En el tomo IV de esta monumental correspondencia tenemos
como traductor y anotador a Marco Parmeggiani, y en sus páginas descubrimos,
como detalle anecdótico, casi íntimo, los pedidos que Friedrich Nietzsche
realiza a su madre y hermana: aparte de libros y de algunas prendas de abrigo,
les ruega que le envíen dos cepillos de dientes (carta 10), embutido (carta
125), un peine (carta 137), etc. Son demandas casi tiernas, si lo pensamos un
poco, que nos hablan de la pobreza y de la soledad del filósofo. También dedica
una gran parte de sus cartas a hablar de los problemas de salud que lo aquejan:
sus ojos irritados (Nietzsche llega a comprarse una rudimentaria máquina de
escribir, que jamás le funcionará bien, para no forzarlos durante la
escritura), sus caries, sus dolores de cabeza y estómago, sus molestias en la
vejiga... De ahí que constantemente esté buscando un lugar con clima seco,
temperaturas altas y cielos despejados, que lo liberen del horror de sus
jaquecas. Comenta la posibilidad de irse a México, a París, e incluso a España
(en la carta 466 se refiere concretamente a Murcia). Como terapia física y como
sistema de tonificación, reconoce que suele caminar varias horas cada jornada
(en la carta 46, sin duda exagerando, habla de ocho horas diarias). Igualmente
llama la atención el modo en que se van deteriorando las relaciones con su
madre y con su hermana, desde la aparición en su vida de Lou von Salomé, una
mujer que lo encandiló desde el primer momento, aunque él insiste siempre en
que jamás se le cruzó por la cabeza ningún pensamiento erótico (“mi verdadera
hermana”, la define en la carta 303). Incluso llegó a hacer planes para vivir
juntos (junto a Paul Rée) y emprender estudios filosóficos unidos. De hecho,
para que quede clara cuál es su auténtica relación llega a escribirle a su
amigo Heinrich Köselitz: “Usted nos hará sin duda el honor de no confundir
nuestra relación con un enamoramiento” (carta 263). Elisabeth, la hermana de
Friedrich, rompió con él en septiembre de 1882 por culpa de su relación con Lou
y por culpa de sus obras (que consideraba dañinas, de un profundo ateísmo y
pesimismo). Nietzsche romperá también con su madre por el mismo motivo. Y
aunque tras la separación de Lou retomó el contacto con ambas, ya nunca volvió
a la fluidez de antaño. Mucho se podría anotar (y no lo haré en esta reseña
para no alargarla demasiado) sobre la amargura que quedó en su alma tras el
apartamiento de Lou von Salomé, quien lo decepcionó profundamente. “En toda mi
vida nadie se ha portado tan mal conmigo como Lou”, anota con tristeza en la
carta 339. “Ya no quiero tener nada que ver con ella”, concluye en la carta
353. Pero las secuelas de aquel revés emocional se perciben durante los años
siguientes en sus cartas y sus escritos filosóficos... Por cierto, dos detalles
anecdóticos más: el primero, que Nietzsche asistió en abril de 1884 a una corrida de toros
española en Niza (la menciona en su carta 504, pero no comenta nada al
respecto); el segundo, el desdén que el filósofo siente por las ideas
antisemitas de su editor Schmeitzner y del novio de su hermana Elisabeth... A
mí, el elemento que más me ha llamado la atención ha sido la deriva megalómana
que se advierte en Nietzsche desde la publicación de su libro Así habló Zaratustra. Comienza a repetir
a varios amigos que, en el futuro, se pronunciarán los juramentos en su nombre
durante “milenios enteros” (sic); y que no tiene discípulos adecuados porque él
exige “obediencia incondicional” (sic); y que entre sus proyectos más
inmediatos “hay también un atentado contra toda la prensa moderna” (carta 516)
y que desea “obligar a la humanidad a enfrentarse a elecciones de tal calibre
que sean decisivas para todo su futuro” (carta 516). En el colmo de la
petulancia, llega a escribirle a Paul Lanzky que Así habló Zaratustra es el volumen “más sublime y más rico de
perspectivas que se haya escrito nunca” (carta 506). Ahí queda eso. Como mejor
cita del tomo me quedaría con ésta: “El que sufre es una presa fácil para
cualquiera; frente al que sufre todo el mundo es sabio” (carta 488).
jueves, 26 de febrero de 2015
martes, 24 de febrero de 2015
Veinticuatro horas en la vida de una mujer
Los seres humanos, pese a los esfuerzos que hizo el
filósofo prusiano Immanuel Kant para mostrar lo contrario, no somos máquinas: en
ocasiones, ascendemos a instantes de gloria; otras veces, nos sumimos en
abismos de ignominia; hay días en que nos dejamos vencer por flaquezas y otros
en que nos aferramos a la rectitud con ademanes de héroe o de santo; por
momentos, parecemos puros o viles, sin que la transición de un estado al
siguiente admita una explicación razonable. No sólo la donna è mobile: también
los hombres lo somos.
