Todos los críticos literarios (y me incluyo porque, después de haber reseñado unos setecientos libros, raro será no haber caído alguna vez en esa torpeza) tendemos a decir que tal novelista, tal dramaturgo o tal poeta no necesitan presentación. Pecado de pedantería, sin duda, del que me disculpo retrospectivamente, y en el que he estado a punto de caer hoy con Medardo Fraile. No les diré tampoco que es un clásico al que todo el mundo debería leer, porque ese tipo de consejos paternalistas me desagradan. Con las ofertas que hay en el supermercado de la fruticultura (Cortázar dixit), Medardo Fraile es tan imprescindible como otros cinco mil autores, desde Homero hasta Juan Bonilla.
Lo que sí diré es que el volumen Antes del futuro imperfecto, que ha publicado Páginas de Espuma y que reúne un buen grupo de relatos de este autor madrileño, es una auténtica delicia. Cada uno de ellos, por obra y gracia de este artesano pundonoroso y eficaz, se convierte en una joyita que provoca reflexión, asombro, tristeza o ternura. Así, La marcha de Radetzky nos traslada un episodio donde se puede observar lo cruel e insensible que llega a ser un niño, sobre todo si se burla del abuelo de su mejor amigo, momificado por una embolia; El sillón es una preciosa historia de dignidad en la pobreza y de cómo un simple asiento puede convertir una niñez lánguida y triste en un cúmulo de sueños liberadores; Un divo insólito en La Scala cuenta la tragicómica peripecia de un canario que, después de colarse volando en un coliseum musical y ser aplaudido de forma estruendosa por la firmeza, equilibrio y tonalidad de sus trinos, acaba sus horas de un modo harto peculiar; y La lectura es la crónica irónica y zumbona de un anciano que tras ponerse a leer la novela Ivanhoe, de Walter Scott, llega a la conclusión de que la lectura no sólo sirve para despertar la inteligencia sino que resulta muy eficaz para convocar el sueño.
Pero quizá los cuentos más notables sean aquellos que se centran en el mundo de la educación: maestros estrafalarios, aulas polvorientas, clases tediosas o fulgurantes... En Señor Otaola, Ciencias nos da Medardo Fraile la crónica pausada, lenta, casi sacra, de un profesor tranquilo, de seriedad imperturbable, que un día decide saltar varios peldaños de escalera de un solo brinco, para adornarse con una pincelada dionísiaca; en El hombre que nos daba que pensar coloca como protagonista absoluto a don Jenaro Seco, un profesor de filosofía misógino, que provoca en los chavales una curiosidad casi risueña, aunque ningunas ansias de emulación; Punto final incorpora una metáfora y una lección metafísica: un maestro dicta unas líneas suyas a los alumnos y, cuando la clase toca a su fin, sin ningún tipo de respeto o reverencia, dichas palabras son borradas del encerado; Centenario es la anonadante lección sobre el desastre del 98 que imparte un docente borrachín, al que la directiva de su centro expedienta por la vía rápida para no permitirle que continúe dando clase a los chavales con tan esperpénticas trazas; La hora nos hace sumergirnos en una aburrida clase de filosofía tomista, al final de la cual Ricardito cae muerto justo cuando el bedel anuncia la conclusión; y en Al-Andalus nos asombraremos (y soltaremos alguna que otra sonrisa) con la curiosa pedagogía de don Senén, un maestro levantisco y aspaventoso que transforma las incursiones musulmanas en galopes bucales y tizazos contra la pizarra. Quien no conozca aún los cuentos de Medardo Fraile (uno de los narradores favoritos de Francisco Umbral) tiene ahora una espléndida ocasión para acercarse a sus líneas. Y quien ya haya tenido oportunidad de bucear en alguno de sus libros anteriores tenga por seguro que esta experiencia no habrá de resultarle repetitiva o decepcionante. El narrador, instalado en una senectud gloriosa y fértil (nació en marzo de 1925, así que se encamina hacia los 87 años), vuelve a esculpir unos textos magníficos, que dan fe de su poderío literario y de su admirable capacidad de síntesis. La editorial Páginas de Espuma, que apuesta por voces nuevas (David Roas, Matías Candeira) y por voces consagradas (como Unamuno o Medardo Fraile), puede presumir de catálogo.
