miércoles, 29 de noviembre de 2023

Cómo vencer al ruido

 


A veces, la poesía no tiene más pretensión que dibujar cuadros de silencio. Es decir: ser un disparo que, alcanzándonos de forma certera, extiende luego por nuestro interior una oleada de quietud. No es logro pequeño, si bien se piensa, en estos tiempos en los que la prisa y el ruido se han convertido en asechanzas que nos buscan, nos cercan y nos rinden desde que abrimos los ojos hasta que nos rendimos al sueño. Paco Umbral dijo una vez que el idioma de la ciudad era el ruido. Posiblemente, el mundo en su totalidad ha aprendido a comunicarse (¿de forma definitiva?) con las ásperas detonaciones en ese idioma maldito, invasor y agresivo. Pero entonces aparece un poeta, y se llama Jesús Aparicio González, y nos envuelve en una burbuja de palabras que nos aísla de ese asalto infame, y alcanzamos la dicha de una tregua.

Lo hace con un libro que se titula, esperanzadamente, Cómo vencer al ruido y lo edita Ars poética, en su colección Carpe diem. En sus líneas está la infancia del autor (ese trompo que aparece en la página 18, ese barquito de papel que navega en la 24, esos globos perdidos que surcan los cielos en la 32, esos lápices de colores que llenan de dibujos la 57), cuando no existía tanto fragor en el entorno. En sus líneas están los aromas orientales del haiku, que podemos degustar en “Al ojo abierto” o en “Sencillo bodegón”. En sus líneas están las reflexiones sobre el sentido de la cultura (“Es todo aquello que te llama, te impulsa, te enseña / a crecer intelectual y espiritualmente”). En sus líneas están las conclusiones tristes sobre el proceder de los seres humanos (“En el tumulto hacen ruido / para no escucharse”). En sus líneas está, en fin, un consejo con el cual defendernos de esa invasión poderosa y desagradable (“En el silencio / la paz tiene su escudo”).

Jesús Aparicio González, autor de larga trayectoria y de sólida dicción, nos invita a meditar sobre nosotros mismos y sobre la forma de mantener nuestro equilibrio emocional en un mundo que se obstina en perturbarnos. Una admirable lección.

lunes, 27 de noviembre de 2023

La cata

 


Parece una simple cena que se celebra en una lujosa mansión de Londres, pero hay algo más latiendo al fondo. El anfitrión, Mike Schofield, se ha propuesto retar a uno de sus invitados (Richard Pratt) con una apuesta para ver si logra identificar un vino exclusivo y minoritario que guarda en su casa. Son ya varias las ocasiones en las que ha intentado vencerle, poniendo en su copa un caldo rarísimo, mas nunca lo ha logrado: Pratt siempre acierta con la procedencia y con la añada. Esta noche, con la presencia del narrador y su esposa, que actúan como testigos de la insólita apuesta, Mike Schofield se siente tan seguro de vencer que acepta las condiciones surrealistas y draconianas que Pratt estipula: si pierde, cederá al dueño del vino la propiedad de sus dos casas; si gana, el otro le concederá la mano de su hermosa hija Louise. Al principio, todos vacilan, entre la sonrisa nerviosa y la indignación, porque consideran que se trata de algún tipo de broma absurda y machista… hasta que queda claro que la apuesta es firme. Schofield, consciente de la rareza de su vino y completamente seguro de salir victorioso, presiona a su mujer y su hija para que acepten. Y lo hacen.

En esta narración, que Roald Dahl construye con los ladrillos de la perplejidad y con el cemento del humor, asistimos a un crescendo tan sutil como imparable: ¿cuál de los dos contendientes se alzará con el triunfo en este combate de gallos engreídos? ¿El anfitrión, que se jacta de su condición de nuevo rico y que pretende epatar a su invitado? ¿O tal vez lo haga este último, cuyo paladar es tan afilado como su arrogancia? Descúbranlo ustedes leyendo la obra.

sábado, 25 de noviembre de 2023

Adam Haberberg

 


Adam Haberberg fue un niño como muchos otros. Un niño que salía triste en las fotografías de grupo del colegio, que creció en una familia media, que disfrutó de amistades, que soñó con un futuro espléndido. Ahora, a sus 47 años, todo parece haber comenzado a pudrirse a su alrededor: su esposa Irène ya no lo ama (es posible que incluso tenga un amante), su ilusión de convertirse en un escritor de éxito hace tiempo que se fue por el desagüe (publica novelas de aeropuerto, con seudónimo), la relación con sus hijos es fría (la amargura cotidiana y sus cambios de humor lo apartan de ellos) y, para colmo de males, el oftalmólogo le acaba de comunicar que tiene graves problemas en los ojos y podría perder el uso de uno (al menos uno) de ellos. Así que cuando comienza la novela no nos resulta extraño que Adam haya decidido sentarse en un banco del Jardin des Plantes, silencioso y triste, para observar a los avestruces mientras piensa en su vida, malbaratada y declinante.

