viernes, 30 de septiembre de 2016

Los elementos de la noche



Yo tenía por aquel entonces 17 o 18 años. Era un chiquillo que empezaba a leer a todas horas y que, de vez en cuando, descubría a un autor que le fascinaba. Me ocurrió con José Emilio Pacheco, poeta mexicano del que leí una antología en la editorial Alianza (si la memoria no me traiciona). Y, ni corto ni perezoso, escribí un pequeño ensayito de seis o siete páginas que tuve la osadía de presentar a una revista de Cieza. Amables, lo publicaron. Y yo, enardecido, escribí una carta a la embajada mexicana en Madrid y, tras explicarles el caso, les rogué que me facilitaran la dirección del poeta. Amables, me la enviaron. Y yo, otra vez enardecido, fotocopié las páginas de la revista y se las remití. Unos meses más tarde, cuando la amnesia había moderado mi osadía y no esperaba respuesta, Pacheco tuve el detallazo de enviar a aquel jovenzuelo que era yo una nota de agradecimiento y uno de sus libros, con una dedicatoria generosa e inmerecida. Hay que ser muy grande para elogiar a los pequeños.
Ahora releo el primer poemario de este insigne creador, Los elementos de la noche, un breve y exquisito volumen donde me deslumbra la capacidad que tiene José Emilio Pacheco para consignar fórmulas que aúnan filosofía y lirismo (“He inventado la selva pero me falta un árbol que la pueble”), su extraordinaria brillantez para elegir verbos sorprendentes (cuando nos explica que una paloma “pule en el aire su desnudo vuelo”) o su esfuerzo para mirar las cosas desde el otro lado, como pedía García Lorca (“La playa en donde nace el mar”).

Es verdad que el tomo aún carece de un espíritu unitario, porque José Emilio Pacheco navega libremente entre la prosa y el verso, entre la rima y la blancura, entre la polimetría y el soneto, entre el formalismo y el vendaval; pero me sigue pareciendo un libro fascinante, obra de un poeta sólido, apolíneo y excelente.

miércoles, 28 de septiembre de 2016

Los mal amados



El señor de Virelade fue abandonado por su esposa hace ya bastantes años, y él ha encharcado su vida en alcohol desde entonces, mientras veía crecer a sus dos hijas: Elisabeth (su ojito derecho) y Mariana (a quien trata con desdeñosa frialdad, porque le recuerda a la fugitiva). Ahora, Elisabeth tiene ya 29 años y está a punto de pedirle a su padre el consentimiento para contraer matrimonio con Alan; pero no será fácil, porque el antiguo militar no parece dispuesto a consentir que su amadísima primogénita lo abandone. Además, pronto queda al descubierto que Alan y Mariana mantuvieron una pequeña relación superficial en el pasado, que a él le resultó inane pero que a ella la marcó indeleblemente.
En esta pieza de François Mauriac, que Vicente Balart traduce para Escelicer, nos encontramos con cuatro seres infelices, que han amado mal o que han sido mal amados, y con cuyas existencias el Destino jugará de manera cruel. El señor de Virelade no fue bien amado por su esposa, que lo abandonó a su suerte con dos criaturas; Mariana no fue bien amada por Alan (que se limitó a tontear con ella, hiriendo sus sentimientos), ni por su padre (que la relegó a un segundo plano en su corazón), ni por su hermana (que está a punto de arrebatarle al amor de su vida); Elisabeth no fue bien amada por Alan (quien la traicionó), ni por su madre (por su abandono), ni por su padre (que ejerce sobre ella una clara dominación egoísta); Alan...
No creo que resulte necesario seguir detallando. La atmósfera está enrarecida, las vidas están manchadas, los corazones sufren una perpetua gotera de dolor. En esa espiral terrible y claustrofóbica, François Mauriac nos enseña que todas las puertas están cerradas y que los cristales de las ventanas están oscurecidos. ¿Es legítimo actuar de forma egoísta para procurarse la propia felicidad, sin parar mientes en los daños que causamos a quienes nos rodean? ¿Es legítimo, por el contrario, que se nos pide resignación y sacrificio, para que no broten lágrimas en los ojos ajenos?

Una pequeña obra teatral muy interesante, sin duda.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Queridos niños...



