lunes, 21 de octubre de 2024

Centroeuropa

 


Vicente Luis Mora me ha demostrado, en las páginas de Centroeuropa, que es un maestro de la narración. Y no es nada fácil impresionarme a mí, con los miles de libros que llevo a cuestas, créanme. Amparándose en la “impericia” de un personaje llamado Redo Hauptshammer, “nacido en un burdel de Viena en algún momento de la agonía del siglo XVIII”, que se tilda a sí mismo de narrador inexperto, el escritor cordobés nos va dejando ante los ojos un delicado número de piezas para que, sin dejarnos distraer (aunque sí embriagar) por las continuas analepsis y prolepsis del texto, reconstruyamos el puzle maravilloso en el que Redo, Odra, Andrea, Hans, Johanna, la molinera Ingeborg, la albina Ilse, el barón Geoffmann, el alcalde Altmayer, el viajero prusiano Magnus Duisdorf o el culto lector Jakob Moltke actúan como figuras espléndidas de un ajedrez hermoso e impecable. Alrededor está la nieve de Szonden y, bajo tierra, silenciosos e inquietantes, los cadáveres de unos pobres soldados que, víctimas de guerras diversas, han quedado atrapados por la congelación. Todo ese mundo, ese cosmos lejano y brujo, se construye con una prosa excepcional, mayestática, que impone su música desde la primera página y te sostiene en su pentagrama hasta que llegas al final, porque Vicente Luis Mora, con habilidosos juegos de manos, muestra y oculta sus cartas narrativas; coloca el caramelo de la revelación rozando nuestros labios y luego lo esconde; parece que va a confesarnos la almendra del enigma y, con un guiño tan coqueto como encantador, nos la escamotea. Si no fuera tan seductor con esta prosa de ensueño darían ganas de matarlo (metafóricamente). Porque Redo Hauptshammer esconde, conviene olvidarlo, muchos secretos: ni se llama así, ni su esposa se llamaba Odra, ni es un hombre tan ignorante como se obstina en pregonar, ni… (me he detenido a tiempo, menos mal). Se ha pasado tres décadas disimulando, controlándose para que el alcohol no desate su lengua y los demás conozcan su enigma. Yo tampoco se lo voy a desvelar a ustedes, aunque les aseguro que se quedarán con la boca abierta en la última página. Si Vicente Luis Mora ha decidido mantenerme a mí en tensión durante toda la novela, bien puedo yo acompasarme a su malicia y dejar que ustedes, si quieren, desvelen esos secretos leyendo la obra. Es el mejor regalo que les puedo hacer.

Si añadimos ahora algunas observaciones del escritor sobre los políticos que rigen el mundo (“¿De qué están hechos estos miserables a quienes dejamos llevar las riendas?”), sobre la conformidad de los seres felices (“Sé que mi vida es buena porque no quiero cambiarla por la de nadie”) o sobre nuestro entorno vital (“Este mundo está tan mal hecho que quien no procura ningún mal a los demás distribuye un bien inmenso”), tendré que preguntarme por qué están tardando tanto en abandonar mi reseña y buscar con ansiedad este libro.

domingo, 20 de octubre de 2024

La gota de sangre

 


Entre las tentaciones que susurran como sirenas al oído de los creadores se encuentra la de proponerles como reto una nueva pingaleta que aún no hayan practicado y que, quizá, les sirva como estímulo o como descubrimiento: ¿por qué no probar con una novela negra? ¿por qué no un poemario? ¿por qué no un libro de aforismos? La decisión de aceptar ese desafío no pertenece tanto, me parece, al ámbito de la vanidad como al espíritu curioso del auténtico creador, que intenta comprobar hasta qué punto puede adentrarse por nuevos senderos con resultados loables. Emilia Pardo Bazán, en La gota de sangre, juega con una propuesta de rango detectivesco en la cual todo gira alrededor de un diminuto rastro de sangre que salpica la camisa de Andrés Ariza y que es observado por el narrador de la historia, apellidado Selva. Dejemos anotado el punto de arranque: Selva acaba de salir del médico, para que intente encontrar una solución a su decaimiento, a su tedio, a su neurastenia; y este le recomienda que, simplemente, busque distracciones que llenen de luz y novedades su existir. Cuando acude de noche al teatro y Ariza lo acusa de haberlo molestado al pasar, su estupor es grande: no juzga que una molestia tan diminuta justifique la agresividad de su reacción. Atrae su mirada, eso sí, la salpicadura roja que presenta el energúmeno en su camisa, que pronto volverá a su memoria cuando la policía lo interrogue a causa del cadáver que aparece cerca de su casa. Selva intuye que la sangre de la víctima debe ser la misma que descubrió en la pechera de Ariza y solicita a los agentes que le permitan exonerarse de la culpa investigando y descubriendo al auténtico asesino.

La obra, breve y ágil, tiene mucho de juego, de aventura narrativa; y también no poco de forzada, desde el punto de vista argumental (policías que se ponen sin más al servicio del sospechoso, deducciones arriesgadas, confesiones abruptas), pero la prosa de Pardo Bazán actúa como eficaz envoltorio y el resultado no puede ser tildado de malo. Distraída.

viernes, 18 de octubre de 2024

La versión de Judas

 


Existen, dentro de Moyano, muchos Moyanos. Pero también es factible pensar que si se leen todos sus libros se encontrará, en el hipotético fin de esa aventura, un solo Moyano. Late en ese juicio paradójico una convicción: que cualquier libro suyo lo contiene por entero, pero que sus lectores buscamos sin fatiga el conjunto de sus obras con la esperanza de descubrir en cada una de ellas un tema, un pensamiento (o al menos un detalle) que no estuviese contenido en los volúmenes anteriores.

Acudimos así a La versión de Judas, su más reciente entrega, que nos viene de la mano del sello Talentura y que agavilla diez relatos donde se condensa de forma muy clara el espíritu creativo del autor: trenes fantasmales e interminables que, pese a su condición tangible, parecen pertenecer al mundo de las pesadillas o de la locura (“La bufanda roja”); lugares míticos que se buscan con ahínco y en los cuales se cifra la obtención de la calma o de la felicidad (“La ciudad soñada”); homenajes evidentísimos a Jorge Luis Borges (“El Libro”, “La versión de Judas”); los viajes en el tiempo, que ya acarició como tema en una obra anterior, titulada La hipótesis Saint-Germain (https://rubencastillo.blogspot.com/2017/11/la-hipotesis-saint-germain.html) (“Fragmento de un diario”); etc.

Pero, sobre todo, lo que cualquier lector encontrará en estas páginas es una cristalización (diez cristalizaciones) de su modo de sentir y plasmar la literatura: su precisión verbal, su pirotecnia imaginativa, sus finales sorprendentes… Quien se acerque hasta La versión de Judas va a encontrarse con Manuel Moyano. Lo cual, para sus adeptos, es el mejor resumen y la mejor etiqueta posibles. Así que mi consejo para todos ellos es clarísimo: busquen el tomo y prepárense para descubrir unas extrañas competiciones astronómicas entre países, para dejarse engañar por un perro, para conocer a un risible cronista pueblerino, para desvelar qué asombroso personaje se esconde tras el seudónimo Azucena Espriu y, sobre todo, para escuchar la voz grave de Manolo leyéndoles estos relatos, con permiso de Teresa, al oído. Quienes no hayan tenido oportunidad de leer antes al autor experimentarán la sorpresa de conocer su estilo; quienes ya lo conozcan, sentirán la alegría de ver prolongada la admiración por sus líneas. Una experiencia tan recomendable como urgente. Tardando están.

jueves, 17 de octubre de 2024

El primer aviso

 


Quince años llevan casados el señor y la señora Brunner. Y ahora, cuando parece que empiezan a insinuarse los primeros signos de la vejez, el shakespeareano monstruo de ojos verdes hace su aparición de forma abrupta: él, sin fingimiento, reconoce que llegó a sentirse celoso de la forma en que su esposa hablaba hace unos meses con un gañán (“¡No sabes cómo deseo a veces que fueras ya vieja y fea, que tuvieras viruelas, que se te cayeran los dientes, y tenerte así para mí solo, y ver el fin de esta inquietud, que nunca me abandona!”) ; y ella, quizá con más razones, aprieta las mandíbulas cuando observa cómo la adolescente Rosa (15 años) revolotea alrededor de su marido, como también lo hace su madre, una baronesa viuda. Sobre esa dinámica de tensiones se construye el drama de August Strindberg que lleva por título El primer aviso, que leo en la traducción de Jesús Pardo. Al final, eso sí, las fricciones quedan neutralizadas cuando ambos se dan cuenta de que sus sentimientos son más poderosos que las asechanzas innobles del entorno, pero basta con reparar en el título malévolo que el autor sueco elige para su pieza para comprender que, en su opinión, las grietas siempre derrumban el edificio.

