miércoles, 30 de diciembre de 2015

Evangelios apócrifos



Siempre me han llamado la atención los Evangelios apócrifos, así que aprovechando que tengo una edición en tres volúmenes de la Biblioteca Jorge Luis Borges me he animado a recorrerlos durante un par de meses con un lápiz y con silencio... En estos volúmenes, traducidos por Edmundo González-Blanco, me encuentro con muchos detalles que llaman mi atención, y que trataré de reflejar en un par de páginas. Obviaré, como es lógico, todos los aspectos sobradamente conocidos de la doctrina cristiana (los milagros más repetidos, las frases más recordadas, las anécdotas mil veces explicadas), para centrarme en los detalles pequeños, curiosos o que, simplemente, me han sorprendido con mayor fuerza.
Por ejemplo, en El Protoevangelio de Santiago figura una secuencia (capítulo III) que recuerda mucho a la pieza teatral La vida es sueño, de Calderón de la Barca: Ana mira a su alrededor y se pregunta si ella es semejante a los pájaros del cielo, a las bestias de la Tierra, etc. En El evangelio del Pseudo-Mateo sorprende la actitud colérica y repelente de un niño Jesús que, habiendo contemplado cómo otro niño le rompe un juego, dictamina: “Grano execrable de iniquidad, hijo de la muerte, oficina de Satán, a buen seguro que el fruto de tu semilla quedará sin fuerza, tus raíces sin humedad, tus ramas áridas y sin sazonar. Y en seguida, en presencia de todos, el niño se desecó y murió” (cap. XXVIII). También en éste se nos habla de un maestro que, tras golpear al niño Jesús porque no obedece sus instrucciones, cae fulminado (cap. XXXVIII). Son escenas que anonadan por su salvajismo. En El evangelio de la natividad de María aparece una frase donde la homosexualidad (y ojo, porque la frase tene miga) queda liberada de toda culpa desde el punto de vista religioso: “Dios es vengador del pecado, mas no de la naturaleza” (cap. III). En Historia de la infancia de Jesús según Santo Tomás brilla una sentencia donde se condena la palabrería vacua: “Nada puede salir de ti, más que palabras, y no sabiduría” (cap. VI). En El evangelio árabe de la infancia se explica que la Virgen María entregó a los Reyes Magos un pañal usado de Jesús y que éstos lo tomaron con gran alegría y lo besaron con gratitud (caps. VII-VIII). En El evangelio armenio de la infancia se asegura que la madre de Jesús aceptó ser fecundada por el Espíritu Santo tras muchas dudas y vacilaciones, y que por fin el soplo divino “penetró en ella por su oreja” (cap. V) En el mismo texto se nos explica qué regalos ofrecieron al recién nacido los Reyes Magos: “El primer rey, Melkon, aportaba, como presentes, mirra, áloe, muselina, púrpura, cintas de lino, y también los libros escritos y sellados por el dedo de Dios. El segundo rey, Gaspar, aportaba, en honor del niño, nardo, cinamomo, canela e incienso. Y el tercer rey, Baltasar, traía consigo oro, plata, piedras preciosas, perlas finas y zafiros de gran tamaño” (cap. XI). Igualmente se nos refiere cómo Jesús estiró un tablón de madera con sus manos, para que su padre pudiera terminar una obra que tenía encomendada (cap. XX) o que lo pusieron de aprendiz con un tintorero porque no había forma de que aprendiese oficio alguno, dada su manifiesta torpeza (cap. XXI).
En El evangelio de la venganza del Salvador se nos ofrece un retrato bastante sangrante del emperador romano Tiberio (“Era un insensato, lleno de fiebres y de úlceras, y con siete géneros de lepra en su cuerpo”, p.327) y en la Historia copta de José el carpintero una afirmación curiosa: que el padre de Jesús tuvo, fruto de su primer matrimonio, seis hijos, y que solamente tras enviudar se casó con la Virgen María. Un poco después, la Historia árabe de José el carpintero, que en muy poco difiere de la anterior, aporta más detalles sobre esta descendencia, al asignarles nombres a sus hijos: Judas, Justo, Jacobo, Simón, Asia y Lidia. Ya de paso, este mismo evangelio nos dice que el carpintero “estaba muy instruido en las ciencias”, lo que constituye una sorpresa en la que nunca insisten los demás textos sagrados. No menos singular es el Tránsito de la Bienaventurada Virgen María, en cuyo capítulo II se afirma que un grupo de judíos “tomaron la cruz de Cristo, y las de los ladrones, y la lanza con que Nuestro Señor fue herido, y sus vestiduras, y los clavos, y la corona de espinas que había sido puesta en su cabeza, y el sudario con que se lo enterró, y los ocultaron en un lugar que mantuvieron secreto” (p.396). Menuda cueva del tesoro para los buscadores de reliquias y menudo filón para los novelistas que quieran redactar un bestseller. Tampoco deja de llamar la atención que algunos ciegos, sordos y mudos, queriendo curar de sus dolencias, “recogieron polvo de los muros de la casa” de la Virgen y lo tomaron disuelto en agua (p.405). Por su parte, nada más empezar los Fragmentos de Evangelios Apócrifos (p.437) se nos indica que la crucifixión de Jesús fue en realidad una ilusión, porque a quien mataron fue a Judas, a quien todos tomaron por el Salvador.
¿Es necesario seguir amontonando curiosidades?

Léanse estos Evangelios apócrifos si quieren disfrutar de otra visión de los personajes y escenas que ya conocen por lecturas, ceremonias religiosas o películas, y les aseguro que encontrarán muchas más curiosidades que les harán sonreír o sorprenderse.

lunes, 28 de diciembre de 2015

La ruta prohibida



Llamadme ingenuo, si queréis. Me da igual. No tengo empacho en reconocer que disfruto como un enano con las películas de buscatesoros (tipo Indiana Jones) y con los libros donde se comentan enigmas históricos, siempre que estén escritos con elegancia y con buena documentación. Es lo que ocurre con La ruta prohibida (y otros enigmas de la Historia), de Javier Sierra, donde me ha fascinado descubrir o redescubrir un elevado número de curiosidades que aparecen rodeadas por la niebla.
Por ejemplo, que existen indicios más que suficientes de que Cristóbal Colón pudo estar en América antes de 1992, siguiendo la ruta trazada por otros; que existe la posibilidad de que los templarios llegaran a América y fueran los hombres de blanco y con barba que allí se asocian a los viracochas; que La Ilíada de Homero está llena de códigos astrológicos; que el célebre cuadro velazqueño de Las Meninas es en realidad una representación astronómica de la constelación Corona Borealis, demasiado meticulosa para ser casual; que la religiosa sor María Jesús de Ágreda protagonizó asombrosas bilocaciones que están muy bien documentadas; que los templarios adoraban al parecer un enigmático cráneo que pudo ser el de Jesús; que los nazis peinaron con todo escrúpulo las inmediaciones de Montségur en busca del Grial; que el novelista valenciano Vicente Blasco Ibáñez era un reputado masón, al igual que lo fueron muchos presidentes de los Estados Unidos (en sus billetes de dólar hay pruebas gráficas que lo demuestran)...

