generan rugidos en su estómago. Y sí, obviamente ahí siento pena por el chiquillo. Pero mi máxima congoja siempre explota al final de su larga carta, cuando Lázaro, instalado con el arcipreste de San Salvador y ganándose la vida como pregonero de vinos, se obstina aplicadamente en no ver el amancebamiento que mantienen su mujer y el religioso, negándose en redondo a escuchar las voces inquietas de sus amigos. Los rumores de la localidad afirman que Lázaro es un esposo escarnecido, pero él aprieta los labios y niega la mayor: no, su mujer le es fiel y el arcipreste es un hombre de comportamiento decoroso. Nunca le harían eso. Por tanto, no moverá un solo dedo para abandonar la ciudad o buscar otro empleo. Bastantes sufrimientos ha tenido que padecer para situarse donde está. No renunciará por nada del mundo.

Y ahí es donde se encuentra la clave de mi lástima: comprobar que Lázaro no se puede permitir el lujo de la dignidad. No es medalla a su alcance. El niño que vino al mundo en medio de la pobreza ha logrado, trabajosamente, sacar la nariz del fango y eso le hace feliz. Tiene que pensar (se obliga a pensar) que es feliz. Le va en ello la supervivencia. Pero nosotros, que estamos fuera de la cortina de humo y que contemplamos su oprobio, sentimos por él una congoja sin límites.

Traten otros del mundo y sus monarquías. A mí, como lector, me interesan los corazones. Y las lágrimas. Incluso las escondidas.

viernes, 17 de diciembre de 2021

Vivir sin permiso

 


En ocasiones, no es necesario subirse a ningún tipo de vehículo convencional para conocer lugares distantes: es suficiente con abrir las páginas de un libro. A mí me ocurre siempre con Manuel Rivas, que con apenas media docena de pinceladas consigue instalarme en su Galicia natal, con sus acantilados bravos, sus playas exigentes, sus narcotraficantes, sus pescadores humildes, sus taberneras, sus fábricas, sus caminos y sus lloviznas. También lo logra (plena, brillantemente) en esta colección de relatos que lleva por título Vivir sin permiso (y otras historias de Oeste), que apareció en el sello Alfaguara en el año 2018, después de haber sido traducida por el propio Rivas.

“El miedo de los erizos” nos presenta a dos jóvenes (Jimmy y Antón Santacruz), que cuando se encuentran faenando en el mar descubren un alijo de cocaína de unos ochenta kilos y deciden (el paso lo da Antón) esconder los fardos en una gruta, hasta que llegue el momento de poder darles una salida en el mercado clandestino. “Vivir sin permiso” gira en torno a diversas personas relacionadas con el narco Nemo Bandeira, que está sufriendo un declive muy evidente y muy aparatoso (el alzhéimer lo ha invadido) y que ve peligrar su imperio delictivo por las asechanzas de clanes rivales. “Sagrado mar” nos instala entre los muros de una cárcel, donde Nel ha encontrado en los libros un refugio en el que evadirse, sin que Duroc (otro narco que se encuentra en la misma prisión y que teme ser delatado por el primero) esté dispuesto a permitirle que viva en paz.

Aleteando con esa prosa lírica, elegante y especial que lo caracteriza, Manuel Rivas construye tres propuestas que no sólo resultan convincentes, sino que te transmiten hasta el olor de la costa gallega, con sus adjetivos y sus diálogos, con sus silencios y su eficacia narrativa. Un mago, sin duda.

jueves, 16 de diciembre de 2021

Para una voz sola

 


Concluyo Para una voz sola, de la italiana Susanna Tamaro. Es un volumen de relatos que me ha parecido un poco irregular: los tres primeros (“Otra vez lunes”, “Love” y “Una infancia”) abordan el escabroso tema de los niños maltratados, y están compuestos con delicadeza y con una exquisita calidad lírica y humana; los dos siguientes (“Bajo la nieve” y “Para una voz sola”) se centran en el ámbito de la vejez y me parece que no tienen tanto interés literario como los anteriores. Me ha gustado mucho, eso sí (y la he subrayado), una frase del libro: “La experiencia no es nada, todo se vuelve a hacer siempre desde el principio”.

A Susanna Tamaro la he leído siempre, no sé por qué, esperando más de lo que luego obtengo en sus páginas. Imagino que parte de la culpa la tendrá el enorme estruendo mediático que la rodeó durante unos años; o quizá se trate de mí, que no termino de conectar con ella.