Texto breve, intenso, ácido y pesimista.

miércoles, 16 de octubre de 2024

Voy a domar mi dragón


 

Todos llevamos dentro (y emerge en los momentos de mayor furia) un dragón, una bestia que tiene ojos demoníacos, echa fuego por la boca y está dispuesta a destrozar con sus zarpas cuanto se encuentre a su alrededor. No razona. No es capaz de moderarse. Explota. Y en esa explosión provoca no solamente daños a las personas que hay enfrente, sino también a nosotros mismos, porque muestra (y nos revela) la parte más desagradable e indigna que cobijamos.

Ante esa evidencia, se impone una necesidad: domar al dragón, bajarle los humos y conseguir que se atempere. La tarea no es, desde luego, fácil, pero si se cuenta con el auxilio de la escritora y cuentoterapeuta Isabel Soler Luján (y las hermosas aportaciones gráficas de María Acebes Abenza), todo resulta más fácil. Usando unos versos de grata sonoridad y de juguetona música, la lección se asimilará con mayor eficacia. Y si le añadimos el simpático y educativo juego que acompaña al volumen (el cual nos permite interactuar con nuestros hijos e irles explicando lo que significan las diversas emociones que en él se exponen), obtenemos un libro imprescindible en las bibliotecas escolares… y en nuestras casas. ¿Se les ocurre mejor forma de convertir la literatura en aprendizaje y disfrute? A mí, desde luego, no.

martes, 15 de octubre de 2024

El silencio de las sirenas

 


Qué difícil resulta, para una persona vulnerable o especialmente sensible, resistir el empuje de las ilusiones, de las esperanzas, de los sueños. Y Elsa, desde luego, es una mujer muy vulnerable y muy sensible. Hace tiempo, después de haber vivido una experiencia sentimental que se frustró y la dejó maltrecha, conoció levemente a un hombre llamado Agustín, con el que intercambió unos minutos de charla; pero la huella que en su alma dejó aquel hombre fue tan nítida, tan firme, tan duradera, que lleva años alimentando en silencio, en su casita de las Alpujarras, una idolatría ciega por él. Lo llama amor, porque no sabe qué otro nombre puede ponerle a esa emoción que la embriaga e impregna: todos sus pensamientos, todas sus cartas, incluso todos sus sueños, están colonizados por la presencia magnética de ese hombre que, ignorante de la impronta que ha dejado en Elsa, vive su propia vida a muchísimos kilómetros de allí, en Barcelona.

De pronto, un personaje nuevo se suma a la vida de Elsa: María, una maestra destinada a la localidad, que después de haber comentado en broma que sabe hipnotizar a la gente, es requerida por Elsa para que la suma en un trance y, juntas, averigüen cuál es el misterioso significado de los sueños que la asaltan por las noches, donde aparece Agustín, pero donde también se habla del año 1864, de Bismarck, de una cruenta guerra y de un hombre llamado Eduardo.

¿Qué se puede decir de la narrativa de Adelaida García Morales? Se me ocurren palabras como tenuidad, como niebla, como silencios, como lentitud; y todas esas palabras se entrelazan para dibujar una prosa de acuarela, de la que ya conocí una primera muestra al adentrarme en El sur (https://rubencastillo.blogspot.com/2020/08/el-sur.html) y que, en esta segunda aproximación me vuelve a deparar unas horas de deliciosa lectura. Busque la obra quien desee reflexionar sobre el mundo de los amores imposibles, de las fascinaciones misteriosas y del poder absorbente que pueden desplegar, en ocasiones, unas pocas palabras, unas pocas miradas.

domingo, 13 de octubre de 2024

Del Madrid castizo

 


Lo dice con nitidez el propio Carlos Arniches en el prólogo que escribe para esta recopilación de sus sainetes: “No tienen significación ni importancia artística ni trascendencia literaria. No creo que valga la pena leerlos ni mucho menos conservarlos”. Pero esa nitidez humilde no se acerca, según entiendo, a la verdad, porque la trascendencia literaria no se consigue solamente con obras egregias o rimbombantes, con La Eneida o los Cantos Pisanos o Cien años de soledad, sino también con obras pequeñas, entrañables, humanas, que sepan susurrar al oído o producir en los lectores una sonrisa o una lágrima. Y Carlos Arniches creo que pulsa admirablemente esa tecla en el piano de la literatura. Las piezas breves que reúne en su obra Del Madrid castizo nos dejan un fresco delicioso (y también muy revelador) de las capas más humildes, que vivían o malvivían en aquel rompeolas de todas las Españas, entre chatarra, suciedad, ilusiones loteras y trabajos miserables. Gracias a su oído, tan sensible como respetuoso, Arniches supo plasmar (y así liberar del olvido) las jergas, las emociones, las vestimentas, los insultos, los piropos, las blasfemias y los modos de un segmento social que podría ahora resultarnos invisible si no hubiera mediado el formol de sus letras.

Textos como Los pobres (donde recopila ingeniosos métodos de engaño, para ablandar el corazón de los incautos), Los culpables (que propugna el trabajo como único mecanismo patriótico auténtico), Los neutrales (donde se ironiza sobre el parroquiano que acude a beber alternativamente a tabernas germanófilas y aliadófilas, y mientras lo inviten comulga con las ideas del entorno, porque “como he vislumbrao que aquí hay quien come de la opinión, pues yo bebo”), El zapatero filósofo (quien dictamina que cambiar en Año Nuevo es absurdo, si los demás y el mundo no cambian), Los pasionales (en cuyas páginas arremete con acrimonia contra los hombres brutos que abusan de las mujeres y las amedrentan) y otros de idéntica brillantez pueden ser leídos, en este siglo XXI, con la misma sonrisa y los mismos aplausos que provocaron en su tiempo, porque la humanidad de su mirada no ha perdido ni un ápice de validez.

Hagan la prueba.

viernes, 11 de octubre de 2024

El cisne de Vilamorta



Es prácticamente imposible resistirse a la magia narrativa (al imán narrativo) de la gallega Emilia Pardo Bazán. Y yo, que descubrí esa verdad desde mi primera aproximación a sus páginas, ni siquiera hago el esfuerzo de intentarlo. Para qué empeñarse en nadar, como los salmones, a contracorriente. Así que dejo un café con leche al alcance de la mano, me quito los zapatos, acomodo bien la espalda en el sillón y abro las páginas de El cisne de Vilamorta. De inmediato, mi mente se encuentra en una pequeña población gallega, salpicada de viñedos, donde un joven de escaso talento, pero de singular petulancia, Segundo García, emborrona papeles con versos que se obstinan en acercarse al esplendor becqueriano. Su padre, abogado y persona práctica, lo juzga un zangolotino sin más ambición que el humo que puebla su cabeza; sus vecinos, un inofensivo soñador que tiende a la extravagancia. En cambio, la maestra de la localidad, Leocadia (a quien se nos describe como una mujer poco atractiva, por culpa de una antigua infección de viruela que erosionó su rostro), bebe los vientos por él y no duda en emplear su dinero en procurarle caprichos y, llegado el caso, en sufragar la edición de sus producciones en la capital de España. Segundo se deja querer, aunque sus ojos se orientan de inmediato hacia Nieves, la joven y rubia esposa del ministro don Victoriano Andrés de la Comba, que ha venido a su lugar de origen para recuperarse de una dolencia que lo tiene mohíno y para darse un baño de adulación. Pocas explicaciones será necesario añadir: la imposibilidad de ese deseo amoroso (ella es casada y honorable); los celos que destrozan el alma de un ser inocente (la pobre Leocadia sufre, en silencio, sin abrir los labios); la frustración de una niña, hija de Nieves, que se enamora de Segundo y también padece por no ser correspondida (con ese hiperbólico sufrimiento de la adolescencia); las murmuraciones cazurras y provincianas del entorno… Emilia Pardo Bazán, que nos deja retratos impagables de los salones de época, de los bailes típicos, de los espectáculos de fuegos artificiales y de los rituales de la vendimia, nos invita a viajar por el interior de varias almas para mostrarnos con nitidez maravillosa algunos perfiles del espíritu humano y que extraigamos de ellos aprendizaje: el esfuerzo por alcanzar la gloria, la abnegación, el despecho, la altanería, la ignorancia, la desolación…

