Emilio Carrère no pertenece a lo que
podríamos llamar (si nos dejáramos llevar por la pedantería) el canon de la literatura española: ni
alcanzó en vida unas ventas memorables, ni su fama rebasó unos límites medianos,
ni elaboró un solo libro que pueda juzgarse de perfecto o de inmortal. Tuvo
unos orígenes más bien complicados (hijo de madre soltera que murió al poco de
darle a luz), pero habitó la comodidad económica de ser empleado del Tribunal
de Cuentas y de recibir una sustanciosa herencia de su padre, malherido por el
arrepentimiento. Pertenecer a la bohemia y, al tiempo, percibir un sueldo fijo como
funcionario generaba un aparente contrasentido que él sobrellevó siempre con
elegancia discreta.
Del farallón de cuentos, poemas, obras
de teatro, novelas cortas, artículos y demás hojas volanderas que produjo, la
editorial Salto de Página acaba de lanzar el interesante volumen recopilatorio El diablo de los ojos verdes, prologado
por Luis Antonio de Villena, en el que se nos muestra un manojo de sus
narraciones breves, donde podemos ver que el escritor madrileño era capaz de
construir historias con gracia y sazonadas con personajes de interesante
perfil, como ese cardenal Valenzuela que declara sin rubor en la página 16 «No
creo en el diablo»; ese capellán de convento que pierde la cabeza por las
noches y que recorre las celdas de las monjas que se encuentran bajo su
protección, acostándose con ellas sin que las mismas muestren asco o repulsa («Todas
las ursulinas caían en convulsión apenas me veían aparecen en el marco de su
celda. Ninguna me rechazó jamás. Hasta parecía que me aguardaban con dulce
impaciencia», p.21); ese novelista que se obsesiona con la idea de que los
personajes de sus obras se están incorporando a la realidad, y desde allí le
piden cuentas por haberlos creado (aquí, el influjo unamuniano es patente); o
ese personaje humilde que, tras pasar 23 años en la cárcel por la violación y
el asesinato de un niño, repite hasta su muerte una frase alucinada o inquietante:
«¡Fueron los frailes!» (p.145).
Igualmente son notables los momentos en
que Emilio Carrère desliza en sus líneas algunas humoradas irónicas cargadas de
dinamita («Hacía tiempo que la Inquisición no abrasaba vivo a ningún
delincuente, y esta ociosidad perjudicaba el buen crédito y celo de tan
laborioso tribunal», p.30); pequeñas pinceladas donde se nota tanto su
capacidad de observación de la realidad patria como su exactitud a la hora de
definirla («Uno de esos piropos españoles, que tienen la rotundidad de un
relincho», p.77); o anotaciones sobre el mundillo literario donde, después de
lanzar un venablo agudísimo contra los vanidosos letraheridos, afirmando que
cada uno de ellos «es un montgolfier hinchado por los gases de su vanidad,
atónico ante su obra propia, sin más horizontes ni curiosidades espirituales
que enviar su retrato a los periódicos y asegurar que sus libros han sido
traducidos al javanés. ¡Gente pueril!» (p.62), reserva también un espacio para
la afirmación profunda, que roza la filosofía («Un artista tiene la obligación
de creer, primero, en lo inverosímil, y después, si tiene humor para ello, en
la realidad», p.68).
Emilio Carrère, fumador de pipa, con un
ojo revirado, «Verlaine oficial de Madrid» (para usar la fórmula de Francisco
Umbral), queda retratado en estos cuentos donde cabe casi todo y donde casi
todo puede encontrarse: irreverencias anticlericales, que luego moderaría
durante los años del franquismo, con el que no fue demasiado crítico; filias
pectorales (Emilio Carrère encuentra siempre en los pechos femeninos una fuente
de inspiración para sus lubricidades y metáforas); páginas sobre ocultismo (Lo que vio la reina de Francia);
concesiones a algunos tópicos de su tiempo, que él utilizaba como material para
sus artículos de prensa o sus cuentos de circunstancias (El oráculo de la cabeza sangrienta); páginas donde nos retrata a
los ociosos de casino de su época, en la línea de don Guido (El amigo Chamorro); e incluso narraciones
escabrosas sobre pérdidas de la reputación social y abortos clandestinos (El limpio honor de Florestán). Es
posible que Emilio Carrère no merezca estar en el Olimpo, pero tampoco hundido
en el fango. Esta edición nos permite situarlo en el limpio escalón intermedio en
el que le corresponde estar.