lunes, 26 de julio de 2010

La vida que nos vive




La poesía de Miguel Sánchez Robles (Caravaca de la Cruz, 1957) puede engañar a muchos lectores, porque les crea la sugestión de que está sustentada sobre la tristeza, el nihilismo o la amargura; y en realidad yo no creo que sea así. Ahora, con la publicación de su último volumen, La vida que nos vive, que obtuvo en 2009 el premio Dionisia García, convocado por la universidad de Murcia, esta línea de investigación lírica que Miguel Sánchez lleva muchos años explorando se vuelve a poner de manifiesto en un texto de enorme altura literaria. Miguel escribe desde la melancolía y desde el fervor: la melancolía de contemplar lo que pudo haber sido y no fue; el fervor de gozar lo que sí ha sido, con plenitud extasiada. Y ambas vertientes (melancolía y fervor) son facetas, si lo pensamos bien, del gozo de vivir. El hombre que, en las tardes acechadas por la tristeza, conecta el ordenador y mira en Google fotografías de ciervos para detenerse en la dulzura de sus ojos (él mismo lo explica en uno de los poemas del libro) no es una persona desesperada o derrotista, sino alguien que cree. Lo que lo diferencia de los demás es que cree en cosas alternativas, profundas, otras. Sí que es verdad que, aparentemente, el nihilismo empapa sus líneas, pero ya digo que la impresión es engañosa: Miguel Sánchez Robles tiene una voracidad de vivir, un deseo de vivir con intensidad avariciosa, que empapa sus versos y contagia a los lectores más profundos. Le gustaría tener los mil ojos de Argos, para verlo todo; y los brazos de Shiva, para acariciarlo y tocarlo todo; y los 969 años de Matusalén, para que le diera tiempo de vivir con más plenitud, con más paisajes, con más nombres, con más martinis y con más muchachas. Entiendo que a Miguel Sánchez Robles le gustaría ser como lady Godiva, y salir a las calles desnudo de hipocresías y adherencias absurdas. Limpio en medio de la limpieza, poroso ante el viento y la luz del sol. Tiene una obsesión afirmativa de “vivir muchas veces mucho” (página 55). Y, obviamente, también está lo otro. La tristeza, que es omnipresente (su descripción se puede ver en las páginas 56 y 57) y que nos mancha con su vocación de negrura. Pero la energía del ser humano se mide precisamente por su resistencia ante esa tristeza, por el modo en que combate contra la extinción y contra la Nada.
Constructor de imágenes poderosas y de asociaciones líricas que dejan al lector asombrado (nos hablará de chicas que son “hermosas como el sueño de los pumas”, en la página 17; o de palabras que “tienen la rápida tristeza de un disparo en el agua”), Miguel es también un experimentador del idioma, de su sintaxis y de su lógica formal. Como el superhombre de Nietzsche, que era un bailarín y un niño (un bailarín porque hacía de cada pirueta un reto; un niño porque jugaba con la existencia de forma libre), Miguel Sánchez Robles coge el idioma y lo retuerce, lo lleva a sus límites, lo moltura, lo estira, le da la vuelta y, en muchas ocasiones, consigue unas imágenes que volverían locos a los apolíneos de la poesía (por poner un único ejemplo, cuando escribe que “cuervamente existiendo, nos sucumben las moscas”, en la página 21). Las páginas de La vida que nos vive servirán a muchos para continuar confiando en un poeta de altura indiscutible. Miguel Sánchez Robles se ha ganado ese respeto a pulso.