¿Hace falta seguir? En el fondo, me da aproximadamente igual que estas raras historias escondan una verdad histórica o se limiten a ser episodios novelescos bien explotados por los estudiosos. Lo importante es que me mantienen viva la curiosidad por las zonas periféricas; y eso me encanta. Seguiré leyendo libros de esta temática cada vez que quiera evadirme o disfrutar del mundo de la imaginación.

sábado, 26 de diciembre de 2015

Mujeres de negro



Hay temas que envejecen o que, al menos, se erosionan; y entiendo que ocurre así como Mujeres de negro, de Josefina R. Aldecoa. No se trata, desde luego, de menospreciar la obra, ni muchísimo menos. La novela está escrita con tenue elegancia, su sintaxis es cadenciosa y sus imágenes, nunca estridentes, se sitúan a una buena altura literaria. Pero buena parte de su perfume temático se ha ido diluyendo con el paso de las décadas. Es cierto que la guerra civil y sus terribles consecuencias humanas y sociológicas resultan estremecedoras, y que el drama humano que vivieron sus protagonistas aún no ha sido olvidado. Pero con esta novela me ocurre como me pasa también con algunas canciones de cantautores: que veo su historia demasiado impregnada de cliché.
Josefina R. Aldecoa refiere una historia que quizá sea auténtica, y contenga todo el vigor de la verdad, pero que me huele a convencional: niña de la guerra, padre republicano asesinado por los vencedores, madre maestra, abuela abnegada, exilio mexicano, segundo matrimonio de su madre con un rico terrateniente, vuelta a España de la chica durante la juventud para estudiar en una buena universidad española, concienciación política… No puedo evitar sentir que todo esto ya lo he leído medio millón de veces. Repetición de secuencias. Repetición de formatos. Repetición de enfoques. Nihil novum sub sole.
¿Decepción? No, en modo alguno. Josefina R. Aldecoa organiza hábilmente su historia y la redacta con belleza eficaz. El problema se sitúa más bien en la órbita del “esto ya lo he leído en alguna parte”.
Probaré más adelante con algún otro libro suyo.

jueves, 24 de diciembre de 2015

Murcia, secretos y leyendas



Este ameno, interesante y espléndido libro de Antonio Botías, cronista oficial de Murcia, comienza —no podía ser de otra forma tratándose de esta tierra— con una aproximación muy interesante a los sistemas de regadío tradicionales, al trasvase Tajo-Segura y a otros temas relacionados con el agua, como la curiosa noticia que apareció en la prensa local en 1954, donde se aseguraba que un científico llamado José Serrano Camarasa había descubierto el modo de que aumentaran las lluvias sin usar procedimientos químicos. En esa línea, la Hoja del Lunes del 20 de agosto de 1979 tituló: “Hay agua para todos”, con lo que se anticipaba al sintagma que tres décadas después se haría harto famoso en nuestra comunidad autónoma.
Después explica con amenidad las industrias de la seda y del pimentón (incluida aquí la curiosa guerra que se produjo en el último cuarto del siglo XIX para evitar los abusos y adulteraciones de este producto), así como los inventos curiosos que surgieron del magín de murcianos. Sirvan como muestra aquel inefable pañal para perros o el innovador “avisador de accidentes para coches” que se mencionan en la página 45 de este volumen.
¿Sabían ustedes que el pastel de carne, una de las cumbres de la gastronomía murciana, estaba ya regulado en las Ordenanzas de Pasteleros de 1695? ¿Y que el célebre pan tumaca catalán fue invento murciano? ¿Y que en Murcia se aprobó en 1889 un Reglamento Especial para la Organización y Vigilancia de la Prostitución? ¿Y que el bandolero Jaime el Barbudo fue despedazado en cinco trozos en la actual plaza de Santo Domingo de Murcia y que se frieron esos cinco trozos, antes de exponerlos en Hellín, Sax, Fortuna, Jumilla y Abanilla? ¿Y que al premio Nobel de Literatura Ernest Hemingway le robaron la cartera mientras asistía a una corrida de toros en La Condomina, en 1959? ¿Y que el mayor naufragio de la historia del Mediterráneo se produjo frente a las costas del Cabo de Palos, en 1906? ¿Y que Murcia registró en julio de 1876 una noche en que la temperatura se situó en los 34 grados, mientras que por el día rozó los 48? ¿Y que el mayor meteorito jamás registrado en España cayó en Molina de Segura la Nochebuena de 1858? ¿Y que los esfuerzos del ayuntamiento de Murcia para darle al Paseo del Malecón el nombre de Paseo de Menéndez Pelayo resultaron infructuosos? ¿Y que el palacio de los Saavedra tuvo que ser sometido a un exorcismo para liberarlo de un alma en pena o un duende que vagaba por allí? ¿Y qué me dicen de la calavera risueña de la catedral, cuya enigmática desaparición se cuenta entre las páginas 260 y 262, y que bien podría servir como base para una novela de Santiago Delgado?
No hay asunto de la realidad histórica murciana que escape a las indagaciones de este libro delicioso, útil e impagable: el entierro de la sardina, las procesiones de Semana Santa, las fiestas de san Blas, las riadas, la sequía, los aguinaldos, las ejecuciones públicas, los moriscos, los terremotos... Además, cuenta con un número elevadísimo de recortes de prensa y fotografías antiguas que se van incorporando al texto y que lo sazonan de riquísimos matices y poderío comunicativo.
Ya les digo: una obra admirable que dice mucho de la tierra donde vivimos. Y de su autor. Hagan por leerlo.

martes, 22 de diciembre de 2015

La hija de Jezabel



La Historia recuerda a algunos de sus protagonistas por sucesos elogiables, como la invención de una vacuna o el heroísmo que los impulsó a ponerse en peligro para salvar vidas ajenas; a otros, por horrores sin número, que los transforma en engendros inolvidables; y a otros, en fin, por ciertas anécdotas más o menos aparatosas, que consiguen superponerse a cualquier otro detalle que animase o definiese sus vidas y que los dibuja con los rasgos de la infamia, el patetismo o la ridiculez. La familia aragonesa-valenciana de los Borja (italianizados después como Borgia) incluyó a duques, diplomáticos, príncipes, reyes, obispos y hasta papas, pero el esplendor indiscutible de esta poderosa familia no es óbice para que su apellido casi siempre aparezca asociado al mundo de los venenos. ¿Quién no recuerda, en este sentido, el nombre de Lucrecia Borgia, por poner un ejemplo único? Wilkie Collins, en La hija de Jezabel, fabula una historia de misterio y de crímenes partiendo de esta sugerente premisa: ¿qué ocurriría si un químico, profesor universitario y hombre curioso, estuviera trabajando con los venenos más célebres empleados por los Borgia (cuyo secreto nunca se descubrió)? ¿Y qué ocurriría si, tras su muerte, fuera su inescrupulosa viuda (llamada madame Fontaine, aunque se la conoce más bien con el oprobioso nombre de Jezabel, de estirpe bíblica) quien lograra hacerse con los frascos de su esposo? Añadamos más personajes alrededor de éste: Minna, la hija de madame Fontaine, que no puede ser más entrañable, dulce ni perfecta; Fritz, enamorado de la muchacha, pero cuyas relaciones no van a resultar fáciles durante la novela, por diversas oposiciones familiares; la señora Wagner, una atrevida viuda que, después de heredar las empresas de su marido, decide dar la vuelta a una tradición de siglos y ofrecer empleo “a mujeres jóvenes y respetables en departamentos adecuados de la oficina” (p.202), provocando la perplejidad, la suspicacia o la hostilidad de todos los varones de su entorno; Jack Straw, un pobre loco que ha sido liberado del sanatorio mental por la señora Wagner y que esconde entre los pliegues de su pasado un interesante secreto: trabajó al lado del doctor Fontaine cuando él estaba investigando en los aterradores venenos de los Borgia... Y si hablamos de personajes principales, mencionemos también a los que ocupan un discreto segundo plano: el pobre viejo que se enamora otoñalmente de una persona inadecuada; el empleado de un tanatorio, que no cesa de beber y recordar el suicidio de un compañero; los sirvientes que se mueven, británicos y modélicos, alrededor de sus señores sin abrir los labios... ¿Hacen falta más ingredientes para conseguir con esos mimbres una novela impactante? Pues añadan muertes misteriosas, hipocresías sociales, intereses económicos, sospechas constantes, robos inesperados y agiten la combinación durante más de trescientas páginas. Será difícil que salgan defraudados de este volumen.