Observemos ahora cómo se acerca un segundo personaje hasta nosotros: se trata de Marie-Thérèse Lyoc, una antigua compañera de clase que goza de un buen sueldo vendiendo productos de merchandising y que, milagrosamente (Adam ha perdido mucho pelo y tiene una ostensible barriga), lo reconoce. Apenas unos minutos después, ella lo invita a cenar en su casa: le parece una oportunidad para ponerse al día contándose cómo les ha ido. Adam, feble pero cortés, acepta.

El juego narrativo que nos propone la parisina Yasmina Reza en esta novela (que traduce Gonzalo Garcés para Anagrama) no se desliza entonces hacia lo erótico, como parecería previsible, sino hacia otros horizontes más densos y más agrios: la revisión de dos existencias que no han alcanzado sus objetivos. Marie-Thérèse se ha maquillado el fracaso con ortopedias auxiliares (los electrodomésticos, la risa, una vieja carta); pero Adam no dispone de asidero alguno al que aferrarse y siente pánico (“Estoy cansado de desmoronarme. Tengo miedo”). Sabe muy bien que no ha conseguido el éxito, en ninguna de sus vertientes (ni con los libros, ni en el amor, ni en la paternidad); y ahora se siente al borde del acantilado, con ganas de llorar, incomprendido, solo. Su salud pende de un hilo, su matrimonio pende de otro. Ojalá encontrara el modo de escribir una buena historia, que le sirviera para demostrar (y demostrarse) que sí tiene talento.

Quien sí lo tiene, y a raudales, es Yasmina Reza. Este volumen es una nueva demostración, que les invito a leer a la mayor brevedad.

jueves, 23 de noviembre de 2023

El cuento de la isla desconocida

 


Un súbdito insolente (la “insolencia” consiste en pedir a los poderosos algo que ellos no hayan contemplado con anterioridad como limosna) se acerca hasta la puerta donde vive el rey y, sin mediar súplicas o genuflexiones, le solicita un barco. Interrogado por sus motivos, alega necesitarlo “para buscar la isla desconocida”. El soberano, conteniendo la risa, le dice que no tiene noticia de que aún existan ese tipo de islas, pero el peticionario se enroca en la terquedad (“Es imposible que no exista una isla desconocida”), consiguiendo que el monarca deponga su soberbia y le conceda su deseo. La mujer de la limpieza de palacio decide irse con el aventurero, para compartir su destino. De tal forma que, mientras él recluta a los futuros componentes de la tripulación, ella adecenta el barco y se preocupa por la alimentación de todos. Por desgracia, nadie se suma al proyecto, aduciendo razones prácticas (“Me dijeron que ya no hay islas desconocidas, y que, incluso habiéndolas, no iban a dejar el sosiego de sus lares y la buena vida de los barcos de línea para meterse en aventuras oceánicas, a la búsqueda de un imposible”). La mujer, abatida, sugiere la posibilidad de quedarse en tierra, pero el soñador lo tiene claro: una vez que ha concebido la idea, no está dispuesto a renunciar a su isla (“Quiero saber quién soy yo cuando esté en ella”).

No desvelaré los pormenores y meandros que la narración (que, como es bastante evidente, puede ser leída en clave política) dibuja a partir de ahí, pero sí consignaré que enriquecen el carácter simbólico de la misma, tan hermoso como poliédrico.

Pese a que José Saramago no pertenece al grupo de mis autores favoritos, he querido insistir con él y he tenido la buena fortuna de toparme con este título, que me ha gustado mucho. Quizá deba concederle más oportunidades lectoras al premio Nobel portugués.

martes, 21 de noviembre de 2023

El desorden del que te quejas

 


