martes, 31 de mayo de 2016

Sombras de sueño



Miguel de Unamuno presenta una peculiaridad (que algunos tildan de problema y otros de seducción) en sus piezas teatrales: que están impregnadas de ideas, encarriladas con ideas, dirigidas hacia ideas y moduladas por ideas. No parece haber vida auténtica en sus personajes, ni diálogos “humanos”, ni situaciones “naturales”. Todo se antojan mecanismos y marcos dispuestos para la exposición y el desarrollo de una tesis, de tal modo que se produce en el lector (e imagino que en el espectador) una especie de asfixia conductista. El abrumador empeño que siempre manifestó por crear en sus novelas “personas” no palpita con igual intensidad en sus páginas teatrales, donde sobresalen el cartón piedra y el melodramatismo palabrero.
Los diálogos, en el mundo escénico de Unamuno, siempre pecan de filosofismo. Los habitan infinidad de juegos de palabras, paradojas, filigranas verbales de las que se extraen lecciones nuevas y hasta aventuras léxicas (como cuando Julio Macedo se aventura en estas páginas a proponer la palabra “poeta” para las mujeres y la voz “poeto” para los varones). Sus personajes entablan, más que diálogos al uso, auténticos duelos dialécticos llenos de ingenio e intelectualismo Pero quizá esas características (y lo apunto como posibilidad) no resulten menos disculpables que el lirismo o el prosaísmo de otros autores, que exploran unas directrices alejadas del habla media.
En Sombras de sueño se nos presenta a dos protagonistas principales: la joven Elvira Solórzano, que vive con su padre en una isla y que se refugia de la soledad leyendo continuamente la biografía del héroe Tulio Montalbán, de quien anda secretamente enamorada pese a las informaciones que lo declaran muerto; y Julio Macedo, un visitante foráneo que ha llegado a la isla y que, para sorpresa de sus habitantes, parece decidido a instalarse definitivamente allí. A partir de ese momento se produce un acercamiento entre ellos, que irá llenándose de matices sorprendentes.

Don Quijote, la fantasía, el cambio de identidad, el mar, la huida del propio destino, la Historia o el amor verdadero serán piezas de un puzle intelectual que no emociona pero que puede distraernos durante un par de horas.

domingo, 29 de mayo de 2016

Los huevos fatídicos



Mijaíl Bulgákov pertenece a ese aleatorio grupo de escritores que tengo ahí, en la estantería, desde hace años o incluso décadas, sin animarme a leerlo. No se trata de una decisión consciente, sino de una postergación azarosa, que en muchos casos se quiebra y que en otros se prolongará, ay, de forma indefinida a causa de mi muerte. El maestro y Margarita, por ejemplo, me muestra su lomo rojo desde hace un cuarto de siglo. Con todo, he preferido iniciar la aproximación con una novela menos voluminosa, que la verdad es que me ha gustado. Me refiero a Los huevos fatídicos, una pieza de título horrendo (para qué lo vamos a negar) pero que plantea un tema interesante: el modo en que el uso incontrolado de la ciencia puede convertirse en una pesadilla.
El gran protagonista es el zoólogo ruso Persikov, experto mundial en anfibios, que en el año 1928 descubre por accidente en su microscopio una multiplicación anómala de amebas bajo la presencia de una luz roja. Tras varios días de observación, se propone escribir un trabajo sobre esta curiosa multiplicación. Con un rayo similar pero de mayor tamaño consigue que los huevos de rana se desarrollen a una velocidad inaudita: nacen los renacuajos y se convierten en adultos con rapidez. Su ayudante está convencido de que el profesor ha encontrado el rayo de la vida. Cuando la noticia trasciende a la prensa y a los responsables políticos, el asunto se comienza a complicar, hasta el punto de que le requisan sus aparatos y los aplican sin control científico sobre huevos de cocodrilo y avestruz, provocando una situación de pánico entre la población desde el momento en que miles y miles de estos animales comienzan a cercar las ciudades.

