domingo, 31 de marzo de 2019

Romeo y Julieta




Releo (por quinta vez) la tragedia Romeo y Julieta, de William Shakespeare, en la traducción de José María Valverde, y vuelvo a sentir que las líneas del Bardo me atraviesan y me impregnan. A la vez, me queda un poso melancólico, porque soy consciente de que no volveré a ella: a pesar de su bellísima factura, creo que cinco lecturas en treinta años es un homenaje más que suficiente. Me quedan tragedias y comedias de Shakespeare que he apurado con menos fruición y que esperan su turno.
Sigo encandilado (me ocurrió desde la primera lectura) con el príncipe Paris, “un caballero de noble familia, de buenas maneras, joven y bien educado, rebosante, como quien dice, de cualidades honorables, tan buena proporción como uno puede desear en un hombre” (acto III). Quizá resulte blasfemo afirmar que me parece más representativo del amor puro que el propio Romeo, a quien le cuesta un par de minutos desprenderse de la profunda pasión que sentía por Rosalina (“He olvidado ese nombre, y el dolor de ese nombre”, le espeta a fray Lorenzo al ser preguntado por la muchacha) y que apenas necesita otros dos para prendarse arrebatadamente de Julieta. Paris, en cambio, ofrece su corazón a la hija del Capuleto y se entrega emocionalmente a ella hasta el último de sus suspiros: es más fiel y más honesto.
Descubrimos en las páginas de esta obra lo que es el amor (“Es un humo que sale del vaho de los suspiros; al disiparse, un fuego que chispea en los ojos de los amantes; al ser sofocado, un mar nutrido por las lágrimas de los amantes, ¿qué más es? Una locura muy sensata, una hiel que ahoga, una dulzura que conserva” (acto I), lo inoportuna que puede llegar a ser la compasión (“La misericordia no hace más que asesinar al perdonar a los que matan”, acto III) y la ridiculez que puede observarse en un pedante (“Un caballero que gusta de oírse hablar y que habla en un minuto más de lo que escucha en un mes”, acto II).
Una vez más (y siempre), muchas gracias, Maestro.

viernes, 29 de marzo de 2019

Cuenta atrás




Me acerco con respeto y con auténtico placer al poemario Cuenta atrás, por el que David López Sandoval recibió hace unos meses el XXXIV premio Jaén de poesía y que ahora publica el sello Hiperión. El volumen me lo regala una de las personas que mejor conoce mis gustos literarios y que más ha hecho por pulirlos y ensancharlos, con sus consejos y su sabiduría: mi impagable amigo Pepe Colomer.
En la obra me encuentro con un poeta poderoso, versátil, delicado y firme, que se mueve con elegancia y con solidez en diversos ámbitos rítmicos y métricos: el romance, el soneto, la polimetría, los cambios de registro, los encabalgamientos, las metáforas, los homenajes literarios o el humor. Un poeta que nos habla de un amor de juventud, indeleble en su memoria (“En otro universo”); que elabora un texto insuperablemente emocionante sobre su (mi, nuestro) maestro Pepe Perona (“Humaniora”); que encuentra la belleza en la súbita presencia de un pájaro recortado contra la luz del amanecer (“Carricero común”); que parafrasea a Luis Cernuda o Gil de Biedma; que reconstruye los minutos finales de una de las grandes poetas norteamericanas (“Buenos días, señora Plath”); que nos ofrece una crónica del suicidio de quien perdió la gracia del mar (“Informe Mishima”); que coloca el cáncer en el epicentro de un poema perturbador (“Sal de la cesta”); que nos transporta hasta los mundos (y muros) del desesperado Bob Geldof (“Pink”); o que, en fin, nos humedece los ojos con una anticipación dulcísima que muchos firmaríamos emocionados (“Antes del viaje”).
Gran libro. Gran voz. Gran poeta.

jueves, 28 de marzo de 2019

Sí pero no pero sí




Ser profesor de instituto y animarse a llevar a una docena larga de chavales de 3º de la ESO en viaje de estudios a Palma de Mallorca es una doble intrepidez que ejecutan Antonio (al que los chavales apodan “Llamadme Toni” por su obsesiva afición al colegueo) y Carmen (una profesora estricta a la que han bautizado como “La Sintagma Nominal”). Y del grupo de chicos y chicas que se embarcan, mejor ni hablar: el escritor aficionado Víctor Machancoses (narrador de la historia), Helena (de la que está perdidamente enamorado), Mariona (la más despistada del bloque), Jerónimo (un engreído indigesto), Wu Yu-hui (un chico que se pasa el día soltando pensamientos presuntamente filosóficos que extrae de los sobres de azúcar de su restaurante) y varios más del mismo tenor. Con esos ingredientes jocosos, Pasqual Alapont construye una novela que, bajo el curioso título de Sí pero no pero sí publica Algar.
Durante casi doscientas páginas seguimos a los protagonistas a través de las actividades que se supone que ejecutan unos adolescentes durante un viaje de estas características: la visita a lugares históricos; los jaleos nocturnos en el hotel donde se instalan; los previsibles piques entre chicos y chicas; los amoríos que nacen espontáneamente y que se disuelven a la misma velocidad; los indicios de depresión en sus profesores, impotentes a la hora de controlar el caos hormonal y cinético de unos jóvenes a los que les interesa todo menos sus explicaciones culturales o pedagógicas… Y, como telón de fondo, Ca´n Pastilla, las cuevas del Drac y otros hermosos paisajes de la isla, que son descritos con elegante soltura por el novelista de Catarroja.
Para los buscadores de perlas humorísticas, valga una sola como ejemplo de las muchas que el libro cobija: harto del insomnio, Víctor explica a los lectores: “He contado hasta trescientas ovejas, ciento cincuenta cerdos, un centenar de vacas y toda clase de aves, pero no había manera: estaba completamente desvelado” (p.162). Y para los buscadores de perlas literarias (que también las tiene este libro), juzguemos la que enjoya la página 23: para disimular ante una chica, cuyo apodo acaba de ser pronunciado sin que ella sepa que se le atribuye, todos los componentes del grupo se ponen a mirar para otro sitio. Alapont, con fórmula conceptista, nos dice que “ha habido una pausa estrábica”.
Magnífica propuesta para adolescentes, sin duda.