Probaremos de nuevo dentro de unos meses.

miércoles, 15 de diciembre de 2021

La muchacha de los ojos de oro

 


Termino la obra La muchacha de los ojos de oro, de Honoré de Balzac, una novelita que atesora excelentes cualidades y muy meritorias páginas, a pesar de que el argumento resulta (reconozcámoslo) bastante previsible. Me encandila la estupenda pintura sociológica que el escritor francés despliega en sus primeras hojas; pero, en cambio, abomino de su final, que me parece denigrante e indigno. Es como si Balzac hubiera decidido, de golpe, abandonar los pinceles y rematar la pieza utilizando una brocha gorda. Ignoro la razón de este cambio (tan súbito como bochornoso), que estropea la novela en su tramo último.

Otras bondades de la pieza son su fino sentido del humor (“¿No caería el gobierno todos los martes de no ser por las tabernas?”), la facilidad que Balzac muestra para acuñar definiciones certeras (“El periodista es un pensamiento en marcha”, “El hombre es un payaso que baila sobre un precipicio”), su hedonismo reflexivo (“Buscar el placer, ¿no es acaso encontrar el tedio?”) y su tono, a veces, delicadamente filosófico (“Uno se vuelve avaro de tiempo, a fuerza de perderlo”).

Un clásico al que vuelvo, quizá, con menos frecuencia de la debida.

martes, 14 de diciembre de 2021

Salzillo, su Belén en acuarela y verso

 


Cuando se siente la fascinación por una persona (como la siente el escritor Santiago Delgado por el imaginero Francisco Salzillo), lo habitual es que se aplique un buen caudal de energías en tributarle homenajes: lo ha hecho durante años escribiendo relatos sobre él, páginas biográficas y ensayísticas, y también poemas. Pero es que cuando se unen dos fascinaciones (sumemos la que el artista Zacarías Cerezo experimenta también por Salzillo) y se consigue hacerlas complementarias, el resultado es de tal belleza, de tal envergadura, de tal esplendor, que quienes lo tenemos entre las manos no podemos sino congratularnos de la generosidad y el talento que ambos, escritor y pintor, han desplegado en torno al más inmortal de los artistas vinculados a Murcia.

Hablo, claro está, del reciente volumen Salzillo, su Belén en acuarela y verso, en el que podemos encontrar las figuras del imaginero barroco glosadas de dos modos distintos: por un lado, con las acuarelas delicadísimas que el pintor de Guadalupe compone, llenas de gracilidad y colores hermosos; por el otro, con las seguidillas emocionantes y murcianísimas que el escritor compone, inspirándose en las eternas figuras de Salzillo. De las acuarelas, todas ellas excepcionales, les recomiendo que concentren la mirada sobre todo en el Ángel de San José, Il Scaldino, el Mimbre de los Granados y el Anciano Simeón; de las seguidillas, a mí me han emocionado de forma particular la Pavera, la Recovera, el Perrillo Carlanco del Pastor, la Viudica y Mater Dolorosa, aparte de ese merecido aplauso que ambos (pintor y escritor) ofrece como colofón de la obra a don Jesualdo Riquelme, responsable de la creación de este belén.

En suma, una obra bella, sugerente y de noble espíritu navideño, que enriquece en estos días nuestros ojos y nuestro corazón.

lunes, 13 de diciembre de 2021

Viento del pueblo

 


Imagino primero el estupor que debió de sentir Miguel Hernández cuando se produjo el estallido de la guerra civil en 1936; luego imagino la rabia, por lo que aquel conflicto suponía para él y para el país en su conjunto; y finalmente imagino (reflejada en libros como éste) la acción de escribir como respuesta, como terapia, como erupción. Todo muy crudo y muy rápido. Todo dolorosamente frenético. El rayo que no cesa del amor y, de golpe, el rayo que debería cesar de la guerra. Miguel Hernández estaba cantándole a la mujer amada y ahora debe cantarle al combatiente, al campesino, al obrero que empuña un arma al servicio de su idea de España, al amigo caído en el combate o en la vileza de la represión, a quienes creen en la difícil victoria.

