viernes, 26 de abril de 2024

Rostros y rastros

 


Estamos ante un libro anómalo. No digo malo o bueno (eso tendrá que decidirlo cada persona que pasee por sus páginas y se detenga de verdad a desentrañar sus palabras, y no solamente a leerlas de forma veloz y descuidada): digo anómalo. Es decir, distinto, osado, sinuoso, lírico, mestizo. Un libro-salmón, que muestra su musculatura saltando a contracorriente y trazando airosos brincos sobre el agua ocular de los lectores.

Trabajando sobre una serie de fotografías de Paco Sánchez Blanco (entiéndase: mirándolas con concentración y silencio, también con algo de alcohol y noche), Care Santos elabora pequeñas pestañas verbales sobre sus protagonistas. No intenta dibujarlos de una forma clásica, sino interpretarlos, dejar que sus ojos los contemplen “desde el otro lado” lorquiano, para conseguir llegar a su entraña más pura, más inexplorada, más significativa. Son los rostros de cantantes (Alaska), poetas (José Hierro, Mario Benedetti, José Ángel Valente), actrices (Rossy de Palma), filósofos (Agustín García Calvo) o famosos efímeros (Tamara).

El resultado es un opúsculo realmente poético, de gran belleza visual, que puede abrirse por cualquier página y nos permite el juego cómplice de leer y contemplar la imagen, para ver si coincidimos con su análisis.

jueves, 25 de abril de 2024

Ver pasar

 


Son curiosos los tirabuzones y juegos de espejos que, en ocasiones, nos pone ante las pupilas el mundo de la literatura. Hoy, precisamente, acabo de disfrutar de una de ellas. Expliquémosla. A finales del siglo XV, Fernando de Rojas publicó su obra La Celestina (aunque por aquel entonces llevase otro título, más largo y rimbombante) y, en ella, nos hablaba de los amores que, explotando entre Calisto y Melibea, los condujo a ambos a la muerte. A principios del siglo XX, el alicantino Azorín, lector entusiasta, tomó aquel cañamazo portentoso y decidió bordar sobre él una exquisita meditación sobre el paso del tiempo y sobre las revelaciones que su fluencia nos puede deparar. Lo tituló “Las nubes” y planteaba la melancólica situación de un Calisto que, envejecido, contempla cómo un mancebo salta la tapia de su hogar y se dirige hacia su hija Alisa… Exactamente como él se dirigió, realizando el mismo ejercicio gimnástico, hacia el lugar donde reposaba su actual esposa Melibea. Pasa el tiempo y todo se repite. Como las nubes, que avanzan por el firmamento y vuelven de continuo.

Y llegamos al final del siglo XX y descubrimos cómo el profesor y dramaturgo Francisco Torres Monreal vuelve al mismo episodio y le imprime otra vuelta de tuerca (como habría dicho el gran Henry James). En esta nueva estructura de matrioshkas, la joven Alisa comienza su relación erótica con el mancebo (que carece de nombre y que la corteja utilizando los versos del “Cantar de los cantares” bíblico); y sobre este plano encontramos a Calisto y Melibea, que reflexionan sobre el paso del tiempo y sobre los meandros del amor); y sobre este plano encontramos a Azorín, que sentado a la mesa de su despacho tiene entre sus manos la obra de Rojas; y sobre este plano está Francisco Torres Monreal, que realiza la crónica dramática de este juego de cajas chinas; y sobre este plano, por fin, estamos nosotros, que leemos la obra y apreciamos sus pliegues, sus zonas de luz y sombra, sus reflexiones, sus propuestas psicológicas.

Realmente, una obra llena de interés.

miércoles, 24 de abril de 2024

El verano del incendio

 


El futuro del planeta y de la Humanidad (puede sonar solemne, pero estoy hablando en serio) se encuentra en el poder de cambio de los niños y de los jóvenes. Los adultos, que tanto solemos presumir de inteligencia y de madurez, ya hemos demostrado sobradamente los estropicios que somos capaces de perpetrar (y que hemos perpetrado de modo salvaje y continuo): mares llenos de plástico, especies aniquiladas, contaminación atmosférica, recursos naturales esquilmados. Ya dijo alguien, y se quedó corto, que somos una especie mediocre. Por fortuna, nos queda la esperanza de imaginar que una generación nueva está surgiendo y que ella, con más sentido común que nosotros, adoptará otra forma de comportamiento, menos absurdo y devastador, menos insensato y suicida. No en vano, una de las protagonistas de la novela El verano del incendio, de Rosa Huertas, explica en la página 123 que la palabra “Ecología” se basa en el término oikós, que en griego significa casa. ¿Acaso las próximas generaciones van a ser tan imbéciles como nosotros, y van a permitir que las termitas horaden las vigas de su hogar y que los muros caigan desmoronados? ¿Van a permanecer impasibles mientras el aire de sus habitaciones se vuelve irrespirable? ¿Van a dejar, sin plantearse una reacción inmediata, que la temperatura de su salón suba y suba, hasta límites insufribles?

Los chicos a los que el verano reúne en la localidad playera de Villamar, tras ser testigos del incendio que calcina el bosque de los Tilos, deciden adoptar como modelo a la sueca Greta Thunberg y comienzan a trabajar para que las cosas sean distintas. Para conseguir que el mensaje cale de forma eficaz entre los lectores, la maravillosa escritora madrileña introducirá también en esta historia una serie de elementos de alto poder de seducción: un galgo de ojos tristes, un viejo huraño que tartamudea y tiene mala fama en la localidad, un alcalde cuya conducta irá cambiando con el transcurrir de los acontecimientos, unas pancartas reveladoras, una heladería… y una historia de amor que fluye y encandila.

Si quieren que sus hijos e hijas conozcan una novela que les haga pensar sobre el poder de la amistad y del perdón, sobre el futuro de nuestro planeta, sobre la importancia de unirnos por causas nobles y, a la vez, experimenten el placer de encontrar una novela estupenda, no lo duden: aquí disponen de una.

lunes, 22 de abril de 2024

Clásicos para la vida



De vez en cuando, mi navegación por el mundo de los libros (que es infinita y que me depara infinitas alegrías) me conduce hasta una isla especial, hasta un territorio donde la vegetación resulta diferente y donde la luz parece incidir de un modo distinto, extrayendo de los paisajes y de las palabras un brillo único. En esos momentos, cuando cierro la última página y me vuelvo a subir al barco para buscar otra isla, sé que parte de mí se queda adherida a las líneas que acabo de recorrer, y que mi memoria me volverá a llevar a ellas varias veces, en los años posteriores. Estoy hablando (aún no lo había dicho) del volumen Clásicos para la vida (Una pequeña biblioteca ideal), de Nuccio Ordine, que traduce Jordi Bayod y publica el sello Acantilado. Me lo regaló hace poco mi gran amigo Pepe Colomer.

Dos partes podríamos distinguir en este tomo. La primera son las treinta páginas de Introducción, en las cuales el ensayista italiano explica bellamente su defensa de las Humanidades, indicando que el arte y el pensamiento constituyen uno de los pilares imprescindibles de toda civilización. Seguir pensando en los grandes libros del ayer, en las grandes pinturas del ayer, en las grandes composiciones musicales del ayer, es el único camino para que el tronco siga sujetándose a la tierra con la ayuda de fuertes y fiables raíces. En esa línea resultan indispensables los docentes buenos, y no tanto los docentes pedagógicos (“Un conocimiento de mera antología no basta; como tampoco basta el estudio de la didáctica, que, en las últimas décadas, ha asumido una centralidad desproporcionada: dicho sea con el permiso de las pedagogías hegemónicas, el conocimiento de la disciplina es lo primero y constituye la condición esencial. Si no se domina esa literatura específica, ningún manual que enseñe a enseñar ayudará a preparar una buena clase”) o aquellos que se abandonan acríticamente en los brazos de la tecnología (“¿Estamos verdaderamente seguros de que la escuela es el lugar donde el estudiante debe potenciar su relación con la tecnología digital? ¿Estamos seguros de que al número ya exagerado de horas dedicadas a los videojuegos, a la televisión, a navegar por internet, a las relaciones virtuales establecidas a través de Facebook, Twitter y WhatsApp, es necesario sumarles también las horas asignadas para seguir una clase en el aula de una escuela o de una universidad?”). Los centros educativos deberían consagrarse a la misión de formar personas, y no de rellenar papeles (“La insensata multiplicación de reuniones e informes (para ilustrar al detalle programaciones, objetivos, proyectos, itinerarios, talleres…) ha acabado por absorber buena parte de las energías de los profesores, transformando la legítima exigencia organizativa en una nociva hipertrofia de controles administrativos”) o de fabricar borregos programados para convertirse en consumidores (“En vez de formar pollos de engorde criados en el más miserable conformismo, habría que formar jóvenes capaces de traducir su saber en un constante ejercicio crítico”).