sábado, 17 de julio de 2010

El código de Babilonia




Se lo digo a mis alumnos en mis clases y se lo digo a ustedes con frecuencia en esta página: jamás hay que permitir que nos digan lo que tenemos que pensar de un libro. La experiencia de la lectura se parece en esto al amor: nadie nos puede obligar a que amemos a alguien, o a que dejemos de hacerlo. El corazón de una persona enamorada y la sensibilidad del lector que abre un libro son territorios que establecen sus propias leyes internas. En ese sentido, jamás le concedo el estatuto de geniales a las novelas incensadas por los críticos, ni se me ocurre desdeñar aquellas que parten con la etiqueta de ‘literatura de consumo’ o de best-sellers. De ahí que traiga a este recuadro obras de todo tipo: poemarios, libros de ensayo, novelas premiadas, novelas minoritarias, tomos de aforismos, etc. Y siempre les digo lo que pienso de ellas, con absoluta independencia y con absoluta sinceridad.
La novela de la que hoy hablo es El código de Babilonia, del alemán Uwe Schomburg, que traduce al castellano Julio Otero Alonso y publica la editorial barcelonesa ViaMagna. Seiscientas cincuenta páginas donde nos plantea el descubrimiento de unas tablillas sumerias y unos huesos misteriosos que se disputan tres fuerzas distintas: un grupo de científicos, una agrupación religiosa extremista y el Vaticano. Hay tiroteos, hay persecuciones, hay capítulos que acaban con frases de folletín, hay mucho diálogo y hay un clima de suspense que trata de mantener al lector pegado a sus páginas. Es decir, los ingredientes más o menos convencionales de las novelas que aspiran a distraer y venderse como churros, lo cual no es ni bueno ni malo. Simplemente es.
Lo que sucede es que El código de Babilonia es una novela francamente penosa. Sus escenas de persecuciones y de tiroteos son tan confusas como esquemáticas; su capacidad para capturar la atención del lector es mínima (ni siquiera recurriendo a los ‘golpes de efecto’ logra plenamente su objetivo); su final es decepcionante en grado sumo... Y muchas más cosas, que por motivos de extensión me ahorro. Así, por poner un único ejemplo, aquellas personas que se acerquen a esta novela sin tener algún tipo de formación biológica se pueden ir olvidando de entender medianamente lo que lean. Las explicaciones que se suministran aquí sobre los cromosomas, los métodos que se aplican para la datación de restos arqueológicos, etc, son tan densas que requieren unos conocimientos anteriores (y en ocasiones profundos) en el lector. Si usted carece de ellos le adelanto que no entenderá ni la mitad del libro. Se volverá loco intentando entender qué es un osteón (p.193), la telomerasa (p.283), los histones (p.359), las transfecciones experimentales (p.379), la enzima catalasa (p.420), una trisomía (p.498), las cromátidas (p.500) y un largo etcétera. Con esas lagunas terminológicas hay largas porciones del texto que se tornan insufribles.
Además, se sorprenderá al leer ciertas peculiaridades en la traducción del texto: así, cuando nos dice que un personaje «procesa» la fe judía (p.319); que otro camina por un pasillo colocando «un pie detrás de otro» (p.417), curiosa manera de avanzar... hacia atrás; que nos diga de un personaje que «su tibia derecha impactó contra un tablón» (p.343), como si llevara el hueso al aire; o que un monasterio que aparece en la sección final de la obra tiene unos elevados «muros verticales» (p.567), siento harto extraños los muros horizontales.
Vuelvo otra vez al comienzo de mi comentario: es legítimo que nos gusten los best-sellers, porque algunos de ellos están escritos con una asombrosa pericia y nos deparan muchas horas de distracción y amenidad. De hecho, quizá los amables lectores de esta sección recuerden que he elogiado más de una novela de ese estilo en este mismo recuadro. Pero lo que no resulta admisible de ninguna manera es que nos quieran vender cualquier cosa, bajo ese rótulo. La editorial ViaMagna, que ha ofrecido productos de buena calidad a sus lectores (de los que he dado cuenta en reseñas anteriores), nos ha entregado ahora un artefacto defectuoso, con muchos más fallos que aciertos. El público que paga veinte euros por una novela tiene derecho a saber este tipo de cosas.

