viernes, 31 de julio de 2020

La loca de la casa




Con este libro tautológico (así lo define), la escritora Rosa Montero nos da la mano para que nos paseemos junto a ella por los pasillos y los pasadizos de la literatura, de la imaginación, del amor y de la locura. Es decir, por todas las vidas que burbujean en la novela y también por todas las novelas potenciales que burbujean en cada vida. ¿Un libro de reflexión? Sí. ¿Un libro de invenciones? También. Resultaría difícil (ni lo pienso intentar) ponerle una etiqueta, pero es que volúmenes como La loca de la casa se construyen al margen de etiquetas. O quizá se edifiquen dejando que todas las etiquetas se superpongan, anulen o complementen.
“Escribir” (nos dice la autora) “es estar habitado por un revoltijo de fantasías, a veces perezosas como las lentas ensoñaciones de una siesta estival, a veces agitadas y enfebrecidas como el delirio de un loco”. Y en esa tarea de escritura, que es combate contra la muerte y también voluntad de conocimiento, quien redacta intenta mirarse en un espejo hondo: una lámina de azogue que le permita verse por dentro y verse por fuera y verse ayer y verse mañana, cuando el planeta ya no sea más que un pedrusco deshabitado absorbido por una estrella muerta.
En estas páginas deliciosamente fluidas y profundas, Rosa Montero reflexiona sobre el éxito, sobre el fracaso, sobre la dignidad, sobre la soberbia, sobre la vanidad, sobre la delicada frontera entre verdad y mentira, sobre la imposible frontera entre los sueños y la vigilia, sobre las mujeres de los escritores (qué pena que no hable de Zenobia Camprubí), sobre la existencia o no de una “literatura femenina”, sobre el periodismo. Y lo hace con una naturalidad admirable, aportando citas de escritores amigos o admirados, que iluminan el camino que nos quiere invitar a recorrer.
Y nos cuenta además la historia de cómo mantuvo un encuentro sexual con M. (un conocido actor de Hollywood), al que le presentó Pilar Miró. Y cómo son sus relaciones con su hermana Martina. Y cómo conoció a los nuevos inquilinos de la casa que ella habitó durante su infancia y primera juventud. Y después, con el desparpajo lúdico de una auténtica novelista (Rosa Montero lo es), nos avisa de la posible falsedad de todo lo narrado: quizá no tenga hermana, quizá no conoció a ningún M, quizá… Quizá. Gran palabra fabuladora.
Una obra fresca e inteligente que conviene leer, se sea escritor o no.

jueves, 30 de julio de 2020

El niño que comía lana




Me gustan los libros de relatos que intercambian o comparten personajes, porque eso los dota de una estructura que, en mi opinión, los asemeja a la vida, ese ámbito en el que A tiene una historia en la que interviene B, el cual protagoniza su propia peripecia, en la que aparece C, quien a su vez… Ese aroma de conexiones y vínculos preside el estupendo libro de Cristina Sánchez-Andrade que Anagrama publicó en octubre de 2019 bajo el nombre de El niño que comía lana y que está lleno de camuflajes, magia, perros, supervivencias, orfandades, ovejas, odios, emigraciones, amígdalas guardadas en tarros de formol, pobreza y mezquindad, que la autora va combinando en unas dosis sabiamente calculadas.
Guiados por su mano nos subiremos en el buque que lleva a Manuela das Fontes (ama de cría gallega, joven y decidida) hasta La Habana; y torceremos el gesto de repugnancia ante las macabras dentaduras postizas que adquiere don Onesíforo, marqués de Alcántara del Cuervo; y tragaremos saliva conforme avancemos por la tenebrosa historia de Puriña, una criatura de ocho años cuya deformidad física esconde inmundicias internas más alarmantes; y nos acostumbraremos a vivir en la residencia de ancianos con Tranquilino y Cipriana, que languidecen entre la hosquedad y el alzheimer; o sobreviviremos varios días sobre una balsa en medio del océano Atlántico, con una vieja desquiciada, una mujer impermeable al diálogo, varios hombres hambrientos y un cuchillo; o veremos cómo la anciana Faustina se desnuda, se entierra en un hoyo y, en esa peculiar situación, decide confesar ante su hija, su yerno y el cura de la localidad las falsedades y miserias de su vida.
Un conjunto de narraciones admirables, del que se sale conmocionado.