Lo más frecuente es que en los libros de relatos siempre haya dos o tres que sobresalen en el conjunto y que marquen la meseta del volumen, pero en los buenos libros de relatos (rara avis) resulta compleja la circunstancia contraria: encontrar dos o tres que puedan ser tildados de pasables o medianos y que tiren hacia abajo del conjunto. La guipuzcoana Juana Cortés Amunarriz, cuya carrera literaria está enjoyada de galardones, obtuvo con Queridos niños el premio Ciudad de Alcalá; y el tomo pertenece, sin duda, al segundo bloque. De tal modo que pretender destacar alguna de sus propuestas sobre el resto constituiría una abominación o un pecado de reduccionismo.
Desde la niña que vive atemorizada por la figura de un dragón y que ocasiona una tensa situación familiar en una gasolinera (“La maldición de Casandra”) hasta la chica que ejecuta varias acciones delictivas para proteger la vida del hombre al que ama (“La mujer partida”). Desde la hija de una fanática religiosa que, tras descubrir su potencial sexual, lo usa de forma inaudita (“Ruth ratón”) hasta la hermosa muchacha que queda embarazada misteriosamente de un novio imaginario (“Los mundos de Silvia”). Desde la niña que, alborotada de lágrimas, denuncia en su colegio la presunta violencia que sus padres ejercen sobre ella (“El remolino”) hasta el solitario chico que, advirtiendo los primeros signos de la pubertad, se niega al dramático acto de crecer (“Sergio, ¿estás ahí...?”).

Juana Cortés nos sorprende y nos reta en cada relato. Pone ante nuestros ojos a sus personajes, diseña la trama argumental, elige el formato (siempre distinto, siempre mágico) de la narración y lo convierte todo en un perfecto mecanismo literario, que nos conmueve, nos perturba y nos seduce. Sabe lo que quiere y sabe cómo lograrlo. A eso se le llama maestría.

sábado, 24 de septiembre de 2016

Memorias de un niño murciano



Existen dos tipos de miradas que los escritores con talento ejecutan con habilidad y belleza (o con pericia y desgarro, depende): la mirada hacia adentro y la mirada hacia afuera. Con la primera se sumergen en sí mismos y exploran galerías misteriosas, pliegues de dolor, recuerdos de luz, anécdotas del ayer, minutos que volaron; con la segunda nos codifican el mundo y nos lo muestran como quizá nunca antes lo habíamos imaginado o contemplado. Res intensa y res extensa, si se me permite la broma.
Ahora, José Cubero Luna nos ofrece en estas hermosas Memorias de un niño murciano las dos miradas, entrelazándose como los hilos de una alfombra mágica. Nada importa, a los efectos literarios o vitales, que el autor naciese en un pueblo de Cáceres llamado Valencia de Alcántara, porque el hecho de que su padre obtuviera destino en la capital murciana le permitió habitar durante sus primeros años en un sitio donde el cielo era “una borrachera de azul celeste que dolía en los ojos” (p.15) y donde experimentó miles de vivencias, que nutrieron su corazón y su memoria: los viejos que jugaban al dominó entre chatos de vino; la figurita de la Virgen que iba de casa en casa, metida en un camarín donde se podían depositar limosnas en una ranura; el barro y las ranas, que pronto iban a ser sus compañeros de juegos; su atracción por la Lonja, donde la cara más torva de la pobreza y la picaresca se mostraba con nitidez; la divertida (y un poco agobiante) narración de cómo tuvo la inesperada idea de robar un higo chumbo y llevárselo escondido en el bolsillo, donde las púas se convirtieron en un suplicio; el sueño de su vecino Andréu, que no cejó en su empeño hasta construirse una moto (sin dejarse abatir por las burlas constantes y crueles de quienes lo rodeaban); el melancólico recuerdo que le dedica a su amigo Ángel, que murió de tuberculosis con pocos años; aquella noche de tormenta en la que tuvo que refugiarse en un seminario y cenar con sus ocupantes, para no pillar una pulmonía; la niña parisina que vino un verano a Murcia y de la que se enamoró perdidamente; el lechero que provocó sin quererlo la muerte de su amante...
Son tantas las diapositivas emocionales que José Cubero Luna nos pone ante los ojos que, inevitablemente, llegamos a la conclusión de que el retrato personal deviene retrato colectivo. Afirma Antonio Botías Saus, en el delicioso prólogo de la obra, que estas páginas contienen la primavera en Murcia; pero no es tan sólo una primavera ambiental o cronológica, sino una primavera grupal. Aquí palpita y fulge el retrato de todos los que hemos nacido o nos hemos criado entre limoneros, hemos jugado en las acequias, hemos contemplado a los mozos subirse a las cucañas en las fiestas populares, hemos visto misales en los cajones de la madre o la abuela, nos hemos resistido a los trasquilones del peluquero o hemos sido chicos de los recados.