domingo, 20 de diciembre de 2015

Donde las calles no tienen nombre



Lo peor que tiene la normalidad es lo mentirosa que resulta, la enorme cantidad de cieno que esconde bajo su superficie anodina. Se ha dicho muchas veces que todos ocultamos un esqueleto en el armario, pero no es exactamente verdad. Lo que ocurre es que, más bien, cobijamos un cementerio. Basta con rascar en el interior de nuestra biografía o en nuestro entorno para descubrir los perfiles del horror, las miasmas de la indignidad, la fetidez del oprobio.
María del Pilar González de Ayala es, a sus treinta y cinco años, una muestra involuntaria de este juicio. Si tuviéramos que buscarle un parangón diríamos que es la burbuja limpia que brota de un mar podrido, cuyo dios Neptuno es su madre, una mujer despótica, altanera, clasista, homófoba y manipuladora, que desde siempre ha controlado y ninguneado a su hija, negándole el derecho a guiar su propia vida y condicionando todas y cada una de sus decisiones, de un modo tan tenaz como enfermizo. Pero eso no es todo. No se acaban ahí los problemas para la muchacha: alrededor flotan muchas más inmundicias y muchos más secretos inconfesables (maridos que golpean a sus mujeres; novios que abandonan casi al pie del altar a su pareja al descubrir su auténtica condición sexual; psiquiatras que actúan de un modo indigno; militares que esconden en su alma a psicópatas de una agresividad casi inconcebible; tres muertes que no parecen en modo alguno accidentales; falsas ovejas cándidas que solamente al final de la novela revelarán su condición abrupta…). En medio, ella sola. Y cuando decide apartarse del sendero trazado y asir con determinación las riendas de su propia existencia todo empezará a girar a su alrededor, a enturbiarse, a enrarecerse. La frase “El toro por los cuernos” se convertirá en un mantra que repite con afán galvánico y que le permitirá descubrir facetas de sí misma que ignoraba poseer. En ese proceso valiente de enfrentamiento con todo y contra todos descubrirá también que en nuestro entorno florecen las rosas y las ortigas en idéntica proporción.
Escrita con una impoluta elegancia y diseñada con gran inteligencia arquitectónica, esta segunda novela de Mónica Rouanet nos sirve para que reflexionemos sobre el poder que tiene la familia como elemento de coerción, y sobre la necesidad que muchas personas sienten de exonerarse de sus ataduras y exigencias. María huye del barrio de Salamanca, huye de su familia y huye de su presente infecto, porque necesita encontrarse a sí misma, descubrirse en su auténtica dimensión y determinar su situación real en el mundo. María sabe que su identidad y su corazón son su propio tesoro, por más que hayan intentado convencerla de que debe dejarse moldear por otros: su madre, su novio, la clase social a la que pertenece.
Se lee en la Biblia que solamente la verdad nos hará libres. Y María del Pilar, harta de que le dicten desde fuera los cauces de su vivir, romperá con su entorno y, transformada en María, avanzará con decisión por ese sendero.

Un libro realmente bueno, que afianza la posición narrativa de la autora y que se puede convertir en un regalo perfecto para estas fiestas, si tienen ustedes el buen juicio de hacerse con él. Quédense con el dato: Mónica Rouanet. Donde la novela tiene un nuevo nombre.

viernes, 18 de diciembre de 2015

Menos que uno



Joseph Brodsky nació judío y ruso en 1940; después fue declarado “parásito social” por las autoridades soviéticas (1964); y por fin terminó instalándose en Estados Unidos, país que le concedió la nacionalidad en 1977. Nada de esto lo traería a esta página si no hubiera escrito admirables obras en prosa y verso, que le valieron el premio Nobel de Literatura en 1987.
Menos que uno es un volumen formado por varios textos donde adquiere una gran dimensión la presencia del yo, empapando unas secuencias con grandes dosis autobiográficas, escritas entre el lirismo y la melancolía, entendidos ambos conceptos desde el punto de vista apolíneo.
“Menos que uno” se sustenta sobre muchas imágenes de su niñez, que Brodsky traslada al papel sin voluntad psicoanalítica (“No creo ni por un momento que todas las claves de la personalidad deban encontrarse en la infancia”), en la que se mueve hacia atrás y hacia delante, mezclando elementos de forma ucrónica (“La vida nunca me ha parecido consti­tuida por un conjunto de transiciones claramente delimitadas, sino que más bien va creciendo a la manera de una bola de nieve y, cuanto más crece, más se parece un lugar a otro o una época a otra”).
“Guía para una ciudad rebautizada” nos habla de su ciudad natal. Entre Pedro I el Grande, cuyo nombre la designó durante un tiempo (“Petersburgo”) y Lenin, que le dio nombre durante otro (“Leningrado”), los habitantes prefirieron casi siempre llamarla con el apelativo cariñoso de “Peter”. Joseph Brodsky lo resume en unas líneas irónicas: “Esta ciudad, con sus doscientos setenta y cin­co años a cuestas, tiene dos nombres, el de soltera y un apodo, y en general sus habitantes tienden a no utilizar ninguno de ellos”. Y nos habla de algunas de sus virtudes, con hipérboles deliciosas (“Hay tanto silencio en derredor que casi puede oírse el tintineo de una cuchara que se caiga en Finlandia”).
Luego dedica tres escritos a hablarnos de escritores a quienes admira (Ossip Mandelstam, su esposa Nadeyda y W.H. Auden), mucho más interesantes para filólogos que para lectores comunes.
“Fuga de Bizancio” es el más complejo y divagatorio de los escritos, porque se adentra en consideraciones topográficas, históricas y filosóficas sobre la ciudad de Estambul, cuna de su “poeta favorito” (Kavafis). Aprovecha también para decirnos que la idea de viajar y hacer turismo no le resulta demasiado amable, dado el cariz absurdo que los japoneses han impuesto como canon: fotografiarse ante cualquier monumento o lugar para que quede constancia de su paso por allí (“El Cogito ergo sum cede el paso al Kodak ergo sum”).
Y, por fin, el más estremecedor de los textos: “En una habitación y media”. Ahí nos habla de sus padres, que de pronto se encontraron presos de un sistema que coartaba su libertad y que los obligaba a vivir como animales, estabulados con directrices estatales, imposibilitados para viajar o para tomar decisiones que cualquier democracia considera básicas. Por eso Brosdky eligió la lengua inglesa para tributarles este homenaje: “Escribir sobre ellos en ruso sería sólo am­pliar su cautividad, su reducción a la insignificancia, cuyo re­sultado no podría ser otro que la aniquilación mecánica. Sé que no habría que comparar el estado con el idioma, pero fue en ruso que dos viejos, que se arrastraron durante doce años por las numerosas cancillerías y ministerios del Estado con la es­peranza de conseguir un visado para ir al extranjero a ver a su único hijo antes de que les llegara la muerte, oyeron la res­puesta que les reveló que el estado consideraba aquella visita «fuera de lugar»”. Quizá recordar a sus padres de esta forma tenga que ver con el hecho de no haber pasado sus últimos años a su lado, en Rusia, pero no quiere detenerse en esa posibilidad porque “pocas cosas hay más fú­tiles que sopesar las opciones que uno ha tenido de manera re­trospectiva”. Ante todo, nos dice Brosdky como resumen y conclusión, “estoy agradecido a mi madre y a mi padre, no sólo por haberme dado la vida, sino también por no haber educado a su hijo como un esclavo”.

Una obra admirable, luminosa y bellísima, que me ha encantado leer.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

Libro de poemas



Escribir un primer libro de versos y que en él ya palpiten fogonazos de brillo maduro no es suceso frecuente, pero es que estamos hablando de Federico García Lorca, y con él todas las etiquetas pierden su adhesivo. En este hermoso Libro de poemas (que saboreo en la edición de Mario Hernández para Alianza Editorial) nos encontramos con todo tipo de aciertos: cuando se decanta por los versos breves produce chispazos sonoros de primera magnitud, construidos sobre asonancias que no resultan ripiosas más que en un porcentaje bajísimo de casos; y cuando opta por los versos de arte mayor le salen poemas rotundos, académicos, llenos de mármol admirable. Y siempre, en todas las páginas, la gracia juvenil, alegre, pizpireta, casi desvergonzada, de un muchacho que traza líneas con fantasía de alfarero y con libertad de paloma aún no herida. El poema “Prólogo”, en el que se dirige directamente a Dios, consigue estremecerte, lo leas una vez o mil. Compruébelo quien lo dude.
Y entonces acuden las preguntas. ¿Podemos llamar primerizo a un poeta que para definir un orvallo dulce, lento y sereno, habla de “lluvia franciscana”; o que nos habla de una torre que “llora lágrimas mudéjares”; que define a las ranas nocturnas como “muecines de la sombra” o que nos cuenta que un jardín “desangra en amarillo”? ¿Podemos juzgarlo novato cuando nos encontramos en sus líneas con los encabalgamientos más rítmicos de la época? ¿Podemos considerar bisoño a quien mezcla lo popular y lo culto, a Dios y al Diablo, la mitología y los guiñoles, las coplas y los endecasílabos con vigor indesmayable? ¿Podemos tildar de aprendiz al poeta que consigue unas intensificaciones conceptuales y rítmicas como ésta: “La mañana es eterna, es eterna / la fuente del rocío”, donde la repetición de la secuencia adquiere un valor doble (potencia la eternidad de la mañana y sorprende al doblar al siguiente verso)?

