martes, 31 de diciembre de 2019

Historias de cronopios y de famas




Pocas veces la etiqueta de “libro distinto” se habrá aplicado con tanta justicia (y con tanto desconcierto) a un volumen literario. Y pocas veces un autor se habrá autorizado tanta libertad, tantas libertades, tanta fantasía, tanto fluir alocado de la prosa, tanta diversión tentacular, tantos sanos disparates sonrientes, como en el caso del argentino Julio Cortázar, puesto delante de las páginas que iban a reunir bajo el título de Historias de cronopios y de famas, desde que intuyera la existencia de los primeros en forma de globitos de colores durante la asistencia a un concierto.
Lejos del almidón narrativo y de los corsés retóricos y argumentales, Cortázar se entrega a la ceremonia pura de crear, de inventar laberintos y paradojas, para después invitar a los lectores a que nos sumemos a la fiesta. “Venid” (parece decirnos), “aquí os ofrezco una mercancía sorprendente, con olor a amarillo, con sabor a azul, con sonidos anaranjados. Tomad y leed todos de mí. Bailad conmigo tregua y catala”. Y lo hacemos, claro está. Cómo no sentirse atraídos irremediablemente por un escritor que te ofrece instrucciones para llorar, para subir una escalera o para dar cuerda a un reloj; cómo no sentir un escalofrío de curiosidad frente a la familia que erige un patíbulo en su jardín, para escándalo de vecinos e impotencia de las autoridades; cómo no acongojarse con el pánico que siente la pobre tía, que camina cuidadosamente para no caerse nunca de espaldas; cómo no asistir con perplejidad y asombro a la manera en que una familia estrafalaria se organiza para hacerse con el control emocional de los velatorios; cómo no sentirse conmovido por el lirismo delicioso de la lluvia que percute en un cristal.
Cortázar, lúdico y lúcido, nos abre su gaveta y extiende su arco iris de palabras con el único objetivo de que nos dejemos fascinar por ellas. Como los más innovadores vanguardistas. Como los más viejos narradores de antaño. Así que la actitud que debemos desplegar ante ellas es clarísima: preparar un café, quitarnos la corbata (a ser posible, quemarla), sentarnos en el suelo sobre un cojín, quitarnos los zapatos (a ser posible, también los calcetines) y dejar que el Gran Mago nos embriague. Cuanto más tardemos en hacerlo más tardaremos en descubrir la maravilla de un libro minotauro, un libro unicornio, un libro dragón, un libro sirena, un libro catoblepas, un libro Julio.

lunes, 30 de diciembre de 2019

Michael Kohlhaas




Jamás dos caballos generaron tanto conflicto como el que provocan en las riberas del Havel, a mediados del siglo XVI, los del tratante Michael Kohlhaas, “uno de los hombres más honrados y a la vez más terribles de toda su época”. Obligado por el caballero Wenzel von Tronka a dejarlos en prenda en su castillo mientras abona un impuesto ficticio que este último se inventa para escarnecerlo, los dos hermosos animales son mal alimentados, empleados en labores agrícolas y, en fin, convertidos en desechos.
Tras solicitar una compensación y recibir burla tras burla, desdén tras desdén y humillación tras humillación, Kohlhaas organiza una partida de hombres y se alza en armas contra Von Tronka, quien cada vez se asusta más de la fiereza de su oponente, que quema y mata a su paso mientras lo persigue. La situación llega a tal nivel de pánico social que el mismísimo Lutero celebra una entrevista con el tratante de caballos y lo amonesta por su actitud (“¿Quién te ha dado el derecho de pronunciar por ti decisiones jurídicas y de tratar de ponerlas en ejecución cayendo sobre Wenzel von Tronka? ¿Quién te ha dado el derecho, al no encontrarle en su castillo, para asolar a sangre y fuego toda la comunidad que le protege?”). Aplaudido al principio por el pueblo, pronto es juzgado con severidad por el mismo pueblo, que califica su actitud de intolerable. De esa forma, pronto los acontecimientos se precipitarán en su contra.
Una estupenda narración de Heinrich von Kleist sobre cómo la legítima sed de justicia puede degenerar en crímenes más monstruosos que el que causó la acción. Merece ser leída y aplaudida incluso en la actualidad.

domingo, 29 de diciembre de 2019

Señoras y señores




Escritores, actrices, políticos, cantantes, empresarios y otros personajes célebres del siglo XX quedan retratados en estas páginas que Juan Marsé bajo el título de Señoras y señores (esta obra ha sido publicada en diversos sellos y mostrando un índice variable de protagonistas. Yo utilizo la edición de Plaza & Janés, 1998).
Observador implacable, analista certero, taxidermista de rostros y coleccionista de singularidades, Juan Marsé nos traza aquí los elogios más inesperados y los venablos más corrosivos que imaginarse pueda: nos hablará de “la pupila bancaria” y el “efluvio gatuno” de Isabel Preysler; de “la mirada triste y dolorida bajo las sombrías banderas de rímel” que ostenta la folclórica Isabel Pantoja; de la fina autenticidad femenina de Bibiana Fernández, que supera a la de muchísimas mujeres de nacimiento, las cuales llevan su sexualidad “como una letra de cambio, como una Mobylette o como un capazo”; del tenor Plácido Domingo, “uno de los tres terrores”; de Marguerite Duras, a la que define sin ambages con los sustantivos “camelo” o “coñazo”; o de Lluís Llach, al que crucifica con párrafos tan tremebundos como éste, refiriéndose a su voz: “Considerada en sí misma como una de las formas de aburrimiento intelectual más típicamente catalanas que se conocen –junto con las novelas de Baltasar Porcel, los discursos de Jordi Pujol y los programas de TVE desde Sant Cugat–, es una voz de beata capaz de matar de aburrimiento al más pintado. Suena un tembleque de sacristía en la garganta, una solemne idea de sí mismo”.
Aconsejo leer cada uno de los retratos con una fotografía del protagonista situada delante, en la pantalla del ordenador: las sonrisas están garantizadas.

sábado, 28 de diciembre de 2019

Carta abierta a un fanático




Leo un interesante libro inútil de Ángel María de Lera, titulado Carta abierta a un fanático y publicado en 1975, varios meses antes de la muerte de Franco. Y me apresuro a aclarar dos detalles de mi anterior frase. La primera, que el adjetivo “inútil” no pretende ser peyorativo, sino lánguido: por coherencia cavernícola, ningún fanático leerá esta obra, con lo cual los agudos mensajes que el escritor de Guadalajara le lanza, para que reflexione y enmiende su tozudez agresiva, caerán en saco roto; la segunda, que la fecha de publicación (abril de 1975) es importante, porque el ensayista critica con la misma intensidad los desvaríos de la extrema izquierda y de la extrema derecha, equilibrio nada fácil cuando España se hallaba aún inmersa en una dictadura fascista: ni los levantiscos de la revolución, ni los carpetovetónicos del Régimen debieron de aplaudir con demasiado fervor estas páginas mesuradas, profundas e inteligentes.
Le afea al fanático que huya del contraste de ideas (p.9); que abomine de todas las discusiones, porque “desfiguran y debilitan la verdad, tu verdad. ¿Qué es eso de oponerse a lo que no te ofrece ninguna duda?” (p.13); que sea ridículamente pequeño incluso a la hora de odiar (“Tú eres un bárbaro. Y ni siquiera un gran bárbaro como Atila, Gengis-Kan, Tamerlán o Hitler, sino un alevín de bárbaro”, pp.19-20); de su soberbia impermeable (“Alardeas de que estás en posesión absoluta de la verdad, de que tu rumbo es infalible y de que, por eso, no necesitas el consejo de nadie”, p.41); y de que su actitud genera, por enfrentamiento, otras intolerancias de signo contrario, igual de despreciables y peligrosas (“Toda acción fanática provoca la fulminante respuesta antifanática que, a su vez, se convierte en fanática”, p.98).
Muchos problemas podrían resolverse (o al menos suavizarse) en la España de nuestros días si este libro fuera leído de una forma reflexiva y pausada.