En la novela Veinticuatro
horas en la vida de una mujer, de Stefan Zweig, que traduce María Daniela
Landa para el sello Acantilado, nos encontraremos con la figura de madame Henriette,
una mujer casada que, para sorpresa y escándalo de todo el mundo, abandona a su
marido de la noche a la mañana y se fuga con un joven de nacionalidad francesa.
En el lujoso lugar donde se hospeda este rico matrimonio burgués, el incidente
se convertirá inevitablemente en tema de conversación. Todos consideran que la
actitud de madame Henriette ha resultado inexplicable y sin lugar a dudas bochornosa,
pero el narrador la defenderá con vehemencia: piensa que un amor puede irrumpir
en nuestra vida de una manera tan fuerte, tan arrebatadora, tan huracanada, que
nos perturbe y nos arrastre sin que podamos oponernos. Como es lógico, en la
sociedad bienpensante que lo circunda todos cargan contra ese argumento
sentimental y le oponen algunas consideraciones con tintes morales o sociales...
excepto la anciana inglesa Mrs. C., que después de escucharlo con interés y
formularle algunas preguntas cita al muchacho en su habitación y le cuenta una
larga y antigua historia en la que ella fue protagonista y que viene a darle la
razón en el caso de madame Henriette.
Con la habitual elegancia de su prosa, Stefan Zweig
nos hace reflexionar sobre la delgada línea que separa la fidelidad de la
ruptura, y cómo, en ocasiones, resulta inútil luchar contra el Destino, el Azar
o el Amor. Una novela tan inquietante como bella, que se puede leer en una
tarde de domingo.
domingo, 22 de febrero de 2015
Maestros del pensamiento
Elaborar un resumen de la Historia de la Filosofía que resulte, a
la vez que riguroso, comprensible para un público no especializado constituye una
tarea ciclópea que sólo está al alcance de unos pocos. Pablo Redondo Sánchez,
una vez leídas las trescientas páginas que conforman su volumen Maestros del pensamiento. Un recorrido por
la historia de la filosofía (que le publica Ediciones del Serbal), es
evidentemente uno de ellos. Después de tantos volúmenes farragosos, donde los
supuestos divulgadores habían sido incapaces de explicarse con un mínimo de
transparencia, Redondo nos entrega en estas páginas un tomo deliciosamente
exacto, donde por fin se entienden con nitidez las reflexiones de los grandes
pensadores de la
Historia. El lenguaje con el que el doctor Redondo ha diseccionado
los diferentes modelos filosóficos (desde los presocráticos hasta el
estructuralismo) es cristalino; sus ejemplos, inmejorables; y sus resúmenes,
utilísimos.
Nos explicará cómo Sócrates, feo, gordo, refractario
a la higiene y con una mujer insoportable llamada Jantipa, fue el precursor del
intelectualismo moral y el creador de la mayéutica (el arte de hacer aflorar
los conocimientos de alguien a base de formularle preguntas). Su discípulo
Platón se interroga sobre la ordenación escrupulosa del universo, que él
atribuye a un demiurgo, y además incorpora al mundo de la filosofía el concepto
de las ‘ideas’, unos arquetipos abstractos inmutables que el alma humana conoce
de una vida anterior y que recuerda con esfuerzo. Aristóteles postuló la
necesidad de un primer motor inmóvil (Dios), con lo que dio el salto a la
metafísica. Agustín de Hipona, por su parte, intenta conciliar fe y pensamiento
racional, indicando que la religión ha de guiar los caminos de la política.
Tomás de Aquino se enfrenta al mismo problema de la conciliación entre fe y
razón y otorga el monopolio de la verdad a la fe. Si la razón la contradice, se
equivoca. Descartes se esfuerza en una duda radical metódica que, por lógica,
ha de detenerse en una evidencia: el hecho mismo de dudar, el cual certifica
que existimos. Baruch Spinoza se propuso demostrar que la religión no es el
único camino para acceder a Dios. Kant apela al raciocinio de los seres humanos
y los desafía: “Atrévete a pensar”. Hegel advierte los tentáculos complejos de
la realidad, indicando que las cosas se vinculan necesaria y continuamente unas
con otras. Karl Marx habla de la alienación en un marco amplio de humanismo
ateo. Para suprimir la lucha de clases no hay —nos dice— mejor camino que
suprimir, de hecho, las clases sociales. Nietzsche centra su construcción
filosófica en la crítica al platonismo, gran falseador a su juicio del sentido
de la vida humana. Sigmund Freud se sumerge en una investigación tan
inquietante como iluminadora por el lado más oscuro de la mente humana, para
descubrir sus pulsiones secretas...