Escrita con una prosa cuidada y directa, esta historia de Bulgákov nos habla de un mundo en el que los responsables políticos se abalanzan sobre un avance técnico, aún en período de prueba y estudio, y lo transforman en un desastre con tintes de Apocalipsis. Los amantes del género disfrutarán mucho con esta novela de ciencia-ficción.

viernes, 27 de mayo de 2016

El estudiante de Salamanca



Ahí es nada. La historia salmantina de don Félix de Montemar, “segundo don Juan Tenorio” (como lo llama el autor, José de Espronceda, en el verso 100). No atino a recordar en qué fecha leí por primera vez estas páginas. Debía estar recién llegado a las aulas universitarias, así que calculo que sería hacia 1986.  Me encontré en sus versos con un cínico prepotente que, después de engolosinar a la tierna Elvira con la falsedad de sus amores, se distancia gélidamente de ella y le muestra la crueldad del desengaño (“Hojas del árbol caídas / juguetes del viento son: / las ilusiones perdidas / ¡ay! son hojas desprendidas / del árbol del corazón”, vv. 268-272). Al fin, tras grandes tormentos emocionales, “murió de amor la desdichada Elvira” (v.343), tras despedirse por escrito de su impasible amado. Por supuesto, su muerte no quedará impune, porque su hermano don Diego de Pastrana desafía abiertamente al cínico don Félix (“Juego a mi labio han de dar / abiertas todas tus venas, / que toda su sangre apenas / basta mi sed a calmar”, vv.628-631).
Pero la parte más intensa y más conocida de esta obra se produce cuando el descreído don Félix encuentra por la calle a una enigmática mujer vestida de blanco, a quien sigue lujurioso hasta el interior de un cementerio. Allí descubrirá que en ocasiones es mejor mostrarse prudente y no desafiar al Destino, porque puede ocurrir que se reciba un golpe del que uno no pueda reponerse.

Escritos con una engañosa facilidad, los versos de Espronceda mantienen aún el fresco vuelo que tuvieron en sus orígenes. Y aunque numerosos pasajes de su argumento nos produce hoy más sonrisas que otra cosa (la muerte repentina y atribulada de doña Elvira, los desafíos irreverentes de don Félix, cierta rigidez esquemática en la psicología de los personajes) hay que reconocer la vigorosa música que mantiene a flote la obra.

miércoles, 25 de mayo de 2016

Diccionario de nombres propios



Dije que volvería pronto a Amélie Nothomb y no he querido que mi afirmación se cubriera de polvo. Ahora he decidido bucear durante unas horas en las páginas de Diccionario de nombres propios, que traduce Sergi Pàmies para la editorial Anagrama y que nos ofrece un argumento bien singular: la joven Lucette, que se queda embarazada con apenas 19 años, mata al poco tiempo a su marido, Fabien. No le gusta imaginarse un futuro a su lado. No le gustan los nombres que ha elegido para la futura criatura. No cree que su influencia sea positiva para el bebé. Tras tener a la niña en la cárcel, decide llamarla Plectrude. Y una vez bautizada con ese nombre la joven se suicida. La niña queda entonces en manos de su tía Clémence.
A partir de ese instante comenzará a desarrollarse una criatura muy peculiar (tan peculiar como su propio nombre), que asombrará a familiares, profesores y amigos con sus miradas, sus respuestas y sus pensamientos. Y esa niña acabará por ingresar en la escuela de la Ópera para convertirse en bailarina. Allí se someterá a disciplinas gimnásticas y alimenticias brutales con un solo objetivo: alcanzar la sensación de que vuela (“El ballet clásico es el conjunto de técnicas encaminadas a presentar como posible y razonable la idea del despegue humano”). Pero pronto surgen problemas de salud graves que trastocan sus planes y le hacen plantearse un cambio radical de vida.
¿Impresión que me produce la novela? Pues sólo atino a definirla como “contradictoria”. Me ha deleitado durante el 90% del viaje, con sus frases cortas, sus diálogos, su arquitectura turbadora… Y de pronto, cuando apenas faltan cinco páginas para que la novela termine, Amélie Nothomb abofetea al lector con una anagnórisis sujeta con alfileres y con un final pseudohumorístico que desmorona la tensión y desperdicia la posibilidad de rematar la obra de un modo lírico o trágico (dos alternativas tan adecuadas como viables).