jueves, 26 de diciembre de 2019

Los usurpadores




Quizá una de las injusticias más absurdas y flagrantes que se vertieron sobre el granadino Francisco Ayala la perpetró Paco Umbral al escupir que era la menor cantidad de escritor que cabía dentro de un escritor. Pero al ingenioso veneno de ese dictamen se puede oponer un eficaz contrapeso: la lectura de cualquiera de sus libros, donde se desmiente con rotundidad el presunto acierto de la etiqueta. Por ejemplo, la colección de relatos que lleva por título Los usurpadores, que cobija siete historias primorosamente memorables.
¿Qué se le puede objetar a “San Juan de Dios”, la conmovedora historia del soldado que descubre la luz de la fe y reconduce su vida por senderos piadosos? ¿Quién no disfrutará literariamente —y aprenderá sobre la historia medieval española— con las páginas de “La campana de Huesca”, donde Ramiro el Monje deberá asumir las riendas de un poder monárquico que nunca ha anhelado ni requerido? ¿Cómo no quedar pensativo con el trasfondo de “Los impostores”, que nos habla de un hombre que pretende ser el rey luso don Sebastián, desaparecido durante la batalla de Alcazarquivir y que retorna para exigir sus derechos? ¿De qué manera no quedar subyugado por la excelencia casi etérea —la levedad argumental es asombrosa— de “El Hechizado”, resumen espléndido de la burocracia y la decadencia imperial de una España erosionada por la desidia? ¿Y quién no tragará saliva tras escuchar la voz enterrada de quienes han muerto en un combate (en todos los combates) y charlan, profundos y desengañados, bajo la piel yerta del campo?
Incuestionable y convincente, la literatura de Francisco Ayala despliega toda su musculación en el terreno donde quizá más cómodo se encontraba: el mundo del relato. Cómo no aplaudir.

martes, 24 de diciembre de 2019

De la misma vida




Lento, ceremonioso, consciente de que la prisa no es buena consejera para los oficios artesanales del poeta, Diego García López dejó que pasara más de una década entre la publicación de su primer libro (El hombre y la palabra) y éste, que se convirtió en el segundo en el año 1999: De la misma vida. Lo publicó el editor Juan Pastor.
En esta entrega ya no hay sonetos, sino poemas de textura algo más moderna y que indagan en una línea melódica huérfana de rima y vertebrada sobre una polimetría juguetona. Las imágenes se han vuelto mucho más audaces (nos habla de “los dedos inconcretos del silencio” en la página 9) y el mundo que rodea al poeta es observado con un innegable sentido del humor (“Hoy los arcos triunfales / los conforman los pubis de las top-models”, p.38).
Pero lo más sorprendente de este nuevo volumen quizá sea que sus versos, incluso los más sencillos, impulsan a la reflexión y parecen esconder el veneno de una revelación trascendente (“Un día de éstos / me voy a levantar / y estaré muerto”, p.47). Hay algunas composiciones donde se pone de manifiesto una visión muy negativa (alarmantemente negativa) de la existencia, como por ejemplo en “La vida”, p.53; otras, en las que ensaya escabrosos juegos de palabras (“La niña más turbadora”, p.27); alguna más donde ridiculiza a ciertos personajes de la actualidad informativa (“Jet Society”, pp.28-29); e incluso reflexiones cercanas a la teología (“La respuesta”, p.16). Aunque como la poesía se refugia donde ella quiere y no donde queremos confinarla, es probable que el texto más hermoso del volumen sea el titulado “La menor”, un delicioso y tierno homenaje a su hija Rocío, dormida.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Perro de aeropuerto




Un perro. Pero no un perro cualquiera: un perro maltratado. Alguien lo envía por avión hacia la familia que ha decidido adoptarlo, pero el perro se pierde. Alguien lo pierde. Anda errabundo e ilocalizable por el aeropuerto de Málaga. Y quién sabe dónde está ese pobre animal. Y todos somos ese pobre animal, acribillados de magulladuras, desorientados y sin saber se encuentra está la puerta de salida, tras la que nos esperan la luz y unos brazos cariñosos.
Es la propuesta inicial que nos plantea el uruguayo Claudio Burguez en su libro Perro de aeropuerto, que ahora publica en España el sello Liliputienses. Por sus páginas merodean las habitaciones de hotel; los edificios de apartamentos donde la gente se enreda de amor o discute a gritos; las palabras escuchadas junto a una botella de vino, que la soledad ayuda (o invita) a consumir; las playas en las que sentarse en silencio y observar a las personas de alrededor; los llantos nocturnos escuchados en Londres; o los envíos por Fedex.
Hay declaraciones inquietantes o misteriosas (“Hoy la gente no es fruta, es insecto”), hay retratos familiares conceptistas (“Una mujer cóncava / metida en un abrigo convexo / esa era mi abuela”), hay versos durísimos de finitud (“La cosa más frágil es ver a tu padre que se va”), hay canciones que conmocionan tanto que no quieres que nadie te traduzca su letra (“Les Rita Mitsouko”) y hay poemas de tierno amor crepuscular que alcanzan una belleza mesetaria (p.35).
Les sugiero que busquen este libro. Van a encontrar en su interior muchos textos que llamarán su atención.

domingo, 22 de diciembre de 2019

La ira del insecto



Lorca (lo dice el autor en la página 194 de esta novela) es “uno de los lugares más bellos de la provincia de Murcia”, pero también es el sitio que eligieron dos criminales croatas (el comandante Slavko Pašić y su hombre de confianza Petar Držić) para refugiarse después de la Segunda Guerra Mundial y establecer allí su sigiloso imperio clandestino de negocios turbios, que no rehuían ni la extorsión, ni la trata de blancas, ni la droga, ni el asesinato.
Durante mucho tiempo su presencia ha pasado inadvertida, pese a que regentan un cementera constantemente señalada por los grupos ecologistas de la zona; pero el asesinato de un joven (y la peculiar y macabra amputación de una de sus orejas) pone a la policía en funcionamiento para investigar el caso. Es ahí donde entran en acción el inspector Lucas Daireh y la sargento Hue, que comienzan a tirar de diferentes hilos para acercarse a los culpables. No obstante, también lo están haciendo otras dos personas: Javi (hermano del chico asesinado) y su fiel escudero Navajo (un valiente y fiel sordomudo dispuesto a acompañarlo en la arriesgada aventura).
A este plantel de personajes, el premiado escritor Antonio J. Ruiz Munuera une una vieja forense (la cáustica doctora Escarbajal), una prostituta asustada (Rosario), un par de tarambanas dados al consumo de alcohol (los hermanos Talens)… y nos presenta una narración en la que los detalles macabros conviven con el humor para conformar un texto muy sólido y muy inquietante (La ira del insecto) que obtuvo el XXII premio de novela corta José María de Pereda y que hace pocos meses fue editado por Estvdio.