Lea este libro quien quiera recordar. Léalo quien quiera descubrir. Léalo quien amó o ame la tierra de Murcia. Descubrirá con gozo y con un punto de añoranza que lo que sintió o contempló durante los tiempos de su niñez está aquí consignado con palabras bellísimas. Un volumen memorable.

jueves, 22 de septiembre de 2016

El cuarto en que se vive



Rosa es una chica joven, ingenua y huérfana, que va a verse sometida a una terrible presión familiar por parte de sus tíos (ellas, dos ancianas chapadas a la antigua; él, antiguo sacerdote ahora postrado en una silla de ruedas) cuando descubran que acaba de enamorarse de Miguel Dennis, un hombre mucho mayor que ella y que está casado. La disímil pareja está dispuesta a afrontar todas las consecuencias de su decisión: el enfrentamiento con la familia de la muchacha, el histerismo furibundo de la mujer de Miguel (cuyo espíritu está muy turbado desde que perdió a su único hijo) y hasta las habladurías de los habitantes de la localidad. Se quieren y eso se les antoja justificación bastante.
Pero, pronto, ambos comenzarán a sufrir vacilaciones y a detectar fisuras en la roca granítica de sus voluntades: Rosa sufrirá al ver cómo la esposa de Miguel se derrumba en llanto delante de ella y le suplica que no le arrebate al hombre con el que se casó; y el propio Miguel, que se gana la vida como psicólogo, no podrá evitar accesos de ternura y de temblor cuando piense en la soledad que espera a partir de ahora a su antigua y desventurada compañera.
Con todo este océano de sentimientos, lágrimas, arrebatos amorosos, culpas y obligaciones, el británico Graham Greene compone una pieza teatral magnífica que, traducida por Victoria Ocampo, publicó el sello Sur.
Resulta chocante comprobar que, cuando constriñen espacios físicos en la casa (los tíos de Rosa van dejando de utilizar los dormitorios donde han muerto familiares a lo largo de las décadas), parecen reducirse también las ansias vitales de los personajes. Al final, solamente se vive en un cuarto, y todo gravita de una manera claustrofóbica en torno a él. Asfixiada, la muchacha querrá salir de ese círculo opresivo, y el amor de Miguel constituye en apariencia una ventana por la que entra el aire puro de la libertad y de la pasión. El problema es que todos los paraísos exigen un pago y no siempre estamos en condiciones de abonar su importe.

Una pieza memorable sobre el amor, el sentimiento de culpa y los dogales con que la vida nos va amarrando.

martes, 20 de septiembre de 2016

Muerte accidental de un anarquista



Acabada esta Muerte accidental de un anarquista me doy cuenta de que si me informara acerca de los matices del caso real (el que sirvió de inspiración a Fo) entendería muchos más detalles de la obra. Pero, de pronto, he comprendido que asimilar sus tonos de farsa, sus toques irónicos, sus hipérboles, sus bruscos cambios de registro, otorga una dimensión especial y acaso exenta, que tampoco es desdeñable.
Sabemos que un anarquista murió en extrañas circunstancias al lanzarse (o ser lanzado) por una ventana del cuarto piso de la Jefatura de Policía de Milán, en diciembre de 1969; y sabemos que Dario Fo quiso componer en estas páginas un alegato durísimo contra la tortura, la manipulación, el autoritarismo y la execrable impunidad con la que agentes del orden, jueces y políticos se protegen los unos a los otros y conforman una burbuja privilegiada, impermeable a las puniciones de la ley.
En esta obra, el papel de “conciencia moral” y de “acusación ética”, el papel de quien alza el dedo y señala las inmundicias, lo realiza el personaje del Loco. Creo que no hace falta añadir nada más.

