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viernes, 8 de diciembre de 2017

Nuevo mundo



Hay autores a los que se entra a disfrutar y autores a los que se entra a pelear con ellos. A mí, al menos, me parece que es así. Uno se sumerge en las páginas de Shakespeare, de Whitman, de Muñoz Molina o de Neruda para dejarse mecer por la belleza de sus períodos, la contundencia de sus metáforas o el ritmo elegante de su decir. Pero cuando se abre un volumen de Jünger, Nietzsche o Miguel de Unamuno hay que colocarse unos guantes de boxeo, un protector bucal y tragar saliva, porque sabes que vas a encontrar frente a ti paradojas, silogismos, brillos negros, retruécanos y zarpazos ante los que no puedes permanecer impasible, estático, pasivo. O entras al combate o no consigues nada del libro. Sabes que sus autores te están provocando, retando, incitando.
Leo la breve obra Nuevo mundo, del bilbaíno más salmantino, del vasco más ibérico, del pensador más emocional y desgarrado: Miguel de Unamuno y Jugo. En ella nos encontramos a un narrador que nos informa sobre la vida (sobre todo la vida interior) de su amigo Eugenio Rodero, chico de virtuosa condición, recta voluntad de estudio, afanes filosóficos y rotunda fe que, trasladándose desde el pueblo hasta la capital para cursar estudios superiores, padece una crisis religiosa de gran magnitud, mezclada con alguna leve flaqueza carnal. A partir de ese instante, toda su energía vital se concentra en una desgarrada reflexión sobre mil temas conectados entre sí: el alma, la ciencia, la autenticidad, el sentido de la vida humana, Dios, las limitaciones del lenguaje…
¿Nos encontramos ante una novela? Es complicado pronunciarse. Habría que dar al término, en todo caso, un sentido muy flexible: más bien parece que el texto utiliza una leve excusa argumental para introducirnos en un cauce vertiginoso de pensamientos unamunianos (Rodero no es sino un trasunto suyo), tan volcánicos como contradictorios. Curiosa obra iniciática, en todo caso (está fechada en 1896, cuando don Miguel apenas tenía treinta y dos años), que busca a un lector más reflexivo que convencional.

“Es triste, muy triste; jamás, jamás, jamás salimos de nosotros mismos para ver a otro como él es, sentirle y quererle y respetarle por lo tanto. Somos impenetrables”.

viernes, 26 de mayo de 2017

Siete papas



Del teólogo Hans Küng, una de las mentes religiosas más notables del siglo XX, se acaba de publicar en la editorial Trotta el libro Siete papas, donde el célebre pensador suizo nos traslada sus impresiones y reflexiones sobre aquellos pontífices que han regido el Vaticano desde que él entró en el mundo de la religión. Haciendo alarde de una sinceridad que le honra, Küng admite que, además de introducir análisis objetivos acerca de estos dirigentes, también se ha dejado influir por sus emociones (“El hecho de que determinados papas salgan mejor parados que otros tiene que ver, por supuesto, con el hecho de que me resulten simpáticos o antipáticos. ¿Cómo podría ser de otro modo?”, p.12).
Así, nos dirá que Pío XII usó la devoción mariana “con sentido estratégico”, que fulminó el movimiento de los curas obreros franceses, que fue capaz de excomulgar en masa a todos los comunistas del mundo en 1949 mientras no movía un dedo para denunciar el nazismo (“Esto fue bastante más que un error político; fue todo un fracaso moral”, p.39)  y que, por todo eso, “este pontificado fue una verdadera tragedia cristiana, a pesar de todo su esplendor externo” (p.40). De Juan XXIII aseverará que fue “el papa más grande del siglo” (p.49), aunque le faltasen dotes de mando para eliminar a los sectores más retrógrados de la curia. Eso no obsta para que lo defina como “un papa que irradia amor cristiano en lugar de poder eclesiástico”. Por Pablo VI manifiesta sentir “simpatía personal”, pero no se le oculta que su papado tuvo “un comienzo esperanzador, un final más bien triste” (p.132). Sobre la inopinada muerte de Juan Pablo I (solamente se mantuvo en el cargo durante treinta y tres días) afirma: “A los curiales, a los que en parte conozco personalmente, los creo capaces de mucho, pero no de asesinar a un papa” (p.145). Cuando llega a la semblanza de su sucesor, Juan Pablo II, no duda en indicar que ha dejado “una nefasta herencia” (p.179) y que fue desde el principio un papa del Opus Dei, al que define como “Organización secreta católico-fascista con rasgos sectarios” (p.155). Algo después (p.199) nos dirá Hans Küng que el manipulador Joseph Ratzinger “hizo todo lo posible para encauzar la elección papal”, y el resultado fue evidente: salió elegido y optó por el nombre de Benedicto XVI. Era el triunfo de “el gran inquisidor y adversario de toda reforma de la Iglesia” (p.208) y de un hombre que habría de verse salpicado por “los escándalos de abusos sexuales a menores, que se extienden de continuo y a cuyo encubrimiento él mismo había contribuido” (p.247). Con las páginas que dedica a la “primavera vaticana” que supone la elección del actual papa, Francisco, quien representa “un signo de esperanza” (p.264), el teólogo Kans Küng cierra esta obra seria, profunda y controvertida, donde va mezclando consideraciones puramente teológicas con análisis humanos, meditaciones orgánicas y apuntes para la renovación del aparato de la Iglesia y su necesario saneamiento.
Nos encontramos, por tanto, con un volumen que resultará muy útil tanto a los especialistas como a los simples interesados en el devenir de los asuntos vaticanos en las últimas décadas, y que está escrito con tanto rigor en los términos como transparencia en la exposición. Nuevo acierto editorial del sello Trotta.