viernes, 20 de diciembre de 2019

La muerte de Empédocles




Empédocles no es una persona cualquiera: ha meditado sobre el mundo, sobre el ser humano y sobre los dioses y, como consecuencia de la lucidez (algo altanera) a la que se alza, “ha sido castigado con la desolación sin límites”. Tiene algunos discípulos que lo admiran profundamente (como Pausanias), seguidores que lo contemplan con arrobo y jovencitas que se extasían pensando en él (Pantea), pero también detractores feroces, que buscan desacreditarlo por el perjuicio que sus ideas les provoca. En este grupo último se encuentra, sobre todo, el sacerdote Hermócrates, que no desaprovecha ninguna oportunidad para lanzar sus duros venablos contra el filósofo, al que considera culpable de que sus conciudadanos ya no respetan las “verdades” sagradas que la casta sacerdotal vive de pregonar. Empédocles, displicente, afirmará sin ambages que desprecia “al hombre que ejerce lo sagrado como industria” y pide que lo dejen tranquilo. Pero Hermócrates azuza y engresca al pueblo con venenosa y terca eficacia, consiguiendo que tanto el filósofo como su amado discípulo deban partir hacia el destierro.
Así arranca la obra teatral La muerte de Empédocles, de Friedrich Hölderlin, que conoció hasta tres versiones parciales, traducidas por Feliu Formosa y publicadas en un solo tomo por el sello Acantilado. En sus páginas descubrimos lo difícil que resulta defender un pensamiento libre (sobre todo frente a las mentes mágicas) y la soledad que acecha y golpea a quienes lo profesan. Empédocles pagará un elevado precio por su decisión de mantenerse lúcido e íntegro, pero morirá feliz, conforme con su destino.
Anoto algunas frases que he subrayado en este volumen delicioso: “¡Oh eterno misterio, lo que somos y buscamos no podemos hallarlo; lo que hallamos, no lo somos!” (p.16). “Nada más doloroso, Pausanias, que descifrar el misterio de una pena” (p.32). “Quien se ha ganado al pueblo habla como desea” (p.39). “Es dura nuestra ruta, y con frecuencia el que sufre parece sospechoso” (p.70).

jueves, 19 de diciembre de 2019

La familia del doctor Pedraza




Vendió millones de libros (no exagero en la cifra) y hoy apenas se le encuentra en los mercadillos de saldo. Fue adaptado al cine en Hollywood y hoy se le prodiga un silencio casi unánime que ronda con el desprecio. Se llamaba Vicente Blasco Ibáñez y es el autor de un buen número de libros que hoy almacenan polvo en las estanterías de las bibliotecas. En mi juventud leí dos o tres de ellos (Arroz y tartana, Entre naranjos y La barraca, si la memoria no me traiciona); y hoy me adentro en su novela La familia del doctor Pedraza, una agradable narración no muy extensa en la que nos presenta a un abogado de Buenos Aires “que nunca había ejercido su profesión” porque “las necesidades suntuosas de su familia” lo obligaban a dedicarse al mundo de los negocios, mucho más lucrativo y más ostentoso. Su esposa (doña Zoila) y sus seis hijas no conocen otro oficio que el dispendio en ropa, alhajas y fiestas, que el munificente don Rómulo sufraga con agrado. Y así se suceden, uno tras otro, los años.
El narrador conoce a tan espléndido personaje en la antesala de una entidad bancaria, a la que ambos han acudido a solicitar un préstamo; y luego coincidirán durante un viaje en barco que los lleva hacia Europa, donde el acaudalado doctor seguirá dilapidando dinero en París. Al cabo de un tiempo, cuando la inminencia de la ruina lo cerca, don Rómulo Pedraza adopta una decisión de lo más inesperada...
Una narración sencilla, fluida y agradable que me anima a seguir con otros textos del autor valenciano.

miércoles, 18 de diciembre de 2019

Símbolos del pasado




Un descubrimiento arqueológico no tiene por qué producirse de forma necesaria en El Cairo o Estambul. Una organización que utiliza el secuestro, la extorsión, la amenaza o el robo de restos antiguos no tiene por qué proceder de Estados Unidos o de Rusia. Una novela trepidante no tiene por qué ambientarse en las calles de Roma, los suburbios de Manhattan o los fiordos de Noruega. Si el escritor quiere retratar el mundo y el alma humana, a veces no tiene más que situar las aventuras de sus personajes en su tierra natal.
Es lo que hace Paco Rabadán Aroca en su novela Símbolos del pasado, en la cual nos encontramos con una historia llena de magnetismo: un joven equipo de investigadores recibe el encargo de excavar en un paraje de Alcantarilla, donde desarrollarán su trabajo entre las presiones de un constructor (que quiere que abandonen la zona para comenzar las obras), la indiferencia de las autoridades (que no parecen excesivamente interesadas en los restos del pasado) y el fervor de los arqueólogos vocacionales.
De pronto, cuando apenas habían logrado extraer piezas de escasa importancia (una moneda, un brazalete, un hacha eneolítica), sacan a la luz un ánfora con un enigmático símbolo, que despierta su curiosidad. Pronto comenzarán a darse cuenta de que alguien muy poderoso ha puesto sus ojos en la pieza y hará todo lo posible para conseguirla, incluso utilizando métodos tan expeditivos como ilegales. Es el inicio de una espiral que incluye persecuciones, emboscadas, intimidaciones telefónicas y tiroteos.
Símbolos del pasado es una novela muy amena, donde arqueología, amistad, amores secretos y algunas secuencias de acción se alían para intentar cautivar a los lectores desde la primera página.

lunes, 16 de diciembre de 2019

Julio Camba. El solitario del Palace




Juan Manuel de Prada, Fernando Savater, Felipe Benítez Reyes o Andrés Trapiello son algunas de las personas que, en los últimos años, han obtenido el premio Julio Camba de periodismo. Pero, ¿quién sigue leyendo o recordando, actualmente, a Julio Camba, el agudo gallego que da nombre a tan prestigioso galardón y que hoy cumpliría 135 años?
Para atenuar las dimensiones devastadoras de la respuesta conviene que detengamos la vista en el libro Julio Camba. El solitario del Palace, en el que Pedro Ignacio López García aborda una síntesis biográfica de aquel niño que odiaba la escuela, por considerarla centro de tortura y de aprendizajes más bien inútiles; de aquel alocado y juvenil anarquista que se desplazó a América en busca de nuevos horizontes; del emprendedor muchacho que, con apenas 19 años, decide fundar un periódico; del joven cronista al que Galdós “privilegia con su amistad y confianza” (p.61); del intrépido que viaja a Turquía para cubrir desde allí informaciones en La correspondencia de España; del corresponsal que, enviado a Londres, va creando “una imagen simpática y desenvuelta, acaso un poco cínica, de sí mismo” (p.94); del adulto que, alejado de la ideología ácrata de sus primeros tiempos, “se ha resuelto en un individualismo egoísta que derivará muy pronto en un pacífico egoísmo conservador” (p.117); del articulista que escribe en la cama de la habitación 383 del hotel Palace de Madrid (donde fija su residencia desde 1949); del huraño progresivo que “hacia el final de sus días, ya no quería nada ni a nadie. Solo estar con sus pocos amigos, comer poco pero bien y que le dejen en paz” (p.190).
Unamos a este esfuerzo biográfico la adición de algunas fotografías y de importantísimos documentos sobre (y de) Camba, y convendremos que nos hallamos ante una obra necesaria y bien compuesta, que enriquece la visión que podíamos tener sobre uno de los grandes maestros del periodismo español del siglo XX.

domingo, 15 de diciembre de 2019

Un Djinns en la mochila




Mariano Sanz Navarro suministrando informaciones y detalles sobre sus viajes a las zonas desérticas de África; Marisa López Soria poniendo su prosa pizpireta y cantarina al servicio de ese material; y Eva Poyato completando el fresco con la magia infinita de sus imágenes. Se me ocurren pocas combinaciones más seductoras que ésta que encontramos en el volumen Un Djinns en la mochila, que acaba de colocarse en los escaparates de las librerías.
Una niña (cuya identidad sospechamos, pero que nos será confirmada del todo en la página 94) descubre un día con sorpresa que en su habitación se camufla un Djinns, que probablemente ha venido desde el continente africano en el equipaje de don Mariano, el viajero y explorador de la pipa. Y desde entonces, acompañada por su amiga Ahisa, trataré de comunicarse con el diminuto ser, a quien tratará de agradar de todas las formas posibles: llevándolo de paseo en bicicleta, dejando que por la ventana de su habitación entre el aire fresco de la calle, colocando a su disposición libros ilustrados que le puedan agradar… A la vez, irá informándose sobre el temperamento de los Djinns, gracias a don Mariano y a su amigo, el poeta Ameddu uld Abdelkader, y descubrirá la forma sensata, evolucionada y amable con la que entienden el mundo.
Un libro delicioso, que puede constituir un regalo navideño perfecto para los lectores más jóvenes de la casa.