Ahora me costará mucho más esfuerzo abordar una tercera lectura de esta escritora.

lunes, 23 de mayo de 2016

Relatos negros, cerveza rubia



Carlos Salem, autor de Buenos Aires, pañuelo oscuro en la cabeza, gafas irónicas, versos con bloody mary, perilla espesa, moto imaginaria, barras nocturnas de bar y perennes náufragos a su alrededor. Estar acodado frente a una cerveza fría y quedarse pensativo; y mirar a los parroquianos; y fijarse en el cuerpo de Lola; y buscar preguntas o respuestas o nada en el azogue de los espejos; y aguantar las sandeces del Perro y el Gato; y acompañar al Loco sobre el asfalto, a ver si hay suerte y el auto no los atropella; y ser un Isidro Parodi que entiende de palomas mensajeras, ángeles follables, camareros que distribuyen anónimos venenos, mimos retirados y chicas tristes. Y, sobre todo, dejarnos el testimonio escrito de esas aventuras en una colección de cuentos realmente notable que publica el sello Navona con el título de Relatos negros, cerveza rubia.
El gran eje vertebrador de estos relatos es Poe, antiguo poeta (o medio poeta, de ahí el sobrenombre), antiguo periodista, que ahora sobrevive aferrado a un escepticismo de lúpulo y conversaciones a media voz, que actúa como uno de los pilares básicos de estos cuentos, donde hay asesinos profesionales que nos resumen algunas de sus aventuras (“Japoneses a la brasa”); ladrones que no soportan a las viejas clasistas (“Yo lloré con Terminator 2”); mujeres a las que la naturaleza no ha galardonado con la belleza descomunal de su hermana, pero que terminan encontrando el modo de convertirse en las dueñas de su destino (“Uno de hadas”); dictadores sanguinarios que se encuentran, al otro lado de la muerte, con sorpresas tan merecidas como estrepitosas (“La preguntita”); maltratadores que se van jactando de la brutalidad que desarrollan contra sus esposas, hasta que un hombre con dignidad y con rechinar de dientes lo pone en su sitio (“Cada verano la llevo a ver el mar”); divertidos anecdotarios sobre los aseos de ciertos locales nocturnos (“Los “tigres” de Malasaña”); o cabezas locas que se han empeñado en asaltar el Valle de los Caídos para profanar la tumba del dictador Francisco Franco y hacerse con lo que quede del cadáver (“Por un puñado de huesos”).
Desde el principio, la persona que se adentra en las páginas de este volumen lo tendrá clarísimo: Carlos Salem sabe contar historias. Se pone tierno cuando pretende emocionarnos; y duro cuando la ocasión lo requiere; y lírico cuando el relato lo reclama; y bruto cuando lo exige el guión. Jamás se equivoca en el rumbo ni en las proporciones. Es muy hábil. Jodidamente hábil. Así, cuando quiere hacernos sonreír nos entrega “Mi musa de cuatro patas”, y lo logra sin esfuerzo aparente; cuando pretende excitarnos nos describe polvos monumentales en “Déjate las gafas” o “Quinientos años de soledad”; y cuando pretende utilizar a sus amigos como protagonistas redacta “¿Quién mató al lobo feroz?” y pone como actores a Pedro de Paz, Juan Ramón Biedma y a un seductor profesor de instituto apellidado Tristante.

Al final, nos encontramos con 270 páginas de puro disfrute de alguien que tiene “un máster en tratar con majaras” (p.212) y que se convierte en uno de esos escritores cuya prosa te hace disfrutar, cuyos argumentos te seducen y cuyas producciones futuras estás deseando ver en los escaparates de las mejores librerías para hacerte con ellas, porque nunca te ha defraudado.