¿Será necesario seguir, hablando también de
Wittgenstein, Heidegger, Ortega y Gasset, Althusser o Foucault? El profesor Pablo
Redondo Sánchez nos acompaña con su linterna y su sabiduría a través de las
aventuras más sólidas y revolucionarias de la historia del pensamiento
occidental y nos deja en las manos unas páginas que, leídas con lentitud,
constituyen una excelente ventana por la que dejar entrar la luz y el aire de
la filosofía en nuestras vidas. En los tiempos que corren, un auténtico regalo
para el espíritu.
jueves, 19 de febrero de 2015
Mal
Según
el nivel de dolor que atesoran o derraman sobre sus versos, podríamos decir que
hay tres tipos fundamentales de poetas: los falsamente heridos (a los que
podríamos llamar “posturistas”), los realmente heridos (Fernando Pessoa) y los
muertos. En este último bloque encontramos a quienes, lacerados por un dolor
terrible, se mantienen en pie de forma milagrosa y se inclinan sobre los folios
para contarnos su desgarradura. Conozco a muy poquitos de este grupo (Giacomo
Leopardi, por ejemplo), pero creo que José Daniel Espejo está ahí, en un lugar
destacado.
Su
última entrega lírica se llama Mal y
ha salido con el sello Balduque. Es un volumen que, aparentemente, es breve (46
páginas), pero que esconde una inaudita densidad. Puede leerse en una hora,
bien es cierto, pero requiere toda una vida para ser entendido. Así lo pienso. Yo
creo que Joseda ha necesitado, estrictamente, toda una vida para llegar hasta
esas palabras, para pulirlas, para decantarlas, para decirlas en su plenitud
difícil y exigente. Pasearse por estos poemas constituye sin duda un privilegio
para sus lectores; y una experiencia, también, sobrecogedora. Ver cómo el poeta
pasa una máquina de rasurado por la cabeza de su amada (a quien la
quimioterapia está hiriendo) y observa los mechones castaños que caen al suelo;
escuchar a esa misma mujer, que lamenta haber llegado al límite de la Sombra y
que observa con perplejidad cómo los médicos “mezclan la muerte en sus vasitos”;
leer con escalofrío la vertiginosa palabra “cáncer” en la página 28… son
fotogramas que se cuelan directos hasta el corazón de los lectores. Pero el
poeta, además de un ser sufriente y aislado
(en puro sentido etimológico), es también un animal social, que habita en un
mundo inhóspito donde “kilómetros de columnas de opinión” sirven para maquillar
o envolver en niebla la condición macabra de nuestro entorno (muertos inútiles,
víctimas inocentes); un mundo de seres inmundos (valga el choque léxico) que se
inoculan en la política para defender derechos espurios, y para quienes José
Daniel reserva una tetánica información final (“Son muchos. Más guapos. Salen
mejor / en las fotos, en la tele y en los carteles electorales. / Pero nosotros
somos más, / y conocemos sus nombres”).
Alrededor
de esos dos polos (su dolor y su observación, su corazón y sus ojos) gravitan
la mayor parte de los electrones líricos de este poemario breve, infinito,
tenso e intenso. Y páginas como la 22, la 32, la 37 o la 45 tienen todo el
aroma de las composiciones que vencerán al Tiempo, ese cabrón. God save Joseda.
martes, 17 de febrero de 2015
Poesía completa
Este interesante volumen donde se recopila la obra
poética de Enrique Jardiel Poncela (que edita Enrique Gallud en Hiperión) arranca
con un simpático “Autorretrato” en versos de arte mayor donde Jardiel va
mezclando humor y seriedad (“El amor a la tierra que vio nuestro bautismo / en
términos ‘científicos’ se llama patriotismo”), en un texto sólido y bailarín,
que se puede releer varias veces sin fastidio y con sonrisas intermitentes. Luego
se deja caer con unos romances en los que desliza, entre otras jocosidades,
ciertas consideraciones de tipo literario (“Instrumentos de tortura, /
cuchillos, navajas, hoces / y una colección de libros / de ultraístas
españoles”) y algunos juegos de palabras (“Pues si describo el palacio / con
meticulosidad / vais a mandarme a la porra / y yo aborrezco el lugar”).