Una madre, desesperada por la agorafobia de su hija adolescente, abomina de las canciones “llenas de simplezas con rima” de Tony Gas; Diego el Punteras escucha con fastidio un “infumable” pareado que ultrajó sus orejas durante la juventud y que pertenecía al tema Desordéname, de Tony Gas; Ángela recuerda con repelús “esa canción insoportable del rockero trasnochado -¿Tony Gas?- que sonaba en casa de su madre a todas las horas”; el fallecido Eugenio rememora con envidia impotente las piruetas acrobáticas de su “admirado Tony Gas”; Eva, taladrada por el silencio de sus vecinos, querría escucharles al menos “tararear una canción, aunque fuera una de ese rockero ridículo que tanto les gusta a los viejos”; una mujer reúne fuerzas para llamar por teléfono a su hija, y se auxilia con un vinilo de Tony Gas, que la “retrotrae a su infancia”; el mastodóntico señor Anetham tiene sobre su mesa unos “cedés de Tony Gas”; Paula, la amante de Ana, “comenzó a canturrear una canción del Pleistoceno” (que, por supuesto, compuso e interpretaba Tony Gas); dos hermanas que acaban de convertirse en huérfanas escuchan en el hospital a un vecino de pasillo que está interesado en “comprar entradas para un concierto de Tony Gas”; un jubilado apático o amargado se pasa el día “viendo series, comiendo pistachos, dando cabezadas, rellenando boletos de la quiniela o escuchando a Tony Gas”; y un padre primerizo (no deseo agotar todas las historias del volumen) se preocupa por si a su bebé comienzan a gustarle “las cancioncitas del Tony ese” que le pone su suegra.

Después de todo ese despliegue de sonidos aislados, que impregnan para bien o para mal las vidas infinitesimales de los habitantes de este libro, Chelo Sierra concede al propio Tony Gas el protagonismo del último relato, para que observemos en él los perfiles del hastío, su devastación externa e íntima, la pobre trastienda resentida y hueca del ídolo. Por eso, yo diría que no solamente tenemos en las manos un gran libro de cuentos, sino también una exquisita partitura, un pentagrama en el que cada personaje se transforma en fusa, en corchea, en blanca; y lo hace con tonalidades de humor, de crueldad, de tristeza y de melancolía, para sugerir en la mente de los lectores una música tenue pero firme. Todo un acierto compositivo. Uno más, en la larga lista de los que atesora la espléndida escritora madrileña.

Léanla sin tardanza.

domingo, 19 de noviembre de 2023

El capitán Alatriste

 


En el mundo de la literatura, como en el mundo de todas las artes, los pareceres y gustos son infinitos: el colombiano Fernando Botero puede entusiasmar o repugnar con sus gordos universales; las líneas arquitectónicas de Frank Lloyd Wright pueden antojarse magistrales o gárrulas; los lienzos de Picasso pueden ser tildados de geniales o de ridículos; las novelas de Stephen King serán gran o sub literatura, según el juicio honesto y subjetivo de lectores antípodas; Rafael Alberti será poeta o mero fantoche; Paul McCartney será el Mozart del siglo XX o un simple compositor de baladas pegadizas. Pero, admitidos esos casos (y otros mil que podríamos acopiar), resulta al menos innegable que Botero, Wright, Picasso, King, Alberti y McCartney han fraguado una porción del arte de nuestro tiempo. Sus obras están ahí. Permanecen. Son revisitadas o descubiertas todos los días.

En España, y centrándonos en el mundo de la literatura, invoco hoy el nombre de Arturo Pérez-Reverte, otro personaje que genera pasiones y, por tanto, amores y odios viscerales. Se le acusa de prepotencia, de chulería, de comercialidad, de destemplanza, de éxito, de machismo. Pero, por encima o por debajo de esas etiquetas, no resulta discutible que nos ha dado libros memorables, que sería inútil tratar de negar. La persona puede no amoldarse a tus ideas, pero la obra es insoslayable. Lope era un cabrón con pintas, pero nos dejó el mejor teatro de nuestra historia; Neruda fue un machista y se comportó monstruosamente con su hija, pero escribió el Canto general; las convicciones políticas de Ezra Pound pueden resultarte inadmisibles, pero prueba a desdeñar sus Cantos pisanos. En esa línea, el cartagenero Arturo Pérez-Reverte te podrá parecer X o Y, pero ha creado (de ese libro me ocupo hoy) al capitán Diego Alatriste y Tenorio, y no se me ocurren demasiados personajes más perfilados, más hondos, más interesantes, más densos, más representativos y seductores en la literatura española de las últimas décadas. Solamente por eso, yo ya me pondría en pie. Y si le unimos sus retratos de Francisco de Quevedo, de los callejones oscuros del Madrid barroco, de sus malhechores, de sus teatros, de sus costumbres eróticas, del conde-duque de Olivares o del tenebroso inquisidor fray Emilio Bocanegra, aprovecho que estoy en pie para ponerme a aplaudir, porque ese militar “áspero, inmutable y desesperado” ha conseguido penetrar en el grupo de mis personajes favoritos.