viernes, 13 de diciembre de 2019

Los lagos de Norteamérica




No sé, de verdad, cómo demonios analizar este libro. No tengo ni idea. Por más vueltas que le doy y por más intentos que hago para aplazar su abordaje, menos claro tengo el asunto. Digamos que el poeta José Daniel Espejo (Joseda) escribe sobre su vida familiar, que gira alrededor de su hijo Martín. Digamos que el chico es autista. Digamos que Joseda sufrió la pérdida de su pareja hace tiempo y que afronta a solas la crianza (que debe hacer extensiva a su otro hijo). Digamos que Martín requiere una atención absorbente, en la que no faltan los días de desesperación, los gritos nocturnos, las dudas sobre la actitud o sobre la medicación que debe emplearse con él, las lágrimas secretas de un padre que se siente muchas veces desbordado y que rema sin fuerzas pero con tenacidad amorosa. Digamos que ahora, cuando el libro se publica en Pre-Textos después de obtener el premio Juan Rejano-Puente Genil, Martín ya no respira.
A partir de ahí, todo es parálisis en los dedos del crítico, del lector, del admirador. Las palabras se antojan insuficientes (como se le antojaban a san Juan de la Cruz) y el libro es contemplado como una purga del corazón (como Cela calificaba su Oficio de tinieblas 5), como un catálogo de estupores o sollozos, como la crónica dolorida de un tiempo aciago.
Y qué más.
No lo sé. Sin ser amigo de Joseda (lo conozco desde hace años, lo leo desde hace años, lo admiro desde hace años, pero afirmar que nos une una amistad personal equivaldría a mentir), siento que podría quedarme delante de él, mirándolo, sin decir nada, y que los ojos se me llenarían de lágrimas y la garganta de silencio. No le diría “campeón”, porque las palabras no deben acumular torpeza sobre el vacío. No le diría “Lo siento”, porque él lo sabe.
El dolor es suyo y los demás (incluso quienes nos encontramos al otro lado de sus páginas, con un nudo en el estómago) tenemos que permanecer callados, ajenos al estropicio íntimo, al desgarro inconsútil que lo mantiene abierto en canal.
Y no, claro que esto no es una crítica literaria. O sí. Yo qué sé. Qué importa. No encuentro otra forma de estar a su lado y decirle al poeta que, aunque desde la distancia, creo que su libro es estremecedor e inolvidable; y que me duele el corazón.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

La melodía del sueño




La ciudad parece calmada, con sus ritmos rutinarios. Y, de pronto, se produce un hecho que pone patas arriba esa apariencia de normalidad: aparece un cadáver al que alguien le ha arrancado los ojos, que no aparecen junto al cuerpo, sino en un frasco de cristal que el sangriento asesino deposita a mucha distancia de allí. La conmoción, como es lógico, sacude a los ciudadanos.
Así arranca la novela La melodía del sueño, que Rafael Quereda acaba de ver publicada con el sello MurciaLibro, y que consigue un ritmo muy notable de sorpresas y de intriga, porque al crimen ya mencionado siguen otros no menos truculentos y macabros: un fisioterapeuta al que cercenan los dedos de la mano; el consejero delegado de una empresa de perfumería al que extirpan de forma abrupta la nariz… La cadena de amputaciones provoca que un medio de comunicación esmalte la fórmula bautismal de “El asesino de los sentidos”, que pronto adquiere renombre y llena de horror al público. ¿Quién es el misterioso psicópata que ha concebido esta oleada de crímenes? ¿Qué persigue con ella? ¿Existe algún modo de prever su siguiente paso y neutralizarlo? Un policía veterano y huraño (César), una joven colega (Lola) y un periodista de sucesos (Indalecio) unirán su trabajo para conseguir dar con el escurridizo e inteligente carnicero.
Organizada de un modo muy inteligente, con personajes ricos y poliédricos y con unos meandros argumentales que harán las delicias de los lectores más exigentes, La melodía del sueño es un grato cierre editorial para el año 2019, que nos sirve para conocer a este nuevo narrador, a cuyos siguientes pasos habrá que estar atentos.

lunes, 9 de diciembre de 2019

Pablo Iglesias




Hace ya algunos años (¿finales del año 2000?), el profesor Mariano de Paco me regaló una hermosa edición que había hecho del libro Pablo Iglesias, de Lauro Olmo (Fundación Autor, 1999), y recuerdo que me la leí con agrado y con interés. La pieza, en sí misma, no me pareció prodigiosa, pero sí que juzgué que tenía su mérito.
Recuerdo, sobre todo, algunas frases del volumen. Por ejemplo, la que figura en la página 30 (“Si España exportara frases, ¡qué negocio!”), que define muy bien una parte notable del espíritu de nuestro país, tan rimbombante, tan dado al gesto épico, tan malgastador de energías por el canal oral. Recuerdo también que las páginas introductorias del profesor De Paco me ayudaron a entender y situar mejor a Olmo en el contexto dramático de su época. Y recuerdo que las fotos que enriquecen el volumen (hoy he vuelto a visitarlas) son ciertamente hermosas.
Un librito para conservar con agrado.

domingo, 8 de diciembre de 2019

El sufrimiento de las cigarras




El inicio del verano de 2009 no puede presentarse para Celia con peores perspectivas: va a tener que repetir curso en el instituto, la empresa de su padre se encuentra al borde de la bancarrota y el sistema familiar en el que hasta ahora ha vivido sufre una resquebrajadura de notables dimensiones, porque su madre no aguanta más y quiere el divorcio. Por si todo eso resultara poco, los problemas alimenticios que padeció en los meses anteriores le han hecho ganar peso y se encuentra insegura con su actual imagen. Éste es el punto de partida de El sufrimiento de las cigarras, la extensa novela juvenil con la que María Jesús Pérez Navarro (Santomera, 1987) se presenta ante el público lector, dentro del sello Caligrama.
Introduzcamos más ingredientes en el cóctel: Víctor, quizá su mejor amigo, que no puede evitar que su corazón se acelere cuando Celia se aproxima a él; Ivan (“es un nombre italiano, el acento está en la i”, le explica en la página 123), un vecino guapo y misterioso por el que siente una fuerte atracción; la abuela de Celia, quien actúa como elemento regulador en una casa desquiciada… Y Macarena. Sobre todo, Macarena. Ella fue la anterior propietaria de la casa de veraneo donde ahora viven, hasta que desapareció misteriosamente en 1999. Impulsada por extraños ruidos y presencias fantasmales, Celia intuye que la mujer está queriendo decirle algo. ¿Fue asesinada? ¿Tuvo un amante? ¿Quién es el responsable de lo sucedido?
Página a página, la joven autora va enredando y desenredando la trama, para disfrute del lector, hasta desembocar en la abrumadora sorpresa final, que da un vuelco (varios vuelcos, en realidad) a las previsiones que se pudieran haber concebido sobre el delta de la obra.
Un interesante primer paso que fue aplaudido con razón en el I Certamen de novela Casino de Monóvar.