Después, esmalta unos poemas dedicados a escritores conocidos, a los que dedica
sutiles malevolencias (Jacinto Benavente, los hermanos Álvarez Quintero, etc).
El poema “Nueva York” (páginas 76-78) ha sido
reproducido algunas veces en antologías, y desde luego constituye uno de los
mejores resúmenes que se han hecho sobre la ciudad. El dedicado a “Buenos
Aires”, en cambio, adolece de una secuencia de misoginia desagradable, que
dinamita el final del texto (“Mujeres en abundancia, / pues las que nacieron
putas / allí prolongan su estancia / pensando en hallar las rutas / del éxito y
la ganancia”, p.82).
En ocasiones, juega a trasladarnos historias casi fabulísticas,
como ocurre en ese sonriente y pícaro diálogo que mantienen un smoking y unos
guantes de antílope, los cuales discuten por establecer cuál de ellos ha gozado
más sensualmente de la cercanía de una bella mujer, hasta que otra prenda menos
suntuosa demuestra que ese honor la pertenece: el pijama de la chica (páginas
111-113). O encadena infinidad de elementos culturales, históricos, literarios
o vitales que se encuentran dominados por el número tres (páginas 131-140). O
se deja caer con dos poemas laudatorios sobre Mercedes Salisachs, tan serios
como bien construidos. Y cómo olvidar el poema que cierra el volumen, donde los
dos perros de Enrique Jardiel interceden por su amo ante Dios, explicándole que
los ha tratado siempre con mimo e infinito cuidado y que, por tanto, merece la
indulgencia divina para acceder al Cielo.
Otros poemas, en fin, incurren deliberadamente en
el ripio, como no podía ser de otro modo dada la temática del conjunto, pero
Jardiel Poncela sabe extraer siempre de ellos un manantial tumultuoso de
gracia, de música juguetona, que convierten este volumen en una fabulosa cadena
de sonrisas y carcajadas.
sábado, 14 de febrero de 2015
El androide y las quimeras
Tal vez la más gloriosa magia que atesore un buen
narrador radique en ser capaz de construir mundos extrayéndolos de su fantasía
y de su mirada. Ese raro prodigio consiste en que, manejando una serie de
materiales heteróclitos, acierte a diseñar con ellos la arquitectura de un
universo propio, inconfundible. El lector menos sagaz puede comprobarlo leyendo
a Borges, a Cortázar, a Poe.
El mexicano Ignacio Padilla (al que conocemos
ampliamente desde que en el año 2000 obtuviera el premio Primavera por su obra Amphitryon) demuestra en esta colección
de relatos que pertenece de pleno derecho a la reducida nómina de aquellos
escritores que poseen una mirada, un modo particular de contemplar las cosas y
de escribirlas. La editorial Páginas de Espuma es el sello que se encarga de
entregarnos la obra.
Doce historias nos son propuestas en este volumen,
y cada una de ellas se erige en monumento por un mérito distinto: “Las furias
de Menlo Park” (premio NH de relatos en 2003), por su retrato lírico y enérgico
a la vez del inventor Thomas Edison y de una pobre empleada suya, que mereció
un destino aciago; “Romanza de la niña y el pterodáctilo”, por la elegancia de
su construcción; “Guía de ruso para principiantes”, por el particular humor que
la anima (que sin duda hubiera encantado al argentino Julio Cortázar); “Antes
del hambre de las hienas”, por el súbito escalofrío que provoca imaginar a las
ménades lapidarias que lo protagonizan; “Galatea en Brighton”, por el modo
cruel y frívolo en que se retoma un argumento pigmaliónico; “Of Mice and Girls”
y “Circe en Galápagos”, por los misterios que el autor deja flotando, para que
sean desentrañados por los lectores del libro; “Miranda en Chalons”, por sus
eficaces reflexiones sobre la culpa... Miradas donde fulge el enigma, donde se
esculpen atmósferas de sofoco o de fiebre, y donde los personajes se ven
sometidos a fuerzas impetuosas que los zarandean y arrastran.
Ser escritor no es solamente contarnos una
historia, sino urdir un modo especial de contárnosla; fabricar las condiciones
de la sugestión, el convencimiento o el ahogo; descubrir el punto exacto donde
debe colocar la silla para que el lector contemple los acontecimientos;
resolver cuál es el ángulo más adecuado para colocar su cámara.