sábado, 21 de mayo de 2016

Un enemigo del pueblo



Me da igual (siempre me ha dado igual) la “Historia” oficial de la literatura. A mí los escritores me gustan o no me gustan por sus obras, y no por las etiquetas que les ponen los críticos, los profesores o las enciclopedias. Y el noruego Henrik Ibsen es, desde que lo leí por vez primera, uno de mis dramaturgos favoritos. Hoy vuelvo a una obra excepcional que leí hace treinta años y que me sigue cortando la respiración: Un enemigo del pueblo.
En ella nos encontramos con un médico, el doctor Stockmann, que ha llevado a cabo un descubrimiento terrible: que las aguas del balneario del pueblo están contaminadas. Él opina que bastará con hacer público ese hecho (refrendado por un laboratorio que ha efectuado pruebas) para que se le ponga solución por parte de los dueños. Pero se encontrará con la oposición frontal de toda la clase pudiente, incluido su hermano Pedro, que es el alcalde: no asumirán de buen grado la altísima inversión que supone remodelar las instalaciones. Y como el buen doctor es un hombre íntegro, que se niega a ocultar lo que sabe y que no se aviene a una solución mentirosa, todos cargarán contra él: la prensa, los plutócratas, el pueblo (al que han convencido de que el médico persigue la ruina de su ciudad natal).
Golpeado por el estupor, el doctor comprende la podredumbre moral de la sociedad en la que vive: “Me asusta la inmensa villanía de que han sido culpables las personas que ostentan el poder. Las detesto; no puedo con ellas. Son como cabras a las que se dejara invadir un jardín recién plantado. No hacen más que estropearlo todo. Un hombre libre no puede adelantar nada sin chocar con ellas a cada paso”. El convencimiento de que el pueblo está manipulado con habilidad le lleva a escupir frases como ésta: “El enemigo más peligroso de la razón y de la libertad de nuestra sociedad es el sufragio universal. El mal está en la maldita mayoría liberal del sufragio, en esa masa amorfa”.
Stockmann se ha quedado solo, pero no le importa. Obtendrá fuerzas de ese aislamiento. Al fin y al cabo, acaba de descubrir que “el hombre más poderoso del mundo es el que está más solo”.

Una obra para leer y para pensar, donde los fundamentos mismos de la sociedad y del espíritu humano son sometidos a un análisis implacable.

jueves, 19 de mayo de 2016

Café Karnak



Escribió Lope de Vega en cierta ocasión que “a veces los lugares son historias”, y no podría encontrarse mejor rótulo para comenzar mi comentario sobre Café Karnak, del egipcio Naguib Mahfuz, una novela corta que se centra en un local de bebidas al que el narrador accede de forma accidental, mientras espera que le arreglen un reloj que tiene estropeado. Una vez dentro se encontrará con la sorpresa de que la dueña del local es una antigua bailarina llamada Qarándula, y que los clientes asiduos constituyen una especie de pequeña familia, en la que pronto se siente integrado.
En ese microcosmos burbujean personas que, siendo muy diferentes, conviven con gran naturalidad y con altas dosis de respeto: jóvenes que se plantean discrepancias con el gobierno, viejos que comentan sobre el pasado mientras beben café con gran solemnidad, antiguos funcionarios que ahora trabajan como camareros… Pero pronto surgirán las grietas en ese mundo idílico cuando los jóvenes sean detenidos por las fuerzas represivas del Estado, que los consideran simpatizantes de los Hermanos Musulmanes (en primer lugar) o comunistas (después). Las torturas con las que son vejados quiebran la calma del café Karnak e instalan en sus corazones una indeleble sensación de desesperanza y de amargura.
A la vez, existen varias historias de amor (pasionales unas, melancólicas y secretas otras), mezclándose con esa trama política. Las dos más notables giran alrededor de Qarándula, quien ama al joven Hilmi Hamada y que, a su vez, es amada por el camarero del local, quien intenta que la antigua bailarina se compadezca de su largo fervor y acceda a casarse con él. En relación con esta última historia no me resisto a copiar un fragmento memorable. El pobre hombre, no pudiendo permanecer más tiempo con los labios sellados, revela ante Qarándula lo que burbujea en su corazón:

“–¿Qué pecado he cometido? Te quiero, pero ¿cuál es mi culpa? ¿Por qué me hieres cada día? ¿No sabes que me mata verte morir de tristeza? ¿Por qué? No desprecies mi amor; el amor no se desprecia, es demasiado elevado y noble como para eso. Me da pena que desperdicies sin piedad los días que le quedan a tu preciosa vida y seas incapaz de admitir que mi corazón es el único que te adora.
Qaránfula rompió su silencio y dijo, dirigiéndo­se a nosotros:
–Este hombre no quiere respetar mi tristeza.
Zain Al Abadin respondió con amargura:
–¿Quién, yo? Yo respeto a los sinvergüenzas, a los hipócritas, a los criminales, a los rufianes y a los corruptos. ¿Cómo no voy a respetar la tristeza de la mujer que me ha enseñado a venerarla? Perdóna­me, entristécete cuanto quieras, entrégate a tu des­tino, sumérgete en el fango de los días. Que Dios te acompañe.
–Es mejor que te vayas –dijo ella con calma.
–No tengo otro sitio donde ir. ¿Adonde quieres que me vaya? Al menos aquí hay una ilusión loca que a veces tomo por esperanza.
Rápidamente recobró la compostura y la calma y se sintió avergonzado. Para correr un velo sobre su imprudencia, se levantó con el ímpetu y la ga­llardía de un soldado y, mirando a Qaránfula, dijo:
–Perdona.
Inclinó la cabeza en señal de saludo, luego se sentó y empezó a fumar el narguile”.

Un día, por sorpresa, el abominable torturador que ha sido el responsable de las detenciones de los jóvenes, Jalid Safwán, aparece por el café, y el relato se tiñe de una nueva dimensión.
Escrita con una sobriedad elegante, esta pieza de Naguib Mahfuz nos permite conocer de primera mano la forma de pensar de los habitantes de su país, inmersos en una revolución demasiado larga y demasiado decepcionante. Muy notable.

martes, 17 de mayo de 2016

Bodas de sangre



La tragedia que Federico García Lorca plantea en Bodas de sangre es conocida y bastarán pocas palabras para condensarla: una novia que acaba de casarse toma la visceral decisión de subirse al caballo con su antiguo novio, nada más concluir la ceremonia nupcial, y fugarse a los bosques con él. Como es obvio, se generará luego una persecución que terminará en un baño de sangre: los dos varones se enfrentarán con las navajas en la mano y perderán la vida.
Pero solventada esa anécdota argumental lo importante es lo que permanece en la historia de la literatura y en la memoria de todos los lectores: el intenso lirismo con el que el poeta de Fuente Vaqueros va dibujando el alma de sus personajes. Así, con frases tan cortas como poéticas, vamos descubriendo la mentalidad tradicional de la madre del novio acerca del varón (Tu abuelo dejó un hijo en cada esquina. Eso me gusta. Los hom­bres, hombres; el trigo, trigo”) y de la hembra (“Una mujer con un hombre, y ya está”). Pero también iremos observando cómo entienden los conceptos del honor, la virginidad, la fuerza de la sangre, la familia o la venganza.
De todos los parlamentos de esta pieza quizá el que más me ha impresionado en la relectura es el instante en que la novia, con ropas de color negro, se presenta ante su colérica suegra para explicarle que sí, que abandonó a su hijo nada más casarse con él, pero que sigue tan virgen como antes del matrimonio. El modo en que explica su conducta es tan arrebatador que no me resisto a la tentación de reproducirlo aquí: “Tu hijo era un poquito de agua de la que yo esperaba hijos, tierra, sa­lud; pero el otro era un río os­curo, lleno de ramas, que acerca­ba a mí el rumor de sus juncos y su cantar entre dientes. Y yo corría con tu hijo que era como un niñito de agua, frío, y el otro me mandaba cientos de pájaros que me impedían el andar y que dejaban escarcha sobre mis he­ridas de pobre mujer marchita, de muchacha acariciada por el fuego. Yo no quería, ¡óyelo bien!, yo no quería. ¡Tu hijo era mi fin y yo no lo he engañado, pero el brazo del otro me arrastró como un gol­pe de mar, como la cabezada de un mulo, y me hubiera arrastrado siempre, siempre, siempre, aun­ que hubiera sido vieja y todos los hijos de tu hijo me hubiesen aga­rrado de los cabellos”.