Una obra de teatro cuyas conexiones con la actualidad irán siendo olvidadas o sufrirán el descrédito de la amnesia, pero cuyo vigor y entereza permanecerán indelebles.

domingo, 18 de septiembre de 2016

No habrá Dios cuando despertemos



Victorio y Amanda se encuentran en un Aeropuerto, rodeados de otras muchas personas. Pero los lectores que hemos decidido sumergirnos en esta obra de Ricardo Vigueras (ganadora del VIII Premio Tristana de novela fantástica y editada por Menoscuarto) descubrimos pronto que algo raro sucede allí. En primer lugar, se nos habla de un Aeropuerto, con mayúscula; más tarde, se nos aclara que todos sus usuarios llevan tatuada en su muñeca una clave alfanumérica y que, a diario, se celebra un sorteo para elegir a una sola persona, que tendrá la suerte de embarcar en el vuelo que lo saque de aquel espacio claustrofóbico. Por fin, en la página 27, se nos aclara aún más la situación: el Aeropuerto “es una región a donde vamos a parar las almas que abandonamos la vida con muerte violenta”.
Preparado el marco narrativo y seducidos por su extrañeza, los lectores somos invitados a acompañar a los dos protagonistas, que han sido señalados por el Destino, en su largo y accidentado viaje hasta la Terminal V, donde les espera el avión que los sacará de aquella “babel de idiomas antiguos y modernos” (p.62), donde deberán mantener diálogos desquiciados con algunos funcionarios, enfrentarse a demonios de repulsiva textura (como Bástiabas) y sufrir, minuto a minuto, con la posibilidad de perder el vuelo, lo que eliminaría de raíz toda esperanza.
Victorio (que fue un maestro de escuela español fusilado el día antes de su boda, en 1936) y Amanda (que sufrió una muerte de lo más infame y sangrienta, a manos de varios energúmenos) conseguirán por fin acceder hasta la Terminal V cuando apenas faltaban unos minutos para el despegue de su avión, pero aún les espera una sorpresa... Y también les espera otra, mucho más aparatosa todavía, a los lectores del tomo, porque el murciano Ricardo Vigueras (que actualmente trabaja como profesor de mitología clásica y latín en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, en México) se ha reservado para el cierre la última magia, el último efecto sorpresa.

Con secuencias de humor y de amor, con páginas de asco y de fantasía, con diálogos muy bien construidos y, sobre todo, con un desarrollo elegante y serio, No habrá Dios cuando despertemos es una novela de lectura placentera y aroma sartreano que, en muchos casos, nos obliga a pensar. Otro acierto editorial para aplaudir al sello palentino.

viernes, 16 de septiembre de 2016

Adriana Mater



Imaginemos a una mujer joven que ha sido violada durante los prolegómenos de una guerra. Una vez tragada la saliva y controlado el escalofrío que esta imagen nos provoca, imaginemos que la chica queda embarazada de su agresor y que, contra la opinión de todo el mundo (incluida su hermana), decide llevar a término la gestación, aferrándose a una máxima que quiere convertir en bandera: “¡No es su hijo, Refka, es el mío!”. Adriana es consciente de que por las venas del bebé correrá un doble vértigo: la sangre inocente de su madre y la sangre criminal de su padre. La sangre de la víctima y la sangre del verdugo. ¿Por cuál de las dos posiciones se terminará inclinando cuando pasen los años y el niño sea un hombre? Tiempo después, convertido Yonas en un mocetón de buena altura y buenos músculos, se entera de su verdadero origen y localiza al hombre que violó a su madre, con la intención de matarlo. Una vez frente a él, descubre que es un anciano que se ha quedado ciego y aprieta las mandíbulas. La decisión está en sus manos.
Con este vertiginoso argumento, Amin Maalouf construye la historia de su obra Adriana Mater, traducida por Julia Escobar para el sello Alianza Literaria, que la ofrece en versión bilingüe. Originalmente, apareció en el año 2004 y sirvió como base para una ópera de Kaija Saariaho.