martes, 26 de marzo de 2019

Vida de Beethoven




No se trata, evidentemente, de una biografía convencional, oceánica de datos, tumultuosa de citas y fuentes, fatigosa de pormenores. No son las trescientas veinte páginas que le dedicó Edmond Buchet (Beethoven. Leyenda y realidad), ni las más de cuatrocientas que le tributó George Grove (Beethoven y sus nueve sinfonías). Creo que el francés Romain Rolland (premio Nobel de Literatura en 1915) ha pretendido darnos algo bien distinto: una especie de acuarela biográfica de Ludwig van Beethoven, donde quedan bien combinadas las informaciones objetivas con las apreciaciones personales, los datos vitales con los fulgores de su obra. Y el resultado (que leo en la editorial Losada) lo traduce a nuestro idioma otro premio Nobel: Juan Ramón Jiménez.
Nos explica, por ejemplo, que el músico emitía carcajadas desagradables (“La risa de un hombre que no está habituado a la alegría”, p.22); que su padre intentó exhibirlo como niño prodigio, para obtener beneficios económicos de él (p.24); que Mozart no le prestó demasiada atención, pero que Salieri le enseñó a escribir para canto (p.27); que los amores que pretendió alcanzar en vida fueron siempre desdichados (en una carta fechada en 1810, escribe: “Si yo no supiese, por haberlo leído, que el hombre no es dueño de poner fin a su vida mientras pueda llevar a cabo buenas obras, me habría matado hace ya mucho tiempo”); que la miopía y la sordera lo martirizaron en sus años últimos; que atravesó etapas de grave penuria económica (“A menudo, tenía que quedarse en casa por falta de zapatos”, p.60); o que mostró en ocasiones unas ideas religiosas muy chirriantes para la época (“Después de todo, Cristo no era más que un judío crucificado”, p.74).
En suma, nos ofrece una multitud de detalles que, como pequeños cristales llenos de color, forman la gran vidriera de Beethoven, de quien afirma sin ambages que “es una fuerza natural; y es un espectáculo de grandeza homérica” (p.78).
Una buena ventana por la que asomarse a las alegrías y a las tristezas del genio de Bonn.

domingo, 24 de marzo de 2019

Gerardo Diego en sus raíces estéticas




Se quejaba hace años el eficaz futbolista Hugo Sánchez (y después lo ha hecho también el más eficaz aún Cristiano Ronaldo) de que los aficionados del Real Madrid no valoraran sus constantes goles por el hecho notorio de que fuesen, precisamente, constantes. Y al hilo de esa afirmación podríamos recordar la atinada sentencia de Francisco Umbral en la que advirtió que nada fatiga tanto a los seres humanos como un perpetuo vencedor. Yo he recordado ambas frases mientras leía este libro de Francisco Javier Díez de Revenga, vencedor perpetuo y lujo intelectual para Murcia.
La primera reacción, para quienes no conozcan demasiado la vida y la obra de este singular poeta del 27 (malherido por la justa fama de casi todos sus demás compañeros de promoción), estará teñida por una cierta frialdad, pues esbozarán la conjetura de que el volumen está destinado a especialistas, y que poco o escaso interés puede cobijar para los simples lectores de poesía o los enamorados de la literatura sin preparación filológica. Pero conviene desmontar cuanto antes esa hipótesis errónea, y enriquecerla con unos cuantos asertos de tanta verdad como contundencia: nadie puede entender y gozar con plenitud la belleza poética del 27 si no se aproxima a Gerardo Diego con humildad y con los ojos bien abiertos; nadie puede, tampoco, llegar a formarse una idea completa de este maravilloso grupo poético si no se adentra en los pliegues más desconocidos de sus vidas y sus obras; y nadie, en fin, podrá encontrar en mucho tiempo un trabajo tan equilibrado, denso y amenamente expuesto como el que el profesor Díez de Revenga (uno de los mejores conocedores españoles de la generación del 27) nos regala en estas páginas impagables.
En ellas nos encontramos a un Gerardo Diego que se interesa por la pintura, por el mundo de la música, por la arquitectura, por los toros, por la Historia de España, por los escritores de su generación (y también por los anteriores y los posteriores, en un loable ejercicio de humildad y buen gusto)… Y tenemos a un Francisco Javier Díez de Revenga que, conociendo miles y miles de detalles acerca de este versátil creador, nos los entrega en un perfecto orden, redactados con prosa elegante y consiguiendo que hasta el lector más escéptico se enamore un poco del escritor santanderino, y se proponga su lectura o relectura.