martes, 28 de julio de 2020

Deseo bajo los olmos




Ephraim Cabot es un anciano iracundo y fibroso, que ha empleado buena parte de su vida en construir la granja en la que vive con sus hijos Peter y Simeón (que tuvo con su primera esposa) y con su hijastro Eben (que aportó la segunda). Ya viudo por partida doble, ha tomado una tercera mujer, la juvenil Abbie, que ha generado grandes cambios con su llegada: los dos hijos mayores abandonan el hogar para buscar oro en California y el pequeño establece con ella una intensa relación de deseo y de odio (siente que ha venido a quedarse con la granja que le pertenecería cuando su padre muriese). Todo se recrudece cuando la ambiciosa Abbie promete a Ephraim que tendrán un hijo y que lo convertirán en el heredero legítimo. Cuando un año después ya ha nacido la criatura (un varón), todos los vecinos dan por hecho que el auténtico padre es Eben, lo que genera comentarios y risas del peor gusto. Parece evidente que todo terminará en tragedia cuando el viejo Ephraim ate cabos.
Con esta pieza dramática, fechada en 1923, el norteamericano Eugene O´Neill consigue fundir en un espacio reducido sentimientos extremos, que coliden entre sí de una forma áspera: los rencores atávicos que los dos hermanos mayores sienten por su padre; la codicia (simbolizada por la granja como referente cercano y por el oro californiano como fuente remota); el frenesí del deseo (que prende en Abbie y en Eben con simétrica furia); la presencia vigilante de los muertos (como ocurre con la difunta madre de Eben) y, en fin, la lucha darwiniana de todos los personajes por conseguir la supervivencia, aunque para lograrla deban someterse a humillaciones. Un magnífico texto teatral que, en sus páginas finales, incorpora el horror y el amor en proporciones sobrecogedoras.

lunes, 27 de julio de 2020

Las nueces del más allá




El pueblecito de Monsalud ha ido poco a poco despoblándose, hasta comprobar con inquietud que su término no engloba a más de mil personas. La única de sus dependencias que aún conserva cierto esplendor es el cementerio, elegante y bien cuidado. En la corporación municipal no saben qué hacer para reactivar la vida del pueblo, hasta que una charla entre el alcalde (Juan Civantos), el secretario (Diego Malaver) y el concejal de festejos (Pedro Silva) establece que la única manera consiste en activar un plan que atraiga la atención del resto de España, con una medida tan contundente como estrepitosa: pedir que los restos de Francisco Franco, cuando sean extirpados del Valle de los Caídos, descansen en el osario de Monsalud. Pese a lo estrafalario de la propuesta, todos terminan convenciéndose de que las cuestiones ideológicas del asunto deben quedar a un lado, en beneficio de la economía municipal.
Pero una parte de los residentes en Monsalud no parece estar de acuerdo con esta delirante empresa: los fusilados durante la guerra civil. Y para manifestar su silenciosa disconformidad comienzan a desfilar en forma de Santa Compaña por las calles del pueblo, a fin de advertir a los responsables del proyecto para que lo detengan y olviden. También comienzan a recibirse extraños mensajes (en latín y en castellano) que se encuentran mágicamente en el interior de las nueces.
Esta breve colección de relatos, cuya textura se encuentra a mitad de camino entre Cunqueiro y el Realismo Mágico, certifica una vez más (si es que al cabo de casi un centenar de publicaciones el extremeño Ramírez Lozano necesitase avales de algún tipo) la extraordinaria capacidad inventiva del autor, uno de los narradores más premiados y aplaudidos de España.