jueves, 5 de diciembre de 2019

Onégeses. Los despojos de un sueño




Fuensanta Muñoz Clares publicó en la Editora Regional de Murcia (1988) su libro Onégeses, los despojos de un sueño, una pieza de “arte minoritario y exquisito” (la acertada etiqueta es del crítico Ramón Jiménez Madrid) en la que la autora indaga en fértiles exploraciones psicológicas sobre la soledad, el destino y la muerte.
Tiene como protagonistas a Onégeses (un griego instruido que trabajó como ayudante y secretario de Atila), Evandro (un joven historiador, discípulo de Prisco, que acude al antiguo dominio del rey huno para comprobar el estado en que se encuentra tras la disolución del imperio) e Ildico (última esposa del Azote de Dios). Y su trama es tan sencilla como embriagadora: Onégeses ha quedado, al cabo de los años, convertido en un despojo humano de mente tal vez extraviada, que custodia (como un Fafner heleno) el supuesto tesoro de Atila. Evandro, que acude al lugar donde éste se encuentra, es visto por el anciano como un ángel que lo liberará de su vigilancia. Y cuando escucha al propio Evandro decirle que no, que en realidad no es ningún ángel, hunde la mohosa espada de su señor en el vientre del muchacho.
La pieza nos traslada, aparte de sugerentes reflexiones sobre el género humano y sobre la voracidad del destino, algunas frases altamente poéticas (“Los ríos son inmortales y son dioses. También el río del corazón humano es sagrado. Y uno en el más allá puede acoger todos los llantos”, p.52) y una consideración general que valdría para definir buena parte de la historia de la literatura: “La mentira es la patria del poeta” (p.70).

miércoles, 4 de diciembre de 2019

Eco de cenizas




En esta obra teatral, premiada y editada por la universidad de Sevilla, se nos presenta a Alfredo, un hombre que se ha encerrado en una estancia metálica, claustrofóbica, que pronto identificamos como un refugio antinuclear. Durante un tiempo vivió obsesionado con la idea de que la guerra era inminente, y se hizo construir este local subterráneo, en el que pensaba sepultarse cuando el conflicto estallase por fin. Su esposa María comprendió que se trataba de un “pobre loco, maníaco, paranoico o como quiera que se llame” (p.24); y a través de una serie de apariciones fantasmales (que incluyen a la esposa, a dos o tres amigos e incluso al antiguo jefe de Alfredo) vamos descubriendo las migajas de un pasado agrio y lleno de pústulas: que el protagonista era consciente de que su mujer lo estaba engañando, que llegó a golpearla, que mantuvo una extraña relación con su madre, etc. Alfredo, aferrándose a la certidumbre de que ha hecho lo único que podía hacer, declara: “Yo he elegido esconderme como un ratón para no morir como una hormiga en el hormiguero” (p.40). Pero María le lanza una afirmación perturbadora, que él se niega a considerar: “Tal vez te aterre la idea de que mientras tú crees que eres el único que queda, resulte que eres el único que falta” (pp.46-47). O, dicho de un modo más brusco y más desasosegante: ¿podría ser que Alfredo se haya metido en el refugio demasiado deprisa? ¿Y si alguien anuló en el último minuto la fatídica orden de apretar el botón? Él no puede saberlo, pues los medios para comunicarse con el exterior (radio, ordenador) están rotos. No hay forma de comprobarlo sin riesgo. En el monólogo desgarrado que repleta la parte final de la obra ya no aparecen los espectros de otros personajes. Alfredo está solo. Irremediablemente solo. Angustiosamente solo. Y el miedo lo empieza a consumir.
Una obra madura, inquietante y penetrante, que ya mostraba las primeras luces de un camino teatral que iba a ser (que está siendo) largo y exquisito.

martes, 3 de diciembre de 2019

Correspondencia (1912-1942)




He leído bastantes colecciones de cartas durante las últimas tres décadas, pero no me cabe la menor duda de que esta edición que han preparado Jeffrey B. Berlin y Gert Kerschbaumer, que traduce Joan Fontcuberta y que publica Acantilado (2018) es una de las más completas, fascinantes y seductoras que me ha sido dado encontrar, sobre todo por las explicaciones que entre carta y carta van uniendo e hilvanando éstas, para que entendamos bien los detalles biográficos que alientan en sus líneas. No se trata solamente de que conozcamos qué pensaba Stefan Zweig de este o aquel escritor, o del nazismo, o de determinados editores, sino que nos sumerge bajo su piel y bajo la piel de su esposa Friderike para que sintamos con ellos.
Por supuesto, abundan los detalles pintorescos e íntimos en estas cartas: los largos trámites que debieron cumplir para obtener la dispensa que permitiera a la divorciada Friderike casarse con Stefan; los continuos viajes que emprende el escritor para dar conferencias por varios países (de las cuales informa con orgullo a su esposa, a la vez que lamenta con cierta hipocresía su vida ambulante); todos los detalles de cómo instalaron gas en su casa o las reformas que en ella se iban proyectando (y que el escritor encarga indefectiblemente a Friderike, que se ocupa de supervisar y ejecutar, mientras él permanece fuera); los suicidios de algunos de sus amigos durante la Segunda Guerra Mundial (preludio de su propio suicidio en febrero de 1942, junto a su nueva esposa Lotte); etc.
En particular, me han llamado mucho la atención las continuas referencias del escritor a sus devaneos eróticos con otras mujeres… y la aceptación sumisa por parte de Friderike. Por ejemplo, cuando ella descubre que él le está siendo infiel con la joven Marcelle y le escribe: “Mientras sientas que puedes compensarme (como siempre has hecho hasta ahora) tus enredos con otras mujeres, no hay necesidad de que te escondas” (p.63). Por ejemplo, cuando Zweig está dispuesto a cancelar una conferencia sobre Dostoievski y se encuentra con un problema: “He tropezado con la secretaria, una muchacha de belleza escultural, y toda mi fuerza de voluntad se ha ido al traste” (p.146). Por ejemplo, cuando le comunica a su esposa que está hospedado en un hotel “con una cama peligrosamente grande” (p.153). Por ejemplo, cuando su esposa le indica en junio de 1923: “Tráeme una foto de ella para que yo vea hacia dónde se encaminan tus gustos” (p.170). Por ejemplo, cuando Stefan le habla de unas muchachas danesas “con quienes me he estado reuniendo inocentemente (bueno, sólo a medias)” (p.172). Por ejemplo, cuando le habla de dos jóvenes alemanas “que están dispuestas a compartir la ancha cama conmigo” (p.192).
También descubrimos los momentos más decaídos de Zweig (“No me engaño con sueños de inmortalidad y conozco el valor relativo que tiene toda la literatura que yo puedo hacer. No creo en la humanidad y muy pocas cosas me alegran”, p.203); sus relaciones con Freud, Einstein, Thomas Mann o Schrödinger; las quejas dolidas de Friderike cuando se siente minusvalorada (“Desde que estás conmigo, querido, tu trabajo ha ido progresando siguiendo una cadena ininterrumpida, y yo, aunque no sea taquimecanógrafa, te he dado cuanto necesita un artista para trabajar en un ambiente de tranquilidad. Eso es cosa que no viene sola. No la subestimes por el hecho de que preferirías hacer de mí una taquimecanógrafa precisamente ahora que me empiezan a blanquear los cabellos”, pp.300-301); sus petulancias jactanciosas, disfrazadas de sencillez (se queja de una gira de charlas con esta frase: “Por desgracia tengo que firmar a diario quinientos libros y casi tengo calambres”, p.366); o de cómo conoció al catalán Salvador Dalí (“personaje singular”, lo define en la p.296).
Un epistolario abrumadoramente revelador sobre el escritor vienés.