La culpa, la entereza, el determinismo, la justicia, la venganza, el amor, la ilusión y las abominaciones del ser humano afloran en las páginas excelentes de este libro, mostrándonos los pliegues menos luminosos del alma y dejándonos muchos motivos para la reflexión. Memorable.

miércoles, 14 de septiembre de 2016

Baal



Baal es un poeta desconsiderado y de creciente gordura, que bebe más de la cuenta y carece de habilidades sociales. Su amigo Ekart intenta extirparlo del lodazal de alcohol en el que vive, pero el vate se aferra a su molicie gamberra y abrupta: escucha con desidia el interés del comerciante Mech por publicar sus versos; se acuesta sin amor con la jovencísima Johanna (pareja hasta entonces de su amigo Johannes); está a punto de acostarse con dos hermanas (aunque no le resulta posible, porque su patrona amenaza con echarlo por promiscuo, pues “corrompe a montones de pobres chicas, arrastrándolas a su cueva”); deja embarazada a Sophie, para inmediatamente después desdeñarla; y, en el culmen de su estropicio vital, termina matando a Ekart.
Éstos son algunos de los rasgos psicológicos y argumentales que cruzan la pieza Baal, de Bertolt Brecht, que leo en la traducción de Miguel Sáenz y que no me ha parecido especialmente notable. Ni siquiera mediana. Quien lo desee, puede medir las obras literarias por sus componentes ideológicos, por sus aportaciones sociológicas, por su onirismo, por su voluntad rupturista o por mil matices más, todos ellos respetables. Yo las mido únicamente por el efecto literario que me provocan. En ese sentido, Baal me parece un fiasco.

Me gusta mucho, eso sí, el párrafo que cierra la obra. Un personaje que ha visto morir a Baal dice: “Le pregunté cuando ya tenía estertores: ¿En qué piensas? Siempre quiero saber en qué se piensa. Y me dijo: Todavía escucho la lluvia. Se me puso carne de gallina en toda la espalda. Todavía escucho la lluvia, dijo”. Un final impresionante para una obra prescindible.

lunes, 12 de septiembre de 2016

Los físicos



Nos encontramos en un sanatorio mental fundado por Mathilde von Zahnd, en uno de cuyos pabellones se encuentran recluidos tres físicos, “tres locos inofensivos y entrañables, dóciles, fáciles de tratar y nada exigentes” (p.19). El primero de ellos cree ser Isaac Newton y, a despecho de lo manifestado por la directora del centro acerca de su condición sumisa, asesinó a una enfermera tres meses atrás; el segundo, creyéndose Albert Einstein, acaba de matar a otra; el tercero, mucho menos infuloso y mucho menos iracundo, se conforma con ser Möbius, un prometedor científico que ingresó en este centro asistencial cuando comenzó a decir que era visitado todos los días por el rey Salomón. No obstante, el clima enrarecido de la institución se volverá aún más irrespirable cuando el cándido Möbius acometa también un crimen idéntico a sus compañeros.
Pero la intriga no se detendrá ahí, porque el lector descubre muy pronto que las identidades y la condición mental de los tres inquilinos no son las que inicialmente pensaba, y la obra ramificaba sus sorpresas hasta un punto que anonada.
Las grandes preguntas que quedan implícitas tras cerrar el volumen son claras: ¿dónde están las fronteras entre la genialidad y la locura? ¿Es posible fijar unos límites al avance tecnológico? ¿Se puede esperar que éste avance por unos senderos que no dañen irreversiblemente a la especie humana?

Friedrich Dürrenmatt, traducido por Juan José del Solar para el sello Tusquets, ratifica en estas páginas su condición de dramaturgo intenso, sólido y lleno de inteligencia, capaz de conducir a sus personajes y a sus lectores por los caminos más insospechados. Un auténtico maestro.