jueves, 6 de octubre de 2016

Las víctimas como precio necesario



“Víctimas ha habido siempre, pero durante mucho tiempo han sido invisibles o, mejor, han sido invisibilizadas, porque se las consideraba el precio obligado de la marcha de la historia”. Con estas crudas palabras comienza el volumen Las víctimas como precio necesario, que pronto pasa a contrarrestar tan aterradora fórmula comunicándonos la postura inequívoca de sus editores: “El asesinato no puede tomarse como una fatalidad del destino o como un pago necesario para conseguir objetivos políticos. Por eso, las víctimas tienen que dejar de ser el precio silencioso de la política y de la historia” (p.11).
Uno a uno, los diferentes investigadores que componen este enjundioso trabajo nos van trasladando sus particulares análisis sobre el mundo que nos rodea.
Alberto Sucasas desarrolla, alrededor de la figura y la obra de Imre Kerstész, una fenomenología de lo inmundo, centrándose en su experiencia en Auschwitz, donde el horror, la supervivencia y el fatalismo cohabitaban y donde la identidad quedaba a la postre herida o devastada.
Jordi Maiso constata con gran pesadumbre que “el aluvión de imágenes de violencia, sufrimiento y catástrofes [...] desborda nuestras capacidades de asimilación y, al mismo tiempo, acompaña nuestra cotidianeidad como un telón de fondo permanente” (p.52) y explica la frialdad que se deriva de un modelo económico capitalista en el que todas las relaciones quedan impregnadas de un tinte económico. Esa frialdad, en su opinión, se constituye en “una fuerza social activa, muda pero omnipresente” (p.59). Y la conclusión a la que llega no puede ser más aterradora: “Todos saben lo que les ocurre a los que quedan estigmatizados como perdedores. La supervivencia cotidiana exige aceptar como un dato incontrovertible la incesante proliferación de vidas sobrantes, desechadas, desperdiciadas y desahuciadas” (p.69).
David Galcerá se acerca hasta las reflexiones de Primo Levi, que analizan la compleja relación entre víctimas y verdugos en el hediondo territorio de los campos de exterminio nazis.
Alejandro Baer y Natan Sznaider realizan un abordaje muy interesante a la delicada cuestión de las fosas franquistas o la Argentina posdictatorial, cuyas ramificaciones continúan abiertas y llenas de dolor.
Reyes Mate sugiere que, tras la brutalidad o el terrorismo, “tenemos que repensar la paz desde la experiencia de la barbarie y no haciendo abstracción de ella” (p.106). Y aplica su análisis a los casos de ETA (España) y de Colombia.
También Martín Alonso se acerca hasta los crímenes etarras y desmenuza con rigor los mecanismos discursivos y sanguinarios del mundo abertzale.
El sociólogo Imanol Zubero nos muestra las alarmantes cifras mortales que se registran en el mundo del trabajo (una persona fallecida cada 15 segundos en el mundo durante el año 2012, según la OIT), que también son “víctimas necesarias” del sistema capitalista.
Óscar Mateos nos ofrece un valioso trabajo sobre la “justicia transicional” que puede observarse en el continente africano, donde los odios étnicos y los conflictos económicos y territoriales han generado un caudal millonario de víctimas en Ruanda, Sierra Leona, Mozambique o Sudáfrica.
José A. Zamora aborda el mundo de las víctimas relacionadas con el tráfico y nos traslada unas cifras estremecedoras: “La elaboración de nuevos métodos de recolección de datos y el crecimiento de los estudios concretos permiten hoy una proyección suficientemente fiable que elevaría a más de 45 millones el número de muertos por el tráfico y a más de 1500 millones los heridos desde que se inventó el automóvil” (p.190).
Y la magistrada Isabel Germán Mancebo (la única autora que aparece en el volumen nos habla de su experiencia como protagonista de un accidente vial y extrae conclusiones humanas y jurídicas del trágico suceso.

