sábado, 29 de abril de 2023

Los genios



Quizá conozcan ustedes la célebre imagen de Gabriel García Márquez, con un ojo a la funerala, fruto del derechazo espectacular que le propinó su hasta entonces íntimo amigo Mario Vargas Llosa, al grito de “¡Esto es por lo que le hiciste a Patricia!”. Y quizá sepan que ambos escritores optaron en el futuro por no aclarar el sentido de aquella frase y de aquel puñetazo, que fracturó el vínculo cordial que los unía.

Ahora, Jaime Bayly ha publicado la novela Los genios (Galaxia Gutenberg), en la cual reconstruye (o fabula) aquellos días terribles, trasladándonos un Niágara de anécdotas, detalles y personajes que giraron alrededor de la historia, hasta lograr un fresco impagable sobre la idiosincrasia y la biografía de varios monstruos sagrados de las letras del siglo XX. Para hacerse una idea aproximada (la única idea completa pasa por la lectura de la obra), vayan ustedes metiendo todos estos ingredientes en una coctelera (a ser posible, de tamaño gigante): Julio Cortázar, obsesionado con su vergonzosa condición lampiña, inyectándose hormonas que le provocaron el crecimiento no solamente de bigote y barba, sino también del pene; Cristina Peri Rossi, echando ojeadas eróticamente admirativas a Patricia, mujer de Mario Vargas Llosa; Gabriel García Márquez, supersticioso hasta la médula (cree en la “pava”) y gran frecuentador de prostitutas (con quienes no se acuesta, sino que conversa), bebiendo como una esponja, cantando vallenatos y conduciendo un BMW que se pagó con los derechos de autor de Cien años de soledad; Juan Marsé, bajito y con nariz de boxeador, bailando en Bocaccio con las mujeres más hermosas de la noche catalana; Joaquín Sabina (entonces aún Joaquín Martínez), joven y desconocido cantante español que se encandila con el reloj de Gabo, que este le regala en Londres, firmando así un pacto de amistad perpetua; Mario Vargas Llosa, en cuclillas, depilando con unas tijeras (para una película) el vello púbico de la actriz Katy Jurado, mientras la amante del escritor, de pronto, los sorprende; Carmen Balcells, Mamá Grande de las letras, haciendo topless en una playa de la Ciudad Condal; el dictador peruano Velasco Alvarado organizando un funeral (con la asistencia de Mario Vargas Llosa y Julio Ramón Ribeyro) en el que fue enterrada la pierna que le amputaron en el quirófano para salvarle la vida; otra vez Vargas Llosa, entregándole a su padre (que trabaja como camarero y al que odia por el modo en que trata a su madre) unos billetes para que se compre un buen desodorante, porque huele fatal; Kiko Ledgard, célebre presentador del Un, dos, tres, responda otra vez, consiguiendo con su verborrea que Patricia Llosa se duerma en un avión…

¿Qué porcentaje de estas anécdotas, diálogos y sorpresas pertenece al mundo de la realidad y cuál al mundo de la ficción? Créanme si les digo que no me voy a molestar en documentarme o comprobarlo, porque entiendo que sería como arrebatarle al volumen una buena dosis de su magia narrativa: Jaime Bayly ha conseguido que su prosa y su construcción novelística (realmente agradables y de sólida factura) atrapen al lector; de tal modo que adherir una etiqueta de “verdad” o de “mentira” a los diferentes episodios resultaría tan torpe como baladí. Quede esa tarea para los historiadores, los biógrafos o las personas que, implicadas en estos acontecimientos, continúan vivas. Yo me limitaré, como lector agradecido, a aplaudir por las horas de sonrisas que el tomo me ha deparado.

Hace muchos años leí La noche es virgen, de Bayly, y no recuerdo que me dejase una impronta significativa. Quizá la explicación es que era demasiado joven (me refiero a él, o a mí, o a los dos). Volveré a otras páginas suyas.

jueves, 27 de abril de 2023

Diario irlandés

 