domingo, 26 de julio de 2020

Mujeres de ojos grandes




La tía Leonor se casó con el notario Palacios, pero pronto comenzó a añorar a su primo Sergio, del que estuvo enamorada en la adolescencia, consciente de que “hay menos tiempo que vida”. La tía Elena volvió con su padre, en plena noche y subidos en una carreta, para recuperar las botellas de vino que quedaron en la bodega de su casa tras ser requisada por los revolucionarios. La tía Charo mintió para defender a un sacerdote llegado a Puebla, al que las malas lenguas atribuían un origen republicano español. La tía Valeria tuvo un felicísimo matrimonio, porque cada día imaginaba que su esposo era otro hombre, fascinante y mágico. La tía Fernanda soportó los rutinarios millones de tareas domésticas (incluidos hijos y marido) gracias un delicado amante. La tía Chila abandonó a su esposo y se volvió fuerte desde aquel día en que él intentó maltratarla. La tía Clemencia era dueña de una fogosidad sexual libre, alegre y ecuménica. La tía Magdalena le fue infiel a su marido, pero éste la perdonó y siguieron siendo felices. La tía Jacinta, al morir su hermana Marcela por un cáncer de pecho, cuidó de los hijos de ambas y heredó sus sueños. La tía Mónica “hubiera querido tocar el piano como Chopin y que alguien como Chopin la tocara como si fuera un piano”.
Ángeles Mastretta nos ofrece en esta obra (que apenas he resumido en el párrafo anterior: es mucho más rica y fascinante) un abanico de mujeres que, situadas ante las encrucijadas que les iba colocando delante la vida, tomaron decisiones; de mujeres que, en momentos difíciles, olvidaron las muletas varoniles y se arremangaron para luchar; de mujeres que se erigieron en aurigas de sus propios destinos y que, aferrando el látigo con una firmeza inesperada, pusieron al galope los caballos del presente, sin permitir que nada ni nadie les arrebatase ese control. Mujeres fuertes. Mujeres decididas. Mujeres que conocieron “a los encendidos corazones que les tomarían la vida y el vientre para llenárselos con sus apellidos”, pero que muchas veces sintieron que el cuerpo les vibraba por otro hombre, de una forma incontenible. Mujeres que fueron instruidas en “el patético carácter de irreversible que tiene el pacto conyugal”. Mujeres que vivieron o que, al menos, intentaron vivir. Mujeres que fueron creando la Historia y el futuro.
Un hermoso libro.

sábado, 25 de julio de 2020

El alquimista impaciente




Lorenzo Silva sabe contar historias. Esa frase, de apenas cinco palabras, es para mí un alto elogio, después de haberme tropezado en mi vida con muchos autores que, obstinados en experimentalismos con fecha de caducidad (modernísimos durante unos meses), pedanterías léxicas o ínfulas de arquitectos, pretendieron convertir el arte de novelar en un confuso espectáculo pirotécnico al que los lectores asistíamos con perplejidad o complejo de catetos. Pero Lorenzo Silva (insistiré) sabe contar historias. Y esto se refleja en el agrado con el que van fluyendo ante los ojos las páginas de El alquimista impaciente (que obtuvo el premio Nadal del año 2000).
Podrán gustarnos más o menos las novelas de género negro, pero lo que resultará difícil discutir es el atractivo que el escritor madrileño imprime a su fabulación, donde encontramos guardias civiles, empresarios gárrulos, proxenetas de origen bielorruso, secretarias estiradas, cadáveres con tiros en la nuca, centrales nucleares que camuflan irregularidades, exclusivos bares de copas y prostitutas de lujo. Y donde encontramos, sobre todo, al sargento Rubén Bevilacqua y a su ayudante, la guardia Virginia Chamorro, unidos por una química profesional y humana de lo más sugerente.
Para mi gusto, la secuencia menos lograda del libro es la cena que protagonizan Chamorro y el empresario León Zaldívar, porque en ningún momento me pareció creíble que un viejo zorro como él, con más conchas que un galápago, cayera de un modo tan rápido y burdo en la ñoña trampa que le tienden para tirarle de la lengua. Y, en el otro extremo, yo situaría la entrevista que celebran Bevilacqua y Críspulo Ochaita: pocas veces he leído una esgrima verbal tan poderosa como la que mantienen estos dos personajes, que te hace tragar saliva y hasta te acelera el corazón por momentos.
Brillante Lorenzo Silva, cuyos libros siempre me deparan horas magníficas de lectura. Puesto en pie, se lo agradezco.