Ignacio Padilla, que arbitra en cada relato de este
libro un mecanismo diferente de seducción, nos entrega en El androide y las quimeras (segundo volumen de su serie
“Micropedia”) doce píldoras narrativas que son como doce pagodas: perfectas,
atrayentes, misteriosas, únicas. Un regalo para la sensibilidad y para todos
aquellos paladares que sigan disfrutando con la buena literatura.
jueves, 12 de febrero de 2015
Achopijo
Puede ocurrir que, durante un tiempo relativamente
corto, algún malafollá de la prosa periodística adquiera cierto renombre en los
límites de su provincia a causa de sus artículos venenosos y temidos, que no
dejan títere con cabeza; pero lo cierto es que, pasado ese sarampión imbécil,
el escribidor curárico retorna al anonimato en favor de otro tipo de
articulistas, menos malévolos. El doctor House puede disfrutar de su minuto de
gloria, pero quien se nos queda grabado en el corazón es el médico que, después
de curar a nuestros hijos o nuestros padres, nos sonríe antes de irse. Yayo
Delgado pertenece sin duda a la segunda estirpe. Hay en sus columnas un
optimismo galvánico, una alegría de prosa pizpireta que disfruta con la cerveza
fría, los paseos por la capital, los amaneceres en la playa, la conversación
con los amigos y los partidos del Real Murcia. De ahí que sus líneas sean el
mejor ejemplo de un carpe diem jovial, sencillo y que haríamos bien en imitar,
en estos años de acidez, crisis, nubes negras y malhumor generalizado.
Nos habla Ángel Montiel en el prólogo de la
bonhomía de Yayo, de su prosa ágil y eficaz; y tiene sin duda razón. Uno sale
de su lectura como quien saca la cabeza de una bañera caliente: reconfortado,
limpio y feliz.
Todo burbujea alegremente en estas páginas: los
hermosos artículos que Yayo les dedica a sus hijos; la alegría de tomar un buen
arroz en Archena o Lo Pagán; una anécdota de Alfredo Di Stéfano, relacionada
con su infancia futbolística; la ponderación del sagrado y murcianísimo arte de
clisarse, que algunos dominan con elegancia insuperada; las pequeñas tiendas de
barrio, donde no se fía oficialmente;
los cafés asiáticos cartageneros, siempre espectaculares; los sabrosos calderos
del Mar Menor; la necesidad de que el Real Murcia le dedique una estatua digna
al Panadero de Archena, símbolo del apoyo sin fisuras; el elogio de los
vinagrillos o los pasteles de carne; las listas de cosas dulces, tiernas o
emotivas que reúne en los artículos “Cosicas” (tan hermosas como sencillas); el
respeto que le inspiró desde su primer encuentro don Carlos Valcárcel,
periodista y cronista de la ciudad, que lo trató amablemente y con cercanía; el
lamento por la paulatina desaparición de la especie del camarero autóctono
murciano, con su sentido del humor y su forma de atender; el delicioso aroma de
las castañas asadas (aunque te las cobren a precio de atraco); los limones,
santo y seña de la murcianía natural; el elogio del emblemático emplazamiento
de Las Cuatro Esquinas; ese mando a distancia del televisor que, de forma
incomprensible, termina apareciendo dentro del frigorífico; comprar chocolate,
prensa y porras para la familia, con el sol de Murcia lanzando sus primeros
rayos tibios; las migas en días de lluvia... Y un simpático epílogo doble, explicando
las variantes de uso de las palabras “acho” y “pijo”.
Un libro para saborear y disfrutar a tragos cortos
y frescos. Como si fuera una Estrella de Levante.
martes, 10 de febrero de 2015
El manuscrito de piedra
Poco podría sospechar el converso Fernando de
Rojas, autor de La Celestina , que 467
años después de su muerte iba a convertirse en el protagonista de una novela de
intriga, asesinatos, traiciones, cuevas misteriosas, personajes turbios y
venenos, ambientada en Salamanca. El autor de la misma es el profesor y crítico
Luis García Jambrina, que realizó con esta obra su primera incursión exitosa en
el género novelesco.
Lo que nos cuenta en sus trescientas páginas es
impactante: un teólogo de gran fama y agrios modos, fray Tomás de Santo
Domingo, es acuchillado en la puerta de una iglesia. Y temiendo que el asunto
provoque un escándalo público el obispo hace llamar a Rojas, a la sazón
avispado estudiante en la universidad y hombre de probadas virtudes. De inmediato
lo nombra familiar del Santo Oficio y le encomienda la resolución del caso,
evitando cualquier publicidad innecesaria. Rojas, que está en deuda con la Iglesia desde que su padre
quedó absuelto de la acusación de ser judaizante, se ve obligado a aceptar la
misión. Y comenzará su ronda de interrogatorios, visitas y búsqueda de indicios
en los lugares relacionados con el crimen. Pero la situación, lejos de irse
aclarando, se va enrareciendo cada vez más con dos nuevas muertes,
inequívocamente unidas a la de fray Tomás por sus características: todas las
víctimas presentan un corte en la cara y una moneda en el interior de su boca.