En conclusión, un trabajo lleno de interés y de reflexiones enjundiosas, en el que tan sólo faltaría añadir alguna aproximación a los campos soviéticos o chinos, que hubiera completado la visión de conjunto.

sábado, 18 de junio de 2016

La Biblia en la literatura hispanoamericana



Hay volúmenes que, simplemente leyendo su título, impresionan. Es el caso de éste. Es tal la envergadura del proyecto, tan vastas sus ramificaciones, tan escandaloso el volumen de obras que debían ser analizadas, que no queda sino maravillarse de que el equipo de investigadores que han sido reunidos en este tomo haya logrado culminar su empeño con tan excelsa eficacia. Se trataba, en suma, de comprobar que “la presencia de la Biblia en la literatura hispanoamericana es una dimensión al mismo tiempo obvia y oculta, oculta y aun escamoteada” (p.9) y que, por tanto, convenía aplicarse a una investigación donde quedasen reflejadas las influencias que este texto religioso desarrolló en las páginas de novelistas, poetas, dramaturgos y ensayistas del Nuevo Continente desde finales del siglo XV hasta la actualidad.
La investigación comienza, lógicamente, con la figura del almirante Cristóbal Colón, que solía utilizar abundantes citas y observaciones relacionadas con la Biblia en sus manuscritos, y luego se prolonga por los cronistas de Indias (Bartolomé de las Casas o fray Bernardino de Sahagún), el teatro barroco o sor Juana Inés de la Cruz. Pero quizá la parte más interesante para los lectores menos especializados comienza a partir de la página 222, cuando los analistas se sumergen en el estudio del Modernismo y el siglo XX, poblado de nombres que resultan imborrables en la tradición literaria. Así, descubrimos que una de las primeras lecturas enjundiosas que Rubén Darío abordó en su juventud fue, precisamente, la Biblia (p.225); que los estudiosos de la poeta Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura, “han subrayado la gravitación de la Biblia en el universo imaginario de la autora” (p.284);; que en las novelas del cubano Alejo Carpentier “la Biblia se cita repetidas veces, ora de forma explícita, ora de forma alusiva” (p.379); que la presencia de esta obra es también frecuente en los versos de César Vallejo, quien “se educó en una familia muy religiosa en la que sus dos abuelos fueron sacerdotes” (sic p.457); que la Biblia “es sin duda el texto al que Borges alude con mayor frecuencia” (p.475) o que el chileno Pablo Neruda sintió durante toda su vida “una intensa devoción hacia ese libro sagrado, probablemente por su valor humano y literario más que por razones religiosas” (p.501).
Por supuesto, a este reducido grupo de escritores (seleccionados por la comprensible brevedad de una reseña) podríamos añadir también los nombres de Miguel Ángel Asturias, Octavio Paz, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos u Olga Orozco, por centrarnos tan sólo en los autores del siglo XX, y aún dejaríamos fuera a docenas de otras figuras de importancia crucial en el desarrollo de las letras sudamericanas.

Este espectacular recorrido, que la editorial Trotta publica de forma bellísima en un sólido formato de tapa dura y que comento con auténtico placer, ha sido coordinado por Daniel Attala (Universidad de Bretagne-Sud, Francia) y Geneviève Fabry (Universidad Católica de Lovaina, Bélgica) y en él participan un total de veintidós reputados especialistas cuyas aportaciones arrojan luz sobre zonas muy interesantes de la literatura hispanoamericana de todos los tiempos.

