domingo, 31 de julio de 2022

Zeppelin

 


Cuando llegó a mis manos el libro Zeppelin, con el que José Manuel Martín Peña obtuvo el premio Manuel Llano en 2006 (editado al año siguiente por Pre-Textos), lo primero que pensé fue en su brevedad. Era tan delgadito, tan tenue… Luego leí la pestaña biográfica del autor y me enteré de que, como Bukowski o Sánchez Bautista, trabaja como funcionario de Correos. Cuando terminé de leer sus páginas tuve la impresión de que acababa de pasar mis ojos por encima de una hoja seca, en el suelo del otoño: una hoja bella, melancólica y frágil.

Había conocido en dos horas los esfuerzos de su madre por aportar algo de dinero a la maltrecha economía familiar; había recibido las excelentes, breves, hermosas semblanzas de sus compañeros de infancia (muchas de ellas tristes, porque el tiempo golpeó a sus protagonistas con un futuro gris, malherido por las drogas o las equivocaciones); había acompañado al narrador a coger mariposas; y lo había acompañado cuando, al volver de la mili, entró de nuevo en el Zeppelin y se encontró con sus antiguos amigos de la niñez. Y en cada uno de los apuntes me asaltó la misma belleza melancólica de la prosa.

Delicadísimo.

viernes, 29 de julio de 2022

La muerte del Pinflói

 


Tenía muchas ganas (¿para qué voy a decir otra cosa?) de volver este verano a encontrarme con el Endocrino, después de haber leído, en el verano de 2018, El verano del Endocrino. Este aparente trabalenguas podría ampliarse realizando alguna referencia al sol que nos golpea y a Baile del Sol, la magnífica editorial que ha vuelto a apostar por el extremeño Juan Ramón Santos, pero no quiero abusar de la amable tolerancia de mis posibles lectores. Lo importante es que se queden con el dato esencial: La muerte del Pinflói. Así se llama la última propuesta del autor que, hace pocos meses, nos daba la alegría de alzarse con el triunfo en el premio Edebé de narrativa infantil y que, sin apenas dejarnos tiempo para dejar de aplaudir, nos coloca en las manos esta nueva obra, donde muerte, esoterismo, drogas y misterios se entrelazan para mantenernos con los ojos pegados a las páginas sin posibilidad de abandono.

El comienzo es engañosamente plácido: Paulino, un drogadicto de poca monta y adornado con escasas luces, aparece muerto en la orilla de un pantano. Sus manos (tranquilamente colocadas sobre el estómago), su expresión (feliz, serena) y la ausencia de signos de violencia llevan a la policía a concluir que se trata de una muerte casual o, en todo caso, de un suicidio indoloro. Pero el Endocrino (ese fascinante personaje que llegó a Labriegos meses atrás y al que todavía aureolan todo tipo de interrogantes y misterios) no parece tan convencido con la hipótesis; y decide emprender una exhaustiva investigación con la ayuda de Constante, el maestro de escuela que ya lo acompañó en pesquisas anteriores.

Como se trata de una novela detectivesca, omitiré cualquier otra información relacionada con su argumento para que sean los lectores quienes descubran paso a paso los detalles y vayan conociendo a los diferentes personajes que, surgiendo aquí y allá, van enredando la trama. Lo que sí quiero es llamar su atención sobre la espléndida calidad de la prosa de Juan Ramón Santos, uno de los narradores más exquisitos del panorama actual, que escribe como quien compone música. Les aseguro que no se van a sentir defraudados en ningún momento si deciden sumergirse en esta nueva aventura: ni desde el punto de vista argumental, ni desde el punto de vista psicológico, ni desde el punto de vista literario. Una auténtica maravilla, oigan.

jueves, 28 de julio de 2022

Leyendas

 


Existen magias que, al menos en mi caso, no prescriben; antes bien, parece que el tiempo las acrecentase e iluminara. Me ha vuelto a ocurrir cuando, en medio de este verano, he decidido volver a las Leyendas de Gustavo Adolfo Bécquer, que no frecuentaba desde hacía unos quince años. En mi juventud (lo recuerdo con nitidez) me asombraron estas historias, quizá por ser narraciones que conviene abordar con no demasiadas arrugas; pero es que ahora, cuando he vuelto a ellas de forma completa (he releído algunas sueltas de vez en cuando), siento que es como si las disfrutara por primera vez. Cuando en 2021 estuve visitando Soria me propuse que no tardaría en hacerlo; y ya he cumplido.