En cuanto a la segunda parte, consiste en una brillante selección de fragmentos de la historia de la literatura (desde Homero hasta nuestros días), comentados con agudeza por Ordine, quien conecta sus temas y preocupaciones con los del mundo de hoy, demostrando que el pensamiento y la cultura siempre resultan necesarios para el vivir auténtico, para la experiencia racional de ser humanos.

Un libro delicioso y que invita a reflexionar. Visítenlo.

sábado, 20 de abril de 2024

Fuera

 


Personas que tienen que salir de su mundo (por guerras, hambre, orfandad o persecución) y que se instalan en otro, donde no terminan de sentirse bien, pues desconocen el idioma, las costumbres, la cultura… o porque sufren las secuelas de la incomprensión o el racismo. Ellas son las protagonistas del volumen de relatos Fuera, de Susanna Tamaro, que leo en la traducción de Guadalupe Ramírez y que me ha parecido magnífico.

La joven viuda hindú Nabila y su hijito Raj son engañados por una mafia, que tras hacerles creer que los llevará a un territorio donde podrán reconstruir sus vidas, los deposita en una zona donde la nieve y la insensibilidad de los lugareños serán sus únicos espectadores (“¿Qué dice el viento?”). Una muchacha filipina que se había hecho la ilusión de ser monja tiene que instalarse en Roma como sirvienta de una familia cuyo patriarca pone sus ojos, y no solamente sus ojos, en ella (“Salvación”). Arik, un niño africano, es dado en adopción a una pareja italiana, pero su espíritu se rebela contra ese desarraigo (“Del cielo”). Rossella emplea toda su energía en adaptarse al viejo gruñón, racista y clasista, que la ha tomado a su servicio, aunque los resultados no sean los que ella esperaba (“¡Y a mí… qué!”).

Cuatro propuestas de elegante factura literaria, que podrían haberse derrumbado hacia el ternurismo o la acrimonia, pero que consiguen esquivar ambas tentaciones para convertirse en estupendas piezas narrativas, en las cuales la escritora de Trieste se adentra en el espíritu maltrecho de las personas más vulnerables y consigue que reflexionemos sobre la amargura de su condición y también sobre la crueldad, consciente o inconsciente, con la que a veces tratamos a quienes consideramos inferiores o distintos. (Un consejo: fíjense en los perros que aparecen en estas historias y traten de entender su simbología).

Tras un par de intentos con las obras de la escritora italiana me había distanciado un poco de su narrativa (lo diré así de suave), pero esta nueva aproximación a su escritura me hace plantearme si realmente hice bien. En este libro, mi aplauso se lo ha ganado.

jueves, 18 de abril de 2024

No he salido de mi noche

 


Pensemos en una mujer. Una mujer cualquiera. Puede ser usted, si es mujer. O incluso usted, si es hombre. Da lo mismo. Esa persona (acudamos al término genérico) tiene que ingresar a su madre en un centro asistencial donde cuiden de ella, porque su enfermedad de Alzheimer ha alcanzado un nivel duro, inasumible. Y esa persona, sabiendo racionalmente que ha hecho lo correcto, pero a la vez sintiéndose culpable, va escribiendo lo que siente durante ese amargo proceso. “Me puse a anotar, en trozos de papel, sin fecha, frases, comportamientos de mi madre que me aterrorizaban. No podía soportar que semejante degradación se apoderara de mi madre. Un día soñé que le gritaba enfadadísima: ¡Deja de estar loca de una vez!”. Seguro que usted, hombre o mujer, siente la aspereza de ese grito en su garganta. Su madre, gracias a la cual llegó a la vida, se encuentra ahora en una zona atroz, “muerta y viva a la vez”. Eso, inevitablemente, conduce a los momentos de crisis (“Me da miedo que se muera. A veces pienso incluso en traérmela otra vez a casa”), aunque la persona que habla tenga claro que para dibujar la crónica de este proceso debe elegir con cuidado las palabras, para que las lágrimas no dificulten la comunicación con quienes escuchamos (“Evitar, al escribir, dejarme llevar por la emoción”).

La francesa Annie Ernaux traga saliva y tiene la entereza descarnada de dejarnos ver lo que escribió en esos cuadernos, en esas hojas sueltas que durante varios años fue recopilando. Y digo bien: “entereza descarnada”. Porque no todo es aquí amor, dulzura y buenos recuerdos, sino también acíbar, traumas, reproches, olor a pis y mierda imposible de contener. No hay maquillaje. No hay violines. No hay luces brillantes. Hay sinceridad, porque no se trata de una invención novelesca sino de una experiencia auténtica y, por tanto, desgarradora. La escritora francesa, enfrentada al desvalimiento degradado de su madre, siente que debe mantener el control, para no ingresar en la inutilidad o en la locura (“Todo se ha invertido, ahora es mi hijita. NO PUEDO ser su madre”). Pero, aun así, resulta inevitable que las dudas la corroan en algunos momentos de este libro (“No sé si es una tarea de vida o muerte la que estoy haciendo”), porque la figura de la madre termina por convertirse en un espejo oscuro, en el que la autora vislumbra destellos de lo que ella misma podría vivir dentro de unos años (“Cegadora: ella es mi vejez, y siento en mí la amenaza de la degradación de su cuerpo, sus pliegues en las piernas, su cuello arrugado”).

En cuanto al título, permítanme que no les desvele su origen ni su explicación. Les dejo que ustedes descubran su enigma leyendo esta obra turbadora, dolida y muy, muy triste.

martes, 16 de abril de 2024

Cartas a Katherine Mansfield

 


Se precisan veinte o treinta segundos para descubrir en Internet que la escritora neozelandesa Katherine Mansfield murió nada más empezar el año 1923; y que la escritora española Carmen Conde vino al mundo en agosto de 1907. Es decir, que la segunda era una adolescente (que acababa de volver de Melilla y aún no había comenzado a estudiar Magisterio en Murcia) cuando la primera falleció prematuramente en Francia. No llegaron, como es lógico, a conocerse. Pero la magia insondable de la literatura les permitió convertirse en amigas cuando la cartagenera leyó los diarios y epístolas de la wellingtoniana y experimentó la gran afinidad espiritual y artística que las vinculaba. Surgen así estas delicadísimas Cartas a Katherine Mansfield, que leo en La Bella Varsovia, en edición de Fran Garcerá. En ellas, la futura académica de la RAE se dirige a Mansfield y le habla sobre la inspiración, sobre la temperatura del corazón, sobre los paisajes y los estados del alma, sobre escritoras a las que admira. Es verdad que no recibe ninguna aparente respuesta, pero tiene bien claro que “la amistad no necesita, a veces, del mutuo alimento; basta que uno de los amigos hable, piense, ame, aunque el otro calle y sea invisible” (p.72). Sabe que la joven neozelandesa es su “elocuente callada amiga” (p.41) y eso le basta para seguir comunicándose con ella, de corazón a corazón, de espíritu a espíritu. Ambas fueron amantes de la literatura y del arte, ambas fueron sensibles y líricas, y ese hilo las une de forma estrecha, hasta convertir a Katherine en “la más perfecta corresponsal que tuve” (p.39).

