Se ha hablado
en muchas ocasiones de la soledad del corredor de fondo, y de la soledad de los
héroes; pero hay una soledad más ardua y más cenagosa, porque se tiñe casi
siempre de anonimato y hasta puede verse salpicada por el desprecio ajeno: la
soledad del guardaespaldas. Así lo entiende al menos Raúl Guerra Garrido, y lo
plasma en una novela que lleva por título La soledad del ángel de la guarda y
que ha editado el sello Alianza.
No se
habla en ella, jamás, del País Vasco, pero tampoco hubiera sido preciso, dado
el desarrollo y la textura de los acontecimientos que se nos cuentan. La
persona que debe ser protegida es un catedrático jubilado de universidad, cuyo
pensamiento y actitudes molestan grandemente a los Malos (así los califica el
narrador de los hechos, que no es otro que el propio guardaespaldas). Este
Viejo Profesor es nominado como don Olegario Álvarez del Río en las primeras
páginas de la obra, pero pronto se transforma en don Obdulio Fernández del
Campo, y luego en don Octavio Núñez del Teso, y posteriormente en don Orencio,
don Olgonio, don Olivio, don Olierto, don Onofre, don Ovidio, don Orlando y don
Olmio. ¿Qué importa (parece decirnos Guerra Garrido) el nombre? Importa su
condición de triste diana ambulante, para quien todos procuran elaborar una
ignominia: compañeros de la Facultad que lo insultan, para que nadie los crea
situados en su mismo bando (p.181); manifestantes que lo motejan de fascista,
por hablar de la libertad (p.140); amigos que lo saludan en recintos cerrados,
pero que se niegan a hacerlo en la calle (p.200); etc.
Pero es
que para el guardaespaldas tampoco son fáciles las cosas: tiene que sufrir el
calvario de vivir solo (para no implicar a su novia Yoli en sus actividades);
su única amiga fiel es su pistola Betty (su teoría es que el arma «es como la
picha: no la saques sin motivo ni la envaines con deshonor», p.42); se ve
envuelto sin desearlo en una tensa situación dentro de una herriko taberna; debe
proteger al Viejo Profesor en el desalojo de un cine (por amenaza de bomba); y,
al final, verá confirmados sus peores miedos, en las secuencias postreras del
volumen.
Raúl
Guerra Garrido (premio Nacional de las Letras 2006), cuya trayectoria ha sido
tan impoluta como brillante, nos entrega con esta obra una reflexión lúcida, de
gran solidez formal, llena de juegos fraseológicos que recuerdan al Roa Bastos
de Yo, el Supremo, y con docenas de guiños para lectores avezados («Llamadme
Ismael, dijo Pepe», p.46; «Éste es el corazón de las tinieblas», p.77; «Fuese y
no hubo nada, como en la copla», p.182; etc), en la que nos estremecemos con
los temores más profundos de un hombre que vive en el límite del vértigo.