viernes, 24 de julio de 2020

Pippi Calzaslargas




Tenía pocos años cuando vi en televisión la serie “Pippi Calzaslargas” y algunos más cuando, encontrada la obra en una feria del libro usado, me hice con ella y la leí. Ahora he recuperado ambas sensaciones placenteras leyendo la obra para mis hijos pequeños, a razón de un capítulo cada noche, antes de dormir. Sus risas me han permitido recordar las mías y han refrescado la sensación de encontrarme ante un personaje que me fascinó en mi infancia, cuando aún no sabía que podía ser leído en clave feminista (¿qué era eso?) o en clave freudiana (¿qué era eso?).
Pippi (o, para ser más formal, Pippilota Viktualia Rullgardina Krusmynta), hija del capitán Efraín Calzaslargas, con sus trenzas pelirrojas, sus pecas infinitas, su mono en el hombro (el Señor Nelson), su caballo inseparable y su maletín lleno de monedas de oro, es capaz de convertir en asombrosa aventura cualquier día y cualquier tarea: esparcir azúcar por el suelo, para caminar con los pies descalzos y sentir el crujidito; caminar hacia atrás, porque se niega al convencionalismo de hacerlo como el resto de los mortales; lograr que un policía la persiga, mientras trepa por árboles y tejados; pelearse con un toro y arrancarle los cuernos para seguir jugando con él sin peligro; protagonizar una sesión de circo en la que vuelve locos a todos (la trapecista, el forzudo, el director), antes de volver a casa tan tranquila; sorprender a los dos ladrones que han entrado de noche en su hogar para robar y obligarlos a bailar la polca; invertir algunas de sus valiosas monedas de oro en comprar treinta y seis kilos de dulces, para repartir entre los niños del barrio; desconcertar a un farmacéutico, al que compra un buen número de medicinas, que luego mezcla y utiliza para abrillantar los muebles; o zarandear por los aires a un carretero, quien ha cometido la avilantez de maltratar a su pobre caballo.
Todo un mundo divertido, fascinante y libérrimo, que salió de la mente de Astrid Lindgren y que ahora, traducido por Blanca Ríos y Eulalia Boada, se puede conseguir en un solo tomo que publica el sello Blackie Books. Léanlo en voz altas por las noches, con la quebradiza y carraspeante excusa de hacerlo para sus hijos. Volverán a la infancia.

jueves, 23 de julio de 2020

Mía




Tres historias escalofriantes quedan reunidas en este volumen que Ignacio María Muñoz publicó con el título de Mía (Cuadernos del Laberinto, 2019); pero conviene aclarar desde el principio que se trata de escalofríos que nada tienen que ver con la narrativa de terror, el derramamiento aparatoso de sangre o los sucesos de rango paranormal, sino con la angustia que en el alma de las mujeres puede imprimir el comportamiento de un varón brusco, posesivo, paranoico o dominado por la agresividad.
En la primera, fechada en 1887, nos encontramos con el señorito Jacobo Escalona, un zascandil de buena familia y aspecto galano que se vale de todos sus atributos económicos y estéticos para seducir a cuantas mujeres se le ponen en el camino, sean venales, solteras, casadas o, como ocurre en el caso de Angustias, virtuosamente inocentes. En la segunda, que sucede en 1952, acompañamos a la pobre Esperanza en su particular calvario: embarazada en el pueblo, rechazada por su seductor, recogida por las monjas, madre soltera, trabajadora en una fábrica para sacar a su hijo adelante… y con la mala suerte de toparse tan sólo con hombres libidinosos o virulentos, que la amargarán hasta el final de sus días. En la tercera, que sucede en el cercanísimo 2017, conoceremos a Leticia, una chica de buena posición social que tiene la desafortunada idea de acostarse con un estudiante universitario extranjero que, tras quedar interrumpida la relación, se convertirá en una bestia vengativa de la peor calaña.
Como se puede observar, nos hallamos ante tres novelas cortas donde se aborda el amargo tema de la violencia machista, desarrolladas sin maniqueísmos y con buen pulso por Ignacio María Muñoz (Bilbao, 1959), quien además imprime al conjunto un inesperado giro en las últimas páginas.