El resultado (que se enriquece con un estudio prologal de brillante factura y con un anexo fotográfico realmente hermoso) constituye todo un regalo para las personas sensibles, que lo leerán despacio, paladeando cada frase y cada párrafo, sabiéndolos compendios de miel, inteligencia y belleza. Memorable.

domingo, 14 de abril de 2024

Al otro lado del espejo


Confieso (no me queda otra, como diría un castizo) mi impotencia para resumir, o reseñar, o comentar este disparate, este maelstrom, esta fiesta de la inteligencia y de la exuberancia, este vademécum de exquisiteces y provocaciones, este baúl de libros y pentagramas, esta plétora de alcoholes y paisajes y lealtades, que lleva por título Al otro lado del espejo (Conversaciones ordenadas por Csaba Csuday), que leo en la edición de la Universidad de Murcia (2001). Me rindo. Le he dado muchas vueltas y, cuando creía haber encontrado un hilo que sirviese para vertebrar todas las ideas y citas que he subrayado en el tomo (son legión), de pronto me daba cuenta de que lo estaba expresando al revés, o de forma incompleta, o sin el debido rigor, o dejándome en el tintero (en el teclado) demasiados perfiles lujosos, demasiados detalles significativos o tributarios del esplendor. ¿Se trata de una torpeza mía? No seré tan petulante ni tan engreído como para descartarlo; pero creo que, sobre todo, la raíz del asunto hay que buscarla en la condición oceánica (y mercúrica) de este tomo, donde se alinean y conectan recuerdos de amigos, fragmentos de reseñas sobre obras de Álvarez, retratos verbales impagables sobre él, aproximaciones periodísticas y, por encima de cualquier otro ingrediente, un chisporroteo de luces que, emanando de la boca del poeta, convierte el tomo en algo inabarcable e ingobernable. Desatado en sus afirmaciones categóricas, el director del Museo (de cera) reitera innumerables veces la palabra “amo” (Baudelaire, Tácito, Villon, Borges, Flaubert, Chopin, Bach, Rubinstein, Callas, Aleixandre, Espríu, Gil de Biedma, Mizogushi, Lester Young, Shakespeare, Montaigne, Lampedusa, Durero, Velázquez, Judy Garland, Kavafis) y la palabra “detesto” (aquí me permitirán que me acoja a la cortesía amable de no anotar nombres). Y en ese Mediterráneo de filias y fobias, la isla del tesoro de sus opiniones sobre la sensibilidad (“Apreciar una obra de arte, un libro, requiere inteligencia, buen gusto, nobleza de espíritu. Para quemarlo basta con una cerilla”), sobre el público (“¿Por qué tanta obsesión con el público? Ni que fuésemos vendedores de electrodomésticos”), sobre la belleza (“Lo que consigue la belleza ya lo es siempre”), sobre el mundo en que vivimos (“Cercado por bárbaros de cualquier ideología, el artista tiene una sensación de condenado a muerte”), sobre sí mismo y su método de vida (“Siempre he comido y bebido y fumado, y demás artificios, todo lo que he tenido ganas. Y nunca, deportes. […] No cabe duda de que mi salud ha sido fortificada por el alcohol y el tabaco”) o sobre la política del futuro (“Si lo considera usted sin prejuicios, no hay, ni habrá, más gobierno que la televisión. […] Todos los gobiernos desean tener un dominio cada vez más absoluto sobre las personas, un control más eficaz. En la medida que lo consigan la vida irá degradándose”).

Camilo José Cela, al que quizá Álvarez no tiene en muy alta consideración (afirma que después de Baroja no ha habido novela en España), explicó a Joaquín Soler Serrano que todos somos poliédricos, y que según la luz incida en una de nuestras caras o aristas el resultado será diferente. Es muy posible que sea cierto. Y si lo es (que yo juzgo que sí), José María Álvarez debe de ser uno de los poliedros más fastuosos, desconcertantes y sugerentes del mundo. Pueden acercarse a estas páginas para comprobarlo.


viernes, 12 de abril de 2024

La elegida de los dioses

 


Considerando la historia de la literatura (no solamente juvenil), se podría elaborar toda una teoría sobre las puertas. Es decir, sobre los accesos que llevan del mundo real, anodino y gris, al mundo luminoso y sorprendente de la fantasía. Una de esas puertas es la que cruza Venus, una muchacha que vive cerca de Mojácar y a la “que su nombre le hacía justicia: morena, de pelo largo y rizado, su rostro emitía una calidez y una confianza no habitual en una chica de dieciséis años” (p.11). Un día, se mete a leer en su escondite predilecto (un refugio junto al mar) y la invade un sueño que la lleva hasta Karman, un territorio mítico en el que contará con la protección de Yelian y Gharin, dos guerreros de fabuloso poder. Y aunque la chica se empeña en que la vean como una simple adolescente (“Soy una joven normal”, p.26), los soldados tienen claro que ella es una elegida de los dioses.

Con ese punto de arranque, se inicia un viaje lleno de aventuras, personajes muy curiosos (la reina Yhulia, la elfa Elënwen, el dios Ethandor, el hechicero Hilkezor) y sorpresas, que amenizan la lectura y no la dejan desfallecer en ningún momento.

Pedro Camacho Camacho, al contrario de lo que ocurre con la mayor parte de los constructores de mundos imaginarios, no se deja llevar por el desenfreno narrativo. Al revés: teje con astucia y no deja que ningún hilo novelesco se descuelgue de la trama general. Es un gran logro, sin duda, porque le permite mantener las riendas de la obra, de forma invisible pero enérgica. Los lectores no lo percibirán (y eso es lo maravilloso), pero es signo de que nos encontramos ante un buen timonel narrativo. La trama, gracias a su pericia, incorpora además una circularidad excelente, que impregna de mayor eficacia a la ensoñación de Venus: en la página 118 suena (para ella y para los lectores) el despertador que encierra el mundo de Karman en una burbuja perfecta, de la que no queremos despedirnos del todo. En ese cosmos cumplen una extraordinaria labor las ilustraciones de Francisco José Palacios Bejarano, que juegan con la noción de infinito (p.41), o se decantan por una lírica visual de gran belleza (p.61), o hacen de la sugerencia un arte (p.69), o, en fin, remiten a una estética manga, de impactante plasticidad (p.113).

Un libro estupendo para aquellos lectores que busquen bañarse entre las olas de la fantasía.

miércoles, 10 de abril de 2024

Ella, maldita alma

 


Yo no sé si Ella, maldita alma es una colección de relatos, un grupo bellísimo de diapositivas o una novela nebulosa, porque desde hace bastante tiempo procuro no poner etiquetas genéricas a los libros que leo. Sí tengo claro que se trata de un volumen conmovedor, que contiene retratos impagables sobre el mundo gallego; y, sobre todo, una prosa excepcional, que te aroma y embruja desde que abres el tomo hasta que llegas a su última página. Es el maravilloso poder de un escritor increíble, llamado Manuel Rivas. Él nos enseña a Gandón y Chemín, dos amigos desde infancia (separados después por razones de odios familiares), que terminan muriendo el mismo día, con levísima diferencia; y a Liberto, un muñeco de ventrílocuo que permanece dormido en una caja durante muchos años, hasta que lo redescubren unos niños; y a Fermín, un sacerdote que no tiene ojos más que para Ana, en la localidad de Vetusta (¿les suena el asunto?); y al alcohólico Antonio Ventura, quien recuerda a su padre (muerto en Terranova) y lo asocia con la figura de Spencer Tracy en la película Capitanes intrépidos; y a la mendiga desquiciada que fue puta (eso dicen las malas lenguas) en su juventud y que ahora colecciona muñecas maltrechas; y al niño pobre que se come un pan obtenido con la cartilla y se lo come entero sin compartir con su familia, recibiendo después la comprensión tierna de su madre; y al loro que mantiene la vida y la esperanza de un emigrante.

Todas esas piedrecitas de colores (tristes unos, gozosos los otros) pueden ser teselas de un mosaico o tal vez cristales de una vidriera, pero también figuras geométricas de un caleidoscopio, porque un leve desenfoque o cambio de perspectiva nos entrega un resultado diferente.