Treinta y cinco años de leer y releer a Federico García Lorca me han deparado un convencimiento: es uno de los autores que más respeto y admiro de nuestra historia literaria.

domingo, 15 de mayo de 2016

Unos días en París



Explicaba el siempre exacto Jorge Luis Borges que utilizar la expresión “viaje espacial” resulta más bien absurdo porque todos los viajes, en realidad, son espaciales. Lo que Paco López Mengual descubre y nos explica en las páginas de Unos días en París es que también pueden constituir en el fondo un desplazamiento temporal. Así, cuando se dispone a viajar a la capital francesa con su mujer y su hija, recuerda el libro Las maravillas del mundo, que leía en su infancia, y anota en la página 9: “Estos días, y sólo en la ciudad de París, voy a tener la posibilidad de contemplar al natural cuatro de las prodigiosas edificaciones que aparecían reseñas en el interior: la torre Eiffel, Notre-Dame, el palacio de Versalles y el Arco del Triunfo. Sin duda, este viaje lo es también a las meriendas de mi infancia”. Y cuando el volumen está tocando a su fin advertimos el segundo gran viaje de vuelta, en esta ocasión a la juventud, cuando el narrador y su esposa se toman un café en Les deux magots pensando en Jean-Paul Sartre y se sorprenden con el Ferrari Testarrosa que hay aparcado en la puerta y el elevadísimo precio de la consumición, que “no ha sido nada proletario” (p.61). Viaje, pues, con un doble objetivo: el descubrimiento y el redescubrimiento. La conversión de imágenes en formas y colores (por un lado) y la constatación de que algunas personas han olvidado ciertas luchas o han pervertido sus símbolos de un modo lamentable (por el otro).
Pero esta crónica, que publica la editorial Murcia Libro en su colección Soportales, también puede ser leída de un modo menos melancólico, porque el autor despliega una asombrosa facilidad para hacernos vivir durante unas jornadas en la ciudad del Sena, paseando por los fastuosos jardines de Versalles, recorriendo con éxtasis insaciable las galerías del Louvre o sentándonos a su lado (con permiso de Jose, su mujer) en Le Moulin Rouge para contemplar el espectáculo de esa noche. Como condimentos añadidos, el novelista de Molina nos aporta anécdotas que algunos aceptarán como reales y otros las etiquetarán de fantasiosas (por ejemplo, afirma que se encontraron con una farmacéutica de Alicante llamada Flavia Tamara, hermana de Telémaco e hija de Antuliano); y espolvorea la mezcla con su fresco y contagioso sentido del humor, que lo lleva a contarnos, en relación con el hotel Ritz, que “por sólo siete mil euros la noche te puedes hospedar en la suite que, durante tantos años, ocupara Coco Channel. El precio incluye el desayuno” (p.36).
Una obra divertida, amena y divulgativa, pero que nos obliga a ponernos serios cuando habla de los emigrantes españoles del pasado o del melancólico mensaje que su esposa y él dejaron sobre la tumba del filósofo y agitador social Jean-Paul Sartre.

Acérquense a los Soportales de Murcia y háganse con ella: me agradecerán el consejo.

