Paulo vive
feliz como ermitaño, gozando de las maravillas del Señor, desde hace diez años.
Nada le importan las incomodidades del lugar, ni las asperezas de su lecho, ni
lo parvo de su alimentación (compuesta casi siempre de hierbas amargas), porque
su objetivo es que Dios olvide sus pecados y le conceda la Gloria. Paulo , mostrando un punto de debilidad en su fe, pregunta a Dios que cuál
será su destino si dedica toda su vida a hacer penitencia en aquel retiro. Y el
demonio, consciente de su flaqueza, se acerca a tentarlo: le dice que vaya a
Nápoles y se fije en las acciones de un tal Enrico.
En la ciudad
italiana descubrirá que Enrico es “el peor hombre que en Nápoles ha nacido” y
que despliega todo número de actos innobles: mantiene relaciones con una mujer
de fama dudosa, roba a las damas (y si alguna no le da dinero “visitaba una
navaja su rostro”), ha matado a varias
personas, ha arrojado a algún marido por el balcón, ha abofeteado a un
sacerdote, ha quemado una casa con dos niños dentro… Tirso de Molina llega
incluso a anotar (Thomas de Quincey parece situarse detrás de esta humorada)
que Enrico jamás ha asistido a una misa.
La reflexión de
Paulo en ese punto es drástica: si él lleva una vida de privaciones y tendrá el
mismo destino que Enrico, quien lleva una vida de lujuria y vicio, ¿por qué no
puede ejecutar sus mismos actos? Decide, por tanto, convertirse en bandolero, y
transformarse en ladrón, asesino y ser despiadado.
Como es natural,
el fraile Gabriel Téllez (nombre auténtico de Tirso) no podía resistirse dada
su condición religiosa a la tentación de construir un alegato en las páginas
finales: la fe servirá como salvación para uno de ellos, el que más la merezca.
Al margen de
creencias religiosas de los lectores, y al margen también de las cábalas que se
pueden hacer con el argumento de la obra (demasiado forzado en algunos
extremos), lo más importante es que la pieza dramática está escrita con una
música prodigiosa, que no ha perdido ni un gramo de eficacia desde que la obra
se estrenó. Tirso de Molina era, y sigue siendo, un grande de las letras
hispanas.