Es un placer acercarse a los libros de Rivas y por eso lo practico con regularidad. Su forma de concebir la literatura me emociona. También aquí lo ha hecho.

lunes, 8 de abril de 2024

Lo que piensan los hombres bajo el agua

 


Abramos las páginas de Lo que piensan los hombres bajo el agua, de Marino González Montero, y veamos qué historias nos propone. En primer lugar, crece ante nuestros ojos una aventura en veinte diapositivas (“En la piscina”) sobre un hombre que decide adquirir un bono de treinta baños y que nos va contando los detalles de su odisea: los gritos de los niños, los silbatos de los monitores, el pudor a la hora de desnudarse en los vestuarios… Y al final, en una memorable secuencia, una simpática sorpresa. Luego accedemos al segundo bloque (“De compras”), donde seguimos al narrador por un laberinto de televisores, neveras, cuchillos, perfumes, pasillos donde se alinean los productos de limpieza, bragas inauditamente sustraídas... y un rotulador final, tan gamberro como gracioso. Les recomiendo que en esta parte presten especial atención a la emotiva sección XVII. Después, Marino nos invita a salir “De bares”, una franja narrativa llena de personajes solitarios, reflexiones a mitad de camino entre lo serio y lo zumbón, pintadas en los aseos, música ambiental, bebedores recalcitrantes e incluso un guiño a Los Simpson. Y, por fin, “Las clases”, con el bostezo continuo de los estudiantes, la rabia por tener que aprender palabras que nada significan para ellos y el estupor creciente del profesor, que oscila entre la entrega sacerdotal y el hastío (detengan la mirada sobre todo en la bellísima secuencia V, que sin duda emocionará a todas las personas que se dediquen a la enseñanza).

El volumen, que se lee con fluidez, está salpicado por agradables pinceladas de humor, que otorgan una coloración distinta a situaciones cotidianas (es decir, invisibles) y que los lectores aplaudimos, porque nos permiten contemplar dichas situaciones “desde el otro lado” (como las ronda el poeta, según García Lorca). Con buen ojo narrativo, el autor registra los perfiles de la realidad y los va yuxtaponiendo en sus hojas, para mostrarnos las teselas de nuestro entorno, el mosaico multicolor de la piscina, del supermercado, del bar, del centro de enseñanza. Las viñetas del mundo. Es decir, aquello que los demás tenemos delante y en lo que, quizá, no hemos reparado. Hagan el experimento de leerlo. Verán qué curioso.

sábado, 6 de abril de 2024

Señoras y señores

 


Cuando tuve en mis manos por primera vez el volumen Señoras y señores, de Vicente Verdú, yo andaba aún lejos del medio siglo, así que no experimenté (para qué voy a decirles otra cosa) una curiosidad excesiva por el libro. Pero ahora, cuando ya he ingresado con holgura en esa franja (de Gaza), me abismo por fin en sus líneas. Y qué delicia, oigan. Qué maravilloso retrato global de las emociones, éxitos, certidumbres, zozobras, rarezas, fracasos y sabidurías que se obtienen en esa (en esta) prevejez.

Constata Verdú (con una prosa excelente, maravillosa) algunas peculiaridades de esa edad complicada, interregno y frontera, en la cual, pasada “la bisectriz de la edad” (p.173), se empieza a ser invisible desde el punto de vista erótico; y también se empieza a resultar inexistente para el mundo de la publicidad (salvo para los anuncios de gafas, audífonos y seguros de vida). El espejo, que pudo ser un aliado o un colega, ahora es una fuente desagradable de sorpresas, porque nos devuelve una imagen que nos parece infiel o inexacta. Las fotografías ya nunca muestran la cara o el cuerpo que creemos tener. Los vídeos se obstinan en dejar clara “nuestra creciente obsolescencia” (p.83). Y la muerte se convierte en un territorio que se aproxima con inquietante chirrido, después de dejarnos “tiroteados por los años” (p.123).

¿Se puede entender este ensayo a los veinte, a los treinta, a los cuarenta? Yo creo que no. Pero si ustedes han llegado ya al medio siglo, les ruego que no se priven del placer intelectual de acercarse a estas páginas, ante las cuales se encontrarán docenas de veces asintiendo con la cabeza. E insisto: qué prosa, oigan. Auténtica maravilla. Como muestra, les dejo algunas de las frases que he subrayado en el tomo, aunque les adelanto que son una pequeñísima porción de las que ustedes, seguro, subrayarán.

“Como regla maestra, a esta edad debe abandonarse la vanidad de considerar el cuerpo como pieza a exhibir y, en consecuencia, conducirse con la ropa de modo que lo que se lleve encima patentice su vocación de tapar y no de enaltecer”. “Lo normal no es ahora tener salud, sino ir tras ella, buscarla, recuperarla”. “El silencio coagula la discordia, paraliza la dialéctica del desacuerdo y permite vivir como en una piscina de mercurio, blindada, refulgente”. “La muerte, en fin, no nos necesita: la muerte nos ignora. ¿Por qué no ignorar, por tanto, a la muerte?”. “Los recuerdos de otros muertos que prosiguen activos en nuestra memoria son como cintas de vídeo que vamos distribuyendo a otros seres vivos y cercanos que no les conocieron”. “No es igual aceptarse que aceptar a los otros, pero siempre es más factible tolerar a los demás cuando uno ha tropezado repetidamente con la imposibilidad de ser mejor y ha reconocido su insuficiencia”. “Nos iremos, pues, a la tumba atiborrados de sueños, deseos, invenciones”. “Cuando los sueños, por fin, se extinguen y los oídos dejan de escuchar los cantos de sirenas, el hecho de vivir puede cobrar una dignidad benefactora mediante la aceptación del fracaso”. “La vida viene a ser, una y otra vez, en cualquier tiempo, la mejor edad donde ser feliz”.

jueves, 4 de abril de 2024

Homenaje debido

 


Repetía a menudo mi madre aquello de que es de bien nacidos ser agradecidos. Y esa verdad, trasladada al mundo de la literatura, siempre la he respetado de forma escrupulosa: me alegra, me enorgullece, me nace ponerme en pie y tributar mi aplauso a los libros que traen enseñanza y emociones a mi espíritu. Observo que también lo hace Dionisia García en las páginas de Homenaje debido, un hermoso volumen que publica el sello Renacimiento y que se abre con un trabajo dedicado a Quinto Horacio Flaco (“Siempre he sentido preferencia por él”, p.18), un poeta sabio, hondo y equilibrado cuya influencia se ha extendido por el mundo de la literatura durante los últimos dos mil años. Después, nos propone un recuerdo para las figuras femeninas que burbujean en la obra cumbre de Cervantes, deteniéndose sobre todo en el ser jánico Dulcinea/Aldonza, explicándonos el delicado equilibrio que don Miguel establece entre las dos y cómo “ambas se necesitan, y el escudero Sancho Panza es el intermediario mayor entre lo imaginado y lo real” (p.29). También, en este segundo capítulo, nos lanza un leve (engañosamente leve) interrogante en la página 39, que dejo para reflexión de los lectores: “¿Besaba don Quijote?”.

A partir de ahí, plural y sugerente, Dionisia García nos habla de las dos mujeres amadas por Antonio Machado (ambas mucho más jóvenes que él y ambas tristes en su brevedad); de su fervor por la obra poliédrica del francés André Maurois (“Junto a su excelencia creadora, era un gran buscador, no solo de lo trascendente, sino del mundo todo”, p.64); de su admiración por la poeta Anna Ajmátova, gran voz golpeada por el salvajismo estalinista; de Edith Stein, Simone Weil y Etty Hillesum, que estaban “unificadas por su espiritualidad” y que “vivieron tiempos difíciles y oscuros” (p.86); del príncipe de Lampedusa, autor de la inolvidable novela El gatopardo; y, por fin, de la filósofa malagueña María Zambrano, quien a pesar de la dificultad que presenta siempre su lectura (“Discípula de Ortega, no heredó María Zambrano de su maestro la claridad que tanto se agradece”, p.143) nos entregó obras de auténtica valía, como la que centra este escrito, dedicado a la vigencia de la filosofía de Séneca, “recuperada de nuevo para las épocas” (p.156).