viernes, 22 de marzo de 2019

Corre, Jimmy, huye




A los lectores jóvenes suele gustarles (y es lógico que así sea) la acción; y también les agradan las sorpresas; y los protagonistas novelescos de su misma edad; y las emociones fuertes. Pues todos esos ingredientes están contenidos, en dosis elevadas y combinados con astucia narrativa, en la novela Corre, Jimmy, huye, de Joe Craig, que publicó en 2008 la editorial Destino. La traducción corría a cargo de Patricia Nunes, y no se advierte en ella más chirrido que esa “ruptura de la ventana” que afea la página 222 y que se evitaría hablando simplemente de una “rotura”.
Se nos cuenta en sus líneas la historia de Jimmy Coates, un chico de once años que vive una vida normal, con su hermana Georgie y sus padres Ian y Helen. Estamos en Inglaterra y todo parece transcurrir en medio de una plácida rutina. Hasta que en un determinado momento (que tiene lugar en las primeras páginas de la obra, para que la adrenalina se dispare desde el inicio), unos hombres acuden a la casa de la familia Coates con el objetivo de llevarse a Jimmy. Él no entiende qué está pasando, ni por qué lo buscan. Tampoco entiende cómo logra desembarazarse con tanta rapidez de sus presuntos secuestradores, ni cómo es posible que se arroje por una ventana y no sufra daño alguno. Y tampoco le entra en la cabeza que, horas después, advierta que lleva incrustado en su brazo un enorme trozo de cristal, y ni sangre ni le duela. Nota además una especie de fuerza interior que lo lleva a ejecutar acciones imposibles para un ser humano, como correr a velocidades vertiginosas o respirar bajo el agua sin problemas.
Por fin, al cabo de algunos capítulos de incertidumbre y perplejidad, será informado de la causa: sólo el 38% de su cuerpo es humano; el resto de un producto de ingeniería robótica, diseñado por el gobierno de su país con una finalidad inquietante, que horroriza a Jimmy y explica los sucesos posteriores de la novela.
La acción, como digo, es trepidante; y en ella aparecen involucrados unos seres variopintos, que dan color a la historia: un cocinero llamado Yannick, que maneja las sartenes para cocinar y para combatir; un antiguo guerrero llamado Christopher Viggo, que se transformará en aliado de Jimmy; el abominable doctor Higgins, responsable del diseño del protagonista; la enigmática organización NJ7, que controla miles de hilos secretos en la novela; Ares Hollingdale, primer ministro británico; y el misterioso Mitchell, que se convierte en una puerta abierta para la posible continuación de la historia. Un cóctel explosivo de héroes y antihéroes, que ven sus destinos cruzados y en pugna perpetua.

miércoles, 20 de marzo de 2019

Trece cuentos canallas




Durante tres décadas, Andrés Boluda Nicolás ha sido (es aún) profesor de lengua y literatura; durante cinco décadas, Andrés Boluda Nicolás ha sido (es aún) lector constante y de amplia curiosidad. Y, desde hace unos meses, Andrés Boluda es, también, como unión y cristalización de las dos corrientes anteriores, autor de un espléndido libro de relatos que se titula Trece cuentos canallas.
Sobre esos cuentos podrían verterse elogios por muchas razones: su fino sentido del humor, la capacidad que el autor muestra para aproximarse a los más variados tipos humanos, la elegancia de su prosa… Resulta más que evidente que Andrés Boluda ha decantado con lentitud los argumentos y el lenguaje, hasta que la conjunción de ambos ingredientes lo ha dejado satisfecho; y entonces, y sólo entonces, ha juzgado legítimo compartir ese fruto literario con nosotros, los lectores, quienes somos los grandes beneficiados de su decisión.
Quien se aproxime a este libro encontrará ladrones que, en medio de la oscuridad, serán confundidos por la dueña de la casa con su esposo (“Para Elisa”); historias de personajes conocidos en el servicio militar (“Torete”); historias veraniegas en las que flota un cierto aroma de infidelidad sexual (“Diez negritos”); ilusiones fraguadas sobre una tirada baladí con las cartas del tarot (“Predestinación”); amores de juventud que, malbaratados por la vida, nunca han sido olvidados del todo (“Victoria”); profesores universitarios que llegan a conclusiones bastante curiosas sobre ciertos pasajes de la Biblia (“La Revelación”); o importantes hombres de negocios que, al cumplir el medio siglo, se llevarán una sorpresa en la fiesta de celebración, que tiene lugar en la Alpujarra granadina (“La luna está subiendo”).
Muy recomendable.