martes, 24 de marzo de 2015

Correspondencia, VI



La editorial Trotta clausura su magna edición de la correspondencia del filósofo alemán Friedrich Nietzsche con este sexto tomo, que traduce Joan B. Llinares. En sus páginas parecen haberse aplacado, curiosamente, los terribles problemas de salud que siempre aquejaron al pensador. Indica, eso sí, que “en tres cuartas partes estoy ciego” (carta 960), y que a veces lo asaltan vómitos y cefaleas. Pero el porcentaje de atención que dedica a esas descripciones es singularmente pequeño. Se acentúan, en cambio, dos rasgos de manera clarísima: el antisemitismo y la jactancia petulante acerca de su propia importancia como filósofo.
Por lo que respecta a su postura sobre los judíos, podríamos detenernos en la carta 968, unas durísimas líneas que dirige a su hermana en las que muestra su profundo desprecio por el antisemitismo de su esposo. Llega incluso a tildar a los hermanos de elementos “superfluos” y, de facto, rompe relaciones con ella por haber visto que el nombre de Zaratustra y el apellido Nietzsche se utilizan unidos en publicaciones de corte antisemita, en las que su cuñado colabora con fervor. Además, cuando Nietzsche se plantea que la publicación de El Anticristo ha de representar un golpe mortal al cristianismo, piensa en dinero judío para sufragar ediciones mastodónticas del libro. La ciencia, el pensamiento, el arte, le deben mucho al pueblo judío, en opinión de Friedrich Nietzsche.
Pero el bloque más estupefaciente lo constituyen, sin duda, sus aseveraciones acerca de sí mismo, que van subiendo de tono ególatra conforme pasan los días y los meses. Nietzsche, cada vez más ensoberbecido por los apoyos de Taine o August Strindberg, decide verse como un gran filósofo (al principio), como el más grande filósofo vivo (después) y como el más grande de la Historia (al final). La escalada posiblemente guarde relación con el deterioro paulatino de sus facultades mentales, y puede consignarse en este breve resumen de citas: “Hasta ahora todavía nadie ha tenido coraje e inteligencia suficientes para descubrirme ante los queridos alemanes: mis problemas son nuevos, mi horizonte psicológico es tan extenso que asusta, mi lenguaje es audaz y claro, quizá no haya libros alemanes más ricos en pensamientos y más independientes que los míos” (carta 963) / “(A los alemanes) les he dado obras de primer orden, gracias a las cuales la posteridad quizá le perdonará a esta época que haya existido: ¿acaso he recibido siquiera una palabra de profunda gratitud o aunque solo fuese una millonésima parte del honor al que tendría derecho?” (carta 979) / “Desde hace diez años he producido obras maestras sin excepción” (carta 987) / “De mi Zaratustra creo, en cierto modo, que es la obra más profunda que existe en lengua alemana, incluso que es la más perfecta lingüísticamente. Pero para comprenderlo se necesitan generaciones enteras” (carta 1050) / “Les he dado a los humanos el libro más profundo que poseen, mi Zaratustra: un libro que distingue de tal manera que quien puede decir “he comprendido seis frases suyas, es decir, las he vivido”, con ello forma parte de un orden superior de mortales” (carta 1064) / “(El Anticristo) El acontecimiento filosófico más grande de todos los tiempos, con el cual la historia de la humanidad se parte por la mitad” (carta 1126) / “Soy la instancia suprema que hay sobre la tierra” (carta 1131) / “Me parece que yo tengo ‘en la mano’ el destino de la humanidad” (carta 1137) / “Yo juego con la carga que podría aplastar a cualquier otro mortal” (carta 1145) / “(Se define a sí mismo) El primer ser humano de todos los milenios” (carta 1147) / “(El Anticristo) En los próximos dos años he de dar los pasos pertinentes para que la obra se traduzca a siete lenguas: la primera edición de cada lengua, aprox. un millón de ejemplares” (carta 1159) / “(Con El Anticristo queda claro) que el viejo Dios ha quedado abolido y que muy pronto yo mismo gobernaré el mundo” (carta 1177).

En las últimas cartas (cortas, delirantes, casi epilépticas), que ya no tienen más valor que la tristeza de ver el modo en que se desintegra una mente, Nietzsche firma como Dioniso o El Crucificado, propone fusilar a los antisemitas y otra porción de disparates que casi se antoja cruel leer: no son sino los desvaríos de una mente quebrada. Pero el viaje hasta llegar a ese punto (las 2810 cartas que la editorial Trotta ha reunido en seis tomos, añadiéndoles 6640 notas eruditas) ha sido impresionante, y espero haber dejado una mínima huella de ello en esta media docena de reseñas sobre las mismas.