Una obra llena de inteligencia, reflexión y buena literatura, que aconsejo leer en completo silencio y con un lápiz en la mano, para subrayar y tomar notas.

martes, 2 de abril de 2024

Purasangre

 


No sabría precisar (tengo la mala memoria de los lectores felices) el momento exacto en que cogí entre los dedos mi primer libro de Noelia Lorenzo Pino. Puedo precisar que era el mes de julio de 2015. Nada más. Quizá fue un sábado; quizá un miércoles. No lo sé. Tampoco recuerdo qué previsiones tenía sobre ella o su literatura cuando abrí las páginas de La sirena roja. Sí que puedo asegurar que la novela me fascinó, porque mis cuadernos de lectura no mienten. Y también puedo decir que, desde entonces, no he parado de acercarme a sus obras y de reseñarlas, con admiración indeclinable: La chica olvidada (2016), Corazones negros (2018), La estrella de quince puntas (2020), Chamusquina (2021), Animales heridos (2021) y Blanco inmaculado (2022). Ahora, con la alegría de un rompimiento de gloria, llega a mis manos Purasangre, y me vuelvo a encontrar con la oficial Lur de las Heras y la agente Maddi Blasco, envueltas en la investigación de otro caso: la desaparición de la joven Sua Arismendi, nieta de una vecina de Lur.

¿Cómo lo afronta Noelia Lorenzo? Pues con el mismo y brillante procedimiento que había consolidado en sus volúmenes anteriores y que constituye la marca de la casa. En primer lugar, esculpiendo cada personaje con rotundidad buonarrótica, sin importar el lado de la balanza en que se encuentre. Para la escritora irundarra no parece haber figuras menores, de tal modo que su esfuerzo consiste en dotar a todas de densidad, perfiles, ciénagas, errores y brillos. Los retrata por dentro y por fuera. Los concibe con mimo y delicadeza, con minucia y respeto, para que quienes los conocemos a través de la tinta seamos capaces de percibirlos como seres auténticos, llenos de determinación y de flaquezas, enérgicos y vulnerables. Todos tienen traumas, problemas e ilusiones. Todos viven zozobras y experimentan euforias. En segundo lugar, convirtiendo la narración en un espacio de saltos temporales, donde las analepsis son manejadas con brillantez majestuosa y dotan al texto de un dinamismo enorme, galvánico, cardíaco. En tercer lugar, jugando con los elementos policiales o de intriga, para que cada cierto número de páginas creamos haber descubierto la clave del asunto… y de inmediato conducirnos por otro sendero diferente, sin que nuestro orgullo intelectual sufra. En cuarto lugar, sometiéndonos a una tensión sofocante durante las últimas setenta páginas, en las cuales el lector sabe cosas que los investigadores desconocen y eso acelera su pulso (Alfred Hitchcock aplaudiría este procedimiento), porque querría meterse en el libro y guiarlos a través de la nieve hasta donde se encuentra la solución del caso.

Podría seguir explicándoles los mil perfiles de mi admiración, pero temo resultar pesado o inoportuno. Dicen que los mejores relojes son los suizos. Pero los relojes novelísticos que es capaz de urdir Noelia Lorenzo Pino no se quedan, ni mucho menos, atrás. Disfruto sus libros desde el primero hasta el último de sus párrafos, porque nunca hay fallas, ni errores, ni zonas grises. Es maravilloso (lo he escrito otras veces y lo reitero) que una profesora de corte y confección sea la que mejor corta las telas negras novelísticas en nuestro país. Me pongo en pie ante Su Majestad.

lunes, 1 de abril de 2024

Los versos de Pedro Pueblo

 


Hemos olvidado, quizá con demasiada rapidez o con preocupante liviandad, que durante unos años la poesía fue, además de belleza y luz, un vademécum de lágrimas, un altavoz, un arma de combate (cargada de futuro). En la actualidad, rebozados en refinadísimos mecanismos de anestesia, contemplamos aquellas páginas de antaño (Gabriel Celaya, Blas de Otero) con la distancia de quien juzga niñería o pataleta coyuntural aquellos libros de denuncia, que a muchos parecen ociosos, chatos o desdeñables. Yo, que me crie con el teatro de Albert Camus y con la música de Paco Ibáñez, Pablo Milanés y Silvio Rodríguez, guardo una profunda gratitud por aquellas gargantas civiles, firmes y aguerridas, que no soñaban tanto con la gloria individual como con la justicia y el pan para todos: un empeño casi evangélico al que ahora se empeñan en que etiquetemos de “ingenuidad”, de “candor” e incluso de otros sustantivos menos nobles.

En esa línea, hoy revisito Los versos de Pedro Pueblo, de Pedro Guerrero Ruiz, un delicado opúsculo en el que, junto a las ilustraciones de Salinas Correas, José María Párraga y Rafael Alberti, se arraciman unos versos de intención patriótica (“Me duele España / como me duele mi madre / cuando enferma”) y sobre todo social (“Yo soy también de los desesperados, / de los que sufren el exilio / de la palabra, de los muertos; / de los ignorantes vivos / y de los que levantan el legón / y edifican el camino”). El poeta lorquino, por si pudiera caber alguna duda al respecto, lo declara con nitidez en la página 29: “Escribo para todos”. Y lo hace para “defender la libertad / con la honradez del verbo”. Sus palabras quieren ser testimonio, compañía, abrazo, sonrisa y consuelo. Quizá porque entiende que la principal misión de la poesía es envolver, apoyar y proteger a las personas más vulnerables.

Recomiendo de forma especial que lean ustedes un poema de honda religiosidad que ilumina el comienzo del tomo (“El Cristo vivo”) y sus preciosos homenajes a Rafael Alberti (“Todo un cosmos”), José María Párraga (“Hermano del alma”) o Paco Rabal (“Que conoce estos poemas desde que surgieron”).

sábado, 30 de marzo de 2024

El manuscrito de nieve

 


A principios del año 2015 leí, con auténtico interés y con auténtica ilusión, el libro El manuscrito de piedra, de Luis García Jambrina, atraído por la circunstancia de que se tratase de una novela policial en la que el pesquisidor era ni más ni menos que el bachiller Fernando de Rojas, futuro autor de La Celestina. Luego, acabada la experiencia, descubrí que la novela, en mi opinión, no terminaba de conjugar bien la narración y la documentación. Es decir, que el autor zamorano no había encontrado una fórmula equilibrada y convincente en la cual los numerosos datos históricos, artísticos, etc, quedasen imbricados en la novela de un modo “creíble”, utilizando (por ejemplo) una voz narrativa omnisciente que nos los suministrara, en lugar de dejar que fueran los mismos personajes quienes, de un modo forzadísimo, nos dieran cuenta de ellos. “Esta iglesia, que se construyó en el año… mientras era obispo…, el cual procedía de…”. Chirriante.

Pese a todo, he acudido ahora a El manuscrito de nieve, para ver si el formato variaba o si García Jambrina mantenía el procedimiento. La intriga novelesca se articula en esta nueva narración sobre las sucesivas muertes de estudiantes y religiosos a quienes se amputa un elemento relacionado con los sentidos corporales (manos, orejas, nariz, etc). Hasta ahí, un arranque argumental casi cinematográfico, que puede seducir con eficacia a los lectores. El problema es que se nos continúa lanzando un altísimo número de informaciones históricas a través de los diálogos de los personajes: la vida de la erudita Beatriz Galindo (páginas 108-110); los pormenores de los bandos políticos salmantinos en el siglo XV (páginas 132-135); las circunstancias biográficas de fray Juan de Sahagún (páginas 164-166); los apodos de las órdenes clericales en la ciudad del Tormes (página 207)… Dada la profusión de estos episodios, el lector tiene la sensación de ir avanzando por la historia con las piernas hundidas en el barro hasta la altura de la rodilla, lo que vuelve lento y enojoso el caminar. ¿Eso supone que haya que renunciar a los datos? En modo alguno. Umberto Eco, Marguerite Yourcenar, Robert Graves o Arturo Pérez-Reverte lo introducen en abundancia. Se trataría solamente de adecuarlos a un formato que resulte menos estridente para la persona que visita las páginas. Utilicemos un ejemplo para ilustrarlo: que dos personajes de una novela paseen por la puerta del museo del Prado y que uno de ellos le cuente al otro el apellido del arquitecto que lo diseñó o el mes y año del inicio de las obras se nos antojarían inaceptables pedanterías, que estorban en la narración, porque apenas pueden ser justificadas. ¿O no les parece? Cuando no hay poda suele haber sofoco. Así lo pienso.