Esa cinta ensangrentada que brilla al final de “El Monte de las Ánimas”; esos iris embriagadores (Bécquer los llama pupilas) que turban al noble don Fernando hasta provocar su perdición en “Los ojos verdes”; ese esplendor musical divino que flota en las líneas de “Maese Pérez el organista”; esa luz corpórea que genera la locura del pobre Manrique en “El rayo de luna”; ese sobrecogedor cántico que emerge de las gargantas de unos espíritus atribulados en “El Miserere”; esa dulce firmeza de Margarita, que protege al ser amado incluso cuando ya la más injusta de las muertes se ha cebado en ella en “La promesa”; ese desconcierto en los ojos y en el corazón del montero Garcés, cuando abate con su saeta a la pieza que se embosca entre los matorrales en “La corza blanca”; esa protección de piedra que se despliega en el final de “El beso”… Todas las propuestas que el sevillano Gustavo Adolfo Domínguez Bastida reúne en estas páginas están redactadas con una música delicadísima, donde sintaxis y adjetivos complementan sus energías en un equilibrio majestuoso, que nos muestran a un escritor más vigoroso y más sólido que el que podíamos vislumbrar en las Rimas.

Muy feliz de haber revisitado esta obra.

martes, 26 de julio de 2022

A puerta cerrada

 


Vuelvo a mi época de lector universitario, cuando leí por primera vez la obra A puerta cerrada, de Jean-Paul Sartre, traducida por Aurora Bernárdez (Losada, 1974). Creo que entonces ni siquiera sabía que se trataba de la mujer que había compartido unos años de su vida con Julio Cortázar… Sus tres protagonistas son Garcin, Inés y Estelle, quienes han sido recluidos en una habitación del infierno; y ellos solos se dedican a hacerse daño entre sí. El filósofo francés apuesta por una misantropía radical, llevada a sus últimas consecuencias: los demás son nuestros verdugos, nos acechan, están ahí, nos torturan implacablemente, se burlan de nuestros fracasos. Son el más feroz de los inquisidores. Nuestro triste infierno, por tanto, consiste en soportarlos; y ellos deben hacer lo mismo con respecto a nosotros. O, para decirlo con una fórmula abrumadora que el pensador existencialista introduce en la obra: “No hay necesidad de parrillas: el infierno son los demás”.

Me parece muy reveladora la frase en la que Sartre dice que “los verdugos tienen cara de miedo”; y me parece muy lírica (y terrible) esa afirmación donde estipula que está muy vacío “un espejo donde no estoy”; y, sobre todo, me ha producido una elevada impresión la frase con la que cierro mi comentario: “Se muere siempre demasiado pronto (o demasiado tarde). Y, sin embargo, la vida está ahí, terminada; trazada la línea, hay que hacer la suma. No eres nada más que tu vida”.

La obra me impresionó más en mi juventud que ahora, pero sigue conservando (me parece) un buen aroma terrible, que me ha gustado recuperar.

lunes, 25 de julio de 2022

Estudios y ensayos sobre Góngora y el Barroco

 


No sé si por efecto de las altas temperaturas de este verano (no lo descartaría), me decido a leer una obra en principio espesita que lleva por título Estudios y ensayos sobre Góngora y el Barroco, del que es autor el madrileño Joaquín de Entrambasaguas (Editora Nacional, 1975). El licenciado en Filología que late en mí desde hace más de treinta años necesita de vez en cuando este tipo de retornos a las “obras teóricas”.

Y lo cierto es que he disfrutado de la lectura, que me ha permitido enterarme de que el ínclito Lope de Vega tenía, como verdadero apellido, “Fernández”, y que el “Carpio” fue un mero devaneo de su vanidad. Así al menos lo sostiene el crítico. También me ha llamado la atención la contundencia con la que señala a don Diego Hurtado de Mendoza como “innegable autor” (sic) del Lazarillo de Tormes.