Que nadie se acerque a este volumen creyendo que va a encontrarse con un poeta aún sin definir o sin la brillantez de los grandes. Cometería un pecado mortal.

lunes, 14 de diciembre de 2015

El doble



Dicen que todos tenemos en algún lugar del mundo una persona que reproduce nuestros mismos rasgos físicos y que es como nuestro gemelo, nuestra réplica, nuestro doppelgänger. José Saramago, Italo Calvino o Julio Cortázar, entre otros autores, han explorado las posibilidades literarias de esta duplicidad rara o inquietante.
En este volumen, que publica Alianza en la traducción de Juan López-Morillas, el célebre novelista ruso Fiodor Dostoievski nos presenta a un funcionario estatal de baja categoría llamado Goliadkin, que vive en Petersburgo junto a su sirviente Petrushka y que se encuentra (lo descubrimos en las primeras páginas) en tratamiento médico. Es un hombre que, a juicio de su doctor, no disfruta de la vida como debería, sino que está siempre enfrascado en su propio mundo gris, que no oxigena con diversiones de ningún tipo. Un día comienzan a rodearlo circunstancias anómalas, protagonizadas por un hombre que aparece de pronto en su vida. Nadie sabe con claridad de dónde viene. Nadie sabe con claridad cuáles son sus contactos. Pero el hecho es que consigue un trabajo en la misma oficina que Goliadkin y que, para pasmo del protagonista, presenta su mismo aspecto físico. Son dos gotas de agua. ¿Vínculos familiares que los unan? Ninguno. ¿Explicación para esta similitud asombrosa? Ninguna. Para colmo de zozobras, el advenedizo dice llamarse igual que él. A partir de ese instante, el pobre funcionario comenzará a vivir su particular infierno, porque el intruso se dedica a suplantarlo, a meterlo en problemas y a ocasionarle incomodidades de todo rango, que irán amargándole la existencia.
Con una prosa de gran densidad psicológica, Dostoievski nos permite visitar las galerías interiores del alma de Goliadkin, cada vez más desconcertado y alicaído por las injerencias de su doble, y nos vamos implicando en su tortura, que nos llegará a producir taquicardia y no pocas asfixias.

Grande, como siempre, Fiodor Dostoievski.

sábado, 12 de diciembre de 2015

Trece monos



Definir al escritor César Mallorquí (Barcelona, 1953) es tan sencillo como indiscutible: un número uno. En su faceta como autor de novelas juveniles ha ganado todos los premios importantes (el Edebé, el Gran Angular, el Hache, el Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, etc) y en su vertiente como autor de género fantástico se ha ganado el respeto, la admiración y el aplauso unánimes de la crítica y de los lectores. Ahora, con el sello Fantascy, acaba de hacer las delicias de los amantes de la ciencia ficción con un volumen excelente que lleva por título Trece monos, con una llamativa ilustración de portada firmada por Patrick Seymour.
Y es excelente no sólo porque responde a las elevadas expectativas que siempre genera un volumen de Mallorquí, sino porque cubre un abanico de temas muy variado, haciendo que la luz narrativa, al incidir en caras diferentes del diamante, genere reflejos distintos; y ese arco iris depara sorpresas continuas a los lectores del tomo.
¿Es usted un enamorado del juego del ajedrez? Pues le aconsejo que no se pierda “El decimoquinto movimiento”, una pieza inspirada en un relato del argentino Jorge Luis Borges en la que Jorge Acevedo Suárez se verá inmerso en una enigmática partida que se inició en el siglo XIV entre dos familias rivales y que todavía continúa en la actualidad. ¿Se imagina que los métodos de trabajo y la imaginación creativa de Antonio Gaudí pudieran expandirse por la Red de un modo incontrolado? Pues visiten las páginas de “Virus” y no les quedará más remedio que asombrarse... y sonreír. ¿Conocen (seguro que sí) el célebre cuento de Navidad de Charles Dickens? Pues imaginen que el espíritu que tiene que efectuar su visita admonitoria se confundiera de destinatario y se obcecara con amedrentar a un pobre vendedor de juguetería erótica en pleno siglo XXI, tal y como relata en “Cuento de verano”. ¿Y qué habría ocurrido si Yahvé, antes de probar con los seres humanos, hubiese elegido a otra especie para protagonizar el nacimiento de su hijo en un pesebre? ¿Y si una comisión de religiosos tomara un vuelo interestelar, dentro de varios siglos, para desplazarse hasta Astarté, donde todos los indicios muestran que acaban de reencarnarse de nuevo Jesús de Nazaret? ¿Y si...?
Pueden ustedes dejar que su imaginación se expanda, vuele y trace los rizos más aventurados, porque seguro que César Mallorquí irá una pulgada más lejos que ustedes en estas aventuras narrativas donde encontrarán (y aquí ya entra mi opinión personal como lector) dos piezas maravillosas, únicas, para las que todos los adjetivos elogiosos que amontonen serán pocos: “La isla del cartógrafo”, una de las más bonitas historias de amor que he podido leer en mucho tiempo, y “Naturaleza humana”, que se ambienta en el año 2189 y en la que Mallorquí despliega toda su artillería literaria para ponernos ante los ojos un mundo en el que se demuestra fehacientemente que el Poder tiende por sistema a convertirse en autoritario y que se basa en la mentira y en la manipulación de los ciudadanos.

Si ya han leído alguna obra de César Mallorquí, abaláncense sobre ésta, porque no les defraudará. Y si jamás han tenido la curiosidad de adentrarse en uno de sus libros, apunten esta obra en sus agendas: descubrirán el hechizo de un maestro.

jueves, 10 de diciembre de 2015

El hechicero



El nombre del escritor ruso Vladimir Nabokov va unido, para miles de lectores, al de una de sus producciones más famosas: la novela Lolita. Y como la obra ha merecido varias adaptaciones cinematográficas, esta unión se produce en la mente de millones de otras personas que, sin haber leído la obra, recuerdan con una especie de fascinación asqueada o morbosa la historia de Humbert Humbert, aquel divorciado profesor que durante una visita a los Estados Unidos queda encandilado con una nínfula llamada Dolores, que lo llevará por el camino de la amargura.
En El hechicero, Nabokov investiga la misma ruta de sensualidad, desaliento y culpa en un cuarentón con pocos atractivos físicos (“Flaco, de labios secos, con una incipiente calvicie”) que, en el bando de un parque, queda atrapado por la contemplación de una chiquilla pelirroja de doce años a la que apenas apunta el pecho. Para aproximarse a ella ronda a su madre, una viuda aquejada por una enfermedad terminal. Sabe que lo que está haciendo no es muy ético, pero juzga que es la forma más adecuada de actuar (“Su instinto le decía que así era como debía proceder: no pensar demasiado, mantener el acoso contra el rincón más débil del tablero”). Al final, terminará casándose con la irascible enferma y sobrelleva el matrimonio con la aberrante esperanza de que algún día sea posible “fundir la ola de paternidad con la ola del amor sexual”.
Una vez que fallece su esposa, el protagonista puede por fin quitarse la careta (“El lobo solitario se disponía a ponerse el gorro de dormir de la Abuela”) y da inicio, lentamente, a su proyecto de seducción de la chiquilla, para la cual planifica un horrendo porvenir que él (monstruo apolíneo) juzga delicado (“En el curso de los primeros dos o tres años la cautiva permanecería ignorante del temporalmente nocivo nexo existente entre el títere con el que jugarían sus manos y los jadeos del titiritero, entre la ciruela con la que jugaría su boca y el éxtasis del lejano ciruelo”). Para eso, lo mejor sería vivir siempre de viaje y habitando casas aisladas, para que ella no tuviese contacto con la realidad. Ella misma, por apetito natural, le terminaría concediendo el acceso a su virginidad cuando llegara el momento. En las páginas finales, un hotel se brindará ante sus ojos y la niña padecerá un cansancio tan grande que será casi un muñeco en sus manos…