lunes, 2 de diciembre de 2019

Cuentos para leer sin rímmel




Circula por el mundo de la crítica literaria una idea que, formulada de un modo sucinto, viene a decir que con los buenos sentimientos se hace mala literatura. Y de esa convicción, alimentada por abundantes ejemplos tendenciosos, resulta muy difícil zafarse. Se podría contradecir esa idea con libros de Albert Camus, Antoine de Saint-Exupéry o Charles Dickens que, como resulta bastante notorio, desmienten el dictamen, pero quizá ni merezca la pena. La buena literatura (¿será necesario repetirlo una vez más?) burbujea en volúmenes donde los sentimientos de fondo no importan tanto como la formulación puramente estética con la que el autor los envuelve. Y ahí sería donde llegamos a escritoras como Poldy Bird.
En Cuentos para leer sin rímmel (publicado originalmente en 1971), la narradora argentina no se arredra a la hora de explayar sus lágrimas, sus melancolías, sus temblores íntimos, sus añoranzas. Desde la primera página se dispone a mostrar que cada uno de sus libros aspira a erigirse en un volumen emocionante; es decir, en una reunión de hojas en las que el lector se sienta impregnado, sacudido, asaeteado, vencido por un vendaval de sentimientos. Da lo mismo que el resultado pueda ser juzgado de ñoño o de sensiblero, porque lo que al final importa es haber conseguido conectar con el corazón de la persona que lee. Y en ese ámbito, Poldy Bird es una maestra consumada, capaz de trasladarnos el dolor que bulle en los ojos de un niño (“Ya vendieron el piano”); las lágrimas por una muerte juvenil inesperada (“Respuesta”); la resistencia emocional de una chiquilla ante el fallecimiento de su madre (“Esa no era mamá”); la convicción amorosa de que un abuelo puede ser la persona más importante del mundo, y que jamás nos olvidamos de él (“El abuelo en la Apolo”); la certidumbre de que recordar con cariño a una persona fallecida nos permite mantenerla con vida en la memoria (“Para eso estamos los amigos”); la tristeza desoladora de quien no consigue sacar de la pobreza a su mujer y sus hijos (“Un aujero en el zapato”); la entereza de una anciana que, a punto de ser operada y sabiendo que no saldrá del quirófano, se va despidiendo en silencio del mundo que la rodea (“Última vez desde esta ventana”); la preciosa renuncia lánguida de la amante que elige no acudir a la cita final con un hombre casado, para inventar mejor la despedida (“Un llanto azul”); o ese regalo que ya no llega a tiempo de suturar la herida causada por el desamor (“Violetas para nadie”).
Historias valientes, tiernas, dulces, amargas, que no se dejan vencer por los prejuicios del pudor y que nos proponen que bajemos el escudo defensivo y sonriamos, lloremos, nos dejemos sacudir por las emociones humanas. Refugiado en esa inocencia, el lector accede a un mundo maravilloso e inolvidable, donde los cuentos activan sus resortes interiores con singular eficacia.
Muy grande, Poldy Bird. Toda una experiencia.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Mar sin orilla




Hay libros que se planifican meticulosamente y que responden a una línea más o menos recta por parte del autor: novelas, obras teatrales, ensayos. Y existen otros volúmenes que, menos férreos, se construyen de un modo más libre, con la ayuda del tiempo, que es muñidor a veces extravagante, a veces loco, pero generalmente eficaz. Creo que al leonés Andrés Trapiello no le desagrada en modo alguno dejar que la sintaxis del tiempo organice a su arbitrio el organigrama de algunas de sus obras, que terminan llenándose de materiales sedimentarios muy valiosos. Sus lectores, animados por la diversidad temática y formal, que tanto nos gusta y que tantas alegrías nos ha dado en sus manos, participamos con entusiasmo en el juego.
En esa órbita habría que colocar el burbujeante tomo Mar sin orilla, denso de viajes, fervores literarios, opiniones meditadas, paseos y observación, donde el autor nos habla de los dolorosos recuerdos que su padre recuperaba todos los años durante la celebración de la Nochebuena, volviendo con su memoria a aquella otra que pasó en el año 1937, rodeado por la nieve, junto a la ciudad de Teruel, en plena guerra civil; donde nos transmite el amor exacerbado, continuo y quizá inexplicable por la búsqueda y adquisición de libros, que como las arenas del desierto van colonizando todos los espacios posibles (y aun imposibles) de la casa; donde nos cuenta la historia de aquel mendigo que, digno y silencioso, pide limosna en la puerta de una tienda en la que venden delicatessen para ricos, hasta que un guardia de seguridad recibe la orden de colocarse en el mismo sitio para mantener a raya a los pedigüeños; donde nos regala unas excelentes páginas sobre los orígenes de la fotografía, con sus milagros de magnesio y su ambarización de imágenes, que volvieron democrática la inmortalidad; donde nos permite conocer el extenso e intenso análisis que le dedica al fenómeno literario y psicológico de la hipocondría, que ilustra con versos de Antonio Machado, Leopardi o Rubén Darío; donde nos reproduce el demoledor prólogo irónico que compuso para colocar (y finalmente no usó, por prudencia) al frente de su novela La malandanza, en el que satirizaba algunos tics de la actual narrativa española, tan admirada por el crítico “Ginesillo de Pasaúva, el tonto de Barcelona”; donde nos permite conocer las preciosas páginas que dedica a sus visitas a Yuste, Recanati, Oporto, Venecia, Matanzas, Nueva Orleans, Montevideo, Granada o Zamora; o donde nos entrega la crónica, espectacular y espeluznante, emotiva y serena a la vez, del viaje que protagonizó el Sinaia, un vapor que llevó a más de mil españoles hacia México, por orden del general Lázaro Cárdenas, para librarlos de las represalias de la guerra civil de 1936 (para mí, uno de los mejores escritos del volumen).
Insisto e insistiré más veces: Andrés Trapiello supone un lujo para la literatura española, y acercarse a sus obras implica recibir una lección de estilo y de cultura. Seguiré recorriendo sus libros con ese convencimiento.

sábado, 30 de noviembre de 2019

Diario






Cuando cursaba bachillerato me enteré de que Zenobia Camprubí era la esposa de Juan Ramón Jiménez; pero eso no me sirvió para descubrirla. Cuando cursé los estudios universitarios me enteré de que Zenobia Camprubí había traducido junto a Juan Ramón los escritos de Rabindranath Tagore, que yo había empezado a leer y que me gustaban mucho; pero eso tampoco me sirvió para descubrirla. En ambas etapas la vi (o me la hicieron ver) como un apéndice vistoso, casi diría que exótico, adherido al premio Nobel de Moguer. Ahora, gracias a la lectura lenta y admirativa de los tres tomos de su Diario (edición de Graciela Palau de Nemes) he podido descubrir la grandeza, la densidad intelectual y humana de esta figura egregia, a la que quizá aún no se ha hecho la justicia que merece.
En el primero de los volúmenes nos explica algunas peculiaridades sensoriales y poéticas de su marido (“J.R. no soporta ningún ruido o movimiento cuando está trabajando”, p.10) y se lamenta de su actitud egoísta (“Nunca quiere hacer nada que otra persona sugiera y la única manera de hacer algo con él es haciendo lo que él sugiere”, p.25); pero también alude a su desprendimiento económico (“La idea de recibir dinero por su trabajo le hace sentirse mal hasta lo indecible y siempre se siente humillado cuando acepta dinero”, p.131) y a su vocación eterna de aislamiento (“Estoy segura de que deseaba ser un monje del siglo XVI absorto sólo en el misticismo y la contemplación y también estoy segura de que solamente una ocurrencia tardía le hizo atraerme a su compañía”, p.268)… Junto a esas reflexiones, también anota multitud de detalles relacionados consigo misma, como su intención de caminar para perder peso (p.35), sus problemas dentales, el dolor que siente en el oído derecho (p.59) o las molestias que se derivan del lipoma que tenía en el estómago y del que Juan Ramón prefería, absurdamente, que no se operase (p.135).
En el segundo tomo se intensifica la irritación contra su marido, el cual juzga que “se le debe rendir pleitesía en todo a cada minuto” (p.13) y que “se ha vuelto un completo misántropo” (p.94). Además, Zenobia considera que esta actitud no muestra señales de ser reversible, lo cual la entristece (“A medida que J. R. vaya envejeciendo, la situación empeorará, no mejorará”, p.223). Ese egoísmo terrible supone que la esposa se sienta ninguneada o preterida (“Dice que quiere trabajar, lo que de veras significa que yo renuncie a todo lo que quiero hacer y pase cada momento de mi vida resolviendo sus problemas”, p.121), hasta el punto de que escriba esta frase demoledora: “Debería estar acostumbrada a la desilusión” (p.180).
Y en el tercer volumen, que coincide con el camino ya descendente de la vida, la escritora comenta la diferente percepción que del amor se tiene con el transcurso del tiempo (“¡Cómo se da uno cuenta de que se quiere más y más a medida que pasan los años! Es porque se da uno cuenta al mismo tiempo de que le va ya quedando poco de estar juntos. Apenas puedo escribir esto. ¡Qué congoja!”, pp. 27-28) y la variación misma que han experimentado sus intereses vitales a intelectuales (“El objeto de lo que me resta de vida es solamente ayudar a J. R. a que se realice lo que se pueda de su obra”, p.176). A veces, cómo no, el creciente egoísmo de su esposo erosiona su ánimo (llega a decir, en la página 248, que la “deja hecha un estropajo”); pero lo que realmente actuará como un mazazo sobre Zenobia será su cada vez más debilitada salud. El dolor y las pruebas médicas la van destrozando, con siniestra eficacia. El cáncer la devora. Y aunque Juan Ramón llega a proponerle a diario el suicidio compartido (así lo confiesa en la página 279), ella se obstina en resistir: quiere pasar a limpio los manuscritos de su marido, ordenar su biblioteca, organizar su legado. Los análisis le dejan claro que tiene “pocas oportunidades de escapar esta vez” (p.337), pero nunca ha sido una persona fácil de derrotar. En una de sus últimas anotaciones escribe: “La Nena me mandó una mata de crisantemos amarillos, como la vez pasada, y enseguida decoré con ellos el retrato de J. R.” (p.366). Poco después, moría.

