viernes, 26 de junio de 2009

Ventanilla de cuentos corrientes





Umbral dijo en uno de sus libros que España es una gran desperdiciadora de hombres, y que por eso malbarató a Antonio Machado dando clases de francés y a Ortega y Gasset en el periodismo. Siguiendo la línea, podría decirse también que dilapidó del mismo modo al genial Enrique Jardiel Poncela en las sentinas más bien cochambrosas de las revistas, los semanarios, las gacetas ilustradas y demás quincallería cultural. Docenas de cuentos suyos quedaron embalsamados, como mariposas de ingenio y metáforas, en el tedio polvoso de las hemerotecas. Pero, por fortuna, siempre hay editores como Jesús Egido, dispuestos a rescatarlos para los lectores actuales. Nace así Ventanilla de cuentos corrientes, publicado con el sello Rey Lear, un manojo de dieciséis relatos que nos hacen pensar y reír a partes iguales. Lo hacemos con la historia abracadabrante de un fervoroso soltero, que incurre en la desdicha del matrimonio (“Un marido sin vocación”, donde Jardiel no usa la letra E); y en “El chófer nuevo”, que nos expone las tropelías de un conductor anómalo y suicida; y en “Los vecinos del principal derecha”, donde conocemos los pormenores de una invasión de piso tan surreal como premeditada. ¿Y qué decir de ese apunte irónico que titula “La señorita Nicotina”? ¿Y cómo olvidarnos de los renglones de “El domador y los dos ancianos”, un maravilloso experimento de sociología cazurra y algo sardónica? Tampoco son desdeñables las líneas donde nos demuestra que la oratoria puede ser tan funesta como risible (“¡Mátese usted y vivirá feliz!”); o aquellas otras donde nos hace partícipes del escarmiento que un hombre le inflige a una mujer, para moderar su sed histérica y snob de aventuras (“Noche de sábado”)... Jardiel era un auténtico maestro de la ironía, y un escritor de notable espectro, muy habilidoso y versátil. Este pequeño tomito de la editorial madrileña Rey Lear puede ser una buena forma de refrescar nuestra admiración, o de inaugurarla.

lunes, 15 de junio de 2009

Cuaderno escolar




Juan Ramón Santos es tan joven que nació en Plasencia. Y escribe tan bien, tan maravillosamente bien, que se atreve a titular su última entrega con el rótulo de Cuaderno escolar. Una imagen de Le Corbusier bautiza los ojos desde la portada de ese libro. Y luego vienen cuarenta y dos pequeñas historias. Cuarenta y dos prodigios de humor, ingenio, dominio del relato y buena literatura. En sus páginas se nos habla de un vendedor de juguetes próximo a la jubilación; de unas personas que esperan la apertura de un extraño mercado; de una anómala sucesión de rostros que, bajo las siglas AP, parecen estar en busca y captura con la inaudita recompensa de 1979 dólares; de caníbales salvados de la pena capital gracias a la sagacidad lingüística de su abogado; de dos curiosos ucranianos, que beben como esponjas; del mayor devorador de petit-suisses del mundo; de la maldad intrínseca que atesoran los interruptores de la luz en medio de la noche; y de muchas historias más, tan impactantes como breves y bien contadas.
Decía el ladino Baltasar Gracián (ustedes quizá lo recuerden) que más obran quintaesencias que fárragos. Y es verdad casi siempre.
La Junta de Extremadura, que ha tenido el buen juicio de poner tapas a la colección de historias que ha inventado Juan Ramón Santos, se merece un aplauso enorme, extasiado y fervoroso. Y yo, desde la otra punta de España, se lo envío. No me cabe la menor duda de que buscaré a partir de ahora los libros sucesivos (que vendrán, y serán maravillosos) de este escritor. Apúntense su nombre. Es un consejo de amigo.