miércoles, 22 de julio de 2020

Vidas para leerlas




Ignoro por qué, pero la obra del cubano Guillermo Cabrera Infante nunca me ha llamado excesivamente la atención. Y me adelantaré a explicar que no se trata de desdén literario, de ninguneo político, ni de nada parecido. Procuro mantenerme ajeno a esos absurdos. Es sólo que su nombre, durante décadas, ha sido sólo eso: un nombre (y, como mucho, algunos títulos de libros). Pero me he decidido a quebrantar esa inercia cuando ha caído en mis manos su trabajo Vidas para leerlas; y confieso que me siento feliz.
Ya desde el título (parodia evidente de las Vidas paralelas de Plutarco) comencé a sentir simpatía y admiración por su escritura, la cual muestra a un habilidoso y sonriente narrador que, además de analizar con inteligencia y profundidad a un buen número de personajes relacionados con la isla de Cuba (su país natal), lo hace con afilado ingenio, estupendos juegos de palabras, paronomasias notables y gran sentido del humor. Es decir, los ingredientes que más ayudan a construir perfiles biográficos perdurables, muy por encima de la latosa erudición o las notas hormigueantes a pie de página.
Anécdota tras anécdota, grano a grano, voy descubriendo enfoques sobre aquellos seres humanos que habitaban bajo la piel de los escritores. Me entero de que Lezama Lima gustaba de la adulación, avalado por su oscuridad y por un estilo oratorio que “era paradigmático tanto como carismático y asmático”; que era “un glotón prodigioso capaz de comerse un lechoncito asado o un corderito lechal de una sentada”; pero que, a la vez, fue “el más grande poeta que ha dado Cuba”. Me entero de que el Che Guevara, tras comprobar que el embajador de Cuba en Argel tenía en su biblioteca el teatro completo de Virgilio Piñero, le espetó que cómo leía a “ese maricón”. Me entero de que Enrique Labrador Ruiz, escritor prolífico, “al revés de Neruda, fue toda su vida un demócrata que no mereció el premio Stalin”. Me entero de que Montenegro aconsejó al niño Guillermo Cabrera Infante que no escribiera a máquina con todos los dedos, pues ese método no revelaba al escritor, sino al mecanógrafo. Me entero de que Alejo Carpentier “era un pesado” y que se prestó “a todas las canalladas para servir a dos amos, el comunismo y Castro”. Me entero de la lucha tenaz que Néstor Almendros dedicó a denunciar la represión sexual (campos de aislamiento para homosexuales) y la vulneración de los derechos humanos durante la dictadura castrista. Me entero de que para G. Caín, el complejo de Edipo es una teoría “freudulenta”.
Y me entero, sobre todo, de que llevo treinta años de retraso a la hora de leer a un magnífico escritor. Habrá que ponerle remedio a ese dislate.

martes, 21 de julio de 2020

Los versos del capitán




He aquí un libro hermoso que, releído en la madurez, acrecienta su hermosura. Es mi impresión. Lo devoré con veinte años y me embriagó (aquellas imágenes, aquellas adjetivaciones, aquellos juegos sonoros, aquellos encabalgamientos espléndidos); ahora, con cincuenta y cuatro, le descubro la misma pasión interna, pero le añado la valoración estilística que, en mi juventud, sólo me llegó como alboroto y cascada, como fogonazo y trueno. Creo que Los versos del capitán es una obra trascendente e imperecedera (iba a escribir “inmortal”, y no me atrevo: es demasiado pronto para establecer ese juicio), porque ha sabido traducir la espontaneidad de los sentimientos y codificarla con un lenguaje lírico que cualquier lector puede sentir como suyo. No como emanado de sí (porque reconoce la excelencia del poeta y admite que lo supera en sus mecanismos verbales), pero sí como suyo en un plano emocional, cordial, íntimo: “esto” es lo que yo sentí en el puro instante del enamoramiento y “éstas” (ojalá) habrían sido las palabras mejores para decirlo.
Juvenil y maduro a la vez, el poemario nos muestra a un autor que busca en la amada a la pareja sexual, a la hermana, a la madre, a la amiga, a la compañera (sangres coordinadas, corazones simétricos, almas siamesas) y que es capaz de celebrarla con versos de una trabajadísima naturalidad, de un burbujeante fulgor. “La reina”, “Tu risa” o “El tigre” alcanzan un admirable nivel de belleza, que Pablo Neruda mezcla con nítidas remembranzas del Canto general (“Las vidas”) y con exploraciones telúricas (que a veces sorprenden por su simplicidad, pero que en otras ocasiones asombran por su elaboración).
Un volumen que provocará asombro y aplauso en todo tipo de públicos durante generaciones, porque el amor no pasa de moda. Y la mejor poesía amorosa, tampoco. Pablo Neruda fue, sin duda, un gigante en ese ámbito.