lunes, 18 de marzo de 2019

Rembrandt




Dentro del reducido (o al menos poco famoso) grupo de autores teatrales que engalana la región de Murcia conviene subrayar con cierta energía el nombre de Diego Alarcón, quien a los notables premios cosechados (como el Margarita Xirgu o el Enrique Llovet) une la publicación de obras tan notables como Rembrandt. Retrato de un pintor de Leyden, una exquisitez escénica que publicó con todo acierto la Editora Regional de Murcia.
En ella nos encontramos con las últimas peripecias vitales de un creador que, vislumbrando cercanos los rayos negros de la muerte y acompañado por su fiel discípulo Aert de Gelder, recapitula en su estudio sobre la soledad (“A lo mejor es que mi vida no ha sido más que un esfuerzo por quedarme solo”, p.24) y sobre sus conflictivas relaciones con los demás seres humanos (“Yo no quiero a los hombres. Si alguna vez los quise, reconozco que me equivoqué”, p.41). Unos acreedores pertinaces y falsarios (quienes no han tenido empacho en sobornar a un abogado, un notario e incluso un juez para cobrarle unas deudas inexistentes) son el adecuado contrapunto que sirve a Diego Alarcón para plantearnos su trama.
Todo son virtudes en esta pieza teatral: su lenguaje (que oscila entre el coloquialismo y la erudición, sin excederse en ninguno), la buena caracterización de los personajes (qué rotundo Rembrandt en sus parlamentos, qué prudente y qué silencioso Gelder en su escucha), la adecuada ambientación (enriquecida con las anotaciones musicales que el autor propone para una hipotética puesta en escena) y el riguroso proceso investigador que se aprecia detrás (hasta el menor detalle parece documentado, sin que jamás quede ahogada la fuerza primordial de los personajes). Teniendo en cuenta esos datos, resulta fácil suponer que esta pieza magnífica gustará por igual a los admiradores del buen teatro, a los melómanos y a los enamorados de la pintura. Un acierto absoluto, que conviene aplaudir como se merece.

sábado, 16 de marzo de 2019

Monólogo del que reza a la muerte




Ocupa sus horas, de forma obsesiva, en rezar a la muerte para que acuda cuanto antes y lo arrebate de un mundo en el que no percibe sino asechanzas y desprecio. Pero, a la vez, el anciano protagonista (que ya ha superado los noventa años) se concentra en dar vueltas y más vueltas alrededor de aquellas personas, emociones y situaciones que lo han llevado hasta el punto en el que actualmente se encuentra: sus hijos y nietos, que lo ven como un incordio y a los que soporta a duras penas en las visitas semanales; su esposa, ya fallecida, a la que en realidad nunca amó; su actual cuidadora, Sara, a quien sus hijos le han encomendado (eso piensa el narrador) que amargue sus últimas horas; y, sobre todo, aquella chica de la juventud, que lo abandonó para casarse con otro hombre, más adinerado que él, y cuya traición desmoronó sus ilusiones y lo ha mantenido amargado durante décadas.
Con una fluctuación de voces narrativas (se va saltando de la primera a la tercera persona); con un ritmo letánico, que el autor consigue gracias a la utilización de las comas (raramente puntos), Monólogo del que reza a la muerte es la última propuesta narrativa de Pascual García (Moratalla, 1962). Y se trata de una novela irritante, porque así lo quiere el escritor y porque así lo posibilita la voz de su protagonista, obcecado en dar vueltas y más vueltas alrededor de aquella traición amorosa, que lo marcó anímicamente y que lo anuló como ser humano. Desde el día en que la muchacha le envió por sorpresa un mensajero con la noticia de que dejase de pasar por su puerta, el corazón y el alma del protagonista se congelaron, se pudrieron, y todo se tiñó de fracaso, amargura, vacío y rencor. Los demás seres (“los que no sabían mi mal ni les importaba”, como son definidos en la página 93) quedaron de inmediato convertidos en sucedáneos, figurantes o trampantojos: puras máscaras junto a las que no resultaba posible o pensable la felicidad. Y a los que, en virtud del desgarro que ha sufrido, el protagonista se consideraba facultado para zaherir, incluidos los integrantes de su familia.
Como la Carmen Sotillo de Cinco horas con Mario, nuestro anciano cobija un trauma y, en los aledaños de la muerte, ese trauma alcanza unas dimensiones vertiginosas, que obstruyen su respiración y lo impulsan hacia la crueldad. Nadie es digno de recibir su cariño, su tolerancia o su respeto, porque él no cree haberlos recibido tampoco de nadie. Ofuscado en ese círculo vicioso, todo queda a sus ojos justificado: la violencia que siempre desplegó hacia su mujer, la aspereza con que trató a sus hijos… De tal forma que la reflexión que late en el fondo de estas duras páginas de Pascual García es desasosegante: ¿nos autoriza el dolor para sentirnos eternamente dolidos? Y aun en el caso de que aceptáramos esa idea, ¿nos autoriza para infligir ese dolor a otros, culpables súbitos?
Desgarradora, visceral y sofocante, Monólogo del que reza a la muerte nos muestra las sentinas emocionales de un hombre que, en el último trecho del camino, detalla para nosotros las heridas nunca cerradas de su corazón.

viernes, 15 de marzo de 2019

Crónica del rey pasmado




El joven rey español, después de haberse acostado con una prostituta llamada Marfisa y haber gozado del esplendor entregado de su cuerpo voluptuoso, observa cómo en su ánimo crece un deseo inusual, que no duda en hacer público entre sus allegados: quiere ver desnuda a su esposa. A partir de entonces, la Corte, el pueblo y los representantes de la Iglesia se hacen eco de esta idea del soberano, que casi todos juzgan de descabellada o pecaminosa y que lo convertirán en el centro de las murmuraciones, chanzas y desdenes de su entorno.
Partiendo de esa anécdota, el narrador gallego Gonzalo Torrente Ballester nos entrega su Crónica del rey pasmado, donde el humor y el retrato social se unen en una narración ágil, ingeniosa y liviana, en la que escucharemos los argumentos de la curia (la escena del debate teológico sobre la conveniencia o inmoralidad del deseo regio es antológica) y en la que escucharemos las opiniones del Valido y del Gran Inquisidor, las palabras perplejas o ansiosas de la reina o los balbuceos casi adolescentes del pusilánime monarca, a quienes demasiados personajes manejan como si de un prisionero, un débil mental o un niño se tratara.
Muy notables resultan las escenas descriptivas sobre ambientes cortesanos, usos gastronómicos, vestimentas y protocolos sociales, que muestran no sólo la intensa labor del ferrolano a la hora de documentarse sino también la fina manera en que conjuga esos materiales para construir narrativamente su historia, dando siempre prioridad a la parte artística sobre la histórica o ensayística.
Nos encontramos, pues, ante una novela de gran valor como documento sociológico y que, sin constituir una de las narraciones mayores de Gonzalo Torrente Ballester, permite una lectura agradable, en la cual quedan reflejadas las amarguras y frustraciones que un pensamiento religioso intolerante, absurdo y casposo puede generar en sus adeptos.