sábado, 6 de junio de 2009

El rufián





La inmensa mayoría de los lectores españoles oyeron hablar por primera vez de Armando Buscarini gracias a la novela Las máscaras del héroe, de Juan Manuel de Prada. Allí se nos presentaba a Antonio Armando García Barrios (tal era su auténtico nombre) como un poeta hiperbólico, estrafalario, locoide, con un ego desmesurado y con un comportamiento social, cuando menos, chocante. Pero la gran sorpresa vino cuando, acudiendo a Internet y otras fuentes de información, descubrimos que todo aquello era verdad: Buscarini (adoptó ese apellido por ser el de su presunto padre, al que jamás conoció) vendía por las calles sus propios cuadernillos de poemas, extorsionaba a las personas de su entorno (especialmente a los hermanos Álvarez Quintero) y manifestaba conductas esquizoides con accesos de furia. Su propia madre se encargó de ingresarlo en el manicomio de Logroño, en el que terminaría muriendo en 1940, sin haber cumplido los 36 años. Fruto de las peculiaridades de este poeta bohemio, su obra ha quedado siempre en un segundo plano, eclipsada por su vida aciaga. Pero desde hace algún tiempo, la editorial riojana que ostenta su apellido (y que conducen los hermanos Rubén y Diego Marín) se ha propuesto recuperar su legado literario para que podamos valorarlo de un modo justo. Así, tras la publicación de sus cartas y de sus poemas, ahora le ha tocado el turno al teatro, la narrativa y las memorias. El tomo que contiene estas piezas ha salido a las librerías con el título de El rufián y está compuesta por una serie de obras que se inician con Sor Misericordia (1923) y acaban con el drama que da título al conjunto (1928). Acompañan a estas composiciones las palabras prologales de Luis Antonio de Villena, que bailan un minué muy bien ritmado para no decir con claridad lo que la lectura sí nos hace evidente a los lectores: que Armando Buscarini era un autor desdeñable, y que sus presuntas genialidades (que sólo él consideraba tales) no son sino ripios, tramoyas llenas de agujeros, diálogos sin poder verbal, errores de construcción de las frases, escenas indebidamente aceleradas o abruptamente truncas, psicologías risibles, autocomplacencia que oscila entre el engreimiento (“No se puede ni remotamente discutir mi personalidad de poeta lírico”, p.73) y el desdén trufado de descalificaciones (“Todavía quedan algunos insensatos que, no teniendo en qué emplear el tiempo, se dedican a desacreditarme diciendo que no valgo”, p.299) y otras lacras que nos obligan a juzgar sus obras como el pataleo de un adolescente soberbio, huérfano de cultura, que entiende como una agresión lo que no es más que dictamen exacto: tildarlo de mediocre sería benevolente. Hay, cómo no, algunos aciertos aislados (tampoco demasiados), pero que no justifican la soberbia de Armando Buscarini. Ni la perla más hermosa del mundo constituye de por sí una joyería. Gracias a la estupenda idea de los hermanos Marín (publicar al autor, para que la Historia lo califique por sus obras, y no por sus actos) disponemos de un argumento sólido para estipular que, en esa “larga pléyade aún no dilucidada del todo críticamente” de la que habla De Villena (p.11) para referirse a la bohemia del primer tercio del siglo XX, Buscarini no pasaría de ser un elemento anecdótico. Y eso con suerte.

martes, 2 de junio de 2009

El fuego



Nunca me han importado las cifras de venta que alcanza un libro, porque es un dato que, ostensiblemente, se encuentra fuera de lo literario. El hecho de que Veinte poemas de amor y una canción desesperada haya vendido millones de copias no le resta calidad al volumen (ni tampoco se la añade). A mí las obras me gusta juzgarlas por mí mismo, y no con un informe económico al lado. Si me logran emocionar, o cautivar, aplaudo; y si no, pues abucheo, que para eso he pagado el tomo y gozo de libertad de expresión. Así de transparente. Aclarada esa premisa puedo afirmar sin ningún tipo de rubor que uno de los best-sellers que más me ha seducido en las últimas décadas es, sin ninguna duda, El ocho, de Katherine Neville. Ahora, la editorial Plaza & Janés, merced a la traducción conjunta de Ana Alcaina, Laura Manero, Laura Martín de Dios y Nuria Salinas, nos entrega a los lectores la muy esperada continuación de la novela, con el título de El fuego, y la pregunta es inmediata: ¿mantiene Neville el alto nivel que marcara en su anterior producción? ¿Logra idénticos objetivos a los cosechados con El ocho?
Sinceramente, creo que no... Pero ojo: El fuego sigue siendo una novela de gran valía, donde la emoción, la documentación, los giros argumentales, los tipos psicológicos y la peripecia que la autora construye están muy bien. Aparecen en sus páginas menciones a Lord Byron, Napoleón, Geber, Carlomagno, Ibn al-Arabi, la guerra de Irak del año 2003, la cocina vasca, el ajedrez, etc, y lo mezcla todo con explosiva efectividad. ¿Dónde está pues la gran diferencia con El ocho? Yo diría que en dos frentes fundamentales: el primero es la pérdida de la sorpresa (los procedimientos se geminan como si Neville empleara el antiguo papel carbónico. Ha ideado un cliché y se niega a abandonar sus carriles) y el segundo es el abuso de las preguntas transferibles (llamaré así a las interrogaciones que los personajes se formulan a sí mismos, y que no tienen otra misión que la de despertar los mismos interrogantes en la mente de los lectores. Una especie de preguntas retóricas ‘inducidas’).

Salvados esos escollos, convendremos en que la novela despliega un alto poder de seducción; que sus ambientaciones históricas son tan detallistas que se ganan sin problemas el aplauso de los lectores; que la autora consigue en casi todas sus páginas intrigarnos, removernos y azuzar nuestra curiosidad por los misterios del anonadante ajedrez de Montglane; y que Alexandra Solarin tiene el brío novelesco de su madre, Catherine Velis, la protagonista de la anterior entrega. Es un conjunto de riquezas suficiente para animarnos a que abramos la última obra de esta «versión femenina de Humberto Eco», como se rotula con despiste tipográfico en la página 542. El fuego les llenará muchas horas de placer literario. Sumérjanse en él y es probable que no se arrepientan.