En Viento del pueblo (1937), el poeta oriolano comienza hablándonos de Federico García Lorca que lleva meses “vestido de esqueleto, / durmiéndote de plomo” en una cuneta de su Andalucía, y que se encuentra (imagen espeluznante) “callado, y más callado, y más callado”. Pero este homenaje concreto, cálido, estremecido, lo extiende de inmediato a todos cuantos respiran o luchan en la atribulada España, desde los de menor edad (“El niño yuntero”) hasta los ancianos, pasando por las mujeres, protagonistas también de aquellos tiempos acres (recordemos a Rosario la dinamitera o a Dolores Ibárruri, La Pasionaria, por citar tan sólo dos ejemplos conocidísimos). A veces, el fervor instantáneo de lo propio lo conduce a estrofas de más que dudoso aroma, como cuando canta con éxtasis el sudor de los obreros (“Vestidura de oro de los trabajadores, / adorno de las manos como de las pupilas, / por la atmósfera esparce sus fecundos olores / una lluvia de axilas”); pero en otras ocasiones alcanza unas bellísimas cimas de belleza que el paso de los años no ha conseguido erosionar (“Canción del esposo soldado”).

Y también están, claro, los otros, los de enfrente, a quienes Miguel Hernández (que sucumbe sin problemas ni matices a las dicotomías coyunturales de la época) retrata siempre como seres brutales, traidores, perversos y sanguinarios, amén de cobardes (“Valientemente se esconden, / gallardamente se escapan / del campo de los peligros / estas fugitivas cacas, / que me duelen hace tiempo / en los cojones del alma”). De ellos sólo cabe esperar bajezas, actuaciones taimadas y rapiñas sin límite, aunque cuando se encuentran con un miliciano armado ante ellos “se les alborota el ano”.

Al final, Miguel Hernández se aferra a la ilusión de considerar que nada estará perdido mientras un solo defensor del pueblo se mantenga en pie, porque la luz de su ejemplo lo nimba de un poderío indestructible (“Mientras existe un árbol el bosque no se pierde”).

Versos difíciles para un tiempo difícil. Versos duros para un tiempo duro. Versos tristes para un tiempo triste. Versos irrepetibles para un tiempo que ojalá no se repita.

domingo, 12 de diciembre de 2021

Moratín



En el año 1893, un Azorín que a sus veinte años todavía firmaba con el seudónimo de Cándido, publicó en la Librería de Fernando Fe un pequeño opúsculo con el título de Moratín (Esbozo), donde realizaba una interesante aproximación al conocido dramaturgo dieciochesco, autor entre otras piezas de El sí de las niñas.

Comienza explicándonos que si durante los siglos XVI y XVII las letras españolas brillaban en Europa su ciencia se reducía a “una regular cantidad de tratados, algunos en verso para mayor claridad, sobre la manera de fabricar la piedra filosofal”. La llegada del siglo XVIII no mejoró el panorama, con una enseñanza universitaria dominada por la pedantería y los discursos huecos, un escaso interés por la divulgación científica (con las excepciones de Feijoo y Hervás y Panduro), una Iglesia que seguía obstinada en impedir el avance del conocimiento (con una Inquisición que “si antes era despótica e intransigente, ahora lo era mucho más”) y una literatura dominada por los aburridos preceptos clasicistas.

En ese ambiente nació Leandro Fernández de Moratín, que distaba mucho de ser genial pero sí que mostraba un innegable talento para la composición dramática.  Azorín, siempre enamorado de la figura del Fénix de los Ingenios, no resiste la tentación de establecer la comparación entre ambos, jugando con seis adjetivos de profunda exactitud (“Lope es genial, espontáneo, grande; Moratín, ingenioso, nimio, atildado”). Habría podido ser un brillante dramaturgo, pero la asfixia que los preceptos de la época ejercían sobre el ánimo de Moratín le impidieron alzar el vuelo; y le impidieron también comprender a quienes lo habían hecho antes que él, como William Shakespeare (“La obra del poeta inglés es como un inmenso bosque, grande y varia. Admirar a Shakespeare es como admirar la Naturaleza”).

Como cierre de esta aproximación biográfica y crítica, el escritor de Monóvar nos regala un resumen inmejorable del hacer moratiniano: “Los recursos escénicos de Moratín son lógicos y sencillos. Los diálogos, correctos y fáciles. Los modismos y muletillas, usados con mesura. Los personajes hablan con propiedad y entran y salen con razón, pero adolecen muchos de ellos de falsedad manifiesta”. Es difícil que se pueda decir tanto con tan pocas palabras.