Salgo entre aplausos de la novela y, desde luego, decidido a adentrarme por más narraciones de esta prodigiosa escritora.

jueves, 10 de octubre de 2024

Fresas amargas para siempre

 


En la ciudad de Liverpool, en el número 16 de la calle Beaconsfield, estuvo situado durante décadas un orfanato del Ejército de Salvación, a pocas manzanas de donde vivía un chico rebelde y creativo llamado John Winston Lennon. Cuando este contaba unos veintiséis años y formaba parte de la legendaria formación musical The Beatles, los recuerdos de aquel paisaje triste de su infancia lo llevaron a componer la canción Strawberry fields forever. Y unas décadas después el escritor jienense Fernando Martínez López utiliza ese punto de arranque para hilvanar su novela Fresas amargas para siempre, que obtuvo el XXXI premio de novela corta “Ciudad de Jumilla”.

martes, 8 de octubre de 2024

Ecos

 


Basta con leer las primeras páginas de este diario de 1999 para comprender que la persona que dibujó sus letras es alguien especial. Y no lo digo porque se trate de mi admirada Dionisia García, sino porque cuando una persona, a sus setenta años, escribe con pesadumbre humilde una frase como “Queda tanto por saber…” (anotación de 23 de agosto) no queda sino descubrirse y sentir que la piel se eriza de admiración. A una edad en la que casi todos los escritores se encuentran “de vuelta”, concentrados más en su obra que en su curiosidad, la gran poeta Dionisia García seguía con su afán de conocer a los otros, a los poetas más jóvenes, a los pensadores y prosistas a quienes todavía no había frecuentado. Y en ese afán de saber se puede incluir su fe religiosa, tantas veces anotada en este libro, y que revela un alma anhelante, confiada y limpia.

Generosa en su valoración de quienes la rodean, Dionisia nos habla de la poesía de Pascual García, de la obra pictórica de Francisca Fe Montoya, de su amistad profunda por Clara Janés, Pedro García Montalvo, Miguel Espinosa, Sánchez Rosillo o Soren Peñalver, de la relación con su esposo o sus hijos, de su tristeza por la salud de un sacerdote muy cercano a su corazón… Y, de forma inevitable, palpita siempre en sus líneas la voz de la poeta, que traslada su música a la prosa. Aportaré un solo ejemplo: “La luz tiene color de otoño. Cuántos otoños ya. Sé que vivo los restos. Quisiera vivirlos en paz”. Heptasílabos y eneasílabos, con su rima asonante. Ahora comparemos esas felices palabras con el arranque del libro Asklepios, de su gran amigo Miguel Espinosa: “Me llamo Asklepios, y de tarde en tarde tomo la pluma para confesarme”. Seguro que se advierte la semejanza de música.

Ilusiona recorrer estas páginas, porque sirve para que escuchemos el alma de una de las poetas mejores que ha dado la literatura en los últimos tiempos. E ilusiona que la editorial MurciaLibro haya tenido la admirable idea de servírnoslas en un libro delicioso.

domingo, 6 de octubre de 2024

El fin de los buenos tiempos

 


He tardado tres años en abordar mi novena lectura de Ignacio Martínez de Pisón, un autor que se encuentra sin discusión en la primera línea de mis admiraciones; pero no transcurrirán otros tres hasta la siguiente. Es una de esas voces narrativas ante las que, cuando termino un libro, me pregunto de inmediato por qué no me sumerjo en todos los suyos, por orden y sin detenerme ni siquiera para respirar. Me pasa con Antonio Muñoz Molina, me pasa con Francisco Umbral, me pasa con William Shakespeare, me pasa con Miguel Delibes, me pasa con Andrés Trapiello. Supongo que lo hago porque la prudencia es mi mejor y más sincero argumento: quiero dosificarme sus páginas para que me duren más (leo a más velocidad de la que ellos escriben). Pero esta semana no he podido aguantar más y he dejado que mis ojos recorran las líneas espléndidas de El fin de los buenos tiempos, un tomo en el que se reúnen tres narraciones: “Siempre hay un perro al acecho” (donde se nos obliga a implicarnos en una historia de dolor familiar, con unos padres que asisten impotentes a la consunción de su hija), “El fin de los buenos tiempos” (de temática aparentemente futbolística, pero que explora pasillos más bien oscuros del alma humana, sus traiciones, sus mezquindades y sus venganzas diferidas) y “La ley de la gravedad” (en la cual un profesor de latín tiene que enfrentarse, sin desearlo, a una prueba durísima: reflexionar sobre las relaciones con su padre, ahora que la enfermedad lo está conduciendo inexorable y rápida a la muerte).

No voy a realizar (perdónenme, se lo ruego) ningún tipo de análisis filológico, no voy a extenderme en desgranar detalles sobre la brillantez narrativa del autor zaragozano, no voy a enumerar sus premios. Los laberintos de Internet les brindarán información más detallada de la que yo pueda suministrarles. Lo que quiero es algo mucho más simple, pero creo que quizá más hondo y más auténtico: les voy a sugerir que lo lean. Sin más: que acudan a una biblioteca o librería y cojan en las manos un libro suyo. Y si ya lo han hecho, repitan con otro título. Si les ocurre como me ocurre a mí (que sus historias los atrapan desde el primer párrafo) dispondrán de una maravillosa fuente de agua fresca en la que beber. ¿Y no es eso, en el fondo, lo que andamos buscando (o lo que deberíamos buscar) cuando abrimos cualquier libro?

viernes, 4 de octubre de 2024

Leyenda de san Ginés de la Jara



Siempre he defendido que bajo las líneas en prosa de Santiago Delgado (que son muchísimas y muy variadas) late un poeta, una mirada delicada y sensible que es capaz de detenerse en la crónica de una montaña, de una isla, de una flor, de una duna, de un lienzo, de un naranjo, descubriendo en cada uno de esos elementos un destello especial, una luz única, un rasgo que él advierte y dibuja con palabras exactas y hermosas. Quienes hemos tenido la oportunidad de leer sus libros (yo he disfrutado más de treinta) lo hemos sentido al avanzar por sus páginas. Y esa sensación, que es tan fuerte y tan reveladora, vuelve a manifestarse en los textos de Leyenda de San Ginés de la Jara, que la editorial MurciaLibro acaba de poner en su mesa de novedades.

Quien se adentre en este festival de colores, historias y paisajes se encontrará con una sugerente hipótesis sobre el origen galo de San Ginés; con la asombrosa vida de Armand de Beaufort, fiel servidor de Carlomagno; con un guerrero franco del siglo VIII que terminó muriendo en territorio de La Jara y fue inhumado en una bóveda subterránea; con un unicornio que habitaba por la zona del Pinatar; con la asombrosa dama (cuya identidad me van a permitir que no les revele) que toma baños de barro en la costa murciana desde hace siglos; con una singular apuesta cetrera que entabla el famoso Todmir (al que Santiago dedicó un libro admirable:  https://rubencastillo.blogspot.com/2019/07/cronica-de-todmir.html); con el esclavo africano Nyombé, preso en las minas de Mastia; con el herrero Hans, que se obstinó en construir una especie de traje de buzo en la época del rey Felipe IV; con el guerrero ricotí Ibn Hud y sus brillantes ideas; con el pasadizo secreto (no se sabe si concluso o simplemente planeado) que ordenó construir Ibn Mardenix; y con docenas de historias más, que prefiero dejar para que ustedes mismos las descubran en las páginas de este delicado libro.