martes, 10 de marzo de 2015

Correspondencia, V



El quinto volumen de la Correspondencia de Friedrich Nietzsche publicada por la editorial Trotta se lanzó en 2011. Abarca el período comprendido entre enero de 1885 y octubre de 1887, y el responsable de la traducción fue Juan Luis Vermal, que introdujo además 568 espléndidas notas finales aclarando nombres de personajes o situaciones históricas.
El filósofo alemán sigue comentándonos las erosiones de su salud, sobre todo su estómago y sus ojos (en una carta dirigida a su madre y hermana firma como “vuestro Fritz casi ciego”. Y se siguen acentuando también los rasgos evidentes de megalomanía. En la carta 740 anota sin ambages: “ Todos los indicios hablan a favor de que en los últimos años se prestará mucha atención a mis libros (en la medida en que, dicho sea con su permiso, soy con mucho el pensador más independiente y que más piensa en gran estilo de esta época); se tendrá necesidad de mí, y se harán todos los intentos posibles de acercarse a mí, de comprenderme, de explicarme”; un poco después (carta 752) rematará el juicio: “No quiero tener razón para hoy y mañana, sino por milenios”. Esas enérgicas convicciones no le impiden procurarse editores que favorezcan la venta de sus libros. Enfadado con Schmeitzner (que no difunde sus obras ni consigue vender ejemplares a su gusto) conseguirá que Ernst Wilhelm Fritzsch se haga con los derechos de sus obras, y comienza a escribir para él nuevos prólogos y textos revisados, con la voluntad (humana, demasiado humana) de ser más conocido y reconocido. De hecho, y aunque después de concluir Más allá del bien y del mal ha manifestado su deseo de no ser publicado en mucho tiempo, apenas pasados unos días se ofrece al editor Heymons (carta 687). Y cuando éste le contesta de forma negativa insiste, aceptando cobrar derechos solamente cuando se hayan vendido ya 600 ejemplares del libro (carta 689). La preocupación por las ventas (que él quiere maquillar de despreocupación, pero que reaparece una y otra vez en sus líneas) le lleva a escribir a su amigo Franz Overbeck: “Ni yo ni ningún editor podemos mantener el lujo de una literatura cuyos interesados apenas superan el número de 100” (carta 858). Resulta sin duda chocante que para Friedrich Nietzsche, que consideraba que su trabajo Así habló Zaratustra era “el libro más profundo y luminoso que existe” (carta 574) y que escribió que “el fundador del cristianismo es superficial en comparación conmigo” (carta 583), estas cuestiones económicas resultaran tan obsesivas.
Capítulo aparte merecen las alusiones a la terrible soledad que el filósofo notaba a su alrededor. Huérfano de amigos, colegas o familiares que fueran capaces de entender sus ideas, se sintió más aislado de lo que nadie podría soportar. “No vive ahora nadie que a mí me importe mucho; las personas que aprecio están hace largo, largo tiempo muertas”, anota en la carta 581; y poco después se dirige a su hermana Lisbeth con estas desconsoladas frases: “Si me he enfadado mucho contigo, ha sido porque me obligaste a abandonar a las últimas personas con las que podía hablar sin hipocresía. Ahora estoy solo” (carta 583); y un poco más tarde aún, escribiéndole a Franz Overbeck: “¡Si pudiera darte una idea de mi sentimiento de soledad! Ni entre los vivientes ni entre los muertos tengo a nadie con quien me sienta afín” (carta 729)... Esa soledad, mezclada con los casi interminables quebrantos de su salud, le llevan a manifestar algunas veces unas ideas teñidas por el egoísmo: cuando se confirma que su hermana va a casarse con Förster, Nietzsche piensa que de esa forma su madre quedará liberada para cuidarlo a él como enfermera.

Y para quienes aún crean en ese disparate de que Nietzsche fue un inspirador del odio nazi contra los judíos, ahí van algunas frases: cuando tiene que insultar a la editorial de Schmeitzner lo hace con el marbete de “agujero de antisemitas” (carta 649); cuando explica sus desavenencias con su cuñado Bernhard Förster lo justifica por el modo en que éste odia a los judíos (carta 674); cuando escucha una interpretación antisemita de su Zaratustra, Nietzsche anota que “me ha hecho reír mucho” (carta 820); y cuando el ideólogo Theodor Fritsch le hace llegar sus publicaciones antijudías, Nietzsche se las devuelve y le ruega que no le envíe más (carta 823). Se trata del pensamiento coherente de quien ya había escrito a su madre en septiembre de 1886: “¡Que el cielo se apiade de la inteligencia europea si se le quisiera sustraer la inteligencia judía” (carta 750).