Discrepo (también es justo declararlo) con una idea de esta obra: afirma Azorín que si Leandro Fernández hubiera nacido en el siglo XVII habría sido junto a los Lope, Quevedo o Calderón una figura de altísima importancia y brillo. No lo veo tan claro. Más bien tiendo a pensar que, instalado junto a prodigiosos escritores como los que cita, Moratín habría pasado inadvertido y hoy lo consideraríamos una figura de segundo o tercer orden. Por el contrario, entiendo que la fortuna de este dramaturgo madrileño consiste precisamente en que no nació entre genios; y eso le permite sobrevivir como monarca teatral del siglo XVIII, aquel erial.

sábado, 11 de diciembre de 2021

Yerma

 


Yerma, la hija de Enrique el pastor, ha sido entregada por éste a Juan, con quien ha contraído matrimonio. Hace de esto varios años, y aunque la chica anduvo fijándose un tiempo en Víctor, el hermano de Juan, ha aceptado este casamiento como paso natural para conseguir su verdadero objetivo: ser madre. Una vieja vecina le comenta con elogio a Yerma que su cuerpo es hermoso (“Pisas, y al fondo de la calle relincha el caballo”, escribe García Lorca, con su habitual referencia a ese animal erótico, que luego explotaría en La casa de Bernarda Alba); pero la joven reniega de la parte sensual del mismo, centrándose en lo que de verdad importa (“Mi hijo. Yo me entregué a mi marido por él, y me sigo entregando para ver si llega, pero nunca por divertirme”).

No obstante, por un azar macabro para el que no encuentra explicación, el hijo no llega. Y la amargura va encharcando su corazón y perturbando su juicio. “Yo no sé quién soy”, dice en el cuadro segundo del segundo acto, volviendo del revés la afirmación de don Quijote. Si no alcanza su sueño de ser madre, todo para ella carece de sentido, de importancia, de entidad. Y no duda en recurrir a la súplica (quiere que su marido se esfuerce) y a los remedios mágicos (acude a Dolores, una conjuradora que le enseña rezos genésicos), hasta el punto de despertar las suspicacias de su marido, que se preocupa por la imagen que su esposa está dando en el pueblo: sale mucho, habla con Víctor, es objeto de murmuración entre las lavanderas del río… La dimensión casi cósmica de su anhelo se cifra en el primer cuadro del acto tercero, cuando Yerma rechina entre dientes: “Yo sé que los hijos nacen del hombre y de la mujer… ¡Ay, si los pudiera tener yo sola!”. Resulta más que evidente que el marido es un mero instrumento, al que “ama” en tanto que dispone de la llave de su maternidad. Sólo eso. No lo ama por sí mismo. Juan, aunque presta más atención a su hacienda, sus animales y su cuota de riego que a su mujer, al final de la obra pregona con fervor que la ama a ella; no como futura madre, sino como esposa, como compañera de vida. Es algo que para Yerma no resulta concebible, y que incluso se antoja sucio, porque implica deleite carnal.

La primera vez que leí esta obra me dejé engañar por la primera impresión de que Yerma era una figura trágica y Juan un egoísta. Ahora lo entiendo de otro modo: ella en realidad no es de carne (aunque sueñe con abrir su carne para engendrar más carne), sino de humo. Pero un humo irracional, telúrico, obcecado; un humo animal. Juan, aunque arcaico en sus celos y su machismo, es más humano, que ella, porque busca el placer, la compañía, la vida del instante, el carpe diem.

Imagino que si leyese la obra dentro de diez años (no lo descarto), mi impresión podría volver a cambiar. Es lógico. Federico García Lorca es un mago del teatro, y la magia siempre es cambiante. Ya les contaré, si eso ocurre.

viernes, 10 de diciembre de 2021

A la hora en que cierran los bares

 


Cuánto me hubiera gustado decir que esta tercera aproximación a la literatura de Soledad Puértolas me convencía para seguir avanzando por otros libros suyos; pero (ay) me temo que no es así. Y lo lamento de verdad, porque es una escritora con la que, honesta y afablemente, lo he intentado con la mejor de las voluntades. Los relatos de A la hora en que cierran los bares comenzaron dándome una buena impresión (esa pareja de hombres silenciosos y más bien tristes que se encuentran de noche en la barra, en el cuento que da título al volumen; el misterioso secuestro accidental que sufre Enrico en “La llamada nocturna”; la sensual experiencia erótica que experimenta Jacomo Sandoval en “La vida oculta”), pero paulatinamente fueron dejando de interesarme, porque ni sus tramas, ni sus personajes, ni sus cierres me parecían demasiado llamativos. “En el límite de la ciudad”, por ejemplo, te cuenta un episodio en Marruecos… y no queda nada al final. En “La corriente del golfo” te presenta unos meses de vida en Noruega… y también me quedo al final con la sensación de Y qué.