Al final, la resolución del caso se producirá en una misteriosa cueva
subterránea y con los protagonistas más insospechados.
Siendo, como es, una novela razonable y solvente,
donde se tributan homenajes casi textuales al mundo de La
Celestina , donde las ambientaciones son buenas y donde
García Jambrina demuestra que ha documentado hasta el más pequeño pormenor de
la indumentaria, los manejos interesados de la monarquía, las rencillas
internas de la universidad salmantina o la topografía urbana, me parece que su
punto flaco radica en la obsesión inflacionista de datos en boca de los protagonistas. Quiero decir que está muy bien que se
nos suministren todas las informaciones históricas, teológicas o políticas que
el autor entienda útiles para el desarrollo de su novela, pero chirría que
éstas se nos faciliten a través de los
personajes, en lugar de hacerlo mediante la voz del narrador. Cuando hablan
dos protagonistas y uno le suelta al otro una parrafada de este jaez: “Estamos
ante la iglesia de... , que como bien sabéis fue fundada en el año... por parte
del obispo... y que se terminó el día...”, resulta inevitable sentir que
estamos recibiendo una información forzadísima, casi con calzador. La voz
omnisciente del narrador hubiera dulcificado esa aspereza.
Por lo demás, todo espléndido: la imaginación de
García Jambrina, su manejo de las acciones, su originalidad en el tramo final
y, sobre todo, ese espléndido epílogo en el que nos da cuenta de cómo se
prolongaron las vidas de Fernando de Rojas y otros implicados, una vez
terminada la acción.
Para leerla y disfrutar.
domingo, 8 de febrero de 2015
Los grandes misterios de la historia (II)
Que a los seres humanos nos seducen y entusiasman
los misterios no es una información que sorprenda por su novedad. Y que cuando
esos misterios vienen reforzados por décadas o siglos de prohibiciones
oficiales, científicos estupefactos, evidencias incontestables, fotos
comprometedoras y datos que no admiten discusión, el volumen del misterio se
eleva hasta un rango mítico. El Canal Historia, que lleva muchísimos años analizando
este tipo de fenómenos, acaba de lanzar en España, con el sello Plaza &
Janés, su segundo volumen de enigmas, para deleite de curiosos.
Aquí podemos encontrarnos, por ejemplo, con la
neblina del desierto peruano de Nazca, donde extrañas figuras sólo visibles
desde el aire se resisten, desde que fueron descubiertas en el año 1920, a una interpretación
cerrada. ¿Son dibujos relacionados con los extraterrestres? ¿Quién los pudo
concebir, si sólo son visibles desde el cielo y miden, en algunos casos,
centenares de metros? También se nos habla de esa extraña y desconocida
civilización que, según fuentes solventes, se asentaba en el sur de la Península Ibérica
y cuyos restos aún no han sido encontrados («¿Existió realmente Tartessos?
¿Existieron sus reyes, dignos interlocutores de fenicios y griegos? ¿Cómo
desapareció semejante civilización y por qué no se han hallado vastos
yacimientos?», p.74), salvo los objetos de oro que pudieron ser desenterrados
en Camas (Sevilla). O se nos recuerda el destino nebuloso del Arca de la Alianza , de la cual se
perdió la pista y de la que no quedan vestigios; o del impreciso emplazamiento
del lugar donde fue crucificado y enterrado Jesús de Nazaret; o del misterio
que rodea los cuarenta días que vivió tras su resurrección.
Igualmente se nos explica que hay evidencias arqueológicas
que no admiten discusión sobre varios asentamientos de navegantes vikingos en
el continente americano hacia el año 1000, cinco siglos antes de que llegase a
sus costas Cristóbal Colón; o que los cuerpos del heredero del zar de Rusia y
de su hermana Anastasia no se encontraron nunca, a pesar de que sí aparecieron
todos los demás cuerpos asesinados por los bolcheviques; o que existen aún evidencias
contradictorias y flagrantes ocultamientos en las muertes de Marilyn Monroe,
John Fitzgerald Kennedy o Juan Pablo I (al cuerpo de este último la Iglesia se sigue negando a
practicarle la autopsia). Por supuesto, los entusiastas del fenómeno OVNI
encontrarán aquí interesantes líneas sobre avistamientos, el incidente Roswell
o el Área 51.