Aparte de los manuscritos de piedra y de nieve me quedarían por visitar los de fuego, aire, barro y niebla. Muchos manuscritos me parecen.

jueves, 28 de marzo de 2024

Desde el mirador

 


Todos hemos conocido, alguna vez, la soledad de los hospitales. Esas horas vacías, silenciosas, inquietantes, que parecen no acabarse nunca. Ese sonido burbujeante de respiradores y goteros. Esa luz roja de submarino que corona por dentro de noche la puerta de la habitación. Ese trasiego aséptico de fantasmas blancos que traen o llevan, en horas imposibles, todo tipo de bolsas, bandejas, pastillas.

La protagonista de Desde el mirador, de Clara Sánchez, se ha visto de pronto sometida a varias soledades, a varias zozobras, a varios puntos de inflexión: su marido, Mario, es una presencia que huye, que se aleja, que se ha entregado al mundo (quizá también a otra mujer); su hija adolescente empieza a dibujar su propia vida; su padre es un hombre de setenta años que ha descubierto de pronto el talud de la edad; y su madre, por sorpresa, ha sufrido un infarto cerebral que la recluye durante semanas en un centro sanitario, afásica y desconectada del exterior. Golpeada por este granizo de infortunios, la narradora experimenta la necesidad de encontrarse a sí misma, saber quién es y hacia dónde va. Por un lado, tiene el recuerdo de Cati (antigua compañera de trabajo de la que la vida la distanció); por otro, a Gamboa (un lánguido oficinista no muy hablador con el que cruza algunas frases diariamente). Además, ha comenzado a recurrir a dos terapias complementarias: la visita a un psiquiatra (quien le prescribe unas grageas para regularizar su ánimo) y la soledad de un mirador hospitalario (desde el que contempla en silencio el paisaje). Con todos esos ingredientes (y sobre todo con su reflexión continua, con sus recuerdos), la mujer deberá buscar un orden, un sentido al que aferrarse para seguir avanzando.

Es curiosa la forma en que, mientras leía esta novela, pensaba en una cuerda larga, firme y llena de nudos. La cuerda sería el hilo narrativo; y los nudos representarían las pausas reflexivas, en las que Clara Sánchez, a través de su protagonista, nos invita a reflexionar sobre la memoria, sobre la infancia, sobre el dolor, sobre los quebrantos del ánimo, sobre las erosiones que nos infligen los calendarios y sobre la esperanza, entregándonos frases como esta: “La enfermedad enseña nuestra vulnerabilidad, la exhibe. Publica lo que de verdad somos, unos animales más”. O como esta: “Nunca se puede juzgar porque nunca se sabe la verdad. Lo que se siente y se piensa íntimamente es una incógnita”. O como esta otra: “No sé qué hacer con las cosas que no hago”.

Una narración triste, dura y magnífica.

martes, 26 de marzo de 2024

La uruguaya

 


“Guerra” es (nadie, desgraciadamente, necesita que le expliquen el significado de esa palabra) un conflicto violento, en el que se producen muertes y atrocidades. Pero el hecho de que el protagonista de esta historia (el escritor bonaerense Lucas) se despierte varios días y su esposa le comunique que ha pronunciado otra vez esa palabra durante la noche no indica que se trate de una persona obsesionada con el mundo militar, o que esté viendo demasiadas películas bélicas, o que se encuentre componiendo una novela con esa temática, sino que tiene, en secreto, una amante llamada Magalí Guerra, que vive al otro lado del río, ya en territorio uruguayo.

En realidad, si queremos ser rigurosos, llamarlos “amantes” quizá resulte un poco excesivo, porque nunca han hecho el amor: se conocieron durante una reunión literaria, se dieron algunos besos impulsados por el alcohol, se acariciaron con más pasión que premeditación… y han ido difiriendo la entrega total, porque él es un hombre casado, ella tiene novio y, además, siempre se les acercaba alguien cuando estaban a punto de entregarse al sexo. Ahora, por fin, aprovechando un viaje que Lucas tiene que realizar a Montevideo para cobrar allí una importante cantidad de dinero por sus libros (la gestión bancaria en su ciudad, por motivos fiscales, le resultaría mucho más gravosa), decide que es el momento de alquilar una buena habitación de hotel y reunirse allí con Magalí, quien acaba de romper con el novio.

Ustedes podrían preguntarme: ¿Va a resultar todo tan sencillo, tan excitante y tan placentero como a primera vista parece? Mi respuesta tendría que ser negativa: a Lucas le esperan unos acontecimientos traumáticos que lo golpearán con saña, y que lo van a marcar para el resto de su vida. Ustedes podrían preguntarme también: ¿A quién le está contando Lucas esta historia, utilizando la primera persona narrativa? Mi respuesta quizá les sorprenda: a su esposa, Catalina. Permítanme que no les explique por qué: les dejo esa sorpresa lectora a ustedes.

Fluido, convincente y hábil, Pedro Mairal llega a mis ojos por primera vez con esta novela sobre las vacilaciones de la edad, los arrebatos imparables de la pasión amorosa y los despiadados laberintos del desengaño y la duda; y me ha dejado una gratísima impresión, que pronto buscaré corroborar en otros libros suyos.

domingo, 24 de marzo de 2024

Un lugar soleado para gente sombría

 


Siempre he distinguido con nitidez entre el terror y el horror. No se trata (me apresuro a explicarme) de una cuestión semántica pura. Ni soy lexicógrafo, ni los diccionarios me suelen conceder la razón, pero para mí está muy claro: el terror puede ser puntual (un susto paralizante, que nos golpea de improviso) o gradual (puede ir creciendo, revelándose con dimensiones cada vez más oscuras). El terror brota y nos golpea. El terror nos sacude o nos paraliza. El horror, en cambio, es para mí otra cosa: el horror es niebla, envoltura, indefinición. El horror es atmósfera mefítica. Es un aura que lo impregna todo y que empapa nuestras sensaciones. Y en ese ámbito Mariana Enriquez (Buenos Aires, 1973) se mueve con comodidad y eficacia. En los doce relatos que se alinean en Un lugar soleado para gente sombría (Anagrama, 2024), la escritora argentina ha construido con singular tino ese halo envolvente que barniza sus propuestas: una doctora que vive en un barrio seriamente conflictivo y que descubrió hace tiempo que tenía la asombrosa capacidad de ver y calmar a los fantasmas; una chica a la que se descompone la piel de la cara (se le llena de llagas y gusanos); unos pájaros que son en realidad mujeres que han sufrido una transformación; gatos ahorcados con un collar de perlas; una muchacha obesa, que disfruta teniendo relaciones sexuales con espíritus (los hombres y mujeres visitados por esas presencias ultraterrenas se reúnen en The Marjorie Cameron Church in the Desert); una mujer a la que extraen un mioma y decide practicarse con él una inquietante cirugía; la lujosa ropa de una mujer fallecida, que transmite a las nuevas propietarias las heridas brutales que ella sufrió; espejos que devuelven imágenes imposibles; camas en las cuales se tumba a nuestro lado una persona moribunda… El catálogo de imágenes sofocantes o que se adentran en la insania resulta abrumador. Nadie gana a Enriquez en riqueza (y discúlpenme el juego de palabras, que ha salido sin premeditarlo y que mantengo con cariño): el poder de su literatura es tan eficaz como sobrecogedor. Lo conocíamos, sí, pero en las páginas de Un lugar soleado para gente sombría alcanza un fulgor mesetario.

Busquen la obra y dedíquenle unas horas de su tiempo. Me lo agradecerán.

viernes, 22 de marzo de 2024

Cuatro poetas en guerra

 


Leo, de forma pausada y conmovida, el volumen ensayístico Cuatro poetas en guerra, donde Ian Gibson se aproxima a escritores emblemáticos como Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Miguel Hernández, en el contexto de la guerra civil española de 1936. ¿Qué ocurrió con ellos, antes y después? ¿Qué anécdotas tenemos perfectamente documentadas y cuáles pertenecen más bien al ámbito de la suposición? El trabajo de Gibson, ocioso me parece adjetivarlo, es admirable, ecuánime, convincente.

