Mentiría si dijese que he entendido todos los versos de este
poemario. No es así, y lo reconozco con humildad: algunas de sus composiciones
las he leído varias veces, en silencio y con esforzada concentración y no he
logrado penetrar en su sentido. Pero esa incapacidad mía no me impide
comprender que me encuentro ante una obra lírica espléndida, en la que he
subrayado con colores muchas de las composiciones, por causas variadas: “Primer
poema” (por su condición de pórtico inigualable), “Entrada al sentido” (por su
esplendor íntimo, que se puede observar en estos dos versos: “Entre la voluntad
y el acto caben /océanos de sueño”), “Hemos partido el pan” (airoso y alígero
gracias a sus versos de arte menor, y que me ha recordado a mi amigo Pascual
García, autor del poemario Luz para comer
el pan), “Rotación de la criatura” (donde convierte en mármol su dominio
sobre los endecasílabos), “A don Francisco de Quevedo, en piedra” (honda
reflexión sobre la patria y sobre el vitalismo), “Cementerio de Morette-Glières,
1994” (donde se menciona a un combatiente de Mula, que imagino que puede ser la
localidad murciana, y que fue junto con otros “sangre sonora de la libertad”)
y, sobre todo, ese abrumador poema que cierra el libro y que, dedicado al
premio Nobel malagueño Vicente Aleixandre, emociona por su condición
metafórica: la vida como viaje en tren, con sus estaciones, sus paisajes
rápidos en la ventanilla y su andén de llegada multitudinario.
Me gusta mucho la poesía
del orensano José Ángel Valente. Tengo que continuar explorando sus restantes
obras.
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