No recuerdo a qué edad se produjo (o en qué circunstancias, que también son muy importantes) mi primera aproximación a un libro de Heinrich Böll. Pero sí sé que no he repetido con este prosista hasta los 57 años, cuando me he decidido por darle una nueva oportunidad con este Diario irlandés, que traduce Joan Parra y publica Plataforma Editorial. La razón de elegir este libro fue tan sencilla como perversa: descubrir si el autor conseguía llamar mi atención con un tema (Irlanda) que no se encuentra entre mis predilectos. Poco sé del país, de sus costumbres, de sus paisajes o de su idiosincrasia. Si Böll superaba la prueba, me estaría demostrando que su literatura podía resultarme interesante. Y sí, desharé la intriga: lo ha hecho. Y lo ha hecho por muchas razones: por su ingenio a la hora de elegir las fórmulas visuales (“Donde el botón del sastre habría puesto un punto, colgaba la coma del imperdible”); por el humorismo de algunas de sus hipérboles (“Año tras año se derrama por cada garganta irlandesa una pequeña piscina de té”); por la solemnidad de la que se rodea cuando tiene que abordar un tema trascendente (“El tiempo que gotea con paciencia sobre todas las cosas: veinticuatro goterones al día: el ácido que todo lo corroe”); por las pinceladas literarias que, de pronto, convierten una línea en obra de arte (esas gaviotas “que hacían astillas el gris del cielo” en la página 62); o por su apolínea pero apasionada defensa de la literatura que se centra en los motivos humildes (como los lavaderos o las vidas pequeñas, infinitesimales, de los peatones anónimos que recorren la Historia).

Heinrich Böll viaja y nos hace viajar, permitiéndonos conocer un país que estaba a punto de incorporarse a la modernidad (1954-1957), pero que aún mantenía un ritmo calmado, una dolorosa tasa de emigración y una pobreza general, aliviada por la turba, la ingesta de cerveza y el consuelo de la religión católica.

Creo que repetiré con otro libro suyo.

martes, 25 de abril de 2023

Esquina inferior del cuadro

 


Creo que una de las grandes virtudes literarias de Miguel A. Zapata (siendo varias y de notable vigor las que atesora) radica en su capacidad para construir mundos. Y esa aptitud prodigiosa la desarrolla en un espacio asombrosamente reducido: apenas necesita un párrafo, unas líneas. Quizá por eso sus cuentos anonadan (y producen embriaguez) de la forma en que lo hacen. Esquina inferior del cuadro se erige en ejemplo inigualable de cuanto estoy exponiendo. En cada una de las narraciones que integran el tomo (publicado por Menoscuarto en 2011) se advierte esa destreza única, llena de músculo y magia, que el escritor granadino utiliza para envolvernos y provocarnos admiración. A veces, nos pedirá que visitemos un jardín (o una mente) de trazado inquietante, dispuesta por un hombre que desde la niñez mostró sus anomalías; o nos situará en la cola de admiradores de Priscilla Jackson, para que nos firme su libro (mientras nos deposita una pistola en el bolsillo y nos susurra una orden terrible); o nos tenderá en un quirófano para que contemplemos con pupilas horrorizadas o conformes la identidad del cirujano que se dispone a atendernos; o nos hablará del furioso jabalí que una anciana hospeda en su domicilio, contra la iracunda opinión de vecinos y responsables del ayuntamiento; o nos subirá a un tanque inesperado; o nos obligará a reflexionar sobre las esquinas, arrancadas y turbias, de unos lienzos en apariencia inofensivos.

Y, en todos los casos, el edificio milagroso que les estoy resumiendo es puramente verbal. Quiero decir que son las palabras mismas (y no otro oropel ni embeleco) las que fundan el territorio puro de su literatura, donde las vecinas de iniciales especulares, las polillas, las balsas modernas, los chinos sonrientes o las jarras infinitas de té helado se alían para inundarnos con su marea de esplendor literario y con sus constantes hallazgos estéticos.

Un lujo para las estanterías de mi biblioteca.

domingo, 23 de abril de 2023

Si esto fuera una novela

 


En ocasiones, en muy raras ocasiones, ocurre que durante el viaje que realizamos por un libro se hacen verdad las palabras estremecedoras de Walt Whitman: “Lector, no estás leyendo un libro: estás tocando a una persona”. Y esa sensación poderosa, cálida, melancólica, cercanísima, me ha asaltado mientras devoraba (lo he hecho dos veces en apenas diez días) Si esto fuera una novela, de Pilar Galán (De la luna libros). Y por eso mismo no voy a entrar a discutir si se trata de una “novela”, de una “colección de recuerdos” o de “diapositivas narrativas”, porque la potencia literaria de este tomo aúna todas las etiquetas y las supera, logrando que sus líneas se graben a fuego en el corazón de la persona que está leyendo. Yo, concretamente, no recuerdo ningún otro volumen que me haya impresionado tanto en mis últimas dos décadas como lector. Así de radical. Así de claro.