Servidos con una prosa elegante y eficaz, que no
recurre nunca a las fáciles añagazas del efectismo, los veinticinco trabajos
que componen este volumen están acompañados con una interesante y accesible
bibliografía para cada uno de ellos, consultable al final del tomo, y sirven
para enfrentarse a determinadas oscuridades con una mayor dosis de información.
No es un libro donde se busque engatusar, ni tampoco resolver enigmas, sino que
pretende ante todo reunir la mayor cantidad posible de informaciones sobre cada
asunto, para que los lectores elijan su postura y tomen sus propias decisiones.
El único “pero” que cabría ponerle a la obra es que los artículos no vayan
firmados por sus autores, sino por una difusa entidad llamada “Canal Historia”.
No hubiera sido mala idea que figurase en alguna parte del libro el nombre de
los investigadores, aunque fuera por una simple cuestión de cortesía
intelectual. Por lo demás, un libro altamente seductor.
jueves, 5 de febrero de 2015
Secretos del Arenal
A finales del año 2008 cayó en mis manos una novela
que se titulaba La sangre de los
crucificados. No conocía de nada a su autor (el vizcaíno Félix G. Modroño),
así que tuve que enfrentarme a ella sin más referencias que lo escrito en sus
páginas. Pero muy pronto su lenguaje, el ritmo de la narración y la gran
elegancia de su estructura me convencieron de que me encontraba ante un libro
notable. Al año siguiente, el autor lanzaba a las mesas de novedades otra de
sus producciones, Muerte dulce, que
volvía a estar protagonizada por don Fernando de Zúñiga, médico e investigador
salmantino del siglo XVII; y de nuevo sentí el impacto de una obra hermosa y memorable.
Así que cuando en el año 2012 se dejó caer con La ciudad de los ojos grises (ambientada en la zona de Bilbao y
donde pulsaba resortes más melancólicos e intimistas), no tuve reparos en
terminar mi reseña con estas palabras: “Tenemos novelista para rato, créanme”.
Ahora, la concesión del XLVI Premio de novela
Ateneo de Sevilla a su obra Secretos del
Arenal parece confirmar mi juicio. En sus páginas hallamos dos historias en
principio distintas, pero que terminarán confluyendo de un modo ingenioso y
bien pautado. La primera nos sitúa en la Sevilla de 1941, en la que el joven periodista
Martín Villalpando se enamora de una muchacha de fascinantes ojos verdes,
llamada Olalla Carmona, de una buena familia que ha sido destrozada por la
guerra civil. Justo en esos momentos, Francisco Franco se ha desplazado a la
capital hispalense para entrevistarse con el dirigente luso Oliveira Salazar. Y
brota un rumor de fondo que empapa toda la secuencia: se está organizando un
atentado para acabar con la vida del dictador. La segunda de las historias nos
coloca a finales del siglo XX, en el norte de España, donde la joven fotógrafa
Silvia Santander, hijo de un importante empresario vinícola y hermana de una
chica asesinada cruelmente, conoce a Mateo Uriarte en una cata celebrada en 1995. A partir de entonces
comenzarán a vivir una singular aventura de alto voltaje sexual, que se
prolongará diecisiete años después por una vía insospechadamente misteriosa y
relacionada con el mundo del correo electrónico.
Las dos historias tienen entidad narrativa
independiente, y casi podrían haber constituido dos novelas aisladas, pero un
elegante giro de muñeca de Félix G. Modroño las hace confluir y mezclarse ante
los ojos de los lectores, que se van dando cuenta poco a poco de los nexos que
las vinculan, y de las simetrías que mantienen: dos mujeres infamadas y heridas
en lo más hondo; dos venganzas largamente meditadas y ejecutadas bajo un
disfraz; dos historias de amor que sufren erosiones externas; dos ciudades que
quedan unidas por la magia novelesca del autor.
Pero que no teman los lectores menos avezados:
Félix G. Modroño no plantea en ningún momento experimentos narrativos de
complicada textura a la hora de construir su ficción. Por el contrario, lo que
hace es desarrollar ambas fabulaciones de forma alterna y dejar que vayamos
poco a poco advirtiendo sus vínculos, hasta que en las páginas últimas nos
revela los matices finales de la trama, de forma tan elegante como sobria.