A autores como Pérez-Reverte yo me niego a ponerles etiquetas, porque no soy quién para decidirlas: me limito a tributarles mucha gratitud, pues me han regalado horas de amenidad, sonrisas, reflexión y adrenalina. Y que eso lo haga un autor nacido en “ese lugar impreciso, mezcla de pueblos, lenguas, historias, sangres y sueños traicionados: ese escenario maravilloso y trágico que llamamos España” le añade, en mi opinión, el calor de la proximidad.

Voy a revisitar todos los volúmenes de la serie (creo que alguno no lo leí en su día), por orden cronológico. Ya les contaré.

viernes, 17 de noviembre de 2023

Sóniechka

 


Si partimos de la base de que los demás constituyen un enigma para nosotros, me imagino que no habrá problema en aceptar que aventurarnos a emitir un juicio sobre ellos comporta un riesgo muy elevado de inexactitud, porque nos inviste con un poder del que, en buena ley, carecemos. ¿Quiénes somos para dictaminar que X actúa de un modo patético, o que Y se aboca al ridículo con sus ideas, o que Z se desliza por el talud del bochorno cuando actúa como lo hace?

Liudmila Ulítskaya nos plantea en su novela Sóniechka ese campo de reflexión a través de la poco agraciada Sonia, una muchacha que encuentra en los libros su refugio, su paraíso y su ámbito de felicidad. Frente a un entorno pobre (aquel gris y dictatorial mundo soviético que tantas vidas aplastó), las lecturas de Pushkin o Tolstói llenan de luz su espíritu. Y, cuando menos lo podía esperar, aparece en su vida de bibliotecaria silenciosa un hombre, el pintor Robert Víktorovich, que sabe descubrir en sus rasgos anodinos el esplendor de la belleza íntima y se casa con ella. Hasta ese punto, asistimos complacidos a una historia de amor más bien tradicional en sus formas. Pero otros dos personajes se incorporan durante los años siguientes a nuestros protagonistas primigenios: una hija mucho menos intelectual que su madre, y que desdeña los estudios y la lectura (Tania); y una amiga que esconde tras su blanquísima fragilidad un espíritu volcánico y lleno de aristas tentadoras (Yasia). Como telón de fondo, unos dirigentes políticos que deciden traslados y miserias, que decretan postergaciones y guettos. Y con esas piezas Liudmila Ulítskaya compone su narración, que se va desarrollando hacia un final inesperado, en el que Sóniechka tendrá que encastillarse en su papel de esposa tolerante, comprensiva y feliz, frente a las habladurías maliciosas de su entorno, que la maltratan con sus dicterios.

Me adentré en este libro por curiosidad; y repetiré con la autora.

miércoles, 15 de noviembre de 2023

Mañana será otro día

 


Cuando reflexionaba sobre la médula de este libro, sobre el asunto principal que trata (el leitmotiv, que dicen los wagnerianos), fui anotando en una ficha todos aquellos “temas” que nutren y construyen esta espléndida colección de relatos: el dinero, la hipocresía, la traición, las torpezas de la condición humana, los miedos, los esplendores, las rupturas sentimentales, los chantajes, el amor, la vileza… Al final, con una lista tan extensa como variopinta, tuve que resignarme a concluir (o quizá llegué a la lucidez de concluir) que esta obra trata de la vida. De todas las vidas. De la Vida. Y que lo hace con una hondura, y con una delicadeza, y con un desgarro, y con un tino solamente esperables de un observador inteligente. Da la impresión de que Pedro Ugarte contempla la realidad desde un ventanal muy elevado y cristalino, como el panóptico de una prisión; y que su entorno se convierte entonces en un cubreobjetos sobre el que bullen y en el que aman, odian y se agitan sus criaturas, que pronto serán las nuestras. No hablo de frialdad (que nadie se confunda o me malinterprete), no hablo de asepsia, no hablo de crueldad de pantócrator, sino de algo mucho más interesante y desde luego más literario: una mirada bistúrica, unos ojos que chequean, un cerebro que diagnostica, un corazón que escribe.

Y qué prosa, por Dios. No cabe más elegancia. No cabe más musicalidad apolínea. No cabe más absorbente ritmo. A veces, nos hablará de un escritor fracasado (con título de economista), que sobrevive gracias a la largueza inverosímil de su rico amigo Zabala (“El invitado”); a veces, se centrará en un infatigable prestidigitador de la palabra, que maneja su verbo para salir de las situaciones más cenagosas que se puedan imaginar (“Mentiras aprendidas”); a veces, trazará para nosotros con pulso firme el desolador dibujo que aparece cuando se traicionan los ideales (“Soldados del Ejército Rojo”); a veces, nos acercará al complejo problema del terrorismo etarra, desde la figura de un profesor que convierte su delicada condición de víctima en un salvoconducto chantajista para medrar y fortalecerse en la intransigencia y la infamia (“La amenaza”); y a veces, en fin, no dudará en recurrir al humor para presentarnos a un personaje que se maquilla con cemento para tener la cara más dura (“Mañana será otro día”).