viernes, 29 de noviembre de 2019

Las suplantaciones




Voy a comenzar copiando unas líneas de la página 87 de este libro, que me parece que encierran un magnífico resumen de su espíritu: “Disparates, personalidades suplantadas, bandas secretas, vidas trastornadas, el mundo convertido en un juego de mesa electrónico que es manipulado por seres desde la sombra, seguramente enloquecidos, con aviesas intenciones. Seres que se creen dioses y que han hecho de la realidad un lugar inhóspito. Un enorme teatro cuyas fronteras entre público y actores han sido emborronadas hasta el delirio”. Así es. En esa maraña de sueños dentro de sueños, de realidades bifurcadas o neblinosas, de laberintos y trampantojos, tienen que moverse los personajes de la novela Las suplantaciones, de Pedro Pujante.
Al principio, el nivel de anormalidad se tiñe con unos colores “tolerables”, merced a la colaboración de Franz Kafka (el protagonista acude a Praga y se encuentra con la sorpresa de que su primo se ha convertido en un gelatinoso insecto). Pero muy pronto las cotas de trastorno alcanzan unas dimensiones difíciles de asimilar (el protagonista descubre que los demás no son quienes dicen ser, y que tampoco él resulta ser quien pensaba). A partir de ahí, el nivel de confusión crece, los planos se mezclan, y nadie sabe muy bien si está viviendo una pesadilla, si se ha vuelto loco o si tal vez la realidad ha comenzado a involucionar o deformarse.
No quiero decir más. Es tan anonadante el cúmulo de sorpresas que el autor les reserva a los lectores que dar más pistas se me antoja una traición que no estoy dispuesto a cometer. Sólo les anticipo que no hay ni un minuto de tregua durante el viaje que Pedro Pujante ha construido con diabólica maña.
Las suplantaciones es una novela tortuosa, para lectores que estén dispuestos a sumergirse en un pantano desconcertante y que acepten renunciar a las verdades sólidas sobre la identidad, sobre el mundo y sobre la vida. Hagan la prueba.

jueves, 28 de noviembre de 2019

Jardinería de interior




Una de las mayores virtudes de los libros de microrrelatos es la diversidad de sus propuestas, el hecho fascinante de que en un solo volumen burbujeen y brillen docenas de argumentos y soluciones narrativas distintas. O, dicho de una manera gastronómica, que los lectores seamos invitados a un menú degustación en el que los platos nos llenan de colores, formas, olores, sabores y sonidos de la más variada condición.
Paz Monserrat Revillo nos propone en las páginas de Jardinería de interior (Enkuadres, 2019) un festín majestuoso y saciante, en el que las sorpresas se van sucediendo sin que nuestro asombro baje nunca de la meseta de calidad que su mano imprime a los textos. En ese viaje embriagador nos encontramos con giros humorísticos (o inquietantes) al socorrido tópico de que los bolsos femeninos cobijan infinidad de fruslerías (“A veinte mil leguas de mi casa”); con niñas que se irritan calladamente por la demolición de su infancia (“Anónimo”); con decisiones que parecieron razonables y que ahora escuecen cuando ya no existe remedio (“Celos”); con oscuros enigmas que flotan en los tonos sepia de antiguas fotografías (“Constelación familiar”); con fantasías zoológicas inquietantes, que nos desazonan y nos obligan a pensar (“Domingo en el zoo”); con la eficaz desmitificación de ciertos cuentos infantiles, cuya prolongación no depara más que disgustos y zozobras a sus protagonistas (“Durmiente”); con curiosos homenajes funerarios, centrados en un ser que jamás hubiera pensado que lo pudiera suscitar (“Elegía”); con pérdidas cotidianas que se convierten en motivo de sonrisa o de melancolía (“Grietas”); con el inquietante germen de una novela de terror (“Oficina de objetos perdidos”); con bellísimos apuntes sobre el azar y los caminos que se cruzan dichosos para crear luz (“Pluscuamperfecto de subjuntivo”); y, cómo no, con ejemplos perfectos de final por KO (“Prórroga”).
¿Qué le falta a esta obra? Absolutamente nada, en mi opinión. Ojalá la escritora catalana vuelva pronto a las mesas de novedades de las librerías con una nueva entrega de relatos. Será una espléndida noticia para los lectores.

miércoles, 27 de noviembre de 2019

Cuaderno de verano




Lo que José María Cumbreño nos propone en su último trabajo (que lleva por título Cuaderno de verano y que ofrece en su cubierta la imagen significativa de un sacapuntas) no es, en el sentido clásico, poesía. Pero sí que es poesía en el sentido etimológico, porque el autor extremeño combina la seriedad, el humor, la palabra y las imágenes para ofrecernos un laberinto de enigmas, del que nos pide que extraigamos conclusiones o enseñanzas. Porque este libro es, ante todo, un vademécum de retos visuales, que podemos recorrer de dos maneras: acelerados, intentando llegar al meollo del volumen; o bien con lentitud, recelosos de que los matices se nos estén escapando o se camuflen.
Si procedemos de la primera forma la lectura nos ocupará diez minutos. Ni uno más. El problema es que saldremos con la impresión errónea de que este libro no es otra cosa que un juego vacío e intrascendente. Pura distracción que a nada conduce y que no nos dejará poso.
Si lo hacemos transitando por la segunda vía, resistiéndonos a pensar que este alarde es un mero desperdicio de tinta, el cofre del tesoro nos mostrará luces de alto brillo: bien por su humor (p.16), bien por sus implicaciones sociológicas (p.37), bien por su profundidad psicológica (p.47), bien por el estremecimiento que nos provoca en la piel y en el alma (p.62).
Yo les recomiendo de corazón que reserven ustedes un par de horas para nadar por estas páginas juguetonas, sabias, alígeras y marmóreas, porque es probable que en ellas encuentren más de un motivo para quedarse pensando. No es poco en los tiempos que corren.