Estamos, pues, ante la posible consagración del
escritor vizcaíno, que con la concesión del premio Ateneo de Sevilla dispondrá
de mucho más crédito entre los críticos y los lectores, lo que servirá para que
todos ellos comprendan que este novelista no es flor de un día, ni autor de una
sola obra de éxito casual, sino que es un narrador solvente, aquilatado y
firme, que ha venido al mundo de la literatura española para quedarse.
martes, 3 de febrero de 2015
La mujer de blanco
Ocurre que ciertas obras literarias, pese a que el
sedimento de los años se deposite metódicamente sobre ellas, mantienen impoluto
su brillo original y nos embriagan con el mismo hechizo que ejercieron sobre
sus lectores primeros. De ahí que volúmenes como La mujer de blanco, del victoriano Wilkie Collins, no sólo
conserven su fulgor (lo que ya sería noticia digna de aplauso) sino que,
sorprendentemente, parezcan verlo incrementado con el paso de las décadas. El
argentino Jorge Luis Borges dictaminó que Collins era un maestro de “la trama,
la zozobra y los desenlaces imprevisibles”. Y resulta obvio que en The Woman in White se cumple con
escrúpulo esta acertada apreciación. Ahora, el sello Alianza Editorial nos
ofrece nuevamente, en un contundente y manejable tomo de 828 páginas que
traduce Miguel Ángel Pérez Pérez, este prodigio novelesco en el que conocemos a
Walter Hartright, un profesor de dibujo de 28 años que, gracias a una
recomendación del italiano Pesca, es contratado por la familia Fairlie para que
imparta sus clases en la lujosa residencia familiar de Limmeridge House.
¿Quiénes serán sus alumnas? Marian Halcombe y Laura Fairlie, dos muchachas tan
bellas como inteligentes. Pero antes de que se instale en su nuevo lugar de
trabajo, un encuentro fortuito lo perturbará y marcará su ánimo: una extraña
mujer de blanco que, quizá perturbada, le sale al paso en medio de la noche y
le revela que se siente agraviada por cierto caballero, cuyo nombre no
especifica. A partir de ese instante, muchos serán los personajes que
burbujearán por la obra y que la teñirán de infinitos atractivos: el
hipocondríaco señor Fairlie, quien asegura estar siempre enfermo de los nervios
y al que todo (ruido, luz, incluso el leve movimiento de las personas a su
alrededor) perturba; sir Percival Glyde, un baronet al que desde el principio
se percibe como un personaje desagradable y turbio; el untuoso conde Fosco,
cuya exquisitez social y cuyos modales refinados resultan tan impostados como
inquietantes; la señora Catherick, que ha cuidado con solicitud desde niña a la
pobre Anne (la enigmática mujer de blanco que da título a la novela)... Pero
dos detalles dominan sobre ese elenco de personajes, y le dan a la obra su
especial pátina de genialidad: de un lado, la prosa elegante de Wilkie Collins,
que convierte la lectura en un ejercicio sumamente placentero y que te hacen
olvidar (nunca un libro de más de ochocientas páginas se antojó tan liviano) la
vasta extensión de la novela; del otro, la inteligente manera en que el autor
nos traslada su historia: utilizando a distintos narradores sucesivos, que van
aportando su particular visión de los hechos. Tras el natural ensamblaje de
todas esas teselas, el lector percibe el conjunto con una nítida y maravillosa
sencillez. Jamás un mecanismo tan complicado resultó tan fácil de comprender y
degustar. Añadamos algunas perlas humorísticas, de las que adornan el texto. A
veces, elige el circunloquio para elaborar un insulto casi amable (“La
naturaleza tiene tanto que hacer en este mundo, y está ocupada produciendo tan
vasta variedad de criaturas a la vez, que sin duda en ocasiones debe de
aturullarse y confundirse y no distingue entre los distintos procesos que está
llevando a cabo al mismo tiempo. Desde ese punto de vista, siempre tendré la
íntima convicción de que la naturaleza estaba absorta haciendo coles cuando
nació la señora Vesey, y la buena señora sufrió las consecuencias de esa
preocupación vegetal de la madre de todos nosotros”, p.70); otras, opta por la
ironía (“Como sólo soy una mujer, condenada a la paciencia, el decoro y las
enaguas de por vida, he de respetar la opinión del ama de llaves e intentar
calmarme de algún modo ñoño y femenino”, pp.265-266); y otras, en fin, recurre
a la flema británica para esmaltar un discurso hierático (“Me opongo
rotundamente a las lágrimas, salvo cuando con mucho criterio el arte las refina
y elimina de ellas cualquier parecido con la naturaleza humana. Desde un punto
de vista científico, las lágrimas son una secreción. Entiendo que una secreción
pueda ser sana o nociva, pero no veo qué interés tiene una secreción desde el
punto de vista sentimental”, p.450)... Jamás ochocientas páginas se hicieron
tan cortas como las que componen La mujer
de blanco. Un auténtico monumento novelístico, de gloria imperecedera.
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