Hay que acudir a los libros de Pedro Ugarte, porque siempre emana de ellos una luz literaria de primer orden, que nos reconcilia con la mejor prosa del momento. Yo no me canso de frecuentarlos. Y siempre salgo gozoso de la aventura.

lunes, 13 de noviembre de 2023

El amanecer de un marido

 


No recuerdo cuándo llegó a mis ojos por primera vez el nombre de Héctor Abad Faciolince, ni quién lo invocaba. Lo que sí recuerdo es que, desde entonces, han sido seis o siete las ocasiones en que ha vuelto a aparecer ante mí, siempre con la etiqueta de narrador espléndido, de cuentista y novelista admirable. Así que cuando hace unos días caminaba por los pasillos de la biblioteca Salvador García Aguilar, de Molina de Segura, buscando obras que llevarme a casa y apareció este libro ante mi cara, me dije: “Ya. Hoy”. La decisión fue atinada: el libro es muy bueno. Estoy hablando de El amanecer de un marido (Seix Barral), entre cuyas páginas he podido encontrar un catálogo muy variado de historias, todas ellas (salvo “Novena”, a la que no conseguí tomarle gusto) memorables: el hijo que come todos los jueves con su madre en el asilo donde está ingresada y que, por un despiste, no acude una vez (“Álbum”); el matrimonio que viaja hasta una exótica playa y se enturbiará con una infidelidad flagrante (“La fiebre en Tolú”); la mujer que decide abandonar a su marido para que él rehaga su vida cordial cuando aún hay tiempo (“En medio del camino de la vida”); la más hermosa carta de suicidio que pueda soñar la imaginación humana (“Memorial de agravios”); la desolación lánguida con la que un marido descubre en el correo electrónico el adulterio de su esposa con un amigo común (“Alguien oculta algo”); las citas literarias que el autor secuestra a Manuel y Antonio Machado, José Asunción Silva y otros autores para introducir sigilosamente en un relato (“Mantis religiosa”); la forma en que el atractivo físico puede desembocar en una tragedia doble (“Juventud, divino tesoro”); las sorpresas que puede encontrarse un pobre periodista cuando compra el suntuoso piso de un narcotraficante que fue asesinado a balazos en su salón (“La guaca”); los tonos melancólicos que impregnan el regreso a Turín de un maduro profesor cuya esposa lo está traicionando; o (y no se pierdan este relato por nada del mundo) las sobrecogedoras páginas que redacta un escritor antes de que (o para que no) vengan a matarlo los descontentos con sus publicaciones en prensa, sean paramilitares, millonarios, gobierno o narcos.

Sí, Héctor Abad Faciolince es un fantástico narrador. Ahora lo puedo decir con la autoridad breve que me da haber leído un libro suyo. No será el último.

domingo, 12 de noviembre de 2023

El cementerio marino

 


Aunque mi conocimiento de la lengua francesa es muy mediocre (o precisamente por ello), he elegido para leer El cementerio marino, de Paul Valéry, una edición bilingüe. Y he optado, cómo no, por la traducción de Jorge Guillén, poeta al que leí con fruición durante mi carrera de Filología Hispánica (y al que, vaya por Dios, no tengo en este Librario íntimo: habrá que remediarlo, más pronto que tarde).

Vayamos rápidamente al asunto: ¿he entendido la obra de Valéry? Yo creo que no. Pero, dándome un paseo por diferentes lecturas del poema, me parece que es una confesión que podríamos hacer muchos, sin desdoro ni vergüenza. No cabe duda de que un texto tan ambiguo, tan lírico, tan sinuoso, admite plurales y aun contrapuestas interpretaciones. De ahí que afirmar que yo lo he “entendido” se me antoja aventurado. Sí diré que lo he leído en voz alta, a solas, y que luego he ido deslizando mis ojos de cada verso francés a cada verso español. Creo haber sido muy respetuoso y muy humilde.