sábado, 10 de septiembre de 2016

El código del demonio



Jesús de Nazaret selló con Judas Iscariote una extraña alianza en virtud de la cual, y como bien resume Heather Kennedy, una de las protagonistas de este libro, “Judas ayudó a morir a Jesús. A cambio, Dios les dio la Tierra a Judas y a su familia. Pero tendrían que esperar tres mil años para heredar. Treinta monedas de plata... por treinta siglos” (p.351). Desde entonces, los miembros de ese pueblo viven escondidos en galerías subterráneas, ajenos a la historia de los “hijos de Adán”. Su reino se llama Ginat’Dania y una de sus consignas más férreas consiste en mantener el secreto más absoluto sobre su emplazamiento, hasta que llegue el momento de recibir la herencia prometida.
La agente Heather Kennedy, que trabajaba en la Policía Metropolitana de Londres y que ahora se encuentra en excedencia, es contratada por el Museo Británico para que esclarezca qué ha ocurrido en su interior en las últimas horas. Aparentemente, alguien ha entrado y después ha desaparecido, sin que se aprecie robo o destrucción de ningún tipo en sus dependencias. A partir de ese instante comienza una investigación que la llevará hasta un enigmático libro escrito por Johann Toller en el siglo XVII, en el que se declaran cuáles serán los signos que anunciarán la segunda venida de Jesús y, por tanto, la clausura de la Historia y el comienzo del Reino de Dios. Y este descubrimiento se verá pronto ampliado con nuevos datos y personajes: una muchacha llamada Diema, que se muestra letal en el combate cuerpo a cuerpo; unos integrantes del Pueblo de Judas que, encabezados por el iluminado Ber Lusim, han decidido segregarse de la colectividad y adentrarse en el mundo de los hijos de Adán; un viejo y eficaz mercenario, Leo Tillman, que parece movido en esta aventura por unos resortes demasiado sentimentales, que lo terminarán por llevar hasta las puertas de la muerte... Y, de fondo, la amenaza que planean los disidentes liderados por Ber Lusim y el ideólogo Shekolni: provocar la muerte de un millón de personas para dar cumplimiento a las profecías de Toller y allanar la venida del Nuevo Orden.
Como se puede observar, esta nueva obra de Adam Blake (de quien se pregona misteriosamente en la solapa que “es el seudónimo de un aclamado novelista de éxito que escribe obras encuadradas en otro género literario”) contiene los ingredientes necesarios para suscitar el interés de numerosos lectores que, más interesados en el desarrollo de una trama magnética que en los primores literarios del texto, disfrutarán con este seductor conglomerado de combates cuerpo a cuerpo, profecías antiguas, misterios ancestrales, armas modernas y sus leves toques de sexo (hetero y homo). Y si se sale feliz de la experiencia, siempre se puede recurrir a la anterior novela del mismo autor: Los hijos de Judas, donde se explican los orígenes de toda esta trama y se la relaciona con los Rollos del Mar Muerto.

En suma, una propuesta muy acertada de la editorial Bóveda en la que se invierten bastantes días o incluso semanas de lectura (el volumen supera las seiscientas páginas), que encantará a los aficionados a los bestsellers de acción y y de misterios esotéricos y que, por su amenidad y su buena factura narrativa, no defraudará al resto de lectores.

miércoles, 7 de septiembre de 2016

Los amores equivocados



Uruguaya y española y poeta y pareja de Julio Cortázar y cuentista y traducida a más de veinte idiomas y novelista y premio Loewe, Cristina Peri Rossi ultimó en 2015 este glorioso volumen, Los amores equivocados, que el sello palentino Menoscuarto tuvo el buen juicio de editar.
En él descubrimos once relatos magistrales donde adentramos la mirada en un buen número de situaciones de la vida cotidiana, dominadas por relaciones sentimentales o eróticas llenas de ternura, dolor o bifurcaciones dolorosas: un camionero que recoge a una joven autoestopista y que, tras enterarse de que la muchacha quiere encontrar trabajo en un club de alterne, deberá afrontar una petición de lo más embarazosa (“Ironside”); una historia de fidelidad, idealismo y ciertos toques de ficción, que se desarrolla entre Montevideo y Barcelona (“Los amores equivocados”); un recién divorciado que debe afrontar un encuentro sexual con una enfermera (“Todo iba bien”); una traductora de 38 años que recoge, en medio del aguacero, a una muchacha de 19 que va a revolucionarle la vida (“De noche, la lluvia”); la deliciosa pero inestable relación que mantiene un psicólogo de 43 años con un hermoso chico de 17, que condiciona su forma de ver y sentir el mundo y que afectará incluso al ejercicio de su labor profesional (“Ne me quitte pas”); o la absorbente muchacha que dará un vuelco a la vida de una profesora universitaria cuya pareja, Elvira, se encuentra de viaje (“La escala Lota”).

