Cuando el
novelista es un microscopio, y un psicólogo, y un sociólogo, su mirada adquiere
unas dimensiones que la vuelven sumamente interesante no sólo para su tiempo
sino también para la posteridad, que la acoge como documento y como placa
fotográfica. Es lo que ocurre con Honoré de Balzac, que en El cura de Tours nos entrega una narración prodigiosa.
Los
personajes que palpitan en ella son pocos y claros: el abate Birotteau (un
pobre infeliz que aspira a la plaza de canónigo en Saint-Gatien y que encuentra
una felicidad suficiente cuando hereda la habitación y los muebles del abate
Chapeloud), el abate Troubert (un intrigante que, de forma sibilina, extiende
los tentáculos de su poder hacia las altas esferas) y la señorita Gamard (que
actúa como hospedera de todos y que terminará tomando partido por Troubert, en
perjuicio del ingenuo Birotteau). Y la trama es tan sencilla como
diabólicamente envolvente: el modo en que Troubert irá ganándose la voluntad de
la señorita Gamard para arrinconar y preterir a Birotteau, al que termina
abocando hacia un pleito que no quiere y en el que terminará perdiendo las
ilusiones, el cargo y hasta la salud.
Las dos
reflexiones generales que el autor introduce en esta deliciosa novela atañen al
mundo de la soltería y al mundo de la religión. Sobre las solteronas elabora Honoré de Balzac
un cruel retrato, que no tiene desperdicio: “Se hacen ásperas y malhumoradas,
porque un ser que ha errado su vocación es infeliz; sufre, y el sufrimiento
engendra la malignidad. En efecto, antes de culparse a sí misma de su
aislamiento, la solterona acusa durante mucho tiempo al mundo. De la acusación
al deseo de venganza no hay más que un paso. Hasta su fealdad es un resultado
necesario de su vida. Como nunca han sentido la necesidad de agradar, desconocen
la elegancia y el buen gusto. No ven nada que no sean ellas mismas. Este
sentimiento las lleva insensiblemente a escoger las cosas que les son cómodas,
con detrimento de las que pueden ser agradables para los demás. Sin darse
exacta cuenta de su desemejanza con las otras mujeres, por fin la notan y las
hace sufrir. Los celos son un sentimiento indeleble en el corazón femenino. Las
solteronas son, pues, celosas sin objeto, y no conocen sino las desventuras de
la única pasión que los hombres perdonan al bello sexo, porque les halaga”.
Y sobre el
influjo de la religión en este rancio mundo provinciano dan buena cuenta las
claudicaciones y mezquindades que tienen que acometer los partidarios del abate
Birotteau quienes, sabedores de que ha caído en desgracia ante el todopoderoso
Troubert, se verán obligados a traicionarlo. En ese sentido (y al margen de la
carga anticlerical que podría detectarse en algunos segmentos de la pieza)
resulta impresionante la escena donde se entrevistan la baronesa de Listomère y
el religioso Troubert, porque Balzac indica cada intervención de uno y otra…
pero añade entre paréntesis y en cursiva lo que realmente están pensando. Una
obra maestra de la modernidad narrativa.
En suma, una
detallada y exacta investigación sobre el mundo de los pequeños pueblos de
provincias, con sus ruindades, cicaterías, lugareños desoficiados que hacen de
la murmuración el mantillo de sus existencias y un generalizado olor a
hipocresía y naftalina.
Memorable.