Lo que sí diré es que el volumen Antes del futuro imperfecto, que ha publicado Páginas de Espuma y que reúne un buen grupo de relatos de este autor madrileño, es una auténtica delicia. Cada uno de ellos, por obra y gracia de este artesano pundonoroso y eficaz, se convierte en una joyita que provoca reflexión, asombro, tristeza o ternura. Así, La marcha de Radetzky nos traslada un episodio donde se puede observar lo cruel e insensible que llega a ser un niño, sobre todo si se burla del abuelo de su mejor amigo, momificado por una embolia; El sillón es una preciosa historia de dignidad en la pobreza y de cómo un simple asiento puede convertir una niñez lánguida y triste en un cúmulo de sueños liberadores; Un divo insólito en La Scala cuenta la tragicómica peripecia de un canario que, después de colarse volando en un coliseum musical y ser aplaudido de forma estruendosa por la firmeza, equilibrio y tonalidad de sus trinos, acaba sus horas de un modo harto peculiar; y La lectura es la crónica irónica y zumbona de un anciano que tras ponerse a leer la novela Ivanhoe, de Walter Scott, llega a la conclusión de que la lectura no sólo sirve para despertar la inteligencia sino que resulta muy eficaz para convocar el sueño.
Pero quizá los cuentos más notables sean aquellos que se centran en el mundo de la educación: maestros estrafalarios, aulas polvorientas, clases tediosas o fulgurantes... En Señor Otaola, Ciencias nos da Medardo Fraile la crónica pausada, lenta, casi sacra, de un profesor tranquilo, de seriedad imperturbable, que un día decide saltar varios peldaños de escalera de un solo brinco, para adornarse con una pincelada dionísiaca; en El hombre que nos daba que pensar coloca como protagonista absoluto a don Jenaro Seco, un profesor de filosofía misógino, que provoca en los chavales una curiosidad casi risueña, aunque ningunas ansias de emulación; Punto final incorpora una metáfora y una lección metafísica: un maestro dicta unas líneas suyas a los alumnos y, cuando la clase toca a su fin, sin ningún tipo de respeto o reverencia, dichas palabras son borradas del encerado; Centenario es la anonadante lección sobre el desastre del 98 que imparte un docente borrachín, al que la directiva de su centro expedienta por la vía rápida para no permitirle que continúe dando clase a los chavales con tan esperpénticas trazas; La hora nos hace sumergirnos en una aburrida clase de filosofía tomista, al final de la cual Ricardito cae muerto justo cuando el bedel anuncia la conclusión; y en Al-Andalus nos asombraremos (y soltaremos alguna que otra sonrisa) con la curiosa pedagogía de don Senén, un maestro levantisco y aspaventoso que transforma las incursiones musulmanas en galopes bucales y tizazos contra la pizarra. Quien no conozca aún los cuentos de Medardo Fraile (uno de los narradores favoritos de Francisco Umbral) tiene ahora una espléndida ocasión para acercarse a sus líneas. Y quien ya haya tenido oportunidad de bucear en alguno de sus libros anteriores tenga por seguro que esta experiencia no habrá de resultarle repetitiva o decepcionante. El narrador, instalado en una senectud gloriosa y fértil (nació en marzo de 1925, así que se encamina hacia los 87 años), vuelve a esculpir unos textos magníficos, que dan fe de su poderío literario y de su admirable capacidad de síntesis. La editorial Páginas de Espuma, que apuesta por voces nuevas (David Roas, Matías Candeira) y por voces consagradas (como Unamuno o Medardo Fraile), puede presumir de catálogo.