He vuelto a sentirme como cuando preparaba las oposiciones y me adentraba en docenas de libros para buscar ideas, afirmaciones y frases que diesen “otro aire” a mis temas.

domingo, 24 de julio de 2022

Abre la puerta

 


Incurrimos con demasiada frecuencia, me parece, en el error de considerar que las grandes historias se basan necesariamente en personas egregias o notables, en seres extraordinarios que habitan un mundo distante y cuyos perfiles difieren de los nuestros de manera ostensible. Quizá esa idea surgiese en la época en que los protagonistas eran siempre los caballeros victoriosos, los reyes invictos, los religiosos orlados por la santidad, las damas de belleza legendaria. Pero existe otra tendencia, mucho más humana, que se fundamenta en la idea de que todos (usted, el vecino del tercero, la doctora del ambulatorio, el vendedor de seguros, yo mismo) somos susceptibles de protagonizar unos hechos que, narrados de un modo hermoso y convincente, se pueden convertir en grandes historias.

La madrileña Alena Collar explora esta segunda vía, de manera espléndida, en su libro de relatos Abre la puerta, que está lleno de seres diminutos que aman, se disponen a confesar su auténtica sexualidad, cambian de instituto tras sufrir unos tristes episodios de acoso, lloran, viven en centros de la tercera edad, buscan los restos de un familiar fusilado durante la guerra civil, experimentan fracasos, se tropiezan con fantasmas en los pasillos de casa, trabajan en la hostelería pese a su título universitario o intentan encontrar a una hermana, que fue vendida en una adopción fraudulenta. Y vuelvo al adjetivo anterior, para aclararlo: he dicho que se trata de seres diminutos, y lo reitero, pero en modo alguno pueden ser considerados insignificantes: son personajes que nos retratan, que nos revelan, que nos explican, que significan cosas. Admirarse de lo grande, compadecerse de las tragedias aparatosas, conmoverse con los grandes cataclismos es emoción que se encuentra al alcance de cualquiera. Pero desarrollar la humanísima finura de mirar (mirar de verdad) y sentir (sentir de verdad) los hechos menudos, las lágrimas invisibles, los desgarros ocultos es propio de grandes escritores. Como Alena Collar, que capta el alma de sus personajes y, utilizando unos fresquísimos diálogos y una estructura ágil en sus narraciones, consigue que los percibamos como criaturas cercanas, entrañables, palpitantes.

No pierdan la oportunidad de acercarse a esta obra.

viernes, 22 de julio de 2022

La espada encendida

 


De vez en cuando me gusta volver a los libros que leí hace años o décadas, para comprobar cómo han cambiado ellos dentro de mí (o cómo he cambiado yo a la hora de meterme dentro de ellos). Es una experiencia que recomiendo, porque se me antoja muy reveladora. Este verano repito el experimento con La espada encendida, un poemario peculiar y edénico de Pablo Neruda que se inspira en un conocido episodio de la Biblia (la colocación por parte de Dios de un ángel que, armado con una espada, impide la vuelta de Adán y Eva al Paraíso que acaban de perder por su desobediencia). En la transfiguración poética del autor chileno, los protagonistas son Rhodo y Rosía, dos enamorados que sobreviven al holocausto de la humanidad, y que juntos han de construir la vida y el planeta.

La lírica densidad de su pasión alcanza momentos felicísimos en el capítulo X, aunque también en el XXIV y en el XXVII. En realidad, todo el tomo constituye un apretado haz de amorosos parlamentos y de virginales consideraciones, que nos hablan de la convulsión del sexo, de la soledad y del deber. Quizá mi capítulo favorito sea el LXXXVII, con su letanía anafórica, que alcanza cumbres de una belleza impactante.

Creo que el libro, no siendo uno de los más citados ni recordados de Pablo Neruda, se puede seguir leyendo con aplauso.

jueves, 21 de julio de 2022

La colmena

 


A Camilo José Cela se le pueden discutir (yo le he discutido) muchas cosas: su soberbia, su carácter vengativo, su desdén chulesco hacia otros autores, los libros mierderos que publicó (que no fueron pocos), la repetición infinita de fórmulas narrativas más que cansinas (sobre todo en sus últimos años)… Pero resulta más bien insensato discutirle libros como La familia de Pascual Duarte, San Camilo 1936 o La colmena. Esas obras constituyen puntales egregios de la novelística española del siglo XX.