jueves, 14 de marzo de 2019

Ña y Bel




Del escritor Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) sabíamos muy poco hasta que en 1993 obtuvo el Premio Nacional de Literatura por su obra El lenguaje de las fuentes. Desde entonces fue publicando Marea oculta (1994), La princesa manca (1995) o La vida nueva (1996), hasta llegar a la novelita corta que hoy me ocupa: Ña y Bel.
Formalmente, no se le pueden poner pegar a la citada narración, eso está claro: está construida con una notable sintaxis, despliega un rico léxico, posee un ajustado equilibrio compositivo y hasta diría que atesora conseguidos puntos de humor y poesía en sus páginas. Pero si nos fijamos un poco más en el “contenido” tropezaremos con un escollo de difícil salvación, porque nos propone algo que, por desgracia para él, suena demasiado a Eduardo Mendoza y su novela Sin noticias de Gurb: la historia de un extraterrestre que acaba llegando a la Tierra y que tropieza en ella con abundantes aventuras. Las diferencias radican en que mientras que el narrador catalán utilizaba este procedimiento como caricatura de la Barcelona de hace unos años (propósito irónico), el vallisoletano trata de ir un poco más allá, dotando a su personaje de una especie de “épica”, equivocada y turbia.
En efecto, el visitante (al que las dos muchachas que lo hospedan en su piso, llamadas Ña y Bel, conocen como “Ola”) se nos presenta al inicio como un torpe turista galáctico, que aterriza en el piso de las chicas de forma accidental; pero poco a poco el autor va queriendo complicar sus reacciones desde el punto de vista psicológico, y su narración hace aguas por todos sitios. ¿Tiene sentido que las muchachas acepten a este “fantasma” (olvidaba decir que el visitante es invisible, y que la textura de su cuerpo es acuosa y dúctil), sin más explicaciones? Y, aun en el improbable caso de que así fuera, ¿tiene sentido que lo utilicen para broncearse, para trasladar muebles en su casa, para que las enjabone en el baño o para que caliente su café? Absurdo montaje, sin duda.
Pero bien, admitamos que Martín Garzo quisiese hacer una novela de humor: lo estaría consiguiendo con tales técnicas. Lo pasmoso, lo que termina de hundir toda la verosimilitud de su texto, es que no es ése su objetivo, sino que el autor en realidad pretende construir una novela seria, trascendente y melancólica. Mal podría convencer a nadie con ese final, tras haber burlado a los lectores con cien páginas de chanzas y puros juegos.
En resumen y para no cansar: que buen narrador, sí; pero que buena novela, lo que se dice buena novela, desde luego que no.

martes, 12 de marzo de 2019

Cuadernos norteamericanos




Nathaniel Hawthorne tuvo, durante los sesenta años que vivió (1804-1864), tiempo de sobra para escribir volúmenes de narraciones cortas (Cuentos dos veces contados), novelas inmortales e incluso adaptadas con éxito al cine (La letra escarlata), historias para niños (La silla del abuelo) y hasta una biografía (Vida de Franklin Pierce). Posiblemente, la educación calvinista que recibió y la pronta orfandad de padre (Nathaniel contaba cuatro años cuando se quedó sin él) lo convirtieron en una persona reconcentrada, solitaria, que sólo halló la felicidad en su familia (su esposa Sophia y sus hijos Una, Julian y Rose) y en sus labores literarias. Pero quizá lo que más llama la atención de su obra no son estrictamente los libros que escribió, sino las abundantes colecciones de “semillas” que recopiló en sus cuadernos: una serie de apuntes donde esbozaba una idea, un argumento, un propósito narrativo, para desarrollarlos después.
En esa línea se inscriben estos Cuadernos norteamericanos, que el sello Belacqva publicó hace unos años con un excelente estudio previo de Eduardo Berti, en el que nos dice que estamos ante unos reveladores apuntes “repletos de invenciones a destiempo” (p.24), y donde pueden descubrirse intuiciones que ahora podemos leer, desarrolladas por otros autores. “Un cuento donde el personaje principal siempre parece a punto de entrar en escena. Sin embargo, jamás lo hace”, anota en la página 140, anticipándose al célebre Esperando a Godot, de Beckett. “Una moneda de oro es considerada como una suerte de talismán”, escribe en la página 121, presagiando el zahir borgiano.
Estos apuntes rozan muchos territorios, lo que convierte la lectura en un auténtico placer: Nathaniel Hawthorne propone relatos con delimitación espacial curiosa (“Desarrollar un cuento o una escena dentro del círculo de luz de una farola callejera”, p.40); o se aproxima a los temblorosos terrenos que bordean la metafísica (“Al despertar nos alegramos a menudo porque así escapamos de un mal sueño. Tal vez ocurra lo mismo con el instante que sigue a la muerte”, p.57); o nos desliza un argumento que podría servir para una novela esotérica o para un cuento amargamente irónico (“Unos paseantes encienden un fuego sobre el monte Ararat con los vestigios del Arca”, p.100); o simplemente apunta una posibilidad, tan inquietante como nebulosa (“Una carta, escrita hace un siglo o más aún, pero que nunca fue abierta”, p.65).
Estamos, pues, ante el baúl rico y esplendoroso de un creador al que las invenciones le brotaban tumultuosamente, y que se veía obligado a consignarlas de forma sinóptica, con fidelidad notarial, para recordarlas más adelante. Quizá su objetivo era convertirlas luego en relatos, novelas o historias infantiles. Quizá lo que pretendía es que las convirtiésemos nosotros. En todo caso, Cuadernos norteamericanos constituye una oportunidad espléndida para escuchar los argumentos embrionarios de Nathaniel Hawthorne, uno de los escritores más notorios y fértiles de su tiempo.