Esa sensación vívida, burbujeante, me impregnó desde las primeras páginas, en las cuales la escritora extremeña manifiesta su renuencia a escribir este libro, su tristeza profunda por la muerte de sus padres, su languidez, sus añoranzas, su rememoración de episodios infantiles y adultos (hospitalizaciones, vaciado de la casa familiar, crecimiento de los hijos, constatación de que todo parece volver en forma circular o mágica). La mirada se queda suspendida en el vacío y acuden las imágenes del ayer, recortándose entre la niebla gracias a las palabras, que nos ayudan a entenderlas. Y está la vieja colección de recetas de cocina de la madre (dieciséis instrucciones); y la tristeza inútil de la niña Pilar bordando en clase de costura, rodeada de monjas ásperas; y sus dos hermanas, que la acompañan en un bloque casi chejoviano a la hora de buscar una residencia para la madre; y las mentiras inofensivas de la niña que fue francesa durante un rato, ante un público perplejo y dócil; y el columpio blanco que a lo mejor sí que era un astronauta; y los patos, que se fueron nadando libres y no volvieron jamás, pero que provocaron las lágrimas de sus dueñas; y una vida que se llena de literatura, o al revés, o las dos cosas, porque las fronteras nunca están claras cuando nos quedamos en silencio.

Créanme: no se puede resumir este libro, porque cualquier sinopsis incurriría en la torpeza y en la traición. Si esto fuera una novela es una cajita de oro puro, un cofrecito de memoria, un arca de vida bellísimamente rememorada. Acéptenme el consejo y acudan a sus páginas. Me lo van a agradecer siempre.

viernes, 21 de abril de 2023

Elizabeth Finch

 


Existe una estirpe de libros que, por su condición ambigua o mestiza, se muestran reacios a admitir un rótulo demasiado eficaz que sirva para definir su espíritu. Y creo que Elizabeth Finch, la última entrega del británico Julian Barnes (que en España traduce Inga Pellisa para el sello Anagrama), se incorpora con absoluta naturalidad a esa nómina, pues incorpora trazas de novela, de ensayo, de filosofía y de religión: una mezcla tan fascinante como refractaria al etiquetado. Lo que en sus páginas se nos cuenta es la crónica de una fascinación, que termina por devenir en obsesión: la que siente Neil por su antigua profesora universitaria. La conoció en una época que, pese a su cercanía en el tiempo, ahora nos parece ya muy distante (“Eran los tiempos anteriores a los portátiles en el aula y las redes sociales fuera de ella; cuando las noticias salían de los periódicos, y el conocimiento, de los libros”, p.19). Y su forma de abordar la materia, su dicción, su lenguaje, su apostura misma, le provocaron una fervorosa admiración que fue creciendo con el paso de los años y se fue impregnando de arrobo, deslumbramiento y quizá amor (“Como mínimo, estoy bastante seguro de que la amaba”, p.161). Ahora, cuando ella ya ha fallecido y le ha legado a Neil sus notas y apuntes intelectuales, él cree entender que Elizabeth lo está invitando de alguna forma a que complete la investigación que comenzó alrededor de la figura de Juliano el Apóstata, el último que trató de resistirse ante la irrupción grisácea, cerril, virulenta y empobrecedora del cristianismo, que desmigajó la alegría del paganismo e impidió los avances de la ciencia durante siglos. Pero, a la vez, Neil siente el impulso de investigar sobre la vida de la propia Elizabeth Finch, con el objetivo (aparente) de escribir una pequeña biografía sobre ella, pero con el real propósito de conocerla mejor, de desentrañar los infinitos pasillos oscuros que, aun hoy, sigue mostrando en su memoria.

De esa doble búsqueda (intelectual y vital) parecer brotar los dos grandes vectores de este libro: Juliano y Elizabeth. Un personaje indescifrado desde el punto de vista religioso (porque quienes vinieron después no es seguro que desentrañasen y nos explicaran bien sus ideas) y un personaje indescifrado desde el punto de vista personal (porque construyó a su alrededor una burbuja aislante, a cuyo interior no dejaba acceder a los demás). Pero obsérvese que he dicho “parecen brotar”, porque muy posiblemente (habría que preguntar a Julian Barnes) se trate de una misma idea, desdoblada con singular maestría: la forma en que los demás merodean a nuestro alrededor, se obstinan (con mayor o menor interés) en conocernos, pero son incapaces de penetrar del todo en nuestros sistemas de pensamiento o en nuestras emociones. Creo que con esa clave la lectura adquiere una dimensión muy especial y enriquecedora.