El amor y el sexo, con sus tentáculos de hierro y azúcar, abrazarán a todos los protagonistas de estos magníficos relatos para convertirlos en seres vulnerables, ajenos a la estabilidad o la calma. Quizá porque el amor es un rayo que te parte los huesos y te esta estaqueado en la mitad del patio, como dijo el propio Julio Cortázar en Rayuela. Quizá porque el amor es una aventura sin coordenadas estables. Quizá porque en el sexo no hay brújulas. Quizá porque somos seres humanos, tan sólo seres humanos, y tenemos miedo, y frío, y ganas de amar y de ser abrazados.

lunes, 5 de septiembre de 2016

Vida y pasiones de Mallory



Pudo ser, y quizá lo fue, el primer hombre que pisaba la cima del Everest, la montaña terrestre más alta. Se llamaba George Leigh Mallory y, en 1924, se perdió su rastro cuando se encontraba, junto a Andrew Irvine, por encima de los ocho mil metros, a pocas horas de coronar la cima del mundo. Cuentan quienes sobrevivieron a esta expedición que Mallory llevaba una cámara de fotos para inmortalizar su éxito y también una fotografía de su esposa Ruth para depositarla en la cumbre. En 1999, cuando se consiguió localizar el cuerpo congelado de Mallory, ninguno de los dos objetos estaba en su poder. El enigma está servido.
Esta fascinante biografía, redactada por Peter y Leni Gillman y traducida por Silvia Gómez Castán para el sello Desnivel Ediciones, nos permite acceder a lo más íntimo de este singular personaje, que comenzó su carrera como escalador a los siete años subiendo sin permiso al tejado de la iglesia de St. Wilfrid, en Mobberley; que conoció a la bonita Ruth Turner en 1913 y se enamoró de ella en Venecia, a pocas semanas de que comenzase la Primera Guerra Mundial; que posó desnudo para una serie de fotografías realizadas por su amigo Duncan Grant; y, sobre todo, que intentó varias veces subir hasta lo más alto del Pico XV (llamado Chomolungma, “Diosa Madre del Mundo”, por quienes viven a sus pies; y ahora conocido como Everest, en homenaje al gran geógrafo de Gales). Por aquella obsesión lo sacrificó todo: la comodidad familiar, un empleo estable, relaciones sociales... Y obtuvo a cambio la muerte y quizá la gloria. Igual que se han ido encontrado numerosos objetos que lo acompañaron en su escalada (cortaúñas, brújula, cartas, bombonas de oxígeno), es posible que en los próximos años termine apareciendo la famosa cámara fotográfica y se resuelva otra parte del misterio.

Hasta entonces, nos podemos conformar con la lectura de esta obra deliciosa, que nos muestra la poderosa intensidad que animaba el corazón de George Mallory y que lo impulsó con vehemencia (deshidratado, con graves quemaduras en la piel, a treinta grados bajo cero, cegado por la nieve, exhausto) para intentar conseguir un sueño. Suya es la frase que aseguraba que quería subir al Everest “porque estaba ahí”. La pasión no necesita más argumentos.