lunes, 11 de marzo de 2019

Leyendas, poesías y reparandorias




Tiene Manuel Moyano un magnífico cuento que se titula “El espíritu del griego”, donde concibió un anonadante argumento: el comediógrafo Aristófanes, desde el más allá, decide dictarle a un médium casi analfabeto una comedia inédita suya, que se murió con las ganas de llevar al papel. De ese momento consigue que la muerte no sea un frenazo a su producción literaria, sino una simple anécdota que el poder de la mente consigue solventar.
Viene todo esto a colación por el libro que el escritor Juan Tudela (Mula, 1965) dio a la imprenta en 2007 con el título de Leyendas, poesías y reparandorias y que da la impresión de obedecer (y les puedo asegurar que no anida la burla en mis palabras) a dictados parecidos. Por voluntad propia y soberana, el tono verbal que utiliza es, muchas veces, el de un clásico castellano, trazando jeribeques con la frase, barroquizando la expresión hasta hacerla ingresar en el manierismo, escogiendo su léxico en el baúl de lo más añejo y sonoro, y decantándose, en fin, por expresiones arcaizantes donde brilla no escasa ironía y donde luce con inigualable fuerza el poder de los pastiches bien ejecutados.
Otra cosa son, obviamente, los temas de Juan Tudela. Ahí sí que marca la distancia con los clásicos castellanos, y donde ingresa en el más gozoso caudal de lo terruñero (palabra que convendría esgrimir con orgullo, como él hace, y no con la pátina de sarcasmo y chanza que normalmente se le atribuye al término). Juan Tudela se refugia en lo conocido y cercano, en los campos de Mula, en las calles transitadas por sus ancestros, en las viejas anécdotas que sus padres y amigos le han llevado hasta el oído, en los episodios jocosos o apesadumbrados que la tradición local ha ido manteniendo en la acogedora memoria colectiva. El escritor se convierte en este caso en el portavoz (literaria y etimológicamente) de sus coterráneos, en la persona que les presta el auxilio verbal de la inmortalidad para que los sucedidos memorables no se hundan en la ciénaga del olvido. El escritor no es sólo la fantasía y la esperanza de la tribu (es decir, su proyección hacia el futuro), sino también la memoria de esa misma tribu. Y Juan Tudela, que sabe de fantasías, de esperanzas y de pasados, asume ese reto con la humildad y con la grandeza de los artistas auténticos. “Hablad por mis palabras y mi sangre”, les pedía Pablo Neruda a los habitantes de Machu Picchu en su Canto general. Y algo parecido les susurra Juan Tudela a los muleños.
Un libro delicado, irónico, lleno de sabidurías y anécdotas, donde se aboga por el amor a las tradiciones y donde asistimos al despliegue de una literatura magnífica.

viernes, 8 de marzo de 2019

Cara máscara




En el año 2007 fueron dos los ganadores del premio de poesía Hiperión: de un lado, Luis Bagué (con su obra Un jardín olvidado); del otro, Álvaro Tato (con su texto Cara máscara).
Esta última obra postula desde el principio la idea de que entre el poeta y la persona que escucha su voz se produce siempre una comunicación callada, íntima, secreta y poderosa (“Palabra silenciosa en la butaca. / Un libro. / Un lector”, p.9). Y para llevar a cabo esa conexión Álvaro Tato recurre a una mezcla de teatro, lirismo, intertextualidades, humor, trascendencia y juego. En ocasiones se decantará por potenciar la música del poema, y entonces descubrimos textos tan sonoros como “Shiva Nataraja” (p.13), donde la cadencia de las palabras y las frases crea un sustrato musical que inunda los ojos y el espíritu de quien lee… Otras veces, preferirá ser más liviano en el aspecto formal, pero absorberá influencias de un número importante de escritores, a los que rinde tributo (desde Homero hasta la actualidad). Y otras, en fin, se decanta por utilizar esquemas estróficos más bien sorprendentes, por lo que tienen de poco usados (sin irnos más lejos, el poema “Pierrot”, que aparece en la página 29, es un sonetillo).
La sección II del volumen (“Máscara”) aborda una serie de aproximaciones poéticas a los componentes del mundo teatral (el actor, el personaje, la bailarina, el figurinista, etc). Si consultamos las breves líneas biográficas que aparecen en la contraportada veremos que el autor madrileño es también dramaturgo y director de escena, lo que enriquece y explica sus alusiones al arte de Tespis.
La sección III del tomo (“Mascarada”) está compuesta por un conjunto de experimentos donde la poesía y el teatro se funden, consiguiendo sorprendentes mixturas. No sería mala decisión, tal vez, definirlos como “textos poetrales”.
Una vez dijo el oscense Ramón J. Sender que “el poeta lírico es un cazador que casi nunca da en el blanco. Pero el disparo levanta cerca un ave de colores que es más hermosa que el blanco al que había disparado”. Álvaro Tato, que sí que es un auténtico poeta, participa de esa magia y provoca sensaciones similares en sus lectores. No cometan la injusticia de ignorarlo.

