Cuando
leí hace tres meses el poemario Sea un
arma, del mexicano Ismael Velázquez Juárez, recuerdo que me sorprendió la
pestaña biográfica que aquel volumen (publicado por Ediciones Liliputienses)
incluía, porque marcaba el año 1960 como fecha de nacimiento del poeta. Jamás
hubiera atinado a pensar que aquellos versos rompedores, libres, juguetones,
pirotécnicos, danzarines, ebrios y zigzagueantes podían haber sido redactados
por una persona que se acercaba a la edad en que muchos languidecen entre
bostezos hacia la jubilación… Pero es que ahora, tras leer Poemas idiotas (la editorial extremeña vuelve a apostar por él), me
quedo con la boca aún más abierta y con la perplejidad zumbándome en el
cerebro.
El hombre
de sesenta años cava un túnel y quiere introducirse en él, esperando que no se
desvirtúe en una salida. El hombre de sesenta años descubre que los pájaros que
nos alegran con sus trinos son sordos y ciegos, aunque en realidad no son
conscientes de esas lacras. El hombre de sesenta años escucha frases por la
calle y las funde para lograr un final de poema tan inquietante como lúcido
(“Envejecer es recordar / lo que no quieres / y olvidar lo que te importa”). El
hombre de sesenta años descubre que cuando nos bañamos en la orilla del mar
aceptamos la humillación de convertirnos en animales ridículos, que chapotean
sin dignidad. El hombre de sesenta años descubre la diferencia esencial entre
las personas que sueñan con tener un hijo y las personas que sueñan con
escribir un buen poema. El hombre de sesenta años le escribe una delgada
oración al dios silencioso que parece no preocuparse por los dolores de las
criaturas humanas. El hombre de sesenta años, en fin, alinea treinta y cuatro
palabras en la página 29 del volumen y nos regala uno de los poemas de amor y
soledad más simples y más hermosos que he leído en mucho tiempo.
Que
Ediciones Liliputienses no reciba aplausos constantes en los suplementos
literarios de rango nacional es misterio para el que, francamente, no encuentro
mucha explicación.
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