Veamos el primer verso del poema. Paul Valéry escribe: “Ce toit tranquille, où marchent des colombes”. O sea, “Ese techo tranquilo, por donde caminan palomas”. ¿Cómo lo vierte Jorge Guillén? “Ese techo, tranquilo de palomas”. Qué maravilla. Ese techo, tranquilo de palomas. Salvo que yo sea muy obtuso, el de Valladolid ha mejorado (y lo digo con todo el respeto) al de Sète. Desde ese instante, un lector ecuánime tendrá clarísimo que no se enfrenta al texto de un poeta, sino al de dos, el segundo de los cuales a veces alterará el orden de los hemistiquios, porque lo juzga necesario para el ritmo de la traducción (“La vie est vaste, étant ivre d’absence”, del fragmento XII, se convierte en “Ebria de esencia al fin, la vida es vasta”) o duplicará una exclamación de Valéry, por mor de la eufonía (“Ah! Le soleil… Quelle ombre de tortue”, del fragmento XXI, queda como “¡Oh sol, oh sol! ¡Qué sombra de tortuga!”).

No, no creo haber penetrado en el mensaje absoluto de Valéry, pero eso me obliga (gratamente me obliga) a un compromiso: volver a la obra dentro de unos años e intentarlo de nuevo. A veces, la poesía se recibe; a veces, se conquista. Yo no voy a darme por vencido con tanta rapidez.

jueves, 9 de noviembre de 2023

El camino

 


No sé cuántas veces he leído El camino, de Miguel Delibes. Quizá tres. Quizá cuatro. No lo sabría precisar con exactitud. Y lo que me ocurre con este libro es tan sorprendente como especial: cada lectura me devuelve las emociones de la primera. No paseo por páginas ya conocidas. No revisito historias ya memorizadas. No redescubro a personajes cuyos perfiles ya conozco bien desde hace años o décadas. He ahí la magia de Delibes, que me dio con esta obra, sin saberlo, uno de los libros de mi vida. Cada vez que la Guindilla menor se fuga del valle con don Dimas me pregunto qué pasará con ellos. Cada vez que el Moñigo, el Tiñoso y el Mochuelo saltan la tapia del huerto del Indiano me pregunto si lograrán robar las manzanas sin ser sorprendidos o, por el contrario, la Mica los descubrirá. Cada vez que la Uca -uca se acerca tímida, suplicante a Daniel, no sé si este la acogerá con indulgencia o le dispensará uno de sus exabruptos más salvajes. Cada vez que el tren atraviesa el túnel me imagino con la misma risa a los tres desaprensivos con el culo al aire, defecando a su paso. Cada vez que se ponen a escribir la declaración de amor de Sara a don Moisés me pregunto si les saldrá bien la estratagema o incurrirán en el ridículo. Cada vez que presencio la escena en que el Mochuelo se sube a la cucaña no sé si alcanzará el sobre con el dinero o se desollará los muslos infructuosamente. Y cada vez que Daniel deja el tordo en el ataúd del Tiñoso lloro como en la primera lectura.

A Miguel Delibes, en mi opinión, no lo puede discutir nadie en la historia de la literatura española. Supo acotar un espacio narrativo y describirlo de forma tan bella como inigualable. Y ese prodigio se cumple de manera especialmente pura en El camino, retrato de un mundo que languidecía y que alcanza con la vigilia del Mochuelo (el niño que es feliz en su mundo campesino y que no entiende la necesidad de alejarse de allí para cursar estudios que lo hagan “progresar”) su punto de inflexión. Si Carmen Sotillo se enfrentaba durante toda una noche a la revisión de su mundo (Cinco horas con Mario), Daniel lo hace también, de un modo simétrico, para que conozcamos los perfiles de su tristeza y el caudal de vida que deja a su espalda. Dos noches memorables en la literatura española, que a mí me encandilan.

En estas páginas encontramos la ternura, la crueldad, el humor, el retrato íntimo de un mundo que desaparece, las trastadas infantiles, las pequeñas y grandes desolaciones, los paisajes rurales, los pájaros que cantan hasta que un tirachinas los abate, las pozas donde bañarse, los silencios profundos, el valor de la amistad, la religión, el egoísmo, las mujeres que se marchitan, los hombres que no lloran, las estrellas brillando en la noche.

Cuando vuelva a leer esta novela, por enésima vez, creo que seguiré suscribiendo las mismas palabras que he escrito antes. Una de las novelas de mi vida, insisto. A Miguel Delibes, sin haberlo conocido en persona, lo siento como mi amigo: ese también es un don mágico de algunos (muy pocos) escritores.

martes, 7 de noviembre de 2023

El cartero del rey

 


No recuerdo a qué edad leí esta obra de Rabindranaz Tagore. Sí, recuerdo, en cambio, que me emocionó. La edición (aún me parece estar viéndola) era de Losada; y la traducción, de Juan Ramón Jiménez y Zenobia Camprubí. Ahora, a cuarenta años de distancia, vuelvo a sus páginas, traducidas por Mauro Armiño y editadas por Edaf. Y sigue la emoción.