jueves, 7 de marzo de 2019

Los poemas del Narrador




Nuevo paseo por el mundo del verso para conocer Los poemas del narrador, del escritor Francisco Alemán Sainz, editados en 1979 por la Diputación Provincial de Murcia. No son, sinceridad obliga, demasiado notables. Me ha gustado el sano humor que exhibe en textos como “Conferencia interurbana” o “El viento”; pero sobre todo he de resaltar necesariamente las “Canciones del kiosco”, que son una machadiana delicia. Anotaré también “Mataperros”, emotivo homenaje a esos animales abandonados en el furor de la canícula, y la elegía que, dedicada a la memoria de Vicente Medina, da fin al libro. Lo demás, francamente, se me figura menos digno de alabanza. Creo que el gran prosista que era Alemán Sainz supera ampliamente al presunto poeta.
Copio, eso sí, algunas líneas que contienen hallazgos memorables: “La muerte es un error que cometemos”. “Lo fugitivo tampoco permanece”. “En la alta noche tosen los retratos”. “Hay que esperar, se espera y ya no hay esperanza”. “¡Ideas de toda la vida! / Las mías, de hace un instante / y dudo que ya me sirvan”. “Seguro de lo que piensa, / sólo ha pensado una vez / y le dolió la cabeza”. “Los libros no me interesan. / Mis opiniones son mías. / ¿Y no le da a usted vergüenza?”. “El silencio es eterno / y es la voz la que cambia”.

miércoles, 6 de marzo de 2019

La cruzada de los niños




Los hechos históricos ocurrieron en el año 1212 y, según informa la Wikipedia, dieron lugar a varios libros que se ocupaban del asunto (en la nómina no incluye, por cierto, al jumillano Pedro Cobos, que dedicó páginas deliciosas a este asunto). Al parecer, un alto número de niños, animados por la voluntad de alcanzar la ciudad de Jerusalén y proclamar el triunfo de la fe cristiana, se encaminaron hacia allí sin ningún tipo de organización, respaldo militar o avituallamiento. Partían de varios puntos de Europa y se iban unificando como riachuelos que conforman al fin un río caudaloso. Les movía un impulso ciego de gloria, de evangelización, de testimonio que, a la postre, se iba a convertir en su condena: miles de muertos por hambre, otros tantos ahogados en el mar y el resto vendidos como esclavos.
Marcel Schwob refleja aquel espíritu (mezcla de inocencia, estupidez, terquedad y pasión) en su obra La cruzada de los niños, que edita, traduce y prologa Luis Alberto de Cuenca para el sello Reino de Cordelia. En sus páginas, líricas y duras, escucharemos al leproso que se encuentra a los niños y les pide su intercesión ante Dios; al papa Inocencio III, que interroga a ese mismo Dios sobre el sentido real de esta cruzada (no se atreve a creer ciegamente en ella, pero tampoco osa desdeñarla); a los niños desamparados o llenos de ilusión, que caminan con llagas en los pies y luz en los ojos; o al papa Gregorio IX, que recrimina al mar la infamia de haberse tragado a tantos de aquellos pequeñuelos.
Voces moduladas por la credulidad, el asombro o la estupefacción, que quedan maravillosamente retratadas por la pluma inigualable del escritor francés.

lunes, 4 de marzo de 2019

Julio César




Releo el drama Julio César de William Shakespeare, en la traducción de José María Valverde. No recuerdo si, hace veinte o veinticinco años, lo leí en la misma traducción. Quizá fue en otra. En todo caso, qué excepcional es siempre el cisne de Avon, qué majestad escénica, qué hervor de palabras y de emociones, de qué singulares recursos disponía. Te conmueve explicándote el modo en que Bruto se une a los conspiradores que desean acabar con la vida de César, sin necesidad de pactos verbales explícitos (“Que juren las personas de quienes no se fían los hombres, pero no manchéis la lisa virtud de nuestro empeño ni el incontenible valor de nuestro espíritu pensando que nuestra causa y nuestra ejecución necesitan un juramento”); te conmueve explicándote de qué forma decide Julio acudir al Senado, soslayando los temores de Calpurnia (“Los cobardes mueren muchas veces antes de su muerte, y los valientes jamás prueban la muerte más de una sola vez”); te conmueve explicando con pocas palabras la justificación asesina de sus victimarios (“El que te quita veinte años a la vida, quita otros tantos de temer a la muerte”); y te conmueve, sobre todo, con el increíble discurso funeral de Marco Antonio, modelo de oratoria y de convicción que puede (y debe) ser leído dos, tres, diez veces, en silencio y en voz alta.
Todo en Shakespeare es fulgor y maravilla. Todo es grandeza. Jamás sufrirá la mordedura del tiempo, porque él fue la Palabra.