No dejen pasar la oportunidad de asomarse a este balcón narrativo de Santiago Delgado, porque seguro que, apoyándose en su barandilla, disfrutarán de todos los colores, las formas, las leyendas y hasta los aromas del Mar Menor.

jueves, 3 de octubre de 2024

Interior día

 


Acompañemos en su viaje a esta mujer. Su nombre no importa. Su edad, tampoco. Se trata de una persona que, después de haber vivido durante años con mucha intensidad (fue actriz cinematográfica, celebridad televisiva y carne de revistas del corazón), ha decidido instalarse en un pueblecito pequeño, apartada de todo lo que no sea ella misma. Necesita olvidar amarguras. Necesita limpiarse y llenar de paz su alma. Necesita protegerse de toda la basura emocional que le fue vertida encima durante los difíciles años de la Transición, cuando las actrices eran carne mostrada, erotismo zafio, machismo gárrulo y silencios obligatorios.

Observemos ahora cómo en ese pueblo diminuto conoce a Miguel, un cinéfilo que la admira desde hace muchos años y que ha coleccionado recortes de prensa y todo tipo de películas realizadas por ella. Su vida (hijo de un mecánico) ha sido infinitamente más discreta que la de la mujer, pero las mordeduras del desamor y de la incomprensión lo han lastimado también desde su juventud. Se ha convertido, lentamente, en un solitario.

Con delicadeza (el autor despliega una prosa que parece ballet), ambos se van despojando de sus corazas y se acercan entre sí. Se buscan. Se necesitan. Y, poco a poco, con sabia dosificación narrativa, las confidencias y las conversaciones sobre sus respectivos pasados les van desvelando matices que desconocían el uno del otro. Ella recuerda sus años con Ágata Lys, con Bárbara Rey, con Concha Velasco, con Chicho Ibáñez Serrador, y le va aportando a Miguel una visión de los años setenta y ochenta muy distinta de la oficial, donde menudeaban los abusos, las mentiras periodísticas, los reportajes amañados, la droga: todo un mundo de fango que las perennes sonrisas del papel couché ocultaban y que, en las manos de Andrés Guilló Javaloyes, se convierte en un retrato valiosísimo de una etapa histórica más bien poco explorada, porque se situó entre dos “épicas” que la desdibujaron: la posguerra y la democracia.

Habilidoso a la hora de construir a sus personajes, el novelista ilicitano suma y suma anécdotas, perfiles, aproximaciones, sentimientos, lágrimas, rebeldías y sonrisas, hasta conseguir que los contemplemos como figuras creíbles, reales.

Una novela de arqueo y aceptación, de sacar a la luz los viejos recuerdos, limpiar sus excrecencias y, al fin, terminar aceptando que somos porque fuimos. Que nada es prescindible en nuestros calendarios del ayer. Y que cada amanecer es el resultado de todos los anocheceres previos. Se van a alegrar ustedes de buscar esta novela y leerla, créanme.

miércoles, 2 de octubre de 2024

Placer licuante

 


Después de dos mil quinientos años de narraciones en prosa y en verso, resulta casi imposible que el libro que comenzamos a leer no se muestre deudor de otros anteriores, desde el punto de vista temático y desde el punto de vista estilístico. Y mucho más si el asunto del que trata afecta a los sentimientos más habituales del ser humano: el amor, la muerte, el miedo, la amistad, la ambición, la traición, el odio. En las páginas de la novela Placer licuante, de Luis Goytisolo, ocurre igual, porque en ella se habla de decepción, de venganza, de celos; y resulta imposible no encontrarle conexiones con otros volúmenes y otros autores. Pero no importa, y conviene decirlo bien fuerte, porque el tratamiento prosístico y arquitectónico que el escritor barcelonés imprime a su obra la convierte en una pieza sin duda interesante y, desde luego, valiosa. En ella nos encontramos con Maica, una marchante de arte con gran éxito profesional, que está casada (infelizmente casada) con el escritor Pablo Pérez. Entre ellos no hay complicidad, ni ternura, ni entendimiento de ningún tipo: él bebe demasiado y, al parecer, no ha terminado de encajar de forma razonable los viajes, cócteles y reuniones continuas a los que se ve sometida su esposa por motivos profesionales. Huérfana de ternura, ella descubre en Máximo (arquitecto prestigioso) una ventana por la que asomarse y por la que recibir el oxígeno y la luz, de tal forma que pronto se convierten en amantes. Lo intentan llevar con discreción, porque son personas educadas y con muchas relaciones sociales, pero la suspicacia del marido se dispara desde las primeras semanas y decide contratar a un detective para que le facilite pruebas de esa presunta infidelidad. Cuando las obtiene (y son obscenamente concretas y definitivas), Pablo compra una caja de balas para la pistola que guarda en casa.

Llegados a este punto, cualquier persona puede pensar que nos encontramos ante la típica narración de celos y la típica venganza rencorosa de un marido burlado, pero les aseguro que no es así: jugando con avances y retrocesos en el tiempo, con la contemplación de escenas desde varias perspectivas y, sobre todo, con un final sorprendente, Luis Goytisolo consigue una novela que mantiene el interés de forma asombrosa.

Con la obra literaria de su hermano Juan nunca he podido, pero mi primera incursión en la obra de Luis no me ha dejado, ni mucho menos, indiferente. Me plantearé continuar en el futuro con Estatua con palomas y, si continúan las buenas sensaciones, con el Everest de Antagonía.

lunes, 30 de septiembre de 2024

Las vírgenes suicidas

 


Nadie sabe, en realidad, lo que pasa por la mente de una persona que ha decidido suicidarse, qué fogonazos de luz o de oscuridad inundan su corazón cuando se acerca al terrible acantilado último. Hay una secuencia que siempre recuerdo de la película Volver a empezar y que enlazaría con la médula de este libro: cuando Antonio Ferrandis (en su papel del escritor Antonio Miguel Albajara) reflexiona sobre los comportamientos de un compañero de la universidad de Berkeley que, antes de caer fulminado por un infarto, se pone a hablar en español y a recordar una canción y los paisajes de su infancia. “¿Qué ocurrió en su cerebro?”, murmura Albajara con la vista perdida en las llamas de la chimenea.

Ese mismo interrogante corroe a unos chicos que, en la transición de la niñez a la adolescencia, vivieron una experiencia traumática: asistir impotentes al suicidio de las cinco hermanas Lisbon, que decidieron cancelar sus respiraciones, una detrás de otra, en el espacio de año y medio. ¿Por qué se abocaron a esos actos terribles? ¿Qué las fue impulsando? Vivían en un hogar sofocantemente religioso, con una madre que impedía sus relaciones con los chicos, que consideraba los bailes unas burdas reuniones concupiscentes, que las obligaba a asistir a la iglesia todos los domingos, que les hizo quemar sus discos de música rock y que, ante la menor protesta, levantaba la mano para descargarla en forma de bofetada. Ahora bien, ¿eso fue todo o hubo algo más? Con la ayuda de los noventa y siete objetos que lograron recuperar tras la mudanza de sus padres (fotografías, mechones de cabello, notas manuscritas, un diario) y con una serie de entrevistas que van realizando a las personas que se encontraron cerca de las hermanas Lisbon, se nos va reconstruyendo, pincelada a pincelada, la historia de aquellos dieciocho meses terribles, en los que certezas y suposiciones se van mezclando para intentar reconstruir los motivos de tanta desesperación.

Con un virtuosismo impropio de una primera novela, Jeffrey Eugenides erige una obra donde se analizan con rigor las convenciones sociales, las rigideces de la fe, las mentiras del mundo en que vivimos y, sobre todo, los pasillos más oscuros y más desvalidos del alma de los adolescentes.