Y un apunte que aparece en la página 71 y que quiero anotar aquí: “El momento en el que la última persona con vida que te recuerda tiene el último pensamiento sobre ti. Tendría que haber un nombre para ese acontecimiento final, el que marca tu extinción definitiva”. ¿Se les ocurre a ustedes alguno?

miércoles, 19 de abril de 2023

Exilio y muerte de Antonio Machado

 


Lo he leído cien veces y en cien sitios distintos. Da igual. Me sigue provocando una infinita tristeza, cada vez que vuelvo a encontrarme con la descripción, sea en el libro que sea. Antonio Machado, con su hermano José y con su madre (además de otros familiares y amigos), cruzando la frontera francesa y llegando al pequeño pueblo pescador de Collioure, del que ya no pasaría y en el cual sigue reposando. Es una escena tan lánguida, tan llena de frío, tan repleta de derrota, que logra que las lágrimas me inunden los ojos; no lo puedo remediar. Tampoco quiero hacerlo. Y si la pregunta que se me formula es por qué leo tantas veces la misma historia, si ya conozco su desarrollo (atroz) y su final (terrible), la respuesta es sencilla: porque me gusta recordar lo que no debió ocurrir, porque experimento la desazón retrospectiva de encontrarme una y otra vez con aquella España cavernícola y sangrienta, con aquel país cainita y sañudo, que se cebó de forma inmisericorde con el medio país derrotado, al que solamente tendió la mano para agarrarlo del cuello y apretar. Por eso leo, una y otra vez: para saber lo que ocurrió y lo que no puede volver a ocurrir, para detectar las señales que anuncian el camino aciago y prevenirlas a tiempo. Por eso me he sumergido con zozobra y con desasosiego en las páginas de Exilio y muerte de Antonio Machado, de Joaquín Gómez Burón, donde se rastrean los pormenores de las últimas semanas del poeta y su triste cortejo; y donde he subrayado varios datos que ignoraba: que la última imagen del cadáver de Machado, envuelto en la bandera republicana, es obra de M. Frere, un escultor que vivía en Saint Genis des Fontaines; que la caja donde se llevó su cuerpo fue abonada por Sebastián Figueras; o que a finales de 1957 el escritor Albert Camus donó la cantidad de 40.000 francos para ayudar en la construcción de una tumba digna para el poeta sevillano.

Pero, sobre todo, reconozco que el máximo grado de emoción lo he obtenido al contemplar algunas de las imágenes que este valioso volumen incorpora: las crudas instantáneas de las personas que se amontonaron en Port Bou, huyendo de las represalias de los vencedores; la gruesa cadena que los retenía (ganado hambriento) en la frontera de Cerbère; el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, donde se los hacinó; la hoja de registro del hotel Bougnol-Quintana, en la que Antonio Machado figura con el número 675; o un par de fotos estupendas de la propia Madame Quintana (en una de ellas, mostrando la caja de madera en la que Machado guardaba tierra española, para que la pusieran en su tumba).

Libro magnífico, tanto literaria como visualmente, que sirve para mantener vivo un recuerdo que los años no deben erosionar.

lunes, 17 de abril de 2023

Territorio desconocido

 


Los químicos lo llaman límite de saturación; los matemáticos aluden al punto de inflexión; y los demás mortales, aunque quizá no le adhiramos ninguna etiqueta especial, sabemos de sobra lo que es: ese instante en que ya no podemos más; esa gotita que desborda nuestro vaso; esa palabra o acción que, sumándose a las anteriores, nos provoca el llanto o nos quiebra. Nadie está a salvo de ese tipo de asechanzas y maldades. Nadie (aunque cada persona disponga de un nivel de resistencia propio) es inmune. Todos somos vulnerables. Como lo es el joven Tomás Valverde, un chico gordito y torpe que recibe las burlas de la mayoría de sus compañeros desde la infancia. Ese cerco, que en otros provocaría tristeza o amargura, es recibido por él con sonrisas y tolerancia: es un niño que tiende a la nobleza. Pero un día, por una serie de circunstancias externas que descubrirán con asombro y escalofrío las personas que lean estas páginas, Tomás (“Tomasón”) se convierte en objetivo de un enredo cruel, que pronto adquiere dimensiones corales a través de Instagram, que lo romperá en dos y lo impulsará a adentrarse por un camino en el que no parece haber vuelta atrás. La desasosegante idea de que, una vez cruzada la línea de la máxima humillación, todos ingresamos en un territorio desconocido de la mente se erige en columna vertebral de esta intensa narración.

Pero no todo el esplendor de este libro se condensa en su línea argumental: Luis Leante, escritor musculoso, utiliza un procedimiento técnico muy elegante y muy eficaz, con tres planos narratológicos perfectamente delimitados y perfectamente manejados: unos monólogos declarativos en primera persona (actualidad), unos diálogos entre los diferentes protagonistas (pasado) y una voz externa que aúna y vertebra todo lo anterior (narrador). El resultado de esa amalgama de tiempos y perspectivas es una pieza magistral, de tono impoluto y altísimo vigor literario, con la cual el escritor caravaqueño ha obtenido por tercera vez el premio Edebé, sedimentando así su posición en el actual Olimpo de los narradores juveniles españoles.