jueves, 26 de febrero de 2015

Correspondencia, IV



En el tomo IV de esta monumental correspondencia tenemos como traductor y anotador a Marco Parmeggiani, y en sus páginas descubrimos, como detalle anecdótico, casi íntimo, los pedidos que Friedrich Nietzsche realiza a su madre y hermana: aparte de libros y de algunas prendas de abrigo, les ruega que le envíen dos cepillos de dientes (carta 10), embutido (carta 125), un peine (carta 137), etc. Son demandas casi tiernas, si lo pensamos un poco, que nos hablan de la pobreza y de la soledad del filósofo. También dedica una gran parte de sus cartas a hablar de los problemas de salud que lo aquejan: sus ojos irritados (Nietzsche llega a comprarse una rudimentaria máquina de escribir, que jamás le funcionará bien, para no forzarlos durante la escritura), sus caries, sus dolores de cabeza y estómago, sus molestias en la vejiga... De ahí que constantemente esté buscando un lugar con clima seco, temperaturas altas y cielos despejados, que lo liberen del horror de sus jaquecas. Comenta la posibilidad de irse a México, a París, e incluso a España (en la carta 466 se refiere concretamente a Murcia). Como terapia física y como sistema de tonificación, reconoce que suele caminar varias horas cada jornada (en la carta 46, sin duda exagerando, habla de ocho horas diarias). Igualmente llama la atención el modo en que se van deteriorando las relaciones con su madre y con su hermana, desde la aparición en su vida de Lou von Salomé, una mujer que lo encandiló desde el primer momento, aunque él insiste siempre en que jamás se le cruzó por la cabeza ningún pensamiento erótico (“mi verdadera hermana”, la define en la carta 303). Incluso llegó a hacer planes para vivir juntos (junto a Paul Rée) y emprender estudios filosóficos unidos. De hecho, para que quede clara cuál es su auténtica relación llega a escribirle a su amigo Heinrich Köselitz: “Usted nos hará sin duda el honor de no confundir nuestra relación con un enamoramiento” (carta 263). Elisabeth, la hermana de Friedrich, rompió con él en septiembre de 1882 por culpa de su relación con Lou y por culpa de sus obras (que consideraba dañinas, de un profundo ateísmo y pesimismo). Nietzsche romperá también con su madre por el mismo motivo. Y aunque tras la separación de Lou retomó el contacto con ambas, ya nunca volvió a la fluidez de antaño. Mucho se podría anotar (y no lo haré en esta reseña para no alargarla demasiado) sobre la amargura que quedó en su alma tras el apartamiento de Lou von Salomé, quien lo decepcionó profundamente. “En toda mi vida nadie se ha portado tan mal conmigo como Lou”, anota con tristeza en la carta 339. “Ya no quiero tener nada que ver con ella”, concluye en la carta 353. Pero las secuelas de aquel revés emocional se perciben durante los años siguientes en sus cartas y sus escritos filosóficos... Por cierto, dos detalles anecdóticos más: el primero, que Nietzsche asistió en abril de 1884 a una corrida de toros española en Niza (la menciona en su carta 504, pero no comenta nada al respecto); el segundo, el desdén que el filósofo siente por las ideas antisemitas de su editor Schmeitzner y del novio de su hermana Elisabeth... A mí, el elemento que más me ha llamado la atención ha sido la deriva megalómana que se advierte en Nietzsche desde la publicación de su libro Así habló Zaratustra. Comienza a repetir a varios amigos que, en el futuro, se pronunciarán los juramentos en su nombre durante “milenios enteros” (sic); y que no tiene discípulos adecuados porque él exige “obediencia incondicional” (sic); y que entre sus proyectos más inmediatos “hay también un atentado contra toda la prensa moderna” (carta 516) y que desea “obligar a la humanidad a enfrentarse a elecciones de tal calibre que sean decisivas para todo su futuro” (carta 516). En el colmo de la petulancia, llega a escribirle a Paul Lanzky que Así habló Zaratustra es el volumen “más sublime y más rico de perspectivas que se haya escrito nunca” (carta 506). Ahí queda eso. Como mejor cita del tomo me quedaría con ésta: “El que sufre es una presa fácil para cualquiera; frente al que sufre todo el mundo es sabio” (carta 488).

sábado, 31 de enero de 2015

Correspondencia, III



El tercer volumen de la Correspondencia de Nietzsche (Trotta, 2009) cubre el período temporal que va desde enero de 1875 hasta diciembre de 1879 y consta de 510 cartas (se sigue la numeración del volumen II, de tal modo que iniciamos la lectura en la carta 412 y se acaba en la número 922). Andrés Rubio se encarga de traducirlas y añadirles 1036 notas de gran interés al final del volumen.
El año 1875 le depara a Nietzsche la sorpresa de que su fiel Romundt tiene decidido convertirse al catolicismo, lo que provoca una chocante indignación en el filósofo, que lo reputa de mal amigo y de egoísta (“Estoy un poco herido por dentro y a veces pienso que es lo más malvado que me podían haber hecho. Naturalmente Romundt no tiene mala intención, hasta ahora no ha pensado ni por un instante en otra cosa que no fuera él mismo”, carta 430). Algo después, durante el verano del mismo año, ha de ser ingresado en un sanatorio de la Selva Negra, especializado en dolores estomacales, donde se le trata con algunas lavativas autoadministradas (carta 468) y con sanguijuelas en la cabeza (carta 469). No mucho más tarde emplearía unas líneas para explicar que “ni siquiera la muerte es lo que más me asusta, sino la vida enferma, en la que uno pierde la causa vitae” (carta 479). Y es que la salud continuaba siendo una terrible fuente de suplicios para el filósofo alemán. En enero de 1876 le comunicaba a su amigo Gersdorff que había padecido “una seria dolencia cerebral” (carta 498). Y llega a concluir, en unas terribles palabras que le envía a Richard Wagner, que “ya estoy harto, y quiero vivir sano o no vivir más” (carta 556). Esa devastación de su salud no habría de moderarse durante el resto de su vida, regalándole unos padecimientos extraordinarios, que lo hacen aseverar en alguna carta (como la 799) que sus dolores no son menores que los que padeció Giacomo Leopardi. La forma más demoledora de condensarlo aparece en la carta 830, cuando habla de “mi existencia al borde del abismo y compuesta de tres cuartos de dolor y un cuarto de agotamiento”.
Por lo que respecta a su situación sentimental, Nietzsche es de lo más gélido. En una ocasión le escribe a Gersdorff, refiriéndose a su común amigo Rohde, y le habla de “esta absurda situación en la que su vida gira en torno a una pequeña muchacha —¡el cielo nos libre a ti y a mí del mismo destino!” (carta 487). Pero de pronto conoce a Mathilde Trampedach y, tras un solo día de conversación con ella le escribe unas líneas directísimas, huérfanas de toda huella sentimental y de todo calor, donde le pregunta: “¿Quiere usted ser mi esposa?” (carta 517). A la negativa de esta dama seguirá una recomendación de su hermana Elisabeth, en el sentido de que le propusiera matrimonio a Bertha Rohr. Nietzsche, no muy convencido, piensa más bien en Natalie Herzen (carta 603). Se percibe en sus palabras un tono de valoración ganadera que sorprende por su falta absoluta de sentimientos. Igual sensación se desprende de aquella frase en la que se muestra favorable al “matrimonio con una dama que congenie conmigo, pero necesariamente adinerada” (carta 609).