La obra es tan impecablemente literaria como turbadora desde el punto de vista emocional, así que los lectores tendrán que vencer toda su animadversión por el personaje protagonista si quieren descubrir qué ciénagas lo habitan por dentro. La editorial Anagrama y el traductor Enrique Murillo nos permiten acceder a su complejo mundo anímico, que Nabokov retrata como nadie.

martes, 8 de diciembre de 2015

Cuentos de humor negro



Decir que he salido satisfecho de la lectura de estos relatos sería decir poco o incurrir en la banalidad. He salido maravillado, entusiasmado, pletórico y con la alegría de haber descubierto a un nuevo autor que incorporar a mis predilectos. Resulta obvio que Cuentos de humor negro, de Robert Bloch (obra que he leído en la traducción castellana de E. Riambau), no es una pieza trascendente en la Historia de la Literatura; pero, como dijo Clark Gable, “francamente, querida, me importa un bledo”. A estas alturas de mi experiencia como lector, lo único que me interesan son los libros que me atrapen, convenzan y seduzcan, sea por motivos estilísticos o por motivos argumentales. Los bostezos intelectualoides que me provocan Milan Kundera y autores parecidos se los cedo gustosamente a otros lectores.
De hecho, las tres pequeñas piezas que componen el primer bloque del volumen (“El arte mortífero”) ya me dejaron impresionado: un crimen pasional resuelto con una serpiente, un atroz experimento de percusión y una vomitiva barbacoa. A partir de ahí, los relatos van sucediéndose, seductores y eficaces: un viejo librero que esconde una doble vida tan inquietante como sangrienta (“Escuela nocturna”); una chica que, obsesionada por el éxito y la fascinación del oro, ve aproximarse al príncipe Ahmed y cree que su vida está por fin resuelta (“Chica pin-up”); el modo impensable en que se mantienen en la cúspide de la fama los principales protagonistas del mundo cinematográfico (“Terror en Hollywood”); la figura del enigmático escritor que se esconde del mundo y se niega a saborear las mieles de la notoriedad pública (“Los versos nunca pagan”); el agente de artistas que tiene que enfrentarse a un cómico veleidoso y borrachín, que trata a todo el mundo de forma despótica (“Traición”); el sorprendente personaje que, provisto de muchos millones de dólares, se empeña en adquirir las principales obras de arte de la Historia, sin importar el precio que tenga que pagar por ellas (“El maestro del pasado”); o, para no agotar todos los argumentos, la sorpresa que se lleva el lector al descubrir que Thomas Jefferson, Benjamin Franklin y sus compañeros, cuando están a punto de firmar en 1776 la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, discuten entre sí hablando de horarios sindicales y maquinillas de afeitar eléctricas (“Los Padres de la Patria”).

Un libro lleno de humor, de secuencias atractivas y de personajes que te dejan con la boca abierta. Habrá que repetir con Robert Bloch.

domingo, 6 de diciembre de 2015

Una cuestión personal



Recibir la llegada de un hijo siempre es una ocasión para que exploten y convivan estrechamente la alegría y la responsabilidad. De un lado, experimentas el milagro de saberte prolongado en otra vida, en otra respiración; del otro, te ahoga la zozobra de pensar en las dificultades que el nuevo ser podrá encontrarse en la vida. Ambas pulsiones se mantienen en equilibrio de un modo tenso a lo largo de los años.
Bird, el joven protagonista de esta novela de Kenzaburo Oé (traducida por Yoonah Kim, con la colaboración de Roberto Fernández Sastre, para el sello Anagrama), tiene dos sueños que conviven en su espíritu: el hijo que está a punto de nacer y su viejo sueño de viajar a África. Pero todo se vendrá abajo cuando se produzca el nacimiento y los doctores descubran que el recién llegado padece una hernia cerebral muy grave. El médico que atiende al niño actúa con una frialdad perturbadora y cruel (“Soy obstetra, pero me considero afortunado de haber encontrado un caso así... Espero poder presenciar la autopsia”) y Bird comenzará a sentirse asfixiado por la situación. Su esposa, muy débil, no puede enterarse de lo que está ocurriendo; y él no sabe si está preparado para dedicar el resto de su vida a la crianza de ese ser. Además, sus proyectos amenazan con resquebrajarse de forma definitiva (“¿Qué significaría para nosotros, mi esposa y yo, pasar el resto de nuestras vidas prisioneros de un ser casi vegetal, de un bebé monstruoso? Tengo que... librarme de él. Además, ¿qué ocurriría con mi viaje a África?”).
En medio de las incertidumbres, Bird comenzará a verse bombardeado desde mil sitios distintos (su suegra, que le exige actuar; su antigua amante, Himiko, que aparece en el horizonte con su oferta de sexo fácil y salvaje; el whisky, vieja adicción que ahora vuelve a tentarlo; su penosa situación laboral, en una gris academia donde es un don nadie), y acabará por sentir tentaciones de lo más indigno, que lo llevarán hasta la clínica de un médico clandestino, donde tendrá que tomar una decisión a vida o muerte.

Una novela dura, muy dura, sobre los reveses de la vida, que nos lleva a plantearnos inevitablemente una pregunta atroz: ¿Qué haría yo si…?

viernes, 4 de diciembre de 2015

Los perezosos



Resulta muy complicado que cuatro manos y dos cerebros sean capaces de trabajar de forma coordinada para hilvanar una novela y que ésta, al final, se mantenga en pie con galanura. Los ingleses Charles Dickens y Wilkie Collins (que fueron grandes amigos y grandes narradores) lo intentaron más de una vez con resultados dispares. Uno de esos proyectos fue la novela que hoy traigo a la página. La titularon The lazy tour of two idle apprentices, aunque la traducción castellana más común ha sido Los perezosos, como ésta que facilita Jordi Gubern para el sello catalán Ediciones B. En síntesis, nos cuenta cómo dos jóvenes holgazanes deciden acometer un viaje sumamente anómalo, en el cual “no tenían intención de dirigirse a ningún sitio en particular, no querían ver nada, no querían conocer nada, no querían aprender nada, no querían hacer nada. Lo único que querían era permanecer ociosos” (p.18). Desde el punto de vista racional, lo más razonable hubiera sido, habida cuenta de su vagancia congénita, mantenerse quietecitos en sus casas; pero un raro impulso los lanza a los caminos... Y en ese deambular van a verse envueltos en algunas aventuras de difícil resumen: escalan una montaña en medio de la niebla, con el consiguiente riesgo de partirse la crisma (de hecho, mister Idle sufre un aparatoso esguince de tobillo a causa de una caída); escuchan la historia de un muchacho que, de un modo fortuito, tiene que hospedarse en una pensión donde lo colocan junto a un cadáver (que luego no es tal, porque acaba reponiéndose de su estado de muerte aparente); visitan un sanatorio mental, donde observan con estupor a un tipo que evalúa muy concentrado el entramado de hilos de una estera; etc. Como es lógico suponer, este molde de “viaje entretenido” era el único capaz de recibir las aportaciones de dos narradores distintos, sin que la estructura se resintiese. Con todo, el resultado es sólo medianamente aceptable. Lo mejor, sin duda, los capítulos donde se observa la huella de Wilkie Collins, que tiende más a la narración pura, sin divagaciones filosóficas que distraigan a los lectores. Y, por encima de cualquier otro aspecto, los fogonazos de humor que se advierten aquí y allá, y que convierten la obra en una apuesta distraída y sonriente. Sirva un único ejemplo para ilustrar tal afirmación: entre las páginas 115 y 123 podemos encontrar la hilarante secuencia en la que mister Idle nos detalla los tres momentos de su vida en que pagó “el error de haber pretendido ser activo” (119): cuando estudió aplicadamente y le dieron un premio (lo que le sirvió para convertirse en un marginado entre sus compañeros); cuando tuvo la ocurrencia de realizar una actividad deportiva y el sudor, al enfriarse, lo hizo tener fiebre; y cuando optó por elegir un oficio adecuado a sus aptitudes (“Dado que la Iglesia no le interesaba, seleccionó adecuadamente la segunda mejor profesión para un holgazán en Inglaterra: la abogacía”, pp.119-120). Un libro que, sin ser brillante, aportará ratos muy amenos a quienes lo frecuenten.