El éxito está garantizado.

sábado, 15 de abril de 2023

Memorias

 


Suelen resultarme muy agradables los libros de memorias, así que me acerco a ellos con cierta frecuencia; y más aún cuando están escritos por novelistas a quienes admiro o que me despiertan curiosidad. De tal forma que cuando cayó en mis manos este volumen de Adolfo Bioy Casares no me lo tuve que pensar mucho a la hora de abrir sus páginas. Bioy habla de los caballos y perros que tuvo o soñó durante su infancia; de los versos gauchescos que escuchaba en casa (desde Estanislao del Campo hasta el Martín Fierro); de su paulatina afición al cine (“La sala de un cinematógrafo es el lugar que yo elegiría para esperar el fin del mundo”, p.43); de su primera publicación a los quince años (un libro costeado por su padre, del que se lanzaron trescientos ejemplares); de sus fracasos en el mundo sentimental (“La adolescencia fue para mí una verdadera iniciación en derrotas. Por esos años los amores desdichados tendieron a convertirse en costumbre”, p.58); de su distancia fría con el proyecto estético de las Ocampo y el grupo Sur; de la exitosa colección de novelas negras que Borges y él urdieron bajo la carpa protectora del sello Emecé; de su intensa relación con el eterno candidato al premio Nobel de Literatura (“Para mí, la amistad con Borges fue un regalo de la suerte. Fue la primera persona que conocí para quien nada era más importante que la literatura”, p.109); e incluso de una divertida anécdota acaecida durante su niñez (“Para la comunión me confesé con monseñor Devoto. Con voz engolada y alta me preguntó qué pecados cometía. Le dije que fornicaba. “¿Con varones o con mujeres?”, preguntó. Me apresuré a asegurar que solamente con varones, porque en casa me habían hecho creer que fornicar era decir malas palabras”, p.158). Al final, reserva una treintena de páginas a detallar los pormenores (de tono biográfico o de reflexión estilística) de algunas de sus obras, sobre todo en el ámbito del cuento.

Pero (ay, los peros) la obra me ha dejado absolutamente frío. No he sentido que Bioy desplegase en ella ningún primor literario de especial relevancia, que es lo que en el fondo iba buscando. Todo ha quedado (o me parece que ha quedado) en una filatelia correcta, en un museo ordenadito y sobrio, apolíneo y atildado, sin que emerjan por lado alguno los brillos del humor o de la literatura. Lo triste es que esa sensación me suele acompañar cada vez que termino un libro suyo: es probable que no se trate de un narrador al que vaya a volver demasiadas veces.

Y bien que lo siento.

jueves, 13 de abril de 2023

Esos cielos

 


A veces, resulta difícil emprender el camino de vuelta a casa, porque intuimos que nada (y nadie) permanece igual que cuando nos fuimos de allí; y que, por tanto, cuando volvamos a poner el pie en dicho territorio ya no sentiremos su calor, su ternura envolvente, su hálito de cercanía y complicidad. Irene (no descubrimos su nombre hasta la página 115 de la novela) acaba de salir de la cárcel de Barcelona, tras una estancia de cuatro años entre sus muros, cumpliendo un delito relacionado con su pertenencia a cierta innominada organización radical vasca. En ese tiempo, ha tenido oportunidades para reflexionar y para entender que su futuro tiene que plantearse de un modo distinto. De momento, se sube a un autobús que la llevará de vuelta a Bilbao, pero todas las señales que parpadean a su alrededor le hacen intuir que no le espera la felicidad: su familia la recibirá con reticencias (le ha bastado telefonear a su padre para comprenderlo); sus antiguos amigos la consideran una traidora, por renunciar a la vía radical; su pareja, Andoni, ya no es la persona con la que quiere reconstruir su vida; y la policía (que sospecha que la están vigilando) tampoco parece muy interesada en permitirle olvidar y alejarse del mundo abertzale. Mientras el autobús se desplaza en horizontal por España (la metáfora del viaje es evidente y vigorosa), Irene se verá rodeada por varias personas que, dentro del vehículo, le ofrecerán un claro resumen de lo que será su vida a partir de ahora: presiones negativas, miradas desconfiadas… y también manos tendidas. Irene es una mujer fuerte y que ha sabido convertirse en independiente (“La soledad era preferible a las relaciones mediocres. En realidad, cualquier cosa era mejor que una relación mediocre”, se lee en la página 92). Ella será quien tenga que tomar la decisión final.