Imprescindible.

domingo, 29 de septiembre de 2024

Mi funeral

 


Me llamó la atención que, la primera vez que hablé por correo con Eduardo Boix y le dije que acababa de comprar su novela Mi funeral, emitiese sobre ella un dictamen más bien negativo, declarándose insatisfecho de ella. No es una actitud habitual: lo frecuente es que los creadores, si concluyen que uno de sus libros no es demasiado brillante, recurran a la ironía o apelen a la juventud que ostentaban cuando redactaron sus líneas; pero no que decreten su inanidad de forma tajante. Ahora, leídas sus páginas, creo que el autor ilicitano exageraba. Mi funeral no es una mala narración, en modo alguno. Su propósito es contar la propia muerte y detenerse en los pormenores que rodean a la celebración de un velatorio y el posterior reparto de las cenizas del difunto. Lo peculiar es que el fallecido… ¡es la propia persona que está redactando las líneas! Que se llama, vaya por Dios, Eduardo Boix. ¿Quién no ha soñado alguna vez con lo que pasará cuando deje este mundo? ¿Quién no ha imaginado lo que pensarán los demás, cómo se comportarán, quiénes verterán lágrimas, quiénes lo llevarán mejor o peor? El novelista, en este caso, convierte las conjeturas, las sospechas, las culpas, los miedos, las esperanzas y los interrogantes en un texto con inequívoco sabor autobiográfico, que impresiona por su densidad. Quizá porque, como el mismo autor subraya en la página 61, “el tema de la muerte fue el germen de toda tu obra y, tal vez, de tu vida. Desde niño te persiguió”. Estamos, pues, ante una excelente radiografía psicológica de las emociones familiares (y también sociales) que genera la muerte. Dudo que nadie pueda leer estas páginas sin sentir que eso (lo que se cuenta en la novela) también ocurrió cuando falleció una de sus personas queridas. Hagan la prueba.

Se me ocurre, en fin, una hipótesis que quizá peque de aventurada, pero no de irreflexiva: quizá esa densa atmósfera de revelaciones familiares puede haber llevado al autor a juzgar que la obra se queda estancada en lo anecdótico e íntimo, pero les aseguro que no es así. Boix pulsa, al pulsarse a sí mismo, resortes muy hondos de la condición humana. Y esa destreza otorga un valor muy interesante a estas páginas, que quedan impregnadas de autenticidad y de universalidad.

viernes, 27 de septiembre de 2024

La decisión del capitán Calero


 

En ocasiones, la vida nos sitúa ante encrucijadas que, por su acrimonia o su contundencia, detienen la saliva en nuestra garganta. Sucede pocas veces, pero cada vez que se nos coloca ante una y se nos impele a elegir sentimos el viento del acantilado en nuestra cara. ¿Qué hacer, qué dirección tomar, qué velocidad elegir? Nadie puede ofrecernos sus consejos, nadie puede brindarnos su mano: estamos solos. En una de esas bifurcaciones se encuentra el capitán Francisco Calero, un militar de procedencia humilde que, a los catorce años, tuvo que abandonar el colegio para ayudar a su familia, que tenía un pequeño olivar en Andalucía, aunque el progenitor compaginaba esos ingresos con los de peón caminero. Ahora, siete años después de haber participado en la sangrienta y estúpida guerra civil de 1936, se encuentra destinado en Madrid, ciudad en la que no se siente cómodo (“Madrid era todavía la capital del hambre, el racionamiento y los continuos cortes de luz y agua, sobre todo en el casco viejo, popular y rancio, donde proliferaban las corralas, guetos que hacinaban a la gente sobreviviendo en la miseria”, p.10). Ha perdido la fe religiosa, tras contemplar las atrocidades bélicas, y sueña con pedir traslado a una zona más tranquila, situada en su tierra natal o en el Levante español. Pero su existencia se verá sacudida cuando llegue desde el Alto Mando una orden agria e inapelable: el preso Eulogio Fernández, antiguo comandante del ejército republicano, recibe la condena de ser fusilado; y tal ejecución deberá estar dirigida por el capitán Calero. Hombre moderado y educadísimo, partidario de la amnistía a los derrotados después de la guerra y de la reconciliación nacional, Calero recibe la noticia como un mazazo, porque su concepto de la justicia y del honor excluye este tipo de salvajadas. Y, tras unos días de estupefacción y bloqueo, comienza a mover los hilos que puedan exonerarlo de tan indigna misión, como el capitán castrense o el coronel (con el que combatió en África); pero nadie se aviene a prestarle su auxilio, amparándose en el resentimiento contra los rojos (el páter) o en la obediencia debida a las órdenes del Alto Mando (el coronel). Erosionado por la amargura, el capitán Calero se planteará otros caminos (negarse a obedecer, abandonar el ejército) y visitará en su celda al preso, para conocerlo y mirarlo a los ojos. Luego decidirá cómo actuar.

Novela dura y reflexiva sobre la honestidad, el perdón, los códigos del alma humana, la entereza y la dignidad, con posibles detalles familiares incluidos, La decisión del capitán Calero obliga a la persona que está leyendo a adoptar una postura moral. ¿Qué haría yo en estas condiciones? ¿Me atrevería a desobedecer, sabiendo que el alimento de mis hijos depende de mi trabajo? ¿Bajaría el sable, para que mis soldados dispararan contra un hombre que lo único que hizo fue luchar (como yo) por sus ideas? ¿Me atrevería a dispararle el tiro de gracia, como mandan los cánones? José Cubero nos invita a que reflexionemos con él.

miércoles, 25 de septiembre de 2024

A propósito de tu hijo

 


Están ahí, a nuestro lado. Viven en nuestro edificio, estudian en nuestro colegio, pasean por nuestra calle, compran con sus familias en nuestro supermercado. Y, sin embargo, realizamos en ocasiones un deliberado esfuerzo para no verlos, y atenuar así la sensación de incomodidad que frente a ellos nos aflige. Son los discapacitados intelectuales, cuyas etiquetas identificativas (Asperger, autismo, inteligencia límite, etc) nos hacen tragar saliva y nos ponen, por qué mentir, en tensión. En algunos casos (espero que en muy pocos, y que cada vez sean menos), porque se les desprecia o se les juzga prescindibles; en la mayor parte de las ocasiones, porque su rareza (y quiero que el sustantivo suene tan respetuoso como suena en mi cerebro) nos inquieta, nos perturba, nos descoloca: sus ojos huidizos o penetrantes, sus silencios o sus gestos, su forma de actuar, sus palabras se salen de lo canónico y nos obligan a medir cuanto hacemos o decimos, porque no queremos alterarlos con nuestra ignorancia.

José Antonio Jiménez-Barbero, en las páginas de A propósito de tu hijo, que es una novela respaldada por el Ilustre Colegio Oficial de Enfermería de la Región de Murcia, se atreve a poner ante nosotros un relato muy directo, muy firme y muy respetuoso sobre esas personas distintas, sobre las emociones que laten en su interior, sobre sus necesidades y derechos, sobre el modo en que los demás debemos relacionarnos con su diferencia. Y el resultado, créanme, es tan bello como educativo. De un lado, tenemos a Santiago, un adolescente que “no es autista. Tiene autismo”, como explica su padre en la página 27. Del otro, tenemos a Alicia, con un leve retraso cognitivo. Ambos cursan estudios en el colegio público Campo Verde y, refugiándose entre sí, hacen frente a la incomprensión o la agresividad de sus compañeros, que los ven como una “pareja de atontaos” (p.34), un “par de gilipollas” (p.84) o unos “puñeteros retrasados” (p.197). Y esa amistad, que se establece sobre todo gracias a la ternura candorosa de Alicia, se convertirá en la gran energía que sirva para que los demás, poco a poco, lleguen a comprender su singularidad y los acepten como son.