miércoles, 2 de diciembre de 2015

Signor Hoffman



Desde hace ya varios años, los libros del guatemalteco Eduardo Halfon están imprimiendo un sello de renovación importante a la literatura que nos viene desde el otro lado del Atlántico. Y no porque se trate de un nuevo representante exitoso del post-boom, ni del post-post-boom, ni de ninguna de esas tontunas que los críticos más desocupados inventan con periodicidad. Se trata de que, simplemente, Eduardo Halfon es un formidable narrador. Lo ha demostrado con libros como El boxeador polaco o Monasterio, y lo ratifica una vez más con los seis relatos que componen Signor Hoffman, publicado por la editorial Libros del Asteroide. En ellos continúa desarrollando y ampliando en matices la fórmula que ya había desplegado en obras anteriores: historias empapadas por detalles autobiográficos, una cuidadosa selección de perspectivas y de secuencias, unos personajes dibujados con pinceladas breves pero hondas y un estilo literario que incorpora el sello inequívoco del autor. De este modo, los lectores siempre se encuentran en una zona difusa, donde no saben qué porcentaje de lo narrado corresponde a hechos “reales” (perdón por las comillas) y qué porcentaje hay que etiquetar como hechos “ficticios” (nuevamente perdón por las comillas). Pero lo que cuenta al final es que las seis piezas se ensamblan entre sí formando una especie de gran retrato que deslumbra por su belleza y entristece por la dosis de dolor que muestra... En “Signor Hoffman” nos habla de un antiguo campo de concentración en la zona de Calabria, al que Eduardo Halfon acude para impartir una charla; en “Bambú” lo acompañaremos en su coche en viaje hacia la costa, para disfrutar de un día de baño que termina agriándose por lo que allí observa; en “Han vuelto las aves” nos acercaremos al mundo cafetero de Guatemala, con sus estafas, sus grandezas y sus miserias; en “Arena blanca, piedra negra” tendremos que orientar los ojos hacia Belice, lugar donde Halfon realizará una lectura en su universidad (si se lo permiten los inconvenientes que irá encontrando por el camino); en “Sobrevivir los domingos” conoceremos a Marjorie Eliot, que regala audiciones como homenaje a un ser que ya no está; y en “Oh gueto mi amor” cerraremos el círculo volviendo a un paisaje relacionado con la persecución de los judíos (el autor lo es)... En resumen, seis facetas de un diamante purísimo, hermoso, extraordinario, que conviene leer en consonancia con los libros anteriores de Halfon, y que seguro que tendrá continuación en los que vengan a partir de ahora. Estamos ante uno de los grandes.

lunes, 30 de noviembre de 2015

Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso



Dicen que el amor no tiene edad, pero seguramente lo que no tiene edad es la tristeza que provoca el aislamiento. Eugenio, periodista soltero y jubilado, vive en un pequeño pueblo de Castilla, cuidando de su huerto, atendido por una sirvienta entrada en años, relacionándose con pocas personas de su entorno… Y un día, en la consulta del médico, descubre en una revista de contactos la existencia de Rocío, una sevillana diez años más joven que él, animosa y con ganas de relacionarse con un hombre de sus características. Sin dudarlo, corta la hoja y le escribe.
Comienza entonces una relación epistolar muy hermosa, en la que Eugenio le habla de su salud (le indica que solamente tiene “alifafes, las goteras propias de la edad”), del modo en que vivió su infancia como huérfano, de sus diversos trabajos hasta recalar en el periódico El Correo de Castilla, de sus hermanas Rafaela y Eloína (ya muertas)… Con el paso de las semanas, se permite llamar a Rocío “amor” y comienza a deslizarle confidencias de tono más íntimo (“Creo que ya es hora de decirte que, pese a mis sesenta y cinco años, no he conocido mujer en sentido bíblico”), a la vez que avanza en su deseo de conocerla por fin en persona: la foto que ella le ha mandado lo ha entusiasmado.
A ratos, el protagonista produce una inevitable irritación, por el modo invasivo en que actúa con respecto a Rocío, a la que va asfixiando poco a poco con sus imposiciones, ideas gastronómicas, explicaciones agrícolas o caprichos varios; otras veces, imaginarlo en la soledad de su pueblecito castellano nos impele a sentir lástima por él, hombre cercano a la consunción y que no quiere morir sin haber merodeado el amor de una mujer antes de que lo reclame la Parca.
La penúltima carta del volumen, cuyo desarrollo y sentido no desvelaré, es una de las más hermosas, emocionantes y tristes que pueden leerse.

Miguel Delibes, maestro entre los maestros, consigue dibujar ante los ojos de los lectores dos figuras impresionantemente densas y perfiladas: las de Eugenio y Rocío (las misivas de ella no se reproducen, pero el jubilado, respondiendo a sus frases, nos permite conocerlas en esencia), a quienes no deja acomodarse en el tópico, enriqueciéndolas con mil matices sorprendentes y llenándolas de humor y humanidad. Y lo hace con una de las prosas más elegantes, ricas y musicales que ha conocido el siglo XX español. Gloria por siempre a Miguel Delibes.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Seis personajes en busca de autor



Resulta innegable la originalidad que Luigi Pirandello imprimió a esta pieza, una de las más famosas que compuso. Su inicio es curioso e irónico: un grupo de actores están reunidos para proceder al ensayo de la obra pirandelliana El juego de los papeles, circunstancia que el autor de Agrigento aprovecha para burlarse de forma irónica de sus propias comedias, “que nadie comprende y parecen creadas a propósito para que ni los actores, ni los críticos, ni el público queden contentos”. Cuando el ensayo apenas se ha iniciado irrumpen seis personajes, pidiendo al director y los actores que por favor elaboren un guión para darles vida eterna a ellos, que nacieron en la mente de un escritor… para que luego éste los dejara de lado, inertes, sin vida. Viven una situación complicada, llena de odios, ira, abandonos y agresiones emocionales entre sí. Se percibe con claridad el alto nivel de tensiones que acumulan y que verbalizan de forma constante, ante la inicial perplejidad y la posterior curiosidad de los actores.
Las tragedias terribles que zarandean a la familia, junto a ese aliento de vida que late en ellos y que el autor no ha querido convertir en una obra, son los dos elementos que les han impulsado a presentarse en el ensayo para pedir ayuda al director: “Ima­gine la desgracia que es para un personaje todo lo que le he dicho, haber nacido vivo de la fantasía de un autor que luego quiso negarle la vida. Y luego dígame si este personaje, abandona­do de esa manera, vivo y sin vida, no tiene razón para hacer lo que nosotros estamos haciendo, en este momento, frente a ustedes, luego de haberlo hecho muchas veces, créame, delan­te de nuestro autor, todo para animarlo”.
Convertidos en espectadores cada vez más interesados, los actores de El juego de los papeles escucharán la historia de sus visitantes y, después de las risas del comienzo, comenzará a producirse una extraña situación, en la que unos y otros se sentirán zarandeados por la tragedia y el horror.

Curiosa y densa, esta pieza dramática se convirtió pronto en uno de los textos más conocidos de su autor, que obtuvo el premio Nobel de Literatura en 1934.

jueves, 26 de noviembre de 2015

Esperando a Godot



Ha vuelto a ocurrirme. Me pasó cuando leí esta obra en mi juventud y ahora que la releo me encuentro con la misma incertidumbre. ¿Esperando a Godot es una obra genial, metafísica, profunda, de la que extraer mil y una lecciones sobre el sentido de la vida humana; o, por el contrario, es una tontuna coyuntural que, dentro de un siglo, será juzgada como fruslería o blablableo? Me siento incapaz de pronunciarme con firmeza. Hay secuencias y frases de la obra que te dejan anonadado y reflexivo. Y otras en las que percibes un cierto aroma de tomadura de pelo literaria. No sé. Es complicado.
Vladimir y Estragón se encuentran en escena solos, junto a un árbol, esperando la llegada de un misterioso Godot que, un día tras otro (y al parecer sucede así desde tiempo inmemorial), excusa su presencia y los emplaza mediante un chico para la jornada siguiente. Ellos, ansiosos y aburridos a partes iguales, juegan a hablar, a distraerse con lo que pueden, piensan en ahorcarse, piensan en irse, piensan en diálogos absurdos y, cuando las fuerzas flaquean y están a punto de darse por vencidos, pronuncian el diálogo-mantra que los mantiene pegados a la escena: no pueden irse porque están esperando a Godot. Cuando aparecen por allí el despótico Pozzo y el lacayuno Lucky (irónico nombre), algo diferente se ofrece ante sus ojos, pero es un espectáculo bochornoso: contemplar cómo el primero humilla al segundo, al que lleva atado con una cuerda y a quien insulta y maltrata de un modo continuo y lamentable. Apenas más. El resto son frases de gran brevedad que se van alternando con un ritmo hipnótico, en trayectorias circulares que los dejan (y nos dejan) siempre en el mismo punto: vacíos, huérfanos de toda explicación, pobres, hambrientos… y esperando a Godot.
Apuntaré algunas de las sentencias del libro: “Las lágrimas del mundo son inmutables. Por cada uno que empieza a llorar, en otra parte hay otro que cesa de hacerlo. Lo mismo pasa con la risa” / “No hablemos mal de nuestros tiempos; no son peores que los pasados. Claro que tampoco debemos hablar bien. No hablemos” / “Todos nacemos locos. Algunos siguen siéndolo”.