lunes, 20 de julio de 2020

La rosa de plata




En cierta ocasión, hace muchos, muchos años, una mujer llamada Ana María Villanueva tuvo la ocurrencia de comprar en un mercado un singular anillo con una rosa de plata. Le hubiera resultado imposible imaginar que, décadas después, una hija suya llamada Soledad terminaría escribiendo una novela inspirada en esa imagen.
Y lo hace instalándonos en la Bretaña del rey Arturo y sus caballeros, donde se ha producido un hecho lamentable: la celosa Morgana (hermana de Arturo y con gran fama como hechicera), viendo que siete doncellas se han atrevido a mirar a su amado, ordena encarcelarlas hasta que siete caballeros dispuestos a morir en la demanda acudan a su castillo para someterse a difíciles pruebas. Desde ese punto, la narración de Soledad Puértolas se dedica a contarnos las siete aventuras de liberación, salpicadas de pasadizos secretos, enanos de noble espíritu, damas tan bellas como virtuosas, hechizos sorprendentes y bosques enigmáticos. Como es obvio, no puede faltar en la marmita el ingrediente más memorable de todos: los amores escindidos que la reina Ginebra experimenta por su esposo Arturo (al que ha admirado desde la niñez y con cuya compañía se siente plena) y por el noble Lanzarote del Lago (por quien no puede evitar sentir atracción). Quizá la delicada manera en que Puértolas analiza el corazón de los tres constituya, a la postre, lo más intenso de la novela.
Nos encontramos ante un volumen de distraída amenidad, que nos retrotrae a las historias mágicas de la infancia y que se lee con sumo agrado. Muy adecuado para mantener activos los resortes de la fantasía.

domingo, 19 de julio de 2020

Amado monstruo




Sólo dos personajes presenciales (un jefe de personal de un banco y un aspirante al puesto de guarda) y dos personajes mencionados (las madres de ambos) sirven al aragonés Javier Tomeo para construir una de las novelas cortas españolas más notables y curiosas de finales del siglo XX. El jefe de personal se llama H. J. Krugger; el aspirante, Juan (aunque en la contraportada lo llamen “Antonio”, vaya usted a saber por qué). Y todo el desarrollo de la obra (que ocupa poco más de cien páginas) consiste en asistir a la entrevista que ambos mantienen, con el objeto de determinar si el segundo merece el puesto de trabajo.
Hasta aquí, todo bien. Pero en seguida descubrimos que Juan no es un tipo al que pudiéramos definir como normal: jamás ha trabajado, a pesar de sus treinta años; vive con una madre muy posesiva (con neurosis y traumas muy evidentes); ha dedicado toda su vida al ejercicio de la lectura (para rellenar el tiempo); y presenta una rareza física que, hasta el final de la charla, no sale a relucir, pero que determina su circunstancia. Krugger, por su lado, también exhibe un comportamiento anómalo: fuma de una manera compulsiva; adora a su propia madre (que murió cuando él era un niño y que le legó un manuscrito con recetas de cocina); y pretende extraer de las personas a las que interroga informaciones que, en realidad, nada tienen que ver con el cargo al que aspiran.
Asistimos a una novela de minería y exploración psicológica y que, a la vez, se construye con unos materiales muy sencillos (diálogos naturales, vocabulario medio, giros coloquiales, refranes, sentido del humor). El gran prodigio es Javier Tomeo (Huesca, 1932 – Barcelona, 2013) es haber conseguido, con esos hilos tan aparentemente fáciles de convocar, un tapiz de prodigiosa complejidad íntima y de lectura fluida, que fascina la primera vez y que no defrauda en las siguientes (es la tercera ocasión en que leo la novela).
Creo que voy a ir recuperando para mi blog, gradualmente, muchos de los libros de este aragonés, que tanto me fascinaron entre mis veinte y mis cuarenta años.