Como es natural (huelga decirlo, pero lo aclaro), aquí no hay “culpables”: ni la escritora zaragozana con su escritura, ni yo con mi lectura. Se trata, en todo caso, de una falta de empatía entre ambos.  

Y dudo que repita con ella.

jueves, 9 de diciembre de 2021

El disputado voto del señor Cayo

 


Vuelvo al maestro Miguel Delibes, con otra de sus novelas emblemáticas, que lleva por título El disputado voto del señor Cayo. Y creo que en ella conviene distinguir claramente dos planos: de un lado, su tesis o idea central; del otro, su formulación literaria. Con la primera creo que no tendría ningún problema en mostrarme conforme, porque desarrolla narrativamente su convicción de que los habitantes de la ciudad han estigmatizado a los del campo, considerándolos “paletos” y suponiéndose (sin más fundamento que su vanidad) superiores a ellos. Es tan evidente que ni siquiera merece la pena acudir a ejemplos concretos: los podríamos encontrar a millares, en la prensa, en la literatura, en televisión y en eso que llaman el “sentir popular”. Hasta ahí, aplauso admirativo.

Pero (y cómo me duele el pero, porque Delibes es uno de mis dioses literarios) me parece que en esta novela la construcción literaria es más defectuosa de lo habitual en el vallisoletano. Por ejemplo, en la discutible y malhadada acumulación de trazos con los que dibuja al protagonista: Delibes se desliza hacia un maniqueísmo demasiado evidente cuando nos presenta al señor Cayo como un experto en todo y además nos lo cuenta con una rapidez forzada. En las pocas horas que comparte con los visitantes políticos que acuden para recabar su adhesión democrática, el señor Cayo despliega una exhibición de destrezas tan acelerada que pone en evidencia que Miguel Delibes quiere decirlo todo y se ve obligado a decirlo a toda velocidad, encadenando una con otra, una con otra, una con otra: su exhaustivo conocimiento de hierbas, de pájaros, de medicina natural, de fabricación de embutidos, de abejas, de amasado de pan, de mil y una herramientas agrícolas… Conocimientos que no son raros en un personaje como él (quién lo dudaría), pero que expuestos con esa fatigosa y asfixiante rapidez generan la enojosa sensación de hallarnos ante una caricatura. Bienintencionada, pero caricatura.

Tampoco me ha resultado creíble el modo en que los urbanitas que acuden a dar un mitin en el pueblo quedan en esas pocas horas tan subyugados con el noble labriego que cambian su visión del mundo de un modo radical. Delibes consigue fórmulas literarias muy hermosas (por ejemplo, cuando Víctor queda prendado de la sabiduría ancestral del señor Cayo y le comenta a su acompañante femenina: “Nosotros, los listillos de la ciudad, hemos apeado a estos tíos del burro con el pretexto de que era un anacronismo y… y los hemos dejado a pie. Y ¿qué va a ocurrir aquí, Laly, me lo puedes decir, el día en que en todo este podrido mundo no quede un solo tío que sepa para qué sirve la flor del saúco?”), pero que no me terminan de resultar sólidas desde el punto de vista narrativo. ¿De verdad que un urbanícola que aspira a ser diputado en el congreso se convence en dos horas de que es un “listillo” y que vive en un “podrido mundo”? A mí no me resulta creíble, francamente.

Claro, esto me lleva a una conclusión que me desazona: si la literatura está (siempre lo he dicho) en el “cómo” y no en el “qué”, no me queda más remedio que admitir que El disputado voto del señor Cayo es una novela coyunturalmente bien acogida e ideológicamente plausible, pero que no va a soportar demasiado bien el paso del tiempo, una vez que se alejen las circunstancias históricas que la motivaron y los lectores se ciñan a lo puramente literario de su contenido. En suma, que no creo que sea una buena novela, vaya. No, desde luego, siendo Miguel Delibes su autor. Y me duele decirlo.

miércoles, 8 de diciembre de 2021

El réprobo

 


Vicente Blasco Ibáñez fue un maestro. Y lo fue, entre otras cosas, porque cuando te enfrentas a una de sus historias cortas intuyes cómo y por dónde va a girar el argumento; pero, a pesar de todo, el valenciano logra que te emociones igual. Sus artimañas narrativas, fruto del talento y de la experiencia, resultan siempre muy eficaces. Y también lo son en El réprobo, una novela breve que nos sitúa en el interior de un convento de monjas. Allí se encuentran las religiosas viviendo una existencia gris, sin demasiados alicientes, hasta que ingresa la joven Genoveva de Oliva, hija de un rico casquivano y manirroto, que ha malbaratado su fortuna y la ha dejado en complicada posición con el resto de la familia, que se muestra renuente a mantenerla. Con el nombre de sor María del Lirio pretende encontrar la paz entre los muros de aquel recinto.