Y después sólo me queda quedarme callado. Quizá vuelve a la obra en mi vejez, para completar el ciclo y descubrir si he logrado extraerle su enigma.

martes, 24 de noviembre de 2015

El instante de peligro



La literatura tiene, en ocasiones, curiosas carambolas que suceden sin planificación pero que iluminan espacios impensados. Hace bien pocos meses que Antonio Muñoz Molina publicó su novela Como la sombra que se va, y he aquí que Miguel Ángel Hernández nos habla, en su última producción (El instante de peligro), flamante finalista del premio Herralde, de una sombra que permanece, de una sombra indeleble, de una sombra enigmática que se observa en unas grabaciones antiguas y a la que el protagonista, Martín Torres, deberá encontrarle un sentido psicológico o estético, tras la petición que en ese sentido le formula Anna Morelli. Martín, que trabaja como profesor de Historia del Arte en una universidad española, aceptará el reto y se desplazará hasta el Clark Art Institute (Williamstown), donde doce años atrás estuvo como becario. Allí se verá inmerso en una historia llena de tentáculos, recodos de niebla, silencios que aúllan y pliegues inesperados, que salpicarán su vida y la conducirán por unos vericuetos sorprendentes.
Resumir la historia podría resultar fácil, pero se me antoja absurdo y empobrecedor acometer siquiera el intento, porque la gran maravilla de Miguel Ángel Hernández consiste en que multiplica en cada página los matices de la misma y, actuando con una prosa que se mueve en espiral, va trazando circuitos cada vez más amplios, más airosos, más sugerentes, hasta que olvidamos el remoto punto originario de la trama. Así, las monótonas y casi estáticas imágenes que alguien grabó sobre un paisaje remoto, salpicadas de silencio y huérfanas de todo vigor narrativo, se volverán sugerente excusa para que Martín Torres nos hable del arte, de sus conceptos sobre el amor y las relaciones humanas, de las torpes burocracias del actual mundo universitario, de los miedos ocultos que todos transportamos en el corazón o el alma, de los misterios que cruzan o encharcan nuestras vidas, del olvido que todo lo acabará engullendo, de las dificultades que ciertos seres encuentran para relacionarse consigo mismos y con los demás.
Poco importa, pues, que se acabe descubriendo quién y por qué grabó aquellas cintas. Poco importa que seamos capaces de imaginar las conexiones (que bien poco se preocupa de camuflar Miguel Ángel Hernández) entre Anna Morelli y Martín Torres con dos personas de la Murcia actual. Lo que de verdad adquiere sentido profundo en esta novela es que sus páginas nos presentan unos modos de ver la pintura, el cine y el paso del tiempo tan sorprendentes, tan impactantes, tan subyugadores, que terminan influyendo en la persona que recorre el libro, siempre que éste lo lea con la debida lentitud reflexiva.

El instante de peligro es sin duda un libro inteligente y sensible, que lleva al lector a convertirse en un ser más inteligente y sensible. Un volumen que abre ventanas, franquea puertas, propone pasillos, prende luces, sugiere tinieblas, rasga velos y, sobre todo, te obliga a considerar un modo distinto de la mirada, una sensibilidad especial, diáfana y turbia a la vez. Una de las grandes revelaciones de la temporada.

domingo, 22 de noviembre de 2015

Ramón del Valle-Inclán



Con ese título sencillo (y con un subtítulo que, además de significativo y sonoro, es un perfecto octosílabo: “Genial, antiguo y moderno”), Joaquín del Valle-Inclán, profesor de instituto y nieto del escritor de la generación del 98, acaba de editar en el sello Espasa una extensa biografía de su ancestro que resulta realmente impagable para conocer detalles sobre la vida de quien fue uno de los renovadores más destacados de la prosa española del siglo XX y autor de una gran cantidad de novelas, artículos, piezas teatrales y otras textos.
Nos dice el biógrafo que se planteó esta labor, entre otras cosas, porque era necesario desmontar innúmeras falsedades sobre don Ramón, que circulan en docenas de publicaciones pretendidamente serias; pero que finalmente se ha dado cuenta de que el propósito era descabellado, porque exigía un esfuerzo tan abrumador como quizá condenado al fracaso. Sí aprovecha el prólogo para lanzar un endiablado trallazo contra Manuel Alberca, antiguo colaborador del que se distanció y que hace poco obtuvo el XXVII Premio Comillas con su trabajo La espada y la palabra, el cual “tomó la decisión de publicar por su cuenta, atribuyéndose toda mi labor —y la de otros— con el más completo desparpajo, llegando incluso a citar en los agradecimientos a Carlos del Valle-Inclán Blanco, con quien no tuvo ni siquiera contacto visual” (p.17).
Soslayada la polémica, que seguramente dará que hablar en los foros especializados, Joaquín del Valle-Inclán nos aporta una serie de informaciones muy útiles, llamativas y jugosas sobre aquel “eximio escritor y extravagante ciudadano” que pobló de anécdotas y buena prosa la historia del siglo XX español:  que resulta imposible dictaminar la fecha exacta de su nacimiento, aunque hay que situarla en la última semana de octubre de 1866; que durante su juventud fue muy aficionado al espiritismo y que durante su madurez “sorprende su credulidad hacia fenómenos paranormales, como la visión a través de cuerpos opacos” (p.37); que fue un estudiante mediocre, pero un buen practicante de esgrima; que odiaba la bohemia (informador que sorprenderá a muchos de los admiradores de su Luces de bohemia, obra donde no pretendió retratar a Alejandro Sawa, quien no es “un trasunto de Max Estrella”, p.124); que su posición política frente al carlismo es difícil de definir con claridad; que fue muy aficionado a las corridas de toros (admiraba a Juan Belmonte); que siempre mostró desprecio por la Real Academia Española; que barajó la posibilidad de abandonar la literatura para dedicarse a vivir de los viñedos; que empezó a probar el hachís hacia 1908; y, sobre todo, que hay que negar taxativamente que padeciese agobios económicos (el autor aporta innumerables datos sobre los pagos de derechos de sus libros, conferencias y similares, que le reportaban siempre un medio de vida más que aceptable).