Navegando con sabiduría por el mundo de las emociones, José Antonio Jiménez-Barbero construye una novela noble y bien organizada, que esquiva todo tipo de clichés almibarados y que nos invita a pensar cómo reaccionaríamos nosotros si tuviéramos al lado un Santiago o una Alicia. Sin duda, una obra necesaria.

martes, 24 de septiembre de 2024

A sangre y fuego

 


En épocas de horror (por ejemplo, en períodos de guerra), es natural que los seres humanos se escindan en dos bloques antagónicos, en dos bandos irreconciliables y extremos: de un lado, vociferan y matan quienes creen que la idea A es la única válida; del otro, se yerguen quienes acuden a idénticas vociferaciones y crímenes, pero para sustentar la idea B. Desde la lejanía (espacial o temporal), cuando ya no se escucha el griterío de las trincheras, ni vuelan los trozos de metralla, ni nos taladra los oídos la sirena que avisa del inminente bombardeo, todos podemos dictaminar, con razones más o menos templadas, qué bloque llevaba razón y qué bloque incurrió en la vileza y la inhumanidad. E incluso, si somos personas de más ecuanimidad, alcanzaremos a distinguir qué porciones del bando A y del bando B (insisto: porciones) ejecutaron indignidades o protagonizaron invisibles grandezas. Ahora bien, qué espíritu tan vigoroso y tan noble (si se me permite el adjetivo, diré que también tan inverosímil) muestran quienes, desde la cercanía (espacial y temporal), son capaces de adoptar la misma posición difícil, incómoda y desagradecida, mostrándose ecuánimes y señalando todo el horror de unos y otros, de tirios y troyanos, de fascistas y comunistas, de señoritos y proletarios, de nobles y de plebeyos. Es lo que hizo en este libro asombroso y atemporal el periodista Manuel Chaves Nogales, quien fue capaz de observar y registrar en estos relatos la condición cenagosa de un tiempo abyecto, que explotó en 1936. Lo sencillo hubiera sido alinearse con uno de los bandos en pugna y disfrutar del aplauso posterior y sectario; lo difícil, colocarse las gafas de la honestidad e ir anotando todo, incluido en ese todo las bondades de “los otros” y las bellaquerías de “los tuyos”. Hay que tener un espíritu muy recio para acometer esa tarea, y un corazón dispuesto a soportar los desdenes que, seguro, te lloverán desde ambos bandos, por “tibio”, por “traidor”, por Pepito Grillo.

Chaves Nogales nos habla aquí de señoritos hijos de puta y de obreros vengativos, a la vez que nos resume anécdotas de señoritos íntegros y de obreros cabales. En ese amplio abanico, imaginen a la mujer cuyo marido ha sido ejecutado, a la niña que no sabe si alzar la mano o el puño (porque ignora qué ademán la salvará o le regalará un balazo), al padre que se destroza las uñas intentando rescatar el cuerpo de su hijo tras un bombardeo, al soldado que intenta proteger obras artísticas antes de que pasen los enemigos y las destrocen, al herrero grandullón que intenta proteger a su familia o a la monja que trata de mantener su fe mientras todo a su alrededor se confabula para mostrarle la faceta más amarga y más despreciable de los seres humanos. Y, sobre todo, imaginen a ese español anónimo (pongan ustedes el nombre que quieran y la ideología que deseen) que, harto de la monstruosidad de la guerra, se descubre una mañana “sintiendo el asco y la vergüenza de vivir y de ser hombre”.

Entré en las páginas de A sangre y fuego animado por los elogios que había leído sobre la figura digna, honorable y pura del periodista sevillano, pero la lectura de la obra me ha estremecido mucho más hondamente de lo que preveía. Lo he leído sentado, pero lo aplaudo de pie.

domingo, 22 de septiembre de 2024

Las olvidadas

 


Intento, de forma continua, que todas mis convicciones sobre la igualdad entre hombres y mujeres no se conviertan en simples frases, en etiquetas, en palabras repetidas, en tópicos (Francisco Umbral escribió una vez que los tópicos son verdades mineralizadas por los imbéciles): leo novelas de mujeres, leo versos de mujeres, leo obras dramáticas de mujeres, leo aforismos de mujeres; y leo, con una profunda atención y con muchas ganas de aprender, libros donde se reivindica a aquellas mujeres que han sido desdeñadas o que han recibido, a lo largo del tiempo, la lapidación del silencio. Hoy he terminado uno de estos últimos, titulado Las olvidadas y su autora es la excelente Ángeles Caso, que ya me cautivó con un libro dedicado a las hermanas Brontë (https://rubencastillo.blogspot.com/2023/08/todo-ese-fuego.html).

Ahora, mezclando sus facetas como narradora y como experta en arte, la autora conforma un tomo espléndido, en el que despliega ante nuestros ojos un amplio arco iris de creadoras que, en los ámbitos de la pintura, la escultura, la música o las letras, han brillado contra viento y marea, enfrentándose al paternalismo, la furia o la venganza de los varones, que intentaron minimizar o incluso ocultar su existencia: desde las que trabajaron en los scriptoria medievales copiando libros (que las hubo) hasta las que soñaron con ciudades dirigidas por mujeres (como Cristina de Pisan), pasando por las místicas, las dramaturgas o las autoras de novelas eróticas avanzadas para su tiempo. En esta valiosa enciclopedia de recuperaciones encontramos, en la Edad Media, a la poderosa Hildegarda de Bingen, independiente y receptora de unas famosas visiones que le dieron fama de santidad en toda Europa. Cuando avanzamos hasta el Renacimiento y se vuelve a la vieja idea ateniense del hombre como centro y medida de todas las cosas, Ángeles Caso apostilla: “Pero cabe preguntarse si en ese concepto estaba incluida la humanidad al completo o si se refería tan sólo al género masculino. Porque lo cierto es que, en medio del extraordinario proceso intelectual y civilizador que fue el humanismo, la mujer siguió ocupando mayoritariamente su tradicional situación de sombra” (p.98). Las mujeres doctas eran vistas con desdén por los hombres y con distancia por las mujeres: pagaron el precio de la soledad y el aislamiento. La italiana Isotta Nogarola lo resumió muy bien: “Las burras me desgarran con sus dientes y los bueyes me clavan sus cuernos” (p.104). Y a partir de ahí, para asombro del lector, la investigadora asturiana empieza a colocar ante él los nombres y logros de un abultado elenco de heroínas culturales: como Sofonisba Anguissola, a la que el propio rey Felipe II instaló en su corte y se convirtió en dama de honor (y maestra de dibujo) de la reina Isabel de Valois; o Teresa de Jesús, cuyo renombre literario no ha languidecido desde su muerte hasta nuestros días; o sor María de Jesús de Ágreda, poeta y pensadora que intercambió seiscientas cartas con el rey Felipe IV, facilitándole reflexiones y consejos sobre política y economía; o sor Marcela de San Félix, hija del genial Lope de Vega y, como él, poeta y dramaturga; o María de Zayas y Sotomayor, escritora polémica y bastante poco atendida, de la que se conservan pocos datos biográficos; o Luisa Roldán, escultora habilidosa y tenaz defensora de su independencia personal y profesional; o, en fin, Artemisia Gentileschi, “la pintora más prodigiosa de la historia del arte (al menos hasta el siglo XX)” (p.265), que fue violada por Agostino Tassi, un turbio colaborador de su padre, y que desde entonces se concentró en sus increíbles habilidades pictóricas, llenando sus lienzos de mujeres de fuerte carácter y comportamiento aguerrido.

Me detengo aquí, porque resultaría ocioso resumirles lo que, entiendo, deberían leer ustedes: lo pide el sentido común y lo pide la justicia.

No lo dejen pasar.

viernes, 20 de septiembre de 2024

La sombra

 


Una de las más atosigantes zozobras que pueden impregnar el alma y el corazón de una persona consiste en desconfiar de la fidelidad del ser amado, porque todo se transforma entonces en sospecha, en indicio, en señal, en prueba: los gestos que realiza, las palabras que emite, las personas que frecuenta, las puertas que se cierran a su espalda, las miradas perdidas, las sonrisas a destiempo, los horarios que no encajan. Un jovencísimo Benito Pérez Galdós (tenía 23 años) abordó ese tema en su novela corta La sombra, que se publicó como libro en 1871 y que ahora volvemos a disfrutar en la edición que Juan Antonio Molina Foix prepara para el sello Cátedra. En sus páginas nos encontramos con la delirante existencia de don Anselmo, un viudo huraño y entregado a mil experimentos químicos, que por fin se decide a contarle al narrador de esta historia los pormenores de su tristeza, originada por los celos hiperbólicos que comenzó a desarrollar nada más casarse con la joven Elena, y que lo llevaron por un camino de alucinaciones, extremismos y violencias que culminaron con la muerte de su esposa.