Intelectualmente, Nietzsche comienza a sentir sus primeros desacuerdos con la filosofía de Schopenhauer, sobre la cual llega a instantes de lo más contundente (“Sigo creyendo que es extremadamente importante pasar por Schopenhauer durante un tiempo y tomarlo como educador. Sólo que ya no creo que deba educarse en la filosofía schopenhaueriana”, carta 642); va dejando constancia de las numerosas amistades que ve erosionarse o perderse después de la salida de su libro Humano, demasiado humano; desliza juicios pictóricos de una vigorosa subjetividad (“Considero a Van Dyck y a Rubens superiores al resto de pintores del mundo”, carta 615); exhibe sus habilidades culinarias (en la carta 591 presume de saber preparar risotto); nos habla en la misiva 658 de sus gafas del número 2 (las cuales corregían un total de 13 dioptrías); sugiere a su madre y su hermana unos regalos más bien curiosos (“En navidad me gustaría tener una longaniza”, carta 777)... Y ya van apareciendo los brotes de su pensamiento más radical, cuando alude sin ambages a la retórica judeocristiana, “contra la que he ido acumulando tanto asco que debo tener cuidado para no ser injusto” (carta 495) y comienza a hablar de sí mismo con los inicios de una inequívoca grandilocuencia (“Tengo que vivir para mi misión y mi tarea”, carta 772).

lunes, 19 de enero de 2015

Correspondencia, II



En este segundo volumen de la abundante correspondencia del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, publicada por el sello Trotta, encontramos 411 cartas que traducen José Manuel Romero Cuevas y Marco Parmeggiani. Un rico aparato de 1260 notas, humanas y eruditas, completa el volumen.
El joven profesor (aún no ha cumplido los treinta años), que está compaginando el trabajo en la universidad de Basilea y en un instituto por un sueldo más bien reducido, nos va explicando en estas páginas sus trabajos sobre las Coéforas, Homero, Esquilo o la gramática latina (disciplinas que debe impartir). Y leemos que, en vista de sus nuevas inquietudes intelectuales, llega a postularse como profesor de Filosofía para la citada universidad, intentando que uno de sus amigos cubra su vacante de Filología. Al no lograrlo, queda francamente abatido. Poco a poco, se nota en sus misivas que va distanciándose de Basilea, y que acaricia la posibilidad de dejar la enseñanza para dedicarse al pensamiento filosófico fuera de las aulas, con el dinero ahorrado (tálero a tálero) durante sus años como docente.
Entre las peticiones curiosas que Nietzsche realiza en sus cartas están las de solicitar a su madre y su hermana que le hagan llegar unos calzoncillos de piel de ciervo (carta 29) o que le encarguen trajes nuevos en su sastre de costumbre. También les da las gracias por el envío de algunos presentes tan poco esperables y tan poco intelectuales como un salchichón (carta 397).
El tema de la salud aparece también con cierta periodicidad. Tras redactar una curiosa anotación médica (“Hay aquí mucho viento y produce mucho dolor de muelas”, carta 2), se quejará de “dolores hemorroidales” (carta 122), un herpes en la nuca (carta 220), molestias estomacales (carta 230) y, sobre todo, de un persistente problema con los ojos, que le obligará a utilizar a algunos amigos a la hora de componer cartas o redactar trabajos.