También gris y también con escasos alicientes transcurre la vida de Rafael, joven músico que, por tradición familiar, se encarga de tocar el órgano del convento. A diferencia de sus ancestros, él sí que compone su propia música, que regala los oídos de las monjas. Ellas, que lo conocen desde niño, lo cuidan y agasajan como si lo siguiera siendo, acogiéndolo con un cariño casi maternal. La sensibilidad del muchacho es tan acusada que su salud se mantiene siempre pendiente de un hilo.

Lógicamente, las trayectorias de Rafael y Genoveva se terminarán cruzando, y lo que surgirá entre ellos solamente admite el nombre mundano de amor, emoción que por las circunstancias que los rodean no pueden permitirse.

Utilizando la voz narrativa del médico que atendió los meses finales de Rafael, Blasco Ibáñez nos va presentando una historia reconstruida a base de testimonios parciales y suposiciones, que envuelve irremisiblemente a los lectores con su gran sensibilidad, su poder seductor y su emocionante final.

Lo dicho: un novelista al que se debe seguir frecuentando.

martes, 7 de diciembre de 2021

Crónica particular

 


Editado por el Museo de la Ciudad de Murcia en 1999, y con quince sugerentes ilustraciones de Antonio Martínez Mengual, este volumen está dedicado por el autor a su hijo Yayo Delgado Gil, “con quien comparto la feliz contingencia de ser murciano” (sic); y tiene un comienzo francamente chocante, en el que la erudición cinéfila, el rigor histórico y una construcción literaria impecable se aúnan para capturar la atención de los lectores: “Contrariamente al título de la famosa película protagonizada por Lee Marvin, en esta ciudad acaece el raro suceso de existir su nombre, Murcia, antes de que existiese realmente la propia ciudad. Nada menos que mil años, o más acaso, logró pervivir la nominación de Murcia como mero topónimo, hasta que fijó población a la que señalar lingüísticamente en el 825 de nuestra era” (p.7).

Efectivamente, Santiago comenta que el nombre de la ciudad fue pasando desde la “Myrtia” de la época de Escipión el Africano, pasando por la “Múrsiya” árabe, hasta la “Murcia” castellana, y que ese triple ramal de influencias fonéticas la configuró tal y como la conocemos. Y, justo después de manifestarnos que nos encontramos ante las páginas de un “escritor metido a historiador, que no de historiador que ejerce” (p.16), se dispone a entregarnos una narración fluida, amena y rigurosa, sobre los avatares seculares de la ciudad, a la que siempre ha manifestado una devoción extrema, no sólo como habitante de la misma, sino como estudioso, novelista, poeta, paseante y observador.

En esta excepcional narración nos encontramos con Abderramán II, Todmir, Ibn Mardenix (a quien se debe entre otras cosas el castillo de Monteagudo; y de quien llega a decir Santiago que fue “el primer turista del Mar Menor”, p.33), Ibn-al-Arabí, Alfonso X, san Vicente Ferrer (que predicó en la actual plaza murciana de Santo Domingo en el año 1411), la trilogía áurea murciana en el mundo de las letras (Cascales, Polo de Medina y Saavedra Fajardo), el cardenal Belluga, el conde de Floridablanca, Francisco Salzillo (“demiurgo que dio volumen y rostro, ropaje, expresión y vida a las personas divinas”, p.69) y otros ilustres personajes.

En suma, estamos ante una aproximación seria, crítica y documentada a la historia de Murcia, que debería estar en todas las bibliotecas (públicas y privadas) de la ciudad, por lo que tiene de manual imprescindible para conocer su devenir, su cultura, sus personajes principales e incluso su proyección futura. Asensio Sáez, el gran escritor de La Unión, anotó una vez que “amar nuestra ciudad es una forma infalible de topar con nuestra propia raíz”, y tal vez sea eso lo que pretendía dar a sus lectores Santiago Delgado: una muestra aquilatada de sus raíces sentimentales, de su amor a Murcia, esa ciudad en la que ejecuta la feliz contingencia de vivir.

domingo, 5 de diciembre de 2021

La mano del emigrante

 


Existe una extraña magia en el mundo de la literatura que no tiene que ver con las palabras, ni con su orden, ni con los temas tratados. Decía León Felipe aquello de que eliminásemos las palabras, la rima, que aventásemos los versos y que si, tras esas operaciones, quedaba algo, eso era la poesía; y aunque podría parecer que se trata de una boutade misticoide, lo cierto es que traduce muy bien la esencia del misterio. Y dentro de la atracción literaria hay (absurdo me parece negarlo) una parte de misterio. Yo lo percibo con claridad en los libros de Manuel Rivas, donde siempre intento definir o atrapar los mecanismos de los que se vale para provocar la emoción del lector y nunca, gozosamente, lo consigo (utilizo el adverbio gozosamente porque entiendo que de esa manera queda salvaguardado un mecanismo que me volverá a seducir en su siguiente trabajo).