Despojado de todo ternurismo y dueño de una prosa recia y convincente, Bernardo Atxaga nos ofrece en esta novela una narración que nos invita a pensar a Irene, a comprender las líneas de fuerza que actúan sobre su pasado, su presente y su futuro, y a formarnos una idea desnuda y realista sobre sus vacilaciones y sus desgarros. Sin duda, un texto que merece la pena ser leído con atención.

martes, 11 de abril de 2023

Figuras de Bethlem

 


Decía el siempre extremado Francisco Umbral que Madrid no había entendido nunca la literatura de Gabriel Miró; y que, por tanto, que se jodiera Madrid (sic). En mi juventud, allá por los finales del siglo XX, me leí La novela de mi amigo, la única obra suya que callaba en mis estanterías; y lo cierto y verdad (me encanta esa fórmula que tanto repetía mi madre: “lo cierto y verdad”) es que no me impresionó demasiado. Ahora, de forma imprevista, encuentro en una librería de segunda mano un ajadísimo ejemplar de Figuras de Bethlem, que he comprado y he leído en el silencio de dos noches. El resultado sigue siendo igual de desalentador: entiendo perfectamente la propuesta literaria del alicantino de ojos lánguidos, su voluntad estética, sus palabras con raro aroma arcaizante, el ritmo pausado y sensual de sus oraciones… pero no consigo entusiasmarme con la obra. Y uno, ya, lo que desea es precisamente eso: entusiasmarse con los libros. Sin duda, hay una época para abalanzarse sobre páginas en las que aprender, sobre páginas en las que sorprenderse, sobre páginas con las que discutir; pero creo que me encuentro ya en otro territorio: el de pedir a los libros que me fascinen desde el principio. Y si no lo hacen, pues adiós. Y no repito.

Entiéndaseme: soy capaz de admitir que el esfuerzo léxico de Miró es enorme; que su documentación de espacios y colores produce pasmo; que su propuesta escénica es notable. Todo lo admito, puesto en pie y sin asomo de ironía. Pero sigue faltándome la chispa, el nervio, la sangre que palpita y ruge. Gabriel Miró escribe cuadros. Y a mí los cuadros (sean de Robert Walser, de Proust o de Miró) no me llaman, qué le vamos a hacer. No los desdeño, pero tampoco los aplaudo.

Imagino que, confesada esa incapacidad mía para emocionarme con el alicantino, esté provocando que, desde el otro lado de la muerte, Francisco Umbral carraspee y, con su voz de gruta, vocifere campanudamente que me joda. Nada que objetar: aceptaré el venablo con humildad franciscana. Y a otra cosa, mariposa.

domingo, 9 de abril de 2023

La depuración de maestros en Murcia

 


En mayo de 2001, mi admirado amigo Ramón Jiménez Madrid me dedicó el libro La depuración de maestros en Murcia (1939-1942), que él había publicado tres años antes en la Universidad de Murcia y que yo me apresuré a comprar en cuanto supe de su existencia. En esa dedicatoria (disculpadme la confidencia personal), el crítico de Águilas puso lo siguiente: “Para Rubén Castillo, por muchas cosas, entre las que no excluyo la principal: la amistad. Y en cuanto a este libro, que no pase por esta experiencia nunca”. A mí me parecen unas palabras auténticamente doradas y conmovedoras. Porque el doloroso tema que Ramón abordaba en estas páginas era (fácil resulta deducirlo, tras leer el título de la obra) el modo sañudo, agrio e inmisericorde con el que las autoridades de la dictadura franquista arremetieron contra los maestros que iniciaron su camino profesional con la II República y que, sospechosos siempre de rojez o de burdos pensamientos libertarios, fueron objeto de una depuración meticulosa y ajena a cualquier traza de compasión o espíritu conciliador.

Todos los documentos históricos que sirvieron de base para este estudio yacían en el archivo del instituto Alfonso X el Sabio, de Murcia; y en esos papeles (que el investigador añade al final como apéndice) figuran los nombres, las poblaciones, los cargos que se les imputaban y la resolución finalmente adoptada. Huelga decir que la misericordia o la liviandad no fueron la tónica dominante en las estiradas y prepotentes Comisiones de Depuración. Como detalle anecdótico, puede leerse que “las primeras propuestas de separación definitiva del servicio de Magisterio se pidieron en la sesión 9 (11 de octubre) y lo fueron para…” (p.53). ¿Desean por ventura conocer el nombre del primer objetivo? Pues sonrían con la broma del azar: un maestro de Mazarrón que se llamaba Francisco Franco.