La columna vertebral de la historia, en sí misma, no tiene desde luego nada de excepcional: desde el cervantino Felipo de Carrizales o el shakespeareano Otelo hasta las páginas recientes de Murakami o Millet, los celos se han convertido en uno de los motores temáticos más fértiles de la literatura, porque convierten en tinta una pasión tan arrasadora como universal. Lo que sí constituye un elemento sorprendente es que Galdós conecte las presuntas veleidades de su mujer con la atractiva figura de Paris, el príncipe troyano, que brilla en un cuadro de su casa. De hecho, conversa con el personaje mitológico y lo acusa de estar perturbando con su bella figura la calma de su vínculo matrimonial, responsabilidad que Paris declina, respondiéndole que la culpa de esas zozobras proviene siempre de la mente del marido obsesionado (“Tú me has llamado. Tú me has dado la vida: yo soy tu obra”). Y es que, en verdad, cuando alguien sospecha o teme, todo se le convierte en asechanza, en peligro, en enemigo.

¿Existe verdaderamente el amante en forma de sombra al que se menciona en las páginas de esta novela con los nombres de Paris y Alejandro… o se trata de una obsesión del inseguro esposo? Queda en manos de cada lector decidir sobre ese asunto.

miércoles, 18 de septiembre de 2024

Las pequeñas memorias


No me adentré en las páginas de Las pequeñas memorias, de José Saramago (que traduce Pilar del Río al castellano), para descubrir prodigios increíbles de su infancia. Imaginé que, como todas las infancias, la suya estuvo poblada por una serie de personajes, una serie de anécdotas y una serie de lugares que, alejados de cualquier importancia general, quedarían revestidos con los ropajes melancólicos de la añoranza. Y así sucede, en efecto, en estas breves ciento cincuenta páginas. Vemos al niño pobre que nació en Azinhaga, muy cerca del río Almonda, en una zona de olivos centenarios que ahora han sido arrancados para que pueda plantarse maíz híbrido. Vemos cómo se subía a las higueras para comer sus frutos; conducía cerdos a la feria; atravesaba largas extensiones de tierra requemada por el sol para ver a una chica que le gustaba; sentía un profundo temor por los perros (y una elevada fascinación por los caballos); observaba a su tío Francisco Dinís, que estuvo a punto de disparar por celos a su mujer; se cruzaba con una vecina con los pies muy grandes a la que apodaban “La Pezuda”; tuvo pequeños escarceos amorosos con niñas del barrio; sentía preferencia por los abuelos maternos sobre los paternos; dormía en el suelo de la vivienda que tuvieron en la calle Heróis de Quionga y sentía cómo las cucarachas corrían por encima de su cuerpo; se hizo un corte en un dedo con la navaja mientras tallaba un corcho; era aficionado a la pesca (“No creo que exista en el mundo un silencio más profundo que el silencio del agua”, nos dice)… Nada extraordinario, desde luego, pero “para aquel chico melancólico, para el adolescente contemplativo y tan frecuentemente triste”, aquel mundo era el único posible. Y nosotros, leyendo las hojas donde consigna su memoria infantil, vamos moviéndonos entre la sonrisa, la tristeza, el asombro y la compasión. Sobre todo, cuando nos explica que en el Día del Juicio Final su condenación puede hacerse efectiva por culpa de una mazorca de maíz.

Un libro delicado, sencillo y de agradable lectura, que se completa con casi una veintena de fotografías antiguas. 

martes, 17 de septiembre de 2024

La secta de los egoístas

 


Seguro que lo recuerdan: el infeliz Alonso Quijano, después de invertir años de su existencia en la lectura infatigable de libros de caballerías, incurre en una peculiar locura: la de creer que puede convertirse, anacrónica y patéticamente, en un héroe similar a los que pueblan aquellas historias inverosímiles que han llenado de luz y aventuras sus días y sus noches. La más peregrina de las ideas se ha introducido en su mente y, germinando como una semilla poderosa, le hace creer que tan disparatado proyecto es viable. El resto lo conocen de sobra, porque Cervantes nos lo contó con palabras prodigiosas. En el volumen que hoy quería comentar para ustedes, titulado La secta de los egoístas, Eric-Emmanuel Schmitt se propone contarnos un relato que, íntimamente, tiene muchas conexiones con la ilustre novela de don Miguel. El protagonista es un curioso personaje que se llama Gaspard Languenhaert, vive en el siglo XVIII y ha llegado a la singular conclusión de que nada existe fuera de él, y que todo (las personas, las ciudades, los paisajes) es una creación de su mente. Como es natural, tan estrafalaria teoría le sirve para alcanzar (al principio) una diminuta notoriedad entre sus contemporáneos, pero pronto es relegado al cubículo del desdén y de la locura. Ya en el siglo XX, un erudito que está trabajando en la Biblioteca Nacional sobre una cuestión de lingüística medieval se entera casualmente de la existencia de Languenhaert y comienza una larga y compleja búsqueda de todos los vestigios que puedan quedar sobre su vida y su pensamiento. Descubre así la Secta de los Egoístas, tan efímera como rocambolesca, pero cada camino por el que rastrea se va cerrando al poco, como si existiese una confabulación para que Languenhaert quede borrado de los anales de la Historia. El histriónico pensador que llegó a sentir “una soledad en medio de los seres y de las cosas, una soledad acompañada, desesperada, irremediable, la soledad humana” (p.85) se ha convertido en un auténtico fantasma, cuyo rastro aparece y desaparece a lo largo de libros y de manuscritos, como un Guadiana filosófico.

Una narración curiosa, que coquetea con algunas nociones claves de la historia del pensamiento, que nos ofrece un interesante dibujo de los salones aristocráticos del siglo XVIII (es quizá lo mejor de la obra) y que tiene secuencias agradables, aunque sin llegar a ser, en mi opinión, una gran novela. Notable sin llegar al sobresaliente.

domingo, 15 de septiembre de 2024

Primeros y últimos instantes de una mañana

 


Siempre (desde que era muy niño y los descubrí por azar, no recuerdo dónde) me han fascinado los caleidoscopios, esos cilindros que, como catalejos de pirata, te puedes apoyar en el ojo para, en el extremo opuesto, descubrir con fascinación una vidriera. No se trata, bien lo saben ustedes, de una vidriera estática, sino de un prodigio que, con el giro lento de la muñeca, va cambiando de textura, va adquiriendo otros perfiles, irradia luces distintas. Resulta imposible explicar esa prodigiosa belleza de colores que se va creando y diluyendo segundo tras segundo, incansable. Está ahí, en algún sitio, en una misteriosa alianza de brillos, en una azarosa combinación de cristales. Y tu ojo la contempla en silencio, entendiendo que debe seguir en silencio.

Algo parecido me ha ocurrido (me ha invadido) mientras avanzaba por las tenues páginas del poemario Primeros y últimos instantes de una mañana, de Jorge Orlando Correa (México, 1992), que acaba de publicar el sello Liliputienses. He visto hojas de árboles meciéndose; he leído las anotaciones que la maestra pone en un cuaderno infantil quizá demasiado fantasioso; he escuchado cómo hablaba de diabetes un padre paulatinamente enflaquecido; he sentido el rugido del coche manejado por una hermana; me ha reconfortado que el más anciano de la familia pueda servir como protección y refugio (“armadura voz de abuelo antibombas”); me ha entristecido recordar que siempre el punto crítico para el niño llega “cuando los adultos dejan de parecer gigantes”; o que a veces, cuando quieres volver a casa, “no hay letreros / ni sobrevivientes / que indiquen el rumbo”; he aprendido un truco explosivo e iconoclasta para contar estrellas; me he quedado mudo ante definiciones tan simples como rigurosas (“Memoria: migas de lo que parece haber sido una galleta”); y he calibrado cuál puede ser la esencia misma de la escritura (“Todos mis poemas son escombros / de lo que en realidad quisiera decir”). Muchos aprendizajes y muchos asombros, que han de ser meditados en silencio, para extraer de ellos la miel última y esencial.