miércoles, 7 de julio de 2010

Los asesinos lentos




Durante el verano de 1879 el periódico Le Temps reprodujo en forma de folletín una curiosa historia de Jules Verne: el chino Kin-Fo es un hombre rico que vive en Shanghai, pero cuando se entera de que todos sus negocios se están yendo a pique y que, por tanto, se va a arruinar estrepitosamente, decide pedirle a su gran maestro Wang que, sin aviso previo, le quite la vida. El venerable amigo, con un profundo dolor y un profundo sentido de la responsabilidad, acepta. Pero una vez que Wang asume el papel de verdugo, la situación experimenta un giro inesperado: los negocios de Kin-Fo vuelven a revitalizarse y lo convierten en un hombre mucho más rico que al principio de la novela. Éste busca entonces a Wang para exonerarlo de su tarea homicida... y se lleva la espeluznante sorpresa de que el maestro ha desaparecido. Para mejor cumplir su misión, se ha diluido en las sombras. De tal modo que cualquier día o cualquier noche, pronto o tarde, en esta ciudad o en otra, el fiel amigo terminará por cumplir su encargo, segándole la vida.
Esa trepidación angustiosa es la que acompaña también al protagonista de Los asesinos lentos, la narración con la que Rafael Balanzá obtuvo el último premio Café Gijón y que ahora le publica la editorial Siruela. Leemos en sus páginas cómo Valle, un antiguo músico que ha ido navegando de frustración en frustración, se reúne en un café con su antiguo amigo Juan y, tras departir sobre los recuerdos comunes, le espeta sin mover un músculo de la cara que ha decidido poner fin a su vida. Dado que no puede atribuir su naufragio existencial a nadie en concreto, ni tampoco a nada en concreto, ¿qué mejor solución que permitir que la arbitrariedad presida sus decisiones? («No es que te eche a ti la culpa de todo, Juan. Ni mucho menos. Lo que me desespera es saber que nadie tiene la culpa. Eso es precisamente lo que me vuelve loco, y me enfurece. He llegado a la conclusión de que si no hay verdaderos culpables, entonces hay que inventárselos, hay que designar a alguien, ni más ni menos. Es inevitable», asegura en la página 30). La primera reacción de Juan, como resulta fácil suponer, es la burla; pero pronto sobrevienen el estupor y el miedo, cuando comprende que Valle le está diciendo la verdad.
A la vez, su situación laboral está complicándose a marchas forzadas. La tienda que posee en una galería comercial se ha convertido en objeto de acoso del nuevo gerente, Alberto Maños, que no ve con buenos ojos el tipo de negocio que Juan dirige («Dos locos me perseguían. Uno intentaba acabar con mi negocio; el otro –al menos era lo que él juraba– se proponía acabar con mi vida», indica el protagonista en la página 82).
De esa manera tan inquietante vamos buceando por el interior de Juan y vamos descubriendo las mil complejas facetas de su carácter, aunque también muchas cosas más, sobre el ser humano y sobre el mundo en que vivimos. Porque, en su esencia, Los asesinos lentos se antoja una fábula terrible, en la que Kafka, Dostoievski y los maestros del absurdo se dan la mano de una manera inequívoca. ¿Qué somos (parece decirnos el autor, por debajo de sus líneas angustiosas), sino criaturas cuyo destino puede verse alterado dramáticamente en cuestión de horas y aun de minutos? Todos somos conscientes de que basta un terremoto o un tsunami para aniquilarnos, que podemos depender de un virus o de un trocito de metal escupido por una pistola; pero Rafael Balanzá nos susurra en sus páginas que también puede bastar con la decisión de un loco, que podemos experimentar la zozobra de mil maneras ásperas, sin que la prevención o la cordura nos sirvan de auxilio.
¿La moraleja? Tendrá que fabricársela el propio lector, una vez que haya terminado las líneas del libro. Es probable que entonces surja en su mente un desasosiego nuevo, un perfil desconocido de la angustia, un vértigo de saliva amarga. Celebré con alegría la primera colección de cuentos de Rafael Balanzá y hago lo mismo con su primera novela. Es su pecho anida un escritor.