En estas hojas queda patente el rencor de los depuradores, el fino escrúpulo con el que se aplicaron a la tarea de erosionar vidas y famas, la almidonada acrimonia con la que alinearon nombres y condenas, sin que les temblasen ni la mano ni el corazón. Y eso que, como bien señala Ramón Jiménez Madrid en la página 83, “la depuración afectó asimismo en el sector de la enseñanza media sin que, y no deja de ser paradoja, no quede ni un solo papel sobre dicha materia en el Instituto”. Es evidente que deben encontrarse en otro emplazamiento, quizá no tan recóndito como en un principio pudiera pensarse: lanzado queda el guante investigador para quienes deseen completar este necesario recordatorio de cómo la guerra (son palabras de un conocido escritor) no trajo la paz, sino la Victoria.

viernes, 7 de abril de 2023

Orden

 


La mayor parte de los seres humanos (no me atrevería a decir que todos, porque somos tan hermosamente diversos como variopintos) necesita un sistema de referencia en el que insertar su vida, un cosmos que le dé equilibrio y que fije los límites. Puede ser una familia, una religión, un sistema de gobierno, un trabajo, una rutina de vacaciones, un vecindario… o la combinación de varios de esos factores ambientales. Y dentro de ese sistema de coordenadas nos movemos con una cierta calma (o con una calma cierta: que cada cual elija el orden que prefiera de sustantivo y adjetivo). Pero, en ocasiones, irrumpe en ese cosmos un chirrido, un elemento extraño que lo enrarece o distorsiona, que lo fragmenta o anula: una persona inesperada, un suceso catastrófico, un vuelco traumático.

Las siete situaciones (las siete historias) que componen Orden, de la zamorana Victoria Pelayo Rapado, nos aproximan con talento indiscutible a esos estados anómalos, a ese cosmos convertido en caos; y nos deja que contemplemos la manera en que sus personajes reaccionan ante la disrupción. A veces, se tratará de una conversación incómoda, escuchada antes de que se produzca un accidente en la carretera; a veces, será una sospecha inquietante, que aumenta conforme pasan las horas de unas vacaciones en Cartagena de Indias; a veces, el desasosiego se manifestará en forma de inquilino maniático, que impone sus rarezas de forma tan gradual como imparable; a veces, se manifestará con el advenimiento de una moderna, ruidosa y maleducada vecina, que agita las calmadas aguas hogareñas de una mujer tranquila. Cada una de esas zozobras provoca (doy fe) un cenagoso desasosiego en el ánimo de la persona que está leyendo el relato, porque la autora no solamente sabe escribir (flaco elogio le tributaría, si me quedase en esas meras palabras), sino que sabe contar. Es decir, que imprime el ritmo, y las velocidades, y la densidad, y la textura, y el color que cada situación requiere, convirtiéndolas en diamantes narrativos.

Siempre he opinado que escribir bien no consiste en respetar la sintaxis militar del idioma o en someterse a las normas ortográficas y gramaticales, sino en ser capaz de construir textos cuya arquitectura y cuya música conmocionen a quien lee. Victoria Pelayo Rapado lo consigue, sin lugar a dudas. Magistral.

miércoles, 5 de abril de 2023

Polvo de glaciar

 


Lo sabe de sobra el lector de Antonio J. Ruiz Munuera: en sus libros siempre se encuentra, flotando, un espíritu de aventura, un hálito de viaje, de experiencias, de adrenalina, de amaneceres, de retos. Desde La luz de Yosemite (2015) hasta el recentísimo Polvo de glaciar (2023) puede advertirse un trenzado de nervios y músculos que, dispuestos siempre a activarse, mantienen en pie el alma de sus páginas. En las últimas que he podido leer suyas (esta magnífica edición de la madrileña Desnivel) hay humor, hay riesgo, hay experiencias vertiginosas, hay paisajes bellísimos; está el mundo. Quien decida adentrarse en este volumen se encontrará con Miriam, una escaladora muy especial; con Clint Eatswood, que rueda una película difícil; con accidentes que se intentan resolver a través de angustiosas llamadas telefónicas; con el pundonor de dos montañeros ancianos, que se niegan a la comodidad de una ruta sencilla; con motos de agua que rugen sobre el oleaje; con disparatados accidentes que desparraman un buen número de fardos de marihuana por un paisaje agreste; con los saltos imprudentes y casi suicidas de Skybum; con insensatos buceadores, que terminan flotando a la deriva durante quince horas en un mar gélido; con ciclistas que atraviesan duras rutas de montaña; e incluso (el guiño es tan divertido como inesperado) con esa escaladora que se entretiene leyendo La Troupe (“mi último descubrimiento literario: una historia sobre un circo ambulante en el Canadá del siglo XIX, perdido entre bosques interminables y manadas de carabúes”, p.124), a cuyo autor imagino sonriendo mientras escribe.