“En este poema hay hectáreas de pastizales”, se lee en la página 57. Con idéntico fervor podríamos pregonar que en este libro hay hectáreas de dolor y poesía: no les llevará mucho tiempo descubrirlo.

sábado, 14 de septiembre de 2024

Un Borbón en el desierto



El tema musical Karma Chameleon, del grupo Culture Club, habla en una de sus estrofas de la dificultad de vender eficazmente una contradicción; y esa tonada es la que se escucha, según nos acota Ignacio Amestoy, durante varios momentos claves de su drama Un Borbón en el desierto, cuya figura central es el monarca Juan Carlos I, al que su esposa Sofía llama “¡Mi camaleón! Dorado, rojo y verde” (que son palabras que, no casualmente, pertenecen a la misma canción, cantada por Boy George). No será necesario, me parece, insistir en el significado de este juego: el niño Juan Carlos, colocado por su padre en manos del dictador Franco y adiestrado en los turbios mecanismos del Poder, va descubriendo la forma en que puede hacerlos suyos, merced a un habilidoso ejercicio de mentiras, alianzas, estrategias y paciencias. De ahí que el dramaturgo vasco utilice también para construir la estructura de la obra teatral el mundo del circo (con su despliegue de acróbatas, trapecistas y malabaristas) y varias escenas de Esperando a Godot, de Samuel Beckett. ¿Qué representa históricamente la figura de Juan Carlos I sino la de un acróbata, un trapecista, un malabarista y un ser paciente?

Traicionar al padre, matar al hermano, engañar al país con sus negocios sucios, disponer de un escuadrón de amantes (los nombres de Ágata Lys, Queca Campillo, Bárbara Rey, Marta Gayá o Corinna Larsen son mencionados sin cortapisas), cobrar bochornosas comisiones por negocios petrolíferos con Arabia Saudí, fomentar transacciones económicas en paraísos fiscales, involucrarse en cacerías de elefantes o ser, él mismo, un presunto elefante blanco son solamente algunos de los ingredientes del explosivo cóctel que Amestoy convierte en una reveladora pieza dramática, que culmina la tetralogía “Todo por la Corona”, donde también se incluyen ¡Adiós, Borbón! (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/08/adios-borbon.html) o El Borbón rojo (https://rubencastillo.blogspot.com/2024/09/el-borbon-rojo.html).

Muy recomendable para conocer los entresijos de la España en que hemos vivido durante las últimas décadas, sin los maquillajes del disimulo y el servilismo.

jueves, 12 de septiembre de 2024

Muros y vanos

 


Qué inquietantes pueden ser (y cuántas zozobras pueden causarnos) las distopías, sobre todo por el hecho turbador de que nos obligan a interrogarnos acerca de la sensatez o estulticia de los derroteros que estamos trazando (o permitiendo que nos tracen) en el mundo: bastará con invocar el 1984 de George Orwell o películas como Terminator para comprender a lo que me refiero. No resulta aventurado afirmar que el futuro, antiguamente esperado o dibujado con ilusión (porque nos iba a llenar la vida de comodidades y eliminar enfermedades e injusticias), ahora es aguardado con desconfianza e incluso con atisbos de pánico: las tropelías que ejecutamos sobre el medio ambiente y el cáncer de una tecnología aparentemente desbocada ayudan a pintar de negro el panorama.

Pedro Homar, en su contundente novela Muros y vanos (Malas Artes Editorial), explora narrativamente un siglo XXII cuyas luces no son desde luego halagüeñas: el sistema jurídico mundial se ha unificado (Jurditek) y el Estado, amparándose en una hipertrofia demoledora, decide incluso la esperanza de vida de cada ciudadano, dictaminando de forma inapelable quiénes merecen un alargamiento artificial de sus existencias y quiénes, por el contrario, reciben unas amables pastillas suministradas por equipos de asistencia al suicidio. Existen también en ese futuro unos nanodispositivos inhalados que sirven para el control social. Y una red neuronal universal que controla de forma ecuménica a la población. Huelga decir que los que se resisten a ese control sobreviven en guetos extramuros y, como es lógico, quedan excluidos de la prórroga vital. Aparentemente, se está en la verdadera era dorada de la civilización (“Sin fronteras ni ejércitos, sin monedas, sin hambre (¡un mundo sin hambre!). El cambio climático es cosa del pasado, industrias contaminantes ya casi no hay, a nadie le preocupa ya acceder a una vivienda”, p.29), pero resulta inevitable temblar ante los mimbres con los cuales se teje dicha civilización. Mientras tanto, en un lugar bien protegido, se custodia un haiku misterioso, que puede hacer tambalearse los cimientos de ese orden.

Una obra que produce desazón y, sobre todo, vértigo, porque nos abre la mente a exploraciones y futuros que inquietan, que nos centrifugan las neuronas y que, de paso, nos obligan a reflexionar sobre la condición humana (reproduzco una sola cita, extraída de la página 113, que constituye un retrato de primera magnitud en los planos psicológico y sociológico: “Me pregunto si no radicará justo en esto el poder de persuasión de los dictadores, en que los humanos necesitamos que los inhumanos nos guíen. En lo atractivos que nos resultan los planteamientos en claroscuro, y en cómo la ausencia de lo que consideramos debilidades (la duda, la incerteza, la zozobra) ilumina cualquier decisión y nos atrapa. Instintivamente buscamos las carreteras rectas y lisas, las marcas viales bien definidas, franjas negras sobre fondo blanco. Geometría. Claridad pedimos al futuro, y nos abandonamos a quien nos promete un día sin brumas”).

Tan interesante como turbadora.

martes, 10 de septiembre de 2024

El rapto del Santo Grial

 


¿Qué es más deseable: suspirar por la consecución de unos objetivos o alcanzar al fin su cumplimiento? Esa interrogación es la que flota en la base de la novela corta El rapto del Santo Grial, con la que Paloma Díaz-Mas se convirtió en 1983 en una de las finalistas de la primera edición del premio Herralde, convocado por el sello Anagrama. La duda, mucho más intensa de lo que podría parecer en su seca formulación, se convierte en materia narrativa en el mundo crepuscular de Camelot, donde unos caballeros de la Mesa Redonda “que ya eran un poco viejos” reciben de los labios del rey Arturo la sorprendente noticia de que el buscadísimo Santo Grial, por el que suspiran desde hace muchos años, ha sido descubierto por “un centenar de tejedoras presas en el castillo de Pésima Aventura, capitaneadas por una tal Blancaniña” (p.10) y que ahora lo custodian en el castillo de Acabarás. Si logran recuperarlo de allí y traerlo hasta las manos de Arturo, la paz y la felicidad reinarán para siempre en Camelot. La noticia, que debería resultar gozosa, tiene un envés amargo, pues todos son íntimamente conscientes (aunque guarden silencio, porque la gallardía los obliga a guardar las formas) de que si culminan con éxito esa misión su mundo quedará abocado al caos: la caballería se tornará inútil, la milicia perderá sentido, incluso la figura del rey devendrá ociosa. En efecto, ¿por qué habrían de ser necesarios la fuerza, la agresividad o el valor guerrero en un mundo que se remansa en el orden, la concordia y la paz muelle? ¿Qué objetivo tendrían, desde entonces, sus vidas?

Manejando lenguaje y fórmulas narrativas que rememoran el aliento medieval (“bien oiréis lo que dijo”, “muy amena estaba la floresta”, “yo no digo mi canción sino al que conmigo va”), la escritora madrileña va dando forma a un relato irónico y muy inteligente, que se lee con sonriente agrado. Y, por favor, que nadie desdeñe la lectura erótica del texto, que es tan evidente como divertida e intensa (especialmente, el capítulo “En el castillo de Acabarás”).

Convincente.