Este viaje por la memoria y la tristeza se inicia con Antonio Machado, el poeta que terminaría muriendo en Colliure, derrotado, abatido y dejando a su espalda un país en el que continuaban la muerte, la destrucción y la saña. E ignorando las circunstancias en que se encontraba su último amor, Pilar de Valderrama, una mujer casada, “muy católica y de derechas” (p.47), de la que había tenido que separarse por la guerra, la cual seguía “embistiendo testaruda y bestial, una guerra sin sombra de espiritualidad, hecha de maldad y rencor, con sus ciegas máquinas destructoras vomitando la muerte de un modo frío y sistemático” (p.57). Ni siquiera le quedaba el tibio consuelo de conservar las cartas de su amada Guiomar, porque seguramente las perdió durante el agónico traslado (“Sobre su paradero nunca se ha averiguado nada”, p.64).

Después se adentra en la figura de JRJ, de quien se suele hablar menos en este tipo de libros, porque se le contempla como un ser “apolítico” y alejado de los estruendos de la contienda. Nada menos exacto: Juan Ramón firmó numerosos manifiestos, se adhirió a actos republicanos y redactó páginas cristalinas sobre su compromiso democrático, que no siempre han merecido la difusión de la que otros gozaron. Recomiendo de forma especial acercarse a este capítulo 2, por su interés a la hora de completar la figura de uno de los intelectuales más densos y elevados de nuestra literatura.

En el siguiente peldaño, Federico García Lorca. Todas las noticias que aporta y ordena Gibson en este capítulo estaban, prácticamente iguales, en sus libros anteriores; pero sigue siendo sobrecogedor volver a pasear los ojos por ellas, para despejar dudas, aclarar responsabilidades, arrebatar máscaras y señalar sin miedo ni medias tintas a víctimas y verdugos. Si existe una vida después de la muerte, me gustaría asistir (humildemente, desde el patio de butacas) al abrazo entre Gibson y García Lorca, conmovidos los dos.

Y, por fin, Miguel Hernández, el veinteañero que venía de Orihuela y para el que unos meses de estancia en Madrid resultaron suficientes de cara a que “se inflara como un aerostato su ambición de ser poeta de alto renombre” (p.229). Allí se unió sentimentalmente a la pintora Maruja Mallo y se alejó de Josefina Manresa, su novia del pueblo. Sufrió la muerte de su primer hijo (diez meses) en plena guerra civil. Padeció la indignidad de que su antiguo amigo el canónigo Luis Almarcha (futuro obispo de León) no moviese un dedo para salvarlo de la muerte. Y la escena de su boda, mientras agoniza arrojando pus, es espeluznante.

Con Ian Gibson, volveré a insistir, España tiene una deuda impagable, porque nos ha iluminado y enriquecido con sus investigaciones. ¿Leer estas páginas que hoy comento hace daño? Claro que sí. Mucho daño. Pero el motivo para hacerlo, ahora y siempre, es clarísimo: el olvido supondría demasiada consideración (cuando no una abierta complicidad) con la más fuerte e injusta de las partes. Y por ahí no podemos pasar. El olvido, en estos casos, no es una opción.

miércoles, 20 de marzo de 2024

El contrabajo

 


Hace unos treinta años leí El contrabajo, de Patrick Süskind. Estaba de visita en la casa de unos amigos y, mientras todo el mundo bajaba a la playa (que a mí me da repelús), me instalé en el sofá de su casa, saqué de mi mochila el libro (que había comprado unos días antes) y comencé su lectura, que terminé esa misma tarde. Recuerdo que, tras el asombro que me deparó El perfume, había desarrollado curiosidad por acercarme a otras obras del autor. Y recuerdo también (ay) la profundísima decepción que me asaltó cuando terminé sus páginas. ¿Qué diablos era aquel breve opúsculo? ¿Una narración cuyo sentido yo no era capaz de interpretar? ¿Una tomadura de pelo? Ahora, con más lecturas y más criterio, vuelvo al libro… y corroboro mis juicios juveniles. Menuda tontuna. Menudo manojillo de hojas inanes.

Imaginen a un músico de treinta y cinco años que, dentro de una habitación insonorizada, se dirige a otra persona explicándole lo que opina sobre Wagner, sobre Schubert, sobre la evolución del contrabajo, sobre las composiciones que para ese instrumento se han ideado, sobre los callos que padece por culpa de las interminables horas de práctica, sobre las numerosas cervezas que está obligado a beber para reponer líquidos por la sudoración. Y, para salpimentar, nos habla de su inocua o inicua vida sexual (“Yo no he poseído a ninguna mujer desde hace dos años”) y su actual obsesión por Sarah, una mezzosoprano mucho más joven que él y que, por ahora, lo ignora. “Lo más probable es que sea humanamente imperfecta, que carezca de personalidad, que sea intelectualmente mediocre, que no tenga categoría para un hombre de mi talla”, pero aun así la ama. “El amor de un contrabajo”, que diría el maestro Chéjov.

Bien, aceptemos ese marco narrativo. La pregunta es a dónde nos lleva, al final del volumen. Pues se lo puedo resumir en tres palabras: a ningún sitio. Tras todo este bombardeo “novelístico” (permítanme que me ría), descubrimos que el chico simplemente se va de la casa y deja a su paciente auditor escuchando un disco. Tras escucharle demasiadas páginas llenas de términos musicales, que apenas llamarán la atención de los entendidos, Süskind fuese y no hubo nada.

No me pilla en otra.

lunes, 18 de marzo de 2024

660 mujeres

 


Resulta sencillo admirar la pintura de los hiperrealistas, como Antonio López, Helena Hugo, Slava Groshev o Marta Penter, porque el impacto visual de sus lienzos es instantáneo: nos llegan, nos asombran y provocan nuestro aplauso. Han conseguido geminar con formas y colores una imagen que alcanza el rango de fotográfica, y esa diabólica habilidad nos embriaga. Pero conviene recordar que existen otros modos creativos que también hablan (que tan bien hablan) de sus autores. Por ejemplo, la seducción visual que puede generarse trazando pinceladas sueltas y dejando que las retinas de quienes contemplan el cuadro construyan con ellas la imagen final. En el mundo de la literatura acabo de volver a constatar esta técnica en el libro 660 mujeres, de Cristina Cerrada. La escritora madrileña no construye aquí cuentos rectilíneos, nítidos y cerrados, sino orbes nebulosos, mosaicos de perfiles evanescentes en los cuales la persona que está leyendo tiene que intervenir, concentrar la atención al máximo, rellenar las zonas oscuras. Los personajes de “Que vuelva el poderoso nadador”, “El baño de Betsabé”, “El niño” o “Anatomía de Caín” devienen seres complejos, que la autora pone ante nuestros ojos para que tratemos de penetrar en sus recovecos y seamos capaces de entenderlos (o, al menos, de concebir una hipótesis razonablemente sólida sobre sus sentimientos, metas y motivaciones).

El reto, desde luego, presenta su dificultad, sobre todo si quien está leyendo es una persona acostumbrada a narraciones más queratinosas que gelatinosas: es decir, más sólidas y definidas. Pero creo que Cristina Cerrada lo resuelve de un modo espléndido, consiguiendo quince historias que te reclaman, te interpelan, te requieren. Memorable.

sábado, 16 de marzo de 2024

Sueño profundo

 


Una sensación incómoda me ha acechado mientras avanzaba por las páginas de Sueño profundo, de Banana Yoshimoto (que traduce Lourdes Porta para el sello Tusquets): la de considerar, casi en cada párrafo, que ninguno de sus personajes actuaba de forma “comprensible”. Cuando yo esperaba una explosión de ira, ellos se hundían en un silencio profundo; cuando me parecía perfectamente lógico que experimentasen celos o que fueran asaltados por las lágrimas, perdían la mirada en un ventanal, casi hieráticos; cuando se imponía (o eso pensaba yo) abrazar la almohada, salían a pasear en medio de la madrugada. Esos detalles comenzaron a agruparse en órbitas giratorias y, de súbito, notaba que me alejaban del núcleo de la lectura, que no me dejaban disfrutarla en plenitud. Hasta que comprendí dónde residía la causa de mi error: en no advertir su condición nipona. Es decir, en empeñarme en mirar las tramas, las reacciones, los sentimientos, incluso los diálogos como si se tratara de personajes españoles. Y no lo son. De hecho, hacia la página 50 me detuve y comencé de nuevo. Entonces, sí, pude disfrutar de estos tres magníficos relatos.