Aprovechando tres mañanas de verano he releído la última (La colmena) y me he sentido profundamente dichoso de haber tomado esa decisión. Magnífica la idea de presentar la realidad madrileña a través de diapositivas aisladas (aunque los nexos entre muchas de ellas se vayan revelando conforme lees). Magnífico el modo en que, con tres o cuatro pinceladas, te deja retratados a don Ibrahim de Ostolaza, a don Leonardo, al gitanillo, a Segundo Segura, a la Filo, a doña Rosa, a la señorita Elvira y a todos los demás integrantes de la locura urbana, siempre cercados por la pobreza, por la censura, por las maledicencias, por el estraperlo, por la mezquindad, por el sexo furtivo y culpabilizado. Magnífico el despliegue de registros idiomáticos (coloquial, literario, lírico, brusco) que Cela utiliza en las diferentes secuencias o en la boca de diferentes personajes (la risible pedantería de don Ibrahim es hilarante). Magnífico el personaje de Martín Marco, resumen de tantos intelectuales de la época, acogotados, errabundos, hambrientos, ilusos, quizá huérfanos de talento. Magnífica la construcción temporal de la obra, que se desarrolla en no muchas horas, pero en infinitos planos simultáneos.

Sé que si dentro de diez años vuelvo a leer la obra disfrutaré de ella como el primer día: es la señal de que nos encontramos ante un clásico del siglo XX. Jamás le negaré esa etiqueta a esta obra.

martes, 19 de julio de 2022

La certeza


Después de haber leído una gran parte de la obra de Eloy Sánchez Rosillo, observo con estupor que de casi ninguno de sus libros he confeccionado hasta ahora reseña en mi blog. Es difícil explicar el motivo. Quizá se trate de que al terminar quedo tan extasiado que se me olvida la menudencia de escribir sobre él, estropeando su belleza con la mediocridad de mis palabras. Quizá se trate de que he hablado tanto sobre la poesía de Eloy (sobre todo, con mis hermanos José Cantabella y Pascual García) que cualquier cosa que redacte sobre ella me suena a repetición, a banalidad, a algo ya expresado con una cerveza entre los dedos. O quizá se trate de que todos los libros de Eloy me parecen (y lo digo con elogio) el mismo libro, la misma cadencia, el mismo fluir de agua pura, serenidad, gratitud y melancolía.

Cuando llegué a la universidad de Murcia (1985), el nombre de Eloy corría en boca de los aspirantes a escritor, que comentaban con reverencia su premio Adonáis; luego, cuando estaba a punto de salir de sus aulas, ya había leído aquellos versos y sus páginas sobre Leopardi; y había contemplado muchas veces (siempre desde la distancia) su figura alta y elegante paseando por las calles de la capital al lado de Pedro García Montalvo. Sabía de sus meditaciones sobre el paso del tiempo, de sus versos rítmicamente impecables, de su admiración por los veranos y las muchachas en flor, por los gorriones y los balcones melancólicos, por las viejas fotografías y los recuerdos de la infancia. Más tarde, cinco o seis veces leí La vida, para explicarlo en las aulas de bachillerato; y me detuve en los poemas que hablaban de montañas subidas y bajadas, de músicas azarosas que traían antiguos rostros, de niños que se bañan en playas que parecen aisladas del tiempo, de invocaciones dirigidas a sí mismo. Después de cada poema, unos segundos de silencio (o unos días, tanto da). Y siempre la sensación de estar leyendo a un coloso de la sensibilidad, a un clásico vivo.

Cuento todo esto porque acabo de releer La certeza.

Pascual, si quieres nos reunimos para volver a comentar la obra. Dile a José que se venga. Yo voy metiendo cerveza al frigo.

lunes, 18 de julio de 2022

El país equivocado

 


Nos sorprendía hace no muchas semanas la abrupta noticia del fallecimiento de José Javier Abasolo, respetado y aplaudido autor de novelas negras, justo cuando se presentaba oficialmente la última de sus producciones: la magnífica narración El país equivocado, que publica el sello Erein con estupenda portada de Cristina Fernández. Y después de recorrer sus páginas y enriquecerme con su propuesta novelística siento la honda tristeza de que ya no vaya a haber más libros (salvo sorpresa) del autor bilbaíno.