martes, 26 de noviembre de 2019

El criador de canarios




En 1996, el narrador caravaqueño Luis Leante reunió en un volumen doce relatos que le habían premiado en diversos certámenes entre 1986 y 1995. La obra salió en busca de lectores con el título de El criador de canarios y constituye un tomo bastante singular en la bibliografía del exitoso escritor, porque nos muestra la prehistoria de su pluma, los productos más juveniles (pero ya aplaudidos) de su carrera.
Allí estaba, por ejemplo, aquel estremecedor alegato contra la guerra de Vietnam que se titulaba “Al despuntar la aurora”; o “Enroque”, un relato de ajedrez y de amor mercenario que difícilmente encontraría comparación en nuestras letras; o “El negro Malone”, que contiene uno de los mejores diálogos de amenaza que se puede leer en la cuentística española de todos los tiempos, y que hiela la sangre por su frialdad tensa.
Luis Leante demostraba de forma contundente que era un auténtico maestro de la distancia corta, y que el salto a la novela (que ya había ensayado de forma más titubeante durante su juventud) estaba próximo.
Lo que ha venido después, incluido su éxito internacional al obtener el premio Alfaguara en 2007, se encontraba en forma germinal en las páginas de este tomo.

lunes, 25 de noviembre de 2019

Los restos del naufragio




La yeclana Pura Azorín, tras haber cursado estudios de Filología Románica y haber obtenido algunos galardones de importancia por sus cuentos (el Gabriel Miró en 1991, el Diario de León en 1993, etc), se reveló también como cultivadora de la novela corta tras obtener el XIX premio Gabriel Sijé (certamen en el que se impuso a José Carlos Somoza) con su pieza Los restos del naufragio.
Es un relato conmovedor y muy bien estructurado donde se nos cuenta la historia de Óscar, el profesor de griego de un instituto “perdido entre La Mancha y Levante” (p.29), que acaba de morir. Gracias a unas notas que dejó redactadas (y que ahora lee conmovido su amigo Tomás), tenemos acceso a los pormenores melancólicos de su estancia en ese pueblo, de la astenia que lo acongojaba, de su amistad profundísima con Celia, de su amor por Lluís (un joven modelo del que se terminó separando) y de su imparable y doloroso declive físico causado por la enfermedad.
Esos papeles, esos restos del naufragio vital de Óscar, constituyen la médula de un relato sólido, que no se pierde en sensiblerías ni presenta altibajos narrativos dignos de reseñarse.
La localización geográfica que Pura Azorín elige para ambientar su historia es inequívocamente yeclana: nos habla de los libricos (conocido postre local) en la página 40; de la Sierra del Cuchillo en la 48; o de la iglesia de san Francisco en la 89. Igualmente, podría detectarse un guiño al novelista José Luis Castillo-Puche en la página 74, cuando uno de los personajes dice: “Yo, como todos, también llevo la muerte al hombro”.
Interesante narración.

domingo, 24 de noviembre de 2019

Mediodía en la otra orilla




El poeta y narrador Ángel Manuel Gómez Espada (Murcia, 1972) publicó, en el año 2000 su obra Mediodía en la otra orilla, encabezada por unas líneas en las que el autor manifestaba su firme voluntad de escribir una poesía lúdica, anecdótica y sin pretensiones, con el argumento de que quienes aspiren a superar “a autores de la talla de Borges, Pessoa, Cernuda (no digamos ya a Homero o a Quevedo) están perdiendo un tiempo precioso que mejor dedicarían a sus seres más queridos” (p.8).
Lo que no explicaba el inteligente y brillante poeta es que mediante el ardid de presentarnos sus textos bajo el disfraz de lo humilde nos estaba regalando unas reflexiones existenciales de notable vigor (“Maneras de no estar muerto”), relecturas enriquecedoras de los clásicos antiguos y modernos (“Que veinte años no es nada”) o amargas poetizaciones del mundo que nos rodea, tan pródigo en crueldades, paradojas e insensateces (“Recortes de periódico”).
El libro (que se remata con cuatro espléndidas páginas de dedicatorias y aclaraciones) resulta muy agradable de leer y está teñido por un barniz de desenfado que, dotándolo de una apariencia festiva y a veces zumbona, no le merma ni un ápice de calidad ni de inteligencia creadora. Era el primer paso de una carrera literaria que ha seguido una admirable línea ascendente y que aún nos dará espléndidas sorpresas en el futuro.

sábado, 23 de noviembre de 2019

El hombre y la palabra




Diego García López (Mula, 1947) es un bibliófilo enamorado de la poesía que dispone de una colección de Quijotes absolutamente envidiada y envidiable y que irrumpió en el mundo de los libros con la obra titulada El hombre y la palabra, que apareció en 1987.
Con una bravura insólita en quien se lanza al ruedo de la publicación, el muleño se arriesgaba a la combinación de dos elementos peliagudamente matrimoniables: de un lado, la sencillez inmaculada de su léxico; del otro, el molde formal escogido para plasmar su mensaje: el soneto, una estrofa dura, exigente, que pone a prueba la templanza de los vates más experimentados. Pero Diego García superaba la prueba y, merced a su pasión lírica (“Este pecado, que asumo”, anota el autor en la página 51), era capaz de escribir con frescura y desparpajo sobre temas tan dispares como los políticos (p.54), las lluvias que se presentan en forma torrencial (p.58), el cante flamenco (p.69) o Jorge Luis Borges (p.85).
No obstante, y aun aplaudiendo la viveza de su diversidad, quizá los dos mejores sonetos del libro son aquellos que están situados en las páginas 82 y 83, y que dedica a dos mujeres cruciales en su vida: su madre y su esposa María.
Tanto el vocabulario como las metáforas o las rimas que Diego maneja son extremadamente sencillos. Pero que nadie busque en estas circunstancias un signo de la incapacidad del autor. Muy al contrario, se intuye que han sido pensadas, elegidas y decididas por él para trasladarnos una poesía que le nace del corazón y que quiere comunicarnos sin contaminaciones barrocas.

viernes, 22 de noviembre de 2019

Un dios salvaje




Camilo José Cela se definió ante Soler Serrano como una persona que intentaba pasar por el mundo “haciendo la puñeta a la menor cantidad de gente posible”. Y esa loable actitud, sublimada y acaso deformada esperpénticamente por la modernidad, ha generado lo que ha dado en llamarse “corrección política”. Pero, como siempre que adoptamos un disfraz, los problemas surgen cuando su tela comienza a picarnos o sus hechuras no responden con la flexibilidad que sería deseable. Es entonces cuando aparecen las fricciones, los reproches, la furia de la rabia represada.
Dos matrimonios se reúnen en la casa de uno de ellos, porque el hijo de los anfitriones ha sido golpeado con un palo por el hijo de los invitados; y todos, civilizadamente, quieren discutir la situación para llegar a un acuerdo pacífico, educativo y moderado. Al principio, el talante de los cuatro parece dialogante; después, las personalidades disímiles comienzan a extremar sus parlamentos. La anfitriona, que comenzó edulcorada (afirma en la página 30 que cree “en el poder pacificador de la cultura”), termina explotando ante la prepotencia de los visitantes (“No sirve de nada comportarse con educación. La honestidad es una idiotez, sólo sirve para sentirnos más débiles y desarmados”, p.59). Y el invitado (un abogado sinuoso y que recibe constantes llamadas en su teléfono móvil), harto de fingimientos, se quitará la máscara (“Ya hemos tenido bastante ración de arengas y sermones”, p.59) y vomitará sus ideas más primitivas (“Yo creo en un dios salvaje. Es él quien nos gobierna, sin solución de continuidad, desde la noche de los tiempos”, p.78).
Yasmina Reza nos traslada en esta obra una reflexión ácida y directa sobre el mundo en que vivimos, encorsetado por normas melifluas pero que hierve de brutalidad e instintos por debajo del disfraz. Una pieza de teatro muy reveladora y sincera, que nos obliga a reflexionar.