En “Sueño profundo” acompañé a Terako, amante de un hombre cuya esposa se encuentra en estado vegetativo; en “La noche y los viajeros de la noche” descubrí el modo en que una chica encaja la muerte de su hermano Yoshihiro y cómo esta defunción impregna también sus relaciones con Sarah y Marie, las dos mujeres que lo amaron; y en “Una experiencia” me asombró la manera en que una chica que ha comenzado a beber demasiado es visitada (o eso cree) por el fantasma de Haru, una muchacha con la que mantuvo una relación difícil en el pasado.

Qué elegante es Banana Yoshimoto y qué deliciosa puede ser su narrativa, cuando uno no comete el error (mea culpa) de juzgarla con ojos eurocéntricos. Volveré a sus libros, estoy seguro.

jueves, 14 de marzo de 2024

De aurigas inmortales



Salí de la universidad de Murcia en 1990, habiendo recibido allí durante cinco años clases de algunos profesores magníficos. Poco después, cuando estaba ya en la recta final de mis oposiciones docentes, me llegó la noticia de que uno de ellos, Vicente Cervera Salinas, acababa de ser reconocido en los premios América de poesía por su primera obra en verso. Se titulaba De aurigas inmortales, y vio la luz en 1993. No pude leerla de forma inmediata (el ejército se empeñó en que me incorporase a sus filas), pero sí que lo hice un poco después. Y ahora, casi treinta años más tarde (Dios mío), vuelvo a ella.

Es un libro magnífico, sin duda. En él descubrimos al joven embriagado por los aromas de la cultura, al joven que rinde culto extasiado a la belleza, que compone unos estupendos poemas donde Kierkegaard, Novalis, Pessoa, Yeats o Eluard nos dejan oír sus voces, llenas de pensamiento, reflexión y oportunas remembranzas biográficas; y nos dejan también (gracias a la magia del poeta-médium) penetrar en sus almas heridas, en sus corazones maltrechos. Muchas veces, descubrimos con rapidez la identidad de la persona destinataria (Juan Ramón Jiménez se dirige a Zenobia; Antonio Machado, a Leonor; James Joyce, a Nora); pero en otros casos tendremos que acudir a Internet para descifrarla (¿quién es la Minny a la que invoca Henry James o la Laura a quien habla Robert Graves?). Ese es otro de los encantos del volumen: la excitación intelectual, amplísima, que genera en las personas decididamente curiosas. Es posible que, para quien desconozca las ideas de (pongo por caso) Novalis, pueda resultar complejo adentrarse en el espíritu profundo del poema que Vicente Cervera le consagra. Pero creo que la respuesta más inteligente por parte de la persona que lee consiste en aceptar el reto, la invitación, que el autor le desliza de forma implícita con sus versos: conóceme. Acércate para entenderme. Accede al arca de mi corazón. Y ahí, se lo aseguro, esplende la luz.

Dueño de una sensibilidad exquisita y de una cultura vasta y contagiosa, Vicente Cervera modeló en esta primera entrega poética un trabajo realmente hermoso, que me ha encantado releer.

martes, 12 de marzo de 2024

Una estrella

 


Es difícil saber cuántos dolores (y qué hondos) afligen a la persona que tenemos delante. Y esa dificultad puede conducirnos al error de etiquetarla, sin más base que la sospecha, la “lógica” o los prejuicios. Estrella Torres, una atractiva joven pelirroja, se encuentra en la barra de un bar bastante hediondo, casi al filo de la medianoche. Está tomando notas en un cuaderno y le formula varias preguntas al camarero quien, suspicaz, no sabe qué actitud mantener con ella. ¿Será una policía? ¿Una periodista? ¿Alguien que busca problemas? Para tranquilizarlo, la muchacha le explica que está escribiendo una novela y que quiere conocer a los jugadores de póker que se encuentran en la parte de atrás, como parte de su proceso de documentación. Es una demanda extraña, en verdad, pero al menos no incurre en lo inquietante.

Todo cambiará cuando entre en el local un borracho que responde al nombre de Juan Domínguez, quien la reconoce como la hija de su buen y fallecido amigo Rafael Torres, otro bebedor y jugador irredento. En ese punto, las máscaras caen al suelo y comprendemos que Estrella ha acudido a ese tugurio infecto para exorcizar los demonios que calcinaron su infancia y la de su madre, por culpa de un ludópata que jamás las trató de forma cariñosa, ni las protegió, ni les sirvió de ayuda. Todos los insultos, todas las recriminaciones, todos los gritos que no pudo lanzar su padre a la cara podrá ahora verterlos sobre Juan, quien padece a su vez el desprecio de una hija que no quiere verlo. Dos seres heridos que, de una forma cenagosa, se atraen y se repelen, se odian y se necesitan. Se complementan.

Otra fructífera excursión de Paloma Pedrero por las zonas más oscuras del alma humana, que a través del diálogo (sofocante, lleno de bilis y antiguas heridas) nos golpea con brutal eficacia.

domingo, 10 de marzo de 2024

El síndrome Frankenstein

 


Jorge Luis Borges, con la retranca meticulosa del que profiere una obviedad que los demás parecen no haber advertido, dictaminó hace años que el concepto de “viaje espacial” se le antojaba muy curioso, porque todo viaje es espacial. Con idéntica ironía podría haber recordado que todo viaje es también temporal, porque compromete un avance en los relojes o los calendarios. El reto narrativo que se plantea Elia Barceló en El síndrome Frankenstein (y que comenzó a fraguarse en su aplaudido y premiado volumen El efecto Frankenstein) se vertebra sobre un prodigioso conjunto de viajes, espaciales y temporales, en los que sus protagonistas se verán inmersos.

Pongámonos, aunque sea levemente, en situación. Y para eso nada más útil que colocar sobre el tablero los naipes fundamentales de esta arriesgada e irresistible partida de cartas: el monstruo al que el doctor Frankenstein le restableció la vida en el siglo XVIII, que después de haber sido bautizado como Michl, ahora es conocido como Viktor Frank, un multimillonario al que la cirugía estética ha dado nueva imagen; los condes Maximilian y Eleonora Von Kürsinger, habitantes del castillo de Hohenfels (Salzburgo), que permanecen también incólumes ante la muerte, tras haber recibido una dosis de las misteriosas gotas de Frankenstein; un extraño ser intersexual que responde a varios nombres distintos, aunque se maneja mejor con los de Erin y Mystery Stranger; una empresa farmacéutica todopoderosa que se ha empeñado en conseguir el líquido azul con el que, quienes puedan pagarlo, adquirirán la condición de inmortales; unos laboratorios avanzadísimos, donde se está ultimando un modelo de ginoide (un robot femenino) que resulta casi imposible distinguir de una persona; trampillas secretas que conducen a habitaciones selladas durante siglos; traiciones inesperadas; lealtades que superan todo tipo de pruebas; venenos que son administrados a las personas menos esperadas…

Sé que estarían ustedes encantados de que siguiera y les contara cómo se unen de forma novelesca todos esos caudales (y muchos otros, que prefiero omitir), pero lamento decepcionarles: no lo haré. ¿Cómo iba a ser tan canalla? ¿Cómo iba a arrebatarles el placer de avanzar por estas magníficas páginas de Elia Barceló y sucumbir al encanto irresistible de su talento narrativo? En modo alguno. Lo que sí les aconsejaré es que, venciendo cualquier tipo de pudor que pudieran tener ante las historias “adolescentes” (espero que no sea así), disfracen su corazón de entusiasmo juvenil y se sumerjan sin tardanza en esta historia. Van a pasar unas horas increíbles.