En esta ocasión no nos entregó una nueva aventura de su emblemático Goiko, sino un relato que nos transporta a mediados de los años cuarenta, en plena época de asentamiento del franquismo. Curiosamente, la historia arranca desde los Estados Unidos de Norteamérica, donde el millonario John Calvin Van Looy III (que trabaja como ayudante del fiscal general del estado de Nueva York) consigue que su amigo Steve Beasko, antiguo policía de origen familiar vasco, acepte viajar con él hasta España, donde activará los trámites para repatriar los restos de su primo Jefferson Van Looy, que murió durante la reciente guerra civil española. En principio, y habida cuenta del poder económico y político de los Van Looy, se presenta como un caso de sencilla resolución, pero nada más aterrizar en Madrid (mayo de 1946) comienzan las dificultades: autoridades falangistas reticentes, burócratas que desconfían de los “prepotentes” norteamericanos, suspicacias por el hecho de que unos extranjeros vengan a escarbar en los muertos de la guerra… y, sobre todo, un cadáver de Jefferson Van Looy que presenta un inequívoco disparo en la nuca. No fue un fallecimiento accidental o fruto de la guerra, sino una clara ejecución premeditada. Ahora, Beasko tendrá que descubrir qué mano inicua (y poderosa) sostuvo el arma que acabó con la vida del primo de su gran amigo, el aristócrata John Calvin. A la vez, iremos comprobando cómo el protagonista se va enamorando de la gastronomía vasca, de sus paisajes… y también de una de sus mujeres, cuyo nombre coincide (hermoso homenaje último) con el de la hija del propio José Javier Abasolo.

Sólidamente documentada, pero sin que los datos históricos y políticos frenen o entorpezcan el vivo ritmo de la narración, El país equivocado nos sitúa en una triste España amedrentada, amordazada y cautiva, cuyos habitantes viven entre el miedo y la vileza, luchando para sobrevivir.

sábado, 16 de julio de 2022

Jerusalén

 


Nunca podemos estar seguros de cómo vamos a reaccionar cuando nos golpee un dolor insoportable. Quizá nos hundamos, quizá explotemos, quizá remontemos el vuelo. Si la normalidad ya es muchas veces un enigma, con más frecuencia lo es la región pantanosa del trauma. Pero la respuesta que da Mateus Ventura a su desgarradora desdicha (la muerte de su esposa Dordalma) es tan dramática como radical: huir del mundo y construir, en una región apartada de la civilización, su propia burbuja de aislamiento. Allí, adoptará un nuevo nombre (Silvestre Vitalício) y creará “el último país y se llamará Jerusalén” (p.32). Lo acompañan en esta loca empresa edénica o infernal su cuñado (Aproximado), un militar (Zacaria Kalash), la burra Jezibela y sus dos hijos: a uno de ellos le adjudicará el correspondiente desbautismo (Ntunzi) y el otro conservará su nombre original (Mwanito). En ese Nuevo Mundo hay normas inquebrantables, que todos deben respetar: no se canta, no se reza, no se recuerda el pasado, se acepta que el resto del mundo ya no existe. Un gran crucifijo colocada en la entrada servirá de señal para guiar a Dios, cuando se digne acercarse al campamento para pedirle perdón a Silvestre Vitalício por el daño que le ha causado.

Ese orbe demencial, acechado por serpientes y leones, pero sorprendentemente intacto de todo ataque, se mantiene en equilibrio gracias a que Aproximado trae comida cada cierto tiempo de la “civilización” (aunque el patriarca Silvestre se niegue a admitir su existencia); pero sufrirá un duro revés cuando llegue hasta allí una mujer portuguesa, Marta, que ha acudido al continente africano en busca de su marido, que la abandonó para irse con una aborigen. Ntunzi y Mwanito, al crecer, comenzarán también a preguntarse cada vez con más intensidad qué extraño desvarío guía a su progenitor y, sobre todo, qué ocurrió realmente con su madre. En los capítulos finales, como no podía ser de otro modo, locura y sensatez terminarán por enfrentarme de manera abrupta, haciendo que todos expongan sus culpas, sus mentiras, sus remordimientos, sus amargores.