sábado, 18 de julio de 2020

Cartas a Pilar




Es probable que todas las cartas de amor sean (siguiendo el riguroso dictamen de Fernando Pessoa) ridículas; pero también es probable que, en determinadas circunstancias, el ambiente trágico que rodea a la correspondencia las adorne con tal aura de dignidad y belleza que nos sintamos impelidos a disculpar las ñoñerías que en ellas observemos. Ocurre así en este volumen que, en edición de Giancarlo Depretis, reúne dieciséis comunicaciones que Antonio Machado envió a su amada Guiomar (Pilar de Valderrama), una mujer casada de la que él, abatido, viudo y melancólico, se enamoró profundamente, hasta el extremo de escribirle que “tú eres, no dudes, el gran amor de mi vida” (p.214).
Consciente de que debe preservar a toda costa el secreto de este amor, para no herir la honra de la dama, Machado le indica que “lo mejor de la historia se pierde en el secreto de nuestras vidas” (p.65). Y se detiene en preocupaciones por su salud, por el estado de sus hijas, por el progreso de sus obras literarias (también Pilar redactaba versos), por el modo en que pueden organizar leves encuentros furtivos en un café… Una batería de pequeñas minucias que tejen los meses del poeta “romanticón y loquito” (son palabras suyas), que bebe los vientos por la mujer de ojos y labios enloquecedores, que están alegrando su madurez inclinada a la senectud.
Al tiempo, Machado le confiesa lo que piensa sobre Jorge Guillén o Pedro Salinas (“Son jóvenes de gran talento y, además, excelentes muchachos. Nadie más deseoso que yo de que sus libros sean maravillosos. Pero te confieso que, a pesar de mi buen deseo, no logro comprenderlos; quiero decir que no comprendo que eso sea poesía”, p.90), sobre Ortega y Gasset (“Tiene indudable talento, pero es, decididamente, un pedante y un cursi”, pp.109-110) y sobre otros personajes de la época, como la actriz Lola Membrives, Rivas Cherif o los hermanos Quintero.
Su reina, su diosa (es el calificativo que más veces le tributa el vate sevillano) ya explicó en sus memorias (Sí, soy Guiomar, 1981) que apenas pudo conservar un puñado de cartas de su amado Antonio. Treinta y seis demostraciones de amor incondicional, absoluto y maduro, que conservan todo el aroma de la rosa.

viernes, 17 de julio de 2020

El beso de la mujer araña




Hay libros que, tras la relectura, nos defraudan. Hay libros que, tras la relectura, nos descubren ángulos o matices que no apreciamos en la primera aproximación. Y hay libros, muy pocos en realidad, que nos emocionan de la misma forma que lo hicieron durante su primer abordaje. Acabo de descubrir que El beso de la mujer araña, en el que me sumergí pensando que estaría en el segundo grupo, se encuentra de lleno en el tercero. Nada más que por ese detalle, creo que podría ser interesante volver a los libros de Manuel Puig, que tengo demasiado tiempo sin refrescar.
No insistiré en el argumento de la obra, porque el paso del tiempo y su adaptación cinematográfica lo popularizaron: un preso por motivos morales (Luis Alberto Molina) y un preso por motivos políticos (Valentín Arregui) comparten celda en la época de la dictadura militar argentina. Y para distraer las horas que han de permanecer juntos, el primero le cuenta películas al segundo. Apenas más. El gran prodigio es que, con tan escasos elementos (y desarrollados en un ambiente claustrofóbico), nos vamos adentrando con delicadeza en el alma de los dos personajes, descubrimos su forma de pensar, sus sentimientos, sus ilusiones, sus miedos, sus grandezas y sus miserias. Con un pulso narrativo digno de un gran maestro, Manuel Puig consigue una novela redonda, imborrable, que te hace tragar saliva o te pone los ojos llenos de lágrimas cada vez que el autor se lo propone.
Una gran reflexión sobre la dignidad del ser humano. Un alegato por la libertad y la tolerancia. Un canto a la amistad limpia, por encima de diferencias. Un jovial monumento al cine en blanco y negro. Pero, sobre todo, una novela de brillo y de belleza indesmayables, que el tiempo no erosiona.