En La mano del emigrante se repite el proceso. El escritor coruñés nos ofrece tres propuestas muy distintas. En la primera (“La mano del emigrante”) asistimos a la reconstrucción de la vida de Castro, que salió de su Galicia natal para terminar como celador en el hospital Saint Thomas, de Londres. Es un hombre respetuoso con el país que lo ha acogido y que tiene tatuados en una de sus manos tres paíños, tres pajaritos diminutos. Descubrir por qué están ahí nos conduce a través de una historia de pérdidas, dolores, frustraciones y remordimientos. En la segunda (“El álbum furtivo”), Rivas simplemente nos coloca ante los ojos unas imágenes que él mismo ha impresionado, y que constituyen un recorrido emocional que el lector debe contemplar en silencio. En la tercera, el escritor recopila los mimbres de varios naufragios reales y nos explica la forma en que afectaron a una serie de personas, que logran sobrevivir a ellos.

¿Un fresco de la Galicia marinera, dominada por la tiranía brava del mar y por la obligación de marcharse al extranjero para salir adelante? Sin duda. ¿Un canto de amor a su tierra, llena de heroísmos y resignaciones, de lágrimas y de hogueras en la noche? Por supuesto. Pero, por encima de todas las demás cosas, literatura de altísima belleza, que introduce sus dedos en tu corazón y te lo desgarra. Rivas es un auténtico gigante de la prosa y del manejo de las emociones.

sábado, 4 de diciembre de 2021

La casa de Bernarda Alba

 


Yo no sé cuántas veces habré leído en mi vida La casa de Bernarda Alba. Siete u ocho, seguro. Tal vez más. Cada año que la ponía como lectura a mis alumnos de bachillerato volvía a leerla de nuevo, y siempre con gozo, con emoción, con infinito asombro. Es una pieza dramática cargada de claustrofobia, de dolor, de hipocresía, de vida y muerte. Sus personajes se alzan ante ti con su envoltura de carne como si fueran reales, de tan vívidos como el poeta logró fraguarlos. En ocasiones, se cae en la tentación de otorgarle el protagonismo estelar a Bernarda (como la persona que detenta –el verbo es exacto– la autoridad) y a Adela (su infortunada víctima); pero basta una lectura más lenta o más honda para comprender que Angustias, Martirio, María Josefa o Poncia no quedan rodeadas de menor potencia escénica, ni esculpidas con menor mimo psicológico.

Luego, obviamente, están los símbolos que aletean en el texto y lo empapan: los colores (blanco, verde, negro), el caballo (y su ansia genésica), el agua (río que fluye, mar de luto, pozo de aguas estancadas), las canciones de los jornaleros (que se cuelan por las rendijas de las ventanas)… y Pepe, por supuesto, ese fantasma de carne y sexo, que aturde las noches de todas las mujeres de la obra, con su respiración caliente.

Recuerdo haber pensado más de una vez que Bernarda, en el fondo, es débil. Y que por eso impone su autoridad con modos tan extremados, convirtiéndose en tirana, carcelera y verdugo. En ocasiones, las armaduras son el refugio de quienes conocen la vulnerabilidad de su piel.

Recuerdo haber pensado también (y escribí con ese tema un relato que debe de andar por alguna carpeta o cajón) que quizá Pepe sí que estaba enamorado de Angustias, y que Adela fue solamente un reclamo sexual al que no pudo ni quiso sustraerse.