Anoto algunas de las frases que, por docenas, he subrayado en el libro: “La vejez no es una edad: es cansancio. Cuando nos hacemos viejos, todas las personas nos parecen iguales” (18). “Viudo no es más que otro nombre que se da a un muerto” (61). “El mundo es más inhabitable cuanto más poblado está” (77). “Las mujeres son como las guerras: convierten a los hombres en animales” (128). “Los vivos no son simples enterradores de huesos: más bien son pastores de difuntos” (178). “De niños no nos despedimos de los sitios. Siempre creemos que volveremos. Nunca creemos que será la última vez” (181). “Si debemos vivir en la mentira, que sea en nuestra propia mentira” (202). “Nunca hagas nada para siempre. Excepto amar” (203).

No había tenido hasta el día de hoy entre mis manos ninguna novela de Mia Couto (de hecho, su existencia misma me resultaba desconocida). Por fortuna, mi amiga Teresa González tuvo la generosa idea de regalarme esta obra, que me parece increíblemente hermosa, llena de símbolos de un lirismo trágico y perturbador. Gracias a ella he descubierto una nueva maravilla en el mundo de los libros.

viernes, 15 de julio de 2022

Vae Victis

 


Se llama Santiago Delgado Martínez y nació en 1949. Algo más de setenta años de vida le han bastado para ser un lector voraz; licenciarse y luego doctorarse en Filología Románica; impartir clases de lengua y de literatura en varios institutos y en la universidad; ser nombrado secretario general de la Real Academia Alfonso X el Sabio; dictar un alto número de conferencias; ser crítico literario en infinitos periódicos y revistas; presentar libros; ejercer una labor impagable como cronista y agitador cultural de Murcia; confeccionar prólogos para libros ajenos; organizar charlas, ciclos y congresos sobre los mil aspectos de la literatura; participar como presidente o como jurado en diversos certámenes; ser un eficaz antólogo... Podría seguir, pero juzgo que la lista de actividades es ya lo suficientemente amplia como para exonerarme de su continuación.

Pero queda por consignar lo más importante de todo: Santiago Delgado ha escrito libros. Valiosos libros. Y con ellos ha enriquecido la historia de la literatura murciana hasta unos límites por ahora complicados de calcular, puesto que nos falta perspectiva histórica. Hablamos de novelas cortas, de novelas extensas, de poemarios, de colecciones de artículos, de ensayos, de monografías sobre escritores locales... Su alma de humanista no conoce el sosiego ni el desinterés. Cualquier tema le sirve como acicate, como espoleta, como imán. Los mil ojos de Argos que habitan su corazón le hacen estar en perpetua asechanza. Nada parece escapar a su voracidad creadora. Santiago Delgado es un profesional de la mirada y de la escritura, un auténtico felino de la contemplación, una alfaguara incansable de versos, sintagmas, opiniones, juicios y párrafos. Las historias le salen al paso y él se niega a dejarlas marchar. Las apunta todas. Sabe que el escritor es eso: alguien que anota, tamiza y convierte en palabras todo lo que lo rodea. Así que Santiago, que desconoce la muelle comodidad de la rendición, escribe de forma constante: le da lo mismo que sea en su casa o en la orilla de la playa; en su despacho o en la mesa de un periódico; y, si el ánimo acompaña, coge su ordenador portátil y se va hasta un café para teclear en una de sus mesas. Plinio el Viejo anotó en una de sus obras aquello tan célebre de Nulla dies sine linea; y ésa parece ser la consigna también del escritor murciano. Ni un solo día sin escribir, sin verterse sobre los folios, sin transformar emociones y pensamiento en sangre negra. Santiago es el Unamuno murciano, un animal de letras. Santiago escribe para después.

Su última producción se titula Vae Victis y en ella se nos cuentan famosas batallas de la antigüedad (los Alporchones); decapitaciones de poetas que han acudido a orar a un lugar sagrado (Yehudah Ben Samuel Halevi); el destino lamentable que aguardó al general Toral, héroe de Filipinas; la semblanza, tintada de humorismo, de algún personaje de la Antigüedad (“El hoplita de los huevecillos al sol”); lecciones interesantísimas sobre los Tercios de Flandes; el origen histórico (triste y sanguinario) de la célebre canción La bamba; o la decapitación (el libro se abre con una y se cierra con otra) de un arqueólogo a manos de unos fanáticos de religión musulmana.

Hermoso de principio a fin, enriquecedor de principio a fin, en prosa y en verso, Vae Victis nos sigue mostrando el buen hacer literario de Santiago Delgado, que ensancha con cada libro la belleza de las letras murcianas.