domingo, 3 de marzo de 2019

El túnel




“Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne”. Recuerdo perfectamente que la primera vez que leí esta frase, en mi adolescencia, abrí unos ojos como platos y supe que esa obra iba a interesarme. Y vive Dios que lo hizo: no menos de media docena de veces he vuelto después a sumergirme en sus páginas y siempre salgo de ellas aplaudiendo a este físico argentino que se convirtió en un excelente escritor y que me ha dado durante las últimas tres décadas innumerables horas de felicidad en forma de tinta. 
En estas páginas nos ofrece la crónica de una obsesión, que palpita y crece ante nuestros ojos: la que siente Castel por María, única persona que ha sabido entender uno de sus cuadros (así lo sospecha el pintor); única persona a la que de verdad dice haber amado; única persona a la que, impelido por los celos, la rabia, la impotencia y la soledad, necesita matar. Juan Pablo, que jamás ha tenido demasiado contacto con el otro sexo (“Desgraciadamente, estuve condenado a permanecer ajeno a la vida de cualquier mujer”), se muestra torpe o excesivo en su trato con María (“Sé que las situaciones imprevistas y repentinas me hacen perder todo sentido, a fuerza de atolondramiento y de timidez”), a la que aturde, presiona y asfixia con sus juegos mentales, sus obsesiones y su control (“Lo que a mí me parece claro y evidente casi nunca lo es para el resto de mis semejantes”). Sabe que ella está casada, y que su marido (Allende) es ciego, y que está rodeada por personas importantes como Mimí o Hunter, pero necesita neutralizarla, aislarla, tenerla para sí, exonerarla de su mundo. María tiene que estar con Juan Pablo, porque es su alma gemela, los ojos y el corazón que siempre ha ido buscando. Pero como no puede aspirar a la posesión absoluta, termina decantándose por el odio: si ella no es capaz de dejarlo todo para estar con él lo está defraudando (“¡Qué implacable, qué fría, qué inmunda bestia puede haber agazapada en el corazón de la mujer más frágil!”) y merece la muerte (“Tengo que matarte, María. Me has dejado solo”).
Libro breve pero profundamente intenso, El túnel nos habla de soledades, de egoísmos, de amores mal entendidos, de atrocidades cometidas por una visión equivocada de las relaciones; y, sobre todo, nos habla de un observador inteligente de la naturaleza humana, dueño de una prosa precisa, bella y elegante, que se llamaba Ernesto Sábato.

viernes, 1 de marzo de 2019

Locuras sin fundamento




“¿A quién le importa lo que le pasa a alguien al que no le pasa nada?”, anota con estupor el leonés Andrés Trapiello en una de las primeras páginas de Locuras sin fundamento, que constituyó la segunda entrega de su “Salón de pasos perdidos”. Por fortuna, la perplejidad levemente coqueta que empapa este interrogante no detuvo su mano, que siguió anotando sus observaciones paisajísticas, sus filias y fobias literarias, sus visitas al Rastro, sus aforismos o sus opiniones sobre arte moderno. Todo cabe en estas páginas porque todo cabe en la vida; y su objetivo es dejarnos constancia de tales océanos exteriores e interiores.
Así, descubrimos su gran amor por las letras del portugués Fernando Pessoa; su distancia fría con respecto a la producción literaria de Vicente Aleixandre (“que no es nada, ni buena ni mala, que no está ni mal ni bien escrita”); la curiosa forma médica en que define la prosa del más conocido de los escritores monoveros (“En Azorín cada palabra parece que tiene una úlcera de estómago”); o el llamativo encuentro que mantuvo con María Zambrano, que se erige en uno de los episodios más espectaculares del volumen. Todas estas secuencias, redactadas sin acrimonia pero con exactitud, parecen vertebrarse o justificarse sobre una frase que se encuentra en la mitad del libro y que revela el pensamiento profundo del diarista: “Maestros hasta el momento de ponerse a escribir. Después estorban siempre”.
Pero en este tomo no solamente hay literatura, sino muchas más palpitaciones y muchos más intereses: la reflexión sobre la melancolía o el abatimiento que casi siempre impregna las nanas infantiles (“Es como si desde chicos nos quisieran hacer inmunes a ese veneno de la tristeza, proporcionándonoslo en pequeñas dosis”), algunas notas de misantropía (“¿Cómo hace la gente para ser feliz fuera de casa?”), interesantes observaciones donde se mezclan psicosociología y humor (“Si nos adivinaran los pensamientos, no podríamos salir de casa; si adivináramos los de los demás, querríamos estar fuera de ella todo el día”), destellos poéticos (“Nada llena más una casa que la respiración de un niño dormido”) o anécdotas familiares (casi al final del tomo nos cuenta que su padre jugaba a las cartas en su vejez con tres amigos suyos fallecidos en la guerra, para que su recuerdo no quedase malherido por la amnesia).
Y no quisiera dejar fuera un párrafo en el que Andrés Trapiello reflexiona sobre sí mismo y sobre la composición de estas páginas, porque me parece que condensa maravillosamente el espíritu de este volumen: “El mapa de mi alma como tenga que levantarse a partir de estas anotaciones será un mapa lleno de inexactitudes y vaguedades, como la cartografía colombina. Lo único seguro es que el continente soy yo. Playas, islas, ríos y selvas deben ponerse un poco a ojo, donde caigan. Los planos de los tesoros deben alzarse a mano y por aproximación”.