Madhav nos explica que jamás quiso tener un hijo, porque soñaba con dedicar su esfuerzo a amontonar dinero; pero ahora, de la forma más simple del mundo (su esposa lo ha suplicado), ha decidido adoptar uno. Desgraciadamente, el niño, que se llama Amal, está enfermo. El médico (un torpe pedante con menos luces que una bodega) se empeña en que el chiquillo permanezca recluido en el hogar, con las ventanas bien cerradas y alejado del infecto aire puro y la luz del sol. Y Amal languidece, porque su sueño es viajar, moverse, charlar con cuantas personas se crucen en su camino, disfrutar de la naturaleza y, si es posible (cima de la delicia, como hubiera dicho el vallisoletano don Jorge), recibir una carta del rey.

Con una ternura conmovedora, Rabindranaz Tagore nos va acercando a la inocencia natural del niño, a su desvalimiento, a su candor insobornable, a su pura alegría contagiosa (que inunda a todos los personajes de su entorno), y nos pone el corazón en un puño cuando, en los instantes finales, anunciada por parte de un heraldo la visita del rey, el niño cierra sus ojos de fatiga y descubrimos que seguramente no los volverá a abrir. Cuánto es capaz de emocionar este escritor hindú, del que leí en mi adolescencia seis o siete obras. Voy a intentar retomar su figura, porque este primer reencuentro ha sido, créanme, plenamente feliz.

domingo, 5 de noviembre de 2023

Anne-Marie la Bella

 


Se llama Anne-Marie Mille y es hija de una lavandera del Hôtel du Quai, pero desde joven ha soñado con hacerse famosa en el mundo teatral con el nombre de “Anne-Marie la Bella”. Su ilusión era convertirse en una actriz reconocida y aplaudida, aunque la entrevista que está concediendo en su vejez (y que Yasmina Reza nos sirve en forma novelesca, para que la leamos en la traducción de Rubén Martín Giráldez) nos permite deducir que nunca ha obtenido un éxito demasiado clamoroso. Ha tenido un esposo gris (“Yo me aburría con mi marido, pero ya se sabe, el aburrimiento forma parte del amor”), ha tenido un hijo (que ya cumplió cuarenta y dos años, comienza a quedarse calvo y la trata con más reproches que ternura); ha tenido que implantarse una prótesis de titanio en la rodilla; y, ahora, cuando se hacen evidentes “la piel colgona de los brazos, la sordera, la espalda, el desbarajuste intestinal, los remiendos de la piel, los músculos, los tintes, todos los desórdenes en masa que te dejan suavemente en manos de la muerte” (p.55), glosa su vida ante los oídos atentos de la mujer que ha venido a formularle unas preguntas.

En ese monólogo adquiere dimensiones especialmente relevantes la figura de Giselle Fayolle, quien sí alcanzó mayor fama y que acaba de morir. Anne-Marie la conoció en sus inicios, cuando su belleza y su languidez corporal impresionaban al público. ¿Fueron amigas? ¿Fueron rivales? Ambas cosas, por lo que podemos deducir de estas páginas, tan breves como cargadas de intensidad. Las notas de admiración por parte de Anne-Marie está siempre impregnadas por ese perfume acre que deja la frustración, el inevitable cotejo de las trayectorias disímiles. De ahí que, frente a las loas sobre el glamour de Giselle, Anne-Marie no olvide añadir que su funeral lo ha oficiado un cura congoleño, que la hija ha acudido al mismo con una horrible falda-pantalón de pana y que pudo ver en el camposanto las tumbas de otros actores, tan pobres como discretas. “Yo he tenido una vida feliz”, pregona en la página 10. “He tenido una vida feliz”, reitera con una terquedad quizá sospechosa en la página 30. Pero su vivienda carece de lujos, su marido murió, el hijo no cesa de lanzarle recriminaciones, la estafan en las reparaciones del hogar y, por si todo eso se antojara baladí, sufre con la idea de que sus distracciones y manías escondan un futuro aciago (“Teniendo en cuenta que mi madre estaba medio loca, me pregunto si yo no voy por el mismo camino”).

Inevitable pensar en esas viejas películas de viejas actrices amargadas (a las que casi siempre ponemos el rostro de Bette Davis).

Inevitable, también, aplaudir la fuerza narrativa de Yasmina Reza.