Haciendo encaje de bolillos para unificar cartas, reseñas, artículos de opinión, notas de prensa, escritos notariales, biografías, reportajes periodísticos y mil textos más en un todo orgánico y de exposición amena, Joaquín del Valle-Inclán nos lega con este volumen una laboriosa y francamente útil investigación, que separa con nítida honradez erudita lo que pertenece al ámbito de lo probable (documentos) y lo que merodea el territorio de la conjetura, la fantasía, la anécdota interesada o el engaño histriónico. Merece la pena adentrarse en este tomo: se aprende mucho.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Hambre



Han sido numerosas las crónicas que se han hecho (en cuento, novela, artículos periodísticos, ensayo y hasta poesía) sobre el artista que, entregado a una labor sin recompensa económica inmediata y rodeado por la incomprensión, se muere de hambre. Pero la que elaboró el noruego Knut Hamsun en su obra Hambre es una de las más intensas y desgarradas que he podido leer.
Su protagonista ejerce una especie de periodismo freelance que apenas lo deja ver algunas coronas de vez en cuando. Escribe artículos sobre los temas más variopintos y cuando, después de muchas vueltas, los acerca al periódico de turno, recibe el rechazo, la indiferencia o, menos frecuentemente, unas monedas por su trabajo. Alguna vez ha intentado ser ayudante de caja, tenedor de libros y hasta bombero (lo rechazaron por llevar gafas), pero jamás ha logrado un sitio en el que instalarse y del que cobrar. De tal forma que se ve sometido a las más tristes humillaciones: vende su chaleco (pasando a partir de entonces un frío atroz y constante), intenta vender sus gafas, los botones de su chaqueta y hasta la colcha vieja que le prestó un amigo… Sus lamentos van aumentando, conforme la situación se vuelve más angustiosa: ¿Cuál era mi enfermedad? ¿Era que el dedo de Dios me había señalado? Pero ¿por qué a mí precisamente? ¿Por qué no había elegido, puesto que también está allí, a un hombre de América del Sur? Cuanto más pensaba en ello, más inconcebible me parecía que la gracia divina me hubiera escogido precisamente como conejo de Indias para sus experi­mentos”.
Golpeado por las penalidades, tiene que dormir una noche en el bosque, se hace pasar por transeúnte para que lo dejen pernoctar en una comisaría, se hospeda sin pagar en una pensión de mala muerte (de la que amenazan con echarlo casi todos los días), come de limosna (resulta espeluznante la secuencia en la que pide a un carnicero un hueso crudo “para su perro” y luego lo mordisquea en un rincón hasta que le llega el vómito)… De vez en cuando tiene alucinaciones o se deja llevar por pensamientos absurdos, como inventar una palabra y obsesionarse con ella, o indagar las dimensiones que tiene un agujerito que ha visto en una pared. El lector alcanza al final de la novela la certidumbre de que el protagonista está a punto de perder la cabeza como consecuencia de la privación tan prolongada de comida…

Novela dura, salpicada por escenas crudísimas, Hambre nos coloca en la zona menos romántica de la literatura, allí donde el lirismo cede al dolor de tripas y donde las ojeras no resultan seductoras. Impresionante.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

De cofres, virtudes y otros pecados



Escribir un libro de cuentos es una operación que no todo el mundo es capaz de ejecutar con elegancia, porque cada una de las historias que se cobijan entre sus tapas exige una concentración y un tono, una música y una arquitectura, un aroma y un ritmo. No son atributos fáciles.
Joaquín García Box acaba de publicar su primer volumen de este género, que lleva por título De cofres, virtudes y otros pecados, donde nos coloca ante los ojos una ambiciosa serie de propuestas narrativas que sitúa en diferentes épocas y diferentes lugares del mundo, en un despliegue de musculatura imaginativa que se antoja admirable y que nos llevará desde los páramos bíblicos hasta los gélidos paisajes del Polo Norte, desde el Antiguo Egipto hasta la Rusia del siglo XIX, desde Noé hasta Rasputín. Viajando por sus páginas nos irá proponiendo historias de espadas mágicas, venganzas atroces, misterios escondidos en viejas matriuskas, herederos al trono faraónico que llevan su homofobia hasta el extremo de atentar contra alguien de su propia familia o ancianos inuit que relatan antiguos episodios para sus nietos.
Súmese a todo esto los deliciosos poemas que Juana Fuentes compone para acompañar a los relatos y las ilustraciones de José Juan García Box y Alicia García Marín, que terminan de redondear la propuesta.
Un despliegue de sorpresas, humor y estupenda prosa que afianza al escritor con este tercer libro y que lo sitúa en una ascendente línea literaria digna de aplauso.

lunes, 16 de noviembre de 2015

La Hermandad de la Sábana Santa



Las pruebas con el carbono-14 que han efectuado los expertos han sido determinantes: la conocida como “Sábana Santa” de Turín puede ser datada en el siglo XIII. Tal vez en el XIV. Se trataría, pues, de un objeto admirable y sin una explicación científica convincente, pero que en modo alguno se relaciona con el sudario que envolvió presuntamente a Jesús de Nazaret después de su muerte. Julia Navarro lo sabe, como lo sabe cualquiera que se haya molestado en leer con cierta profundidad sobre este asunto… Pero la escritora encuentra una salida muy hábil para justificar la existencia de este tejido sin desmentir su procedencia milagrosa. Y lo hace en su aclamado texto La Hermandad de la Sábana Santa.
Se trata de un libro de consumo, sin excesivas pretensiones literarias, donde la madrileña introduce todos los ingredientes que el público espera ansioso de un volumen de estas características: templarios que se mantienen camuflados en la sombra y que aparecen infiltrados en todas las altas capas de la sociedad (gobiernos, finanzas, Vaticano); sacerdotes equívocos que saben más cosas de las que quieren reconocer o hacer públicas: asesinos a sueldo que no vacilan a la hora de acometer sacrificios por su jefe (incluso dejarse cortar la lengua para no delatar a sus superiores en caso de ser capturados); misteriosos túneles subterráneos que horadan la ciudad de Turín; “topos” cuya identidad no queda esclarecida hasta el final de la novela; y, por supuesto, una organización religiosa de inmenso poder que, desde hace siglos, conspira en secreto para obtener la posesión de la Síndone. Nada nuevo bajo el sol.
La obra no resulta espectacular desde el punto de vista literario, ni tampoco nos entrega excelencias desde el punto de vista psicológico (los personajes son tan convencionales que incurren en el cliché), pero aportará horas de distracción a un segmento amplio de lectores y eso es perfectamente legítimo y respetable. Si ya han leído obras de esta temática prepárense para recibir más de lo mismo. Si no lo han hecho creo que disfrutarán bastante. A unos y otros les aconsejaría que se detuvieran sobre todo en la parte de la novela que transcurre durante el reinado de Abgaro de Edesa: creo sinceramente que es lo mejor del libro.

sábado, 14 de noviembre de 2015

Las tribulaciones del estudiante Törless



El director del instituto donde estudia el joven Törless lo resume muy bien en las páginas finales de la obra, cuando está interrogando al muchacho por su relación con las humillaciones que ha sufrido su apocado compañero Basini: “No sé verdaderamente lo que pasa por la cabeza de este Törless”. Así me he sentido yo como lector tras cerrar Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil. No termino de asimilar al personaje, ni su vocabulario, ni su pensamiento. Se me escurre como mercurio. Tengo la impresión de que escapa a mi análisis.
Al comienzo, la novela parece presentarnos una acción sencilla: el modo en que viven en un instituto de elite unos jóvenes, que distribuyen su tiempo entre los estudios, los paseos por la campiña o las visitas a una mujer llamada Bozena (“Vil prostituta entrada en años”), que les depara unos leves escarceos sexuales. Pero un día se produce un hecho que les proporciona una distracción nueva: su compañero Basini ha sustraído de un arcón cierta cantidad de dinero; y quienes lo descubren (Beineberg y Reiting) se convierten en los sádicos torturadores del muchacho, que se somete a todo tipo de bajezas para que no lo delaten. Hasta ahí, todo parece sencillo. Pero el modo en que Törless se incorpora a los hechos es tan peculiar que los contamina de niebla. Empieza a hablarse de culpas, de almas, de hipnosis, de visiones morales desdobladas… y la trama comienza a diluirse, para transformar la obra en un tratado de psicología o mística que a mí, si he de decir la verdad, me ha provocado unos descomunales bostezos.
Leo en la Wikipedia que el muchacho protagonista “se ve confrontado a la sexualidad, la homosexualidad, la crueldad, el sadismo y el victimismo, la moralidad y la conciencia” y que “intenta un análisis racional de los hechos”. La primera frase la puedo aceptar, porque es así (aunque su formulación literaria me haya resultado tediosísima), pero la segunda es falsa. Törless bucea de noche y no entiende nada, como un pez abisal al que hubieran extirpado los ojos. Intenta entender y entenderse, pero lo hace con frases tan ampulosas, tan huecas, tan evanescentes, que no he terminado en ningún momento de saber qué diablos pasa por su cabeza. Como le ocurría a su director.

Por tanto, resumiré diciendo que quizá desde el punto de vista intelectual sea una obra muy jugosa o sugerente (no estoy en condiciones de valorarlo, ni me voy a esforzar lo más mínimo en hacerlo), pero que desde el punto de vista estético-novelístico me ha parecido un truño de mucho cuidado.