Si eres deportista, estás de enhorabuena: aquí dispones de una obra en la que te encontrarás con secuencias inolvidables y con aventuras tan galvánicas como (a veces) sofocantes, que el autor no ha necesitado documentar, porque las conoce desde dentro. No lo dudes: este puede ser tu libro.

lunes, 3 de abril de 2023

Creció espesa la yerba...

 


La historia que plantea Carmen Conde en Creció espesa la yerba… seguramente es tan vieja como la Humanidad, pero esa evidencia (incontestable, creo yo) no resta ni un gramo de interés a su desarrollo novelístico; y, sobre todo, a su finalización, porque la académica explora en sus últimas páginas un giro argumental lleno de interés y sorpresas. Acudamos a un pequeño resumen, que sirva para situarnos mejor: Laura es una mujer independiente, que ya rebasó los cuarenta años y que (no se dan más detalles) “estuvo casada”. Mientras se dirige en su coche hacia la costa murciana, recoge en la carretera a una muchacha jovencísima que dice llamarse María y que, fundamentalmente, huye. Ahora bien, ¿de quién lo hace? Cuando avanzamos en la lectura descubrimos el origen de su desasosiego: Santiago, marido de su hermana Isabel, se ha metido en su cama. Y María, que al principio recibió ese comportamiento aberrante con más estupefacción que deseo, acaba de constatar con asombro que se ha enamorado de él. Y para evitar el horror de esta situación, ha decidido alejarse de ambos (hermana y cuñado). ¿O quizá huye de sí misma? Entre Laura y María se establece un extraño vínculo que las une y relaciona. Descubrir cuáles son los matices y las causas profundas de esa conexión es una tarea que, por supuesto, queda encomendada a cada lector.

Elegante, honda y sutil, Carmen Conde nos lleva, apoyándose en referencias cultas a otros textos (Gabriel Miró, Santa Teresa de Jesús, Juan Ramón Jiménez, la Biblia), por un camino de introspección y análisis del alma femenina, que resulta difícil de resumir y, sobre todo, difícil de olvidar. Y, en algunos momentos, convirtiendo el habla de sus personajes en homenaje implícito a otros escritores amados: será suficiente con recordar el momento en que María, explicando lo que siente por Santiago y por su hermana Isabel, declama: “¡Yo quiero separarlos, con un cuchillo si es preciso! Separarlos y hundirlo a él en mi cuerpo hasta que se me muera dentro” (p.58). ¿No les parece estar escuchando a una mujer de Federico García Lorca?

Una maestra, ya les digo.

sábado, 1 de abril de 2023

La presa

 


Las experiencias que dejan su impronta en nuestra vida pueden surgir en los momentos y lugares más insospechados. Al niño que protagoniza esta novela de Kenzaburo Oé le sorprende cuando, mientras está durmiendo en su pequeñísima aldea, un avión enemigo (el país está en guerra) se estrella en medio del bosque. Todos los varones adultos se dirigen entonces hacia el lugar del siniestro y logran capturar al único superviviente: un soldado negro de gran altura, al que conducen hasta un pequeño calabozo improvisado en una bodega. Desde ese instante, la figura del prisionero se convierte en un imán hacia el que todos se sienten impelidos, sobre todo los más pequeños: primero, como anomalía (“¡Es un negro, un negro! ¡No un enemigo!”, grita Morro de Liebre en la página 40); después, como perplejidad (“Parece un ser humano”, murmura el mismo niño en la página 78); finalmente, como entidad que se integra en la aldea (le quitan las cadenas que lo mantienen inmovilizado, lo sacan a que tome el sol y se bañe, incluso le ofrecen una cabra para que tenga un desahogo sexual). La “presa”, advertida como cosa, evoluciona hasta la condición de ser humano.

Pero en ese punto, justo cuando un narrador más torpe o maniqueo incurriría en la sandez de dibujar para esta novela un final rosa, con música de violines y sonrisas unánimes, llega la orden desde la ciudad más cercana: el prisionero debe ser entregado a las autoridades capitalinas. Los niños quedan abrumados por la inminente separación; y el soldado, consciente de que sus privilegios han tocado a su fin, enloquece, toma como rehén al niño que nos está contando la historia y atranca la puerta de la bodega para que no puedan sacarlo de allí.

El giro es tan agrio que los lectores tendrán que disponerse a contemplar a partir de ese punto varias escenas desagradables (muy desagradables, de hecho), que incluyen una violencia espantosa y un par de muertes.

Sutil, brillante y sigiloso, Kenzaburo Oé nos conduce por varios pasillos terribles de la condición humana, en una novela memorable, que traducen Yoonah Kim y Joaquín Jordá y que prologa Justo Navarro.