sábado, 3 de septiembre de 2016

Los bosques imantados



Cada época transporta adheridas a su espalda, de forma inevitable, un buen número de necedades pseudocientíficas que, con el transcurso del tiempo, pueden resultar cristalinas o pasmosas para quienes las contemplan desde la distancia. Juan Vico (Badalona, 1975), uno de los pulsos narrativos más prometedores de los últimos años, ha decidido adentrarse en una de esas singularidades para convertirla en el eje de su novela Los bosques imantados, con unos resultados más que notables. La acción se sitúa en 1870 en las inmediaciones del bosque de Samiel, un territorio de gran fama entre los adeptos al magnetismo, que lo consideran un poderoso núcleo de actividad paranormal, del que pueden esperarse asombrosas experiencias. 
La novela se inicia cuando faltan pocos días para que se produzca un eclipse lunar que, en opinión de los expertos, multiplicará el poder magnético del citado bosque. Congregados por este hecho astronómico (y por la asombrosa noticia de que Locusto, un experto en ocultismo del que nadie conoce su aspecto o identidad, estará presente durante el eclipse) se dirigen hacia el pueblo dos tipos de personas, muy diferentes entre sí: de un lado, un enorme bloque de enfermos, investigadores y farsantes, que esperan curarse u obtener algún beneficio de aquel desconcertante cónclave; del otro, un pequeño grupo de periodistas que vienen a curiosear y redactar sus reportajes y que muestran (en especial Victor Blum) una actitud reticente ante la presunta “magia” del bosque. Cuando la iglesia de la localidad sea profanada (vacían los ojos de un Cristo y tiñen de rojo el agua de una pila), la situación comenzará a adquirir un aspecto preocupante. Y cuando aparezca muerto de un disparo un dibujante en el mismo límite del bosque comenzará a extenderse una tensa sensación de angustia, que empapa a los visitantes y también a los lugareños… 
Dosificando con gran talento la intriga, introduciendo informaciones sobre magnetismo o sobre ciencia sin asfixiar a los lectores y, sobre todo, redactando sus páginas con una impoluta perfección, Juan Vico consigue en Los bosques imantados una novela madura, seria, firme y convincente, donde misterio, lirismo y una magnífica prosa se mezclan con adecuadas dosis de humor y hasta de sexo. Uno de los libros mejor concebidos y mejor acabados de la temporada.

jueves, 1 de septiembre de 2016

El jardín de los cerezos



Para un espectador que observe la acción de esta obra desde una posición externa, la actitud de la señora Liubov Andréievna Ranévskaya resulta de lo más incomprensible y de lo más enervante. Tras permanecer durante varios años en el extranjero (en París), vuelve a la propiedad familiar y recibe, como una bofetada, la noticia de que las ingentes deudas acumuladas obligarán a vender el huerto de los guindos para satisfacer a los acreedores. El golpe, desde luego, es terrible. Pero Liubov Andréievna Ranévskaya no reacciona frente a él. Más bien, se acomoda en un esnobismo lánguido, preocupándose más de las formas que del fondo, y va dejando que los días transcurran. Carece de espíritu práctico, de decisiones, de vigor, de respuesta. Sabe que las jornadas se van consumiendo y que el desastre está cada vez más cercano, pero no mueve un dedo para articular una solución. El comerciante Ermolái Alexéievich Lopajin, queriendo servirle de ayuda, le aconseja que venda el terreno, para que pueda ser parcelado y servir para la construcción de dachas. Esa inyección económica será suficiente para resolver el conflicto. Pero la dama no acepta tomar esa decisión: por un lado, esa venta supondría la desintegración del patrimonio familiar; y, por el otro, la alejaría de un terreno que se encuentra adherido a su corazón, porque en él su hijo pequeño murió ahogado… Durante días, la inacción se convierte en la única postura visible de los antiguos señores y, cuando finalmente se produce la subasta pública de la propiedad, ésta es adquirida por Lopajin. Su familia fue en el pasado sierva, pero él ha conseguido convertirse gracias a su esfuerzo y su talento en un rico comerciante. El antiguo servidor es el nuevo propietario. Y los altivos señores de antaño tendrán que desalojar la propiedad, cuyos árboles Lopajin piensa talar, sin más contemplaciones, para convertir el huerto en zona urbanizable. Nos encontramos, por tanto, ante una obra con un fuerte componente social y psicológico, donde dos formas de ver la vida se cruzan y cambian de rango: una aristocracia rancia y adinerada, que se refugia en la música, el billar y los bailes para bostezar su ociosidad; y una clase humilde habituada al trabajo, que halla en él el mecanismo para conseguir un estatus más alto. Para los primeros, el huerto de los guindos (o jardín de los cerezos) es un espacio lírico, decadente, hermoso e inútil, por el que pasear a la luz de la luna; para los segundos, constituye un territorio lleno de oportunidades, sobre el que edificar viviendas y en el que construir un futuro más estable y sólido. Antón Chéjov consigue en las páginas de esta comedia triste una de sus piezas dramáticas más notables. En mi opinión, la que más.