Pero sin duda los dos grandes temas estelares de este volumen son Richard Wagner y la aparición del libro El nacimiento de la tragedia. Sobre el músico se manifiesta Nietzsche con exagerada vehemencia, aclarando que “en su cercanía me siento como en la proximidad de lo divino” (carta 19) y llegando a escribir líneas como éstas: “Me estremezco siempre con la idea de que podría haber quedado excluido de su camino; y entonces de verdad no habría merecido la pena vivir” (carta 309)... En cuanto a la publicación de su primer volumen de importancia (El nacimiento de la tragedia), nos dirá que se siente ilusionado a la hora de su aparición (“Tengo la mayor confianza en el escrito: se venderá mucho”, carta 168), se preocupará minuciosamente de que lleguen ejemplares a los críticos y profesores más adecuados a la hora de promocionarlo... y se sentirá molesto cuando no reciba los elogios que él entiende justos. Así, le escribe a su amigo Friedrich Ritschl, asombrado de que no le haya dado sus opiniones sobre la obra (carta 194). Lo que no sabía es que Ritschl había escrito en su diario que le parecía una “ingeniosa borrachera”. Y tras esta carta de Nietzsche, en la cual el filósofo se mostraba convencido de la importancia suma de su libro, escribió: “Megalomanía” (nota 538). También es interesante observar cómo Nietzsche no encajaba demasiado bien las críticas negativas. Después de recibir un varapalo muy duro por parte de Wilamowitz, Nietzsche lo insulta en sus cartas, incita a su amigo Rohde para que escrita contra él refutándolo (incluso se permite indicaciones muy precisas sobre qué cosas debe decirle e incluso con qué intensidad y en qué orden) y, tras todo eso, asombrosamente hipócrita, escribe a Gustav Krug (carta 242) diciéndole que él no tiene “nada que ver con este castigo” y a su madre (carta 262) explicándole que esa polémica le “interesa poco”. Debilidades humanas, demasiado humanas, sin duda. En todo caso, era consciente de la importancia de su obra, porque le escribe a su amigo Carl von Gersdorff estas nítidas palabras, en relación con El nacimiento de la tragedia: “Cuento con una andadura lenta y silenciosa a través de los siglos, te lo digo con la máxima convicción. Pues aquí han sido dichas por primera vez algunas cosas eternas: eso debe tener resonancia” (carta 197).

lunes, 29 de diciembre de 2014

Correspondencia, I



La abultada correspondencia del filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1890), que recopilan el sello Trotta y la Fundación Goethe en una monumental edición en seis tomos (los cuales iré reseñando gradualmente), se abre con la etapa que va desde 1850 a 1869. El traductor de este primer volumen es Luis Enrique de Santiago Guervós, quien incorpora 1373 enjundiosas notas eruditas a las 633 cartas del pensador alemán.
Nos enteramos en estas páginas, por ejemplo, de que un jovencísimo Friedrich, apenas llegado a la pubertad, ya estaba dándole vueltas a la confección de su biografía (carta 18); o descubrimos contrastes igualmente juveniles, donde a la noticia más terrible sucede una petición nimia, casi irrespetuosa (“Aquí en Pforta, el viernes, ha muerto un alumno tras largos y atroces dolores. Le darán sepultura el domingo. Enviadme también una cucharita de café de plata; seguro que no se perderá, me hace muchísima falta para cuando tomo mi leche”, carta 27); o nos iremos enterando de las precoces molestias físicas del filósofo, que se ceban con sus pies (carta 50), su vientre (carta 59), su garganta (carta 205), su cuello (carta 209), su pecho (carta 350), su oído (carta 355), sus muelas (carta 458), su reumatismo (carta 469) ... y sobre todo su cabeza, que lo tiene martirizado durante largos períodos de tiempo. Notable fue también el enojoso accidente que tuvo durante su servicio militar: tras caerse de un caballo y golpearse con fuerza en el pecho se provocó una herida muy profunda, y le extrajeron de allí “cuatro o cinco tazas de pus” (carta 565). Fue un quebranto de salud que le duró meses.
También comprobaremos cómo, estudiante alejado de la casa familiar, Friedrich Nietzsche se ve impelido a enviar de continuo ropa sucia a casa, pedir que le compren comida, libros y utensilios de escritura, o interesarse por la salud de los diferentes parientes. El apartado sin duda más molesto (y su incomodidad va aumentando conforme pasan los meses) es la cuestión económica: a pesar de no ser dispendioso y de vigilar con escrúpulo sus gastos, Nietzsche se ve obligado a pedir constantemente dinero a su madre.
Sus inquietudes intelectuales son también precoces e intensas: nos habla de sus lecturas latinas, del interés por los más selectos músicos (Bach, Mozart) y por los libros mejores (al cumplir 15 años pide que le regalen Don Quijote de la Mancha, según consta en la carta 87), y también del temor que siente a la hora de tener que especializarse en el futuro en alguna disciplina, quitándole tiempo y entusiasmo a otras. En esa atmósfera intelectual es decisivo el momento en que conoce a Richard Wagner, en noviembre de 1868. Desde el principio se le antoja “la más evidente ilustración de lo que Schopenhauer llama un genio” (carta 604). Y también resulta significativo el momento en que Nietzsche, tan concentrado siempre en la exquisitez y el estudio, se queja del ambiente universitario que vivía en Bonn (“Me disgustaba profundamente una vida ociosa entre hombres penosamente groseros”, carta 523).
Como anécdota curiosa se registra la primera borrachera del filósofo, que se produjo en abril de 1863 y de la que dio cuenta a su madre en la carta 350, con líneas abochornadas. Y como detalle revelador, una confesión de índole íntima: en la carta 478 nos deja bien claro uno de los ejes que constituyen su vivir: “Mi principio de no abandonarme a las cosas y a los hombres más tiempo de lo que sea necesario para conocerlos”.

Buen e ilustrador arranque. Veremos qué nos deparan los siguientes volúmenes.