jueves, 16 de julio de 2020

Praga




Ciudad emblemática, en la que burbujean los recuerdos de Franz Kafka, Giacomo Casanova o Wolfgang Amadeus Mozart; pero donde también se escuchan en el aire los lamentos de los judíos masacrados, y los aullidos de los invasores soviéticos, y la amargura de los destinos torcidos.
Manuel Vázquez Montalbán detiene su mirada lírica, herida y triste en la ciudad por la que pasaron Milan Kundera, Rainer Maria Rilke, Bohumil Hrabal o Jaroslav Seifert; pero donde también vivieron anónimos camaradas que fueron asesinados de la manera más vil (“aprendisteis a avanzar de espaldas / para oír cara a cara el tiro de gracia”), y donde tuvo que soportarse “la obscenidad del tanque enhebrando ventanas”, y donde resultaba transparente “la división entre el que muere y el que mata”.
Puentes hermosos e ideales pisoteados. Kafka sufriendo línea a línea sus obras. Laberintos y metáforas. Encrucijadas y calles sepultadas por la niebla. Y un escritor que abandona la puntuación y que retuerce la sintaxis para dejar que los pensamientos y las emociones fluyan sin torrenteras convencionales.
“Todo lenguaje es un tam tam / que pide socorro en una lengua / inaceptable”, se lee hacia la mitad del libro. Este volumen de poesía tiene mucho también de tam tam, y de lamento lánguido, y de fracaso convertido en versos.

martes, 14 de julio de 2020

El viaje de Jonás




Un hombre que acaba de llegar a la esplendorosa Nínive decide adquirir, en un local exclusivo llamado Tiffany´s, un lujoso bastón con empuñadura de plata, que considera necesario para ejercer a partir de ese instante su oficio. Y, antes de abandonar la ciudad, compra para su esposa unos pendientes de lapislázuli (que tienen la forma de un elefantito) y le compone un breve poema de amor. Cuando su marido traspasa el umbral de su vivienda, ella compara el bastón egipcio con los colgajos de bisutería que pretende encasquetarle su marido. Y el enfado la impulsa a rechazar el regalo, espetarle que el poema que ha compuesto es “una mierda” y no dirigirle la palabra durante las siguientes semanas. Hasta aquí, podríamos considerar que nos encontramos ante una simple disputa doméstica… pero si añadimos que el varón del que estamos hablando es un conocido profeta de la Biblia, la escena adquiere un tono innegablemente humorístico.
De esa forma empieza El viaje de Jonás, una curiosa novela de José Jiménez Lozano, en la que se revisan desde una óptica jocosa y llena de anacronismos simpáticos las peripecias del profeta (“pequeño”, se insiste muchas veces) que, convocado por Yahvé para que clamase contra la viciosa localidad de Nínive, se sintió desbordado por la encomienda y trató de huir por el Mar Nuestro rumbo a España. Engullido después por una ballena (o por un ingenio submarino ideado por los argonautas, dado que no existen ballenas en dichas aguas) y aceptado el encargo divino, Jonás ejecuta su misión. Pero cuando Yahvé decide perdonar a los ninivitas tras tu arrepentimiento Jonás se siente desautorizado y se amostaza infantilmente.
Un relato lúdico, desinhibido, chispeante y con una veta de humor que recuerda, en algunos momentos, al don Camilo de Giovanni Guareschi.