Una historia tan intensa como sugerente.

viernes, 3 de noviembre de 2023

Solo humo

 


Una venganza extensa, laboriosa y acre. Una reflexión sobre los límites (si es que existen y pueden ser discernidos o fijados) entre la realidad y la ficción. Una mirada inquisitiva sobre los misteriosos laberintos del alma humana (donde prosperan el amor, el desconcierto, las ilusiones y la zozobra). Todo eso, y posiblemente mucho más, palpita dentro de la novela Solo humo, que el sello Alfaguara le publicó a Juan José Millás en marzo de este año.

El punto de arranque es muy sencillo: el mismo día en que cumple los dieciocho, Carlos recibe la noticia de que su padre (quien abandonó a la familia nada más tenerlo) acaba de morir en un accidente de moto, dejándole como herencia su piso y una mediana cantidad de dinero. Al instalarse en ese nuevo hogar, el chico descubre a Amelia, la vecina de la que su progenitor estaba secretamente enamorado y con la que soñó tener una hija (Macarena) que murió al cumplir los diez años. Por un impulso tan irrefrenable como edípico, el muchacho se acerca cada vez más a Amelia.

El punto de cierre es también muy sencillo: Carlos y Amelia están juntos, tienen una hija de diez años llamada Macarena y ven morir en su salón, sin poder prestarle ningún tipo de ayuda, a Ignacio, el agradable vecino con el que mantienen una cordialísima relación.

En medio de ambas secuencias, el mago Juan José Millás nos deja observaciones memorables (“Para que nazca cualquier persona han de producirse coincidencias asombrosas y el mundo, sin embargo, está lleno de personas. La realidad es el resultado de la casualidad”); un libro de los hermanos Grimm, muy manoseado y polivalente, que permite a Carlos contactar con el espíritu de su padre; un azulejo del cuarto de baño que cubre el hueco donde vive un ser sobrenatural; y, sobre todo, una mirada fantástica y deslumbrante sobre nuestro vivir cotidiano, que le descubre el envés, las costuras, lo otro.

“Engañosamente ligera”, dice la contraportada. En efecto. También podríamos etiquetarla de “prodigiosamente engañosa”, de gorgojo o de bisturí. Por Dios santo y bendito: es una novela de Juan José Millás. ¿Cómo podíamos esperar algo menor?

Léanla.

miércoles, 1 de noviembre de 2023

El vestido rojo

 


Que el argumento de una novela dé un giro espectacular y sorprenda en un tramo importante al lector no es suceso infrecuente; pero que, cuando ese lector ya se ha confiado, vuelva a dar otro giro y lo descoloque nuevamente ya no es tan habitual. Ocurre, sí, en novelas policiales y de misterio, pues el mecanismo de sus argumentos lo facilita y aun requiere; mas no en otro tipo de narraciones. Robert Alexis ejecuta esa doble pirueta con prodigiosa habilidad en El vestido rojo, una obra que traduce Teresa Clavel y edita Salamandra. Me ha encantado.

Situémonos para comenzar: aparece en escena un teniente que está esperando, junto a sus compañeros, el inicio de un conflicto bélico. No se nos dice cuál, ni se nos facilitan detalles sobre la época en que los hechos ocurren. Es la primera (y fértil) ambigüedad del relato. Pronto conocemos también al soldado Alvinczy, quien confiesa gustoso a sus camaradas que conoce a una bellísima mujer que le ha permitido acceder a una experiencia sexual tan turbadora como única. Atraído por la posibilidad de lograr sus favores, el teniente pide que se la presente, cosa que él hace gustoso. Desde ese instante, el teniente y la irresistible Rosetta se transmutan en amantes. Hasta aquí, digamos, nada excepcional: una historia de corte galante, con pinceladas sexuales y ciertos aromas claramente inspirados en el Relato soñado de Arthur Schnitzler. Pero entonces sobreviene la maravilla, porque Robert Alexis nos muestra al teniente paseando por una calle solitaria de la ciudad y, de pronto, un vestido encarnado llama su atención desde el otro lado del escaparate (la novela se titula, originalmente, El vestido). Sus ojos observan la prenda y el vendedor, cuando se la muestra, coincide en la idea de que se trataría de un excelente regalo. Y ahí comienza la parte más maravillosa, tierna, valiente e inesperada de la narración, sobre la cual (lo siento muchísimo) no voy a dar ni el menor de los detalles.

Si deciden ustedes bucear en estas páginas se encontrarán con diálogos de gran belleza, con un duelo a espada, con varios desmayos, con venganzas, con burlas y, sobre todo, con una prosa delicada y atinadísima, que nos invita a avanzar por una historia que, se lo aseguro, no olvidarán nunca.

Hagan la prueba.