Ahora, vuelvo a estas páginas de Federico García Lorca y sigue declarándome fiel enamorado de su escritura y de su teatro. No será mi última visita.

jueves, 2 de diciembre de 2021

El rayo que no cesa

 


Leí por primera vez El rayo que no cesa cuando llevaba muy pocas semanas en la universidad de Murcia: quizá hablamos de diciembre de 1985, quizá de enero de 1986. Recuerdo que me embriagó el poderío de aquellos poemas perfectos (o perfectísimos, por decirlo con un superlativo aleixandrino); pero ignoraba aún de qué forma la influencia de aquel libro se iría extendiendo durante años, durante décadas, en mi vida. Lo recordé al leer Un carnívoro cuchillo, de Francisco Umbral (que se inspiraba en un verso del poema 1); lo recordé al leer El tiempo amarillo, de Fernando Fernán Gómez (que se inspiraba en otro verso del mismo poema); lo recordé al leer Región volcánica del toro, de Diego García López (que acudía para su bautismo a un verso del poema 14); y lo recordé, con mucha mayor amargura y con infinita tristeza silenciosa, cuando se murió mi amigo José Cantabella y releí la “Elegía” que Miguel Hernández le dedicó a Ramón Sijé.

Sin disponer de datos biográficos (todavía no había profundizado en la figura del escritor oriolano), comprendí que el poeta hablaba obsesivamente de sus desengaños amorosos: de la mujer que, esquiva o directamente inaccesible, convertía su amor fogoso, su voluntad táctil, su ansiedad erótica, en un charco continuo de frustraciones. Querer tocar y no ser aceptado. Querer besar y sufrir el desdén del respingo. El toro que embiste y es burlado. La naturaleza, en fin, contra la mojigatería. Pero, además de la impresión temática que me produjo, lo más duradero de aquella lectura fue la impronta estilística que me dejó en los ojos. Qué increíble musicalidad lograba, qué soberbios encabalgamientos, qué versos tan rotundos, qué magia de sugerencias y metáforas. Sabiéndose catarata del Niágara, quiso Miguel Hernández constreñirse a los cajones del soneto para depurar su dicción, para exigirse más en menos (creo que me explico). En aquellas casas de catorce tablas (como definía los sonetos su amigo Pablo Neruda) tenían que colocarse los muebles exactos, iluminados con exactitud. Solamente así podía sentirse poeta poderoso y concentrado, claro y oscuro a la vez.

Lo consiguió, sin duda, de manera insuperable.

miércoles, 1 de diciembre de 2021

Animales heridos

 


Al principio (es decir, en el verano de 2015), Jon Ander Macua y Eider Chassereau eran para mí solamente dos nombres. Luego se convirtieron en personajes que la ficción narrativa me iba dando a conocer con creciente profundidad. Algo más tarde se convirtieron en seres cercanos, de quienes almacenaba más detalles que de mis propios vecinos. Ahora, en los días últimos de 2021, ya forman parte de mi vida como lector. Se han convertido en amigos íntimos. Se han entrañado. Y esa magia inhabitual se debe al talento literario de una excelente escritora irundarra que se llama Noelia Lorenzo Pino.

Para mi consternación, leo en la página 360 de Animales heridos, la más reciente novela de la autora, esta frase: “No sé si esta novela significa el fin de la saga”. Y aunque sé que solamente una alianza entre el tiempo y la voluntad de Noelia (el lector, incluso el más entusiasta, tiene la obligación de permanecer en el silencio más respetuoso) puede despejar esa incógnita, no puedo evitar una tristeza honda y sincera: la de quien está dispuesto a sentarse durante años a esperar, mientras lee otros libros suyos, en los cuales explorará otros caminos, otros personajes, quizá otras temáticas. Y esperaré (creo que esperaremos muchos) porque Noelia nos ha convertido en admiradores fieles, en público agradecido, en paseantes que recorren sus páginas encandilados y felices.

Aquí, en Animales heridos, que publica con el sello Travel Bug Ediciones, pone ante nuestros ojos una historia de secuestros, pederastia, asesinos a sueldo, traficantes de droga, putas desnaturalizadas, reflexiones sobre el dolor humano y sobre la soledad y la injusticia, disparos, persecuciones, identidades suplantadas, venganzas diferidas e importantes personajes ocultos en la sombra; pero también una historia donde Eider ha cambiado (no solamente en el aspecto físico, con una operación quirúrgica y muchas horas terapéuticas de gimnasio, sino sobre todo en lo emocional); donde Jon Ander convierte la ternura y la paciencia en sus armas; y donde el resto de viejos conocidos de las novelas anteriores (Eneko, Peio, Ochoa, la sobrina de Eider) quedan situados en un evidente segundo plano, para que la atención (¿final?, ay) quede centrada en la pareja protagonista.

Si las aventuras de Macua y Eider terminan aquí, impresionante cierre. Si, por el contrario, continúan en el futuro, impresionante punto y seguido.