viernes, 13 de mayo de 2016

La hoja plegada



Sucede en ocasiones que un escritor genial puede pasar inadvertido para el gran público. Es, me parece, el caso del norteamericano William Maxwell. Durante la mayor parte de su vida (y para la mayor parte de sus contemporáneos) fue sólo el editor del mítico The New Yorker, y el consejero literario de novelistas de la talla de Salinger o John Updike, quienes lo escuchaban con respeto y reverencia. Pero mientras desarrollaba esa silenciosa tarea encomiable componía su propia obra de creación, donde se incluyen novelas, cuentos y ensayos.
El sello Libros del Asteroide, que está contribuyendo decisivamente a la difusión en España de este fabulador, nos ofrece, en traducción de Miguel Temprano, su magnífico volumen La hoja plegada, una novela que gira alrededor de tres personajes dibujados con maestría, densidad psicológica y buen pulso narrativo: de un lado tenemos a Spud Latham, que procede de una familia pobre de Wisconsin y que basa la mayor parte de su magnetismo personal en la fuerza física, que canaliza a través del boxeo y de otros alardes hormonales; del otro lado tenemos a Lymie Peters, un muchacho más bien endeble pero de alta sensibilidad, que experimenta una fascinación insondable por Spud y que se convierte en su perrillo faldero; y, en medio, una chica hermosa, Sally Forbes, que aparece cuando ambos abandonan el instituto y entran a estudiar en la universidad de Indiana. ¿Será necesario que expliquemos que los dos amigos comienzan a distanciarse por culpa de la joven?
Pero existe otro conflicto mucho más hondo en el alma de Lymie Peters, que enriquece y complica la línea argumental de la obra: él experimenta por Spud Latham, quizá sin ser del todo consciente, una atracción que roza las fronteras de la homosexualidad: admira sus músculos, le gusta acompañarlo al gimnasio (y hasta anudarle los guantes y las botas), se siente muy feliz cuando duermen juntos en la misma cama de la residencia de estudiantes, es azotado por una “punzada de celos” (p.183) cuando Spud se enamora de Sally, etc. Y la situación emocional es tan evidente que la muchacha, cuando acude a decirle que Spud está muy raro con ella, le explica que se lo está contando porque “sé que sientes por él casi lo mismo que yo” (p.284). Pero es que Spud, al final de la obra, doblegado por un impulso irrefrenable, llega a besar en la boca a Lymie, aunque al instante se matice su reacción (“Nunca lo había hecho antes y nunca volvió a sentir la necesidad de hacerlo”, p.338).

Una tensión, pues, exquisitamente manejada por William Maxwell, que en ningún momento se permite la procacidad, la explicitud o la sal gorda, y que durante las 349 páginas de la novela envuelve a los lectores con la perfección apolínea de su prosa, absolutamente magistral.

miércoles, 11 de mayo de 2016

Merlín



La fantasía es el reino donde todo puede suceder. Una zona sin leyes (o con leyes misteriosas e indescifrables) en la que surgen islas entre la niebla, el tiempo se vuelve elástico, el cosmos se convierte en caos (o al revés) y los seres que nunca existieron adquieren vida y se imponen a los dictámenes siempre secos de la realidad. Es lo que aparentemente ocurrió con Merlín, un extraño personaje que asociamos con el mítico rey Arturo y al que la imaginación secular de poetas, novelistas y dibujantes nos ha ido mostrando como un anciano de luenga barba, capirote estrambótico y unos poderes más allá de lo razonable, capaz de dominar las fuerzas de la naturaleza.
Ahora, en un volumen espléndido de erudición y de elegancia expositiva, el profesor Geoffrey Ashe ha resumido todas las historias y leyendas que rodean a esta controvertida figura en un libro titulado originariamente Merlín (El profeta y su historia), que la editorial Crítica ha sacado en España con el diferente rótulo de Merlín (Historia y leyenda de la Inglaterra del rey Arturo), y donde oficia de traductora Alejandra Chaparro. En este volumen se nos intenta fijar una cronología que nos ayuda a situar a Arturo (un monarca más bien nebuloso, si es que existió); y nos ofrece un buen caudal de sucesos históricos que se contradicen, se solapan o se emborronan entre sí, planteados con agudeza y con respetuoso rigor. Se nos habla también del monumento megalítico de Stonehenge (recinto mágico que muchos consideran obra del propio Merlín), de las tradiciones mitológicas grecolatinas, de los druidas, de los shamanes, de los hiperbóreos, de las sibilas, e incluso de los autores que han tratado en sus obras literarias algún aspecto de la vida de Merlín (y donde brillan genios como William Shakespeare, Walter Scott, Wordsworth, Tennyson, Mark Twain o John Steinbeck)... El recorrido no puede ser más ameno, ni tampoco más exhaustivo.

El libro de Geoffrey Ashe merece ser leído con atención y con  respeto, porque nos ofrece muchas informaciones útiles y curiosas acerca del mago más famoso de todos los tiempos.

lunes, 9 de mayo de 2016

Los amantes de Teruel



Juan Eugenio Hartzenbusch es de esos dramaturgos cuyo nombre hemos visto en los libros de texto, nos han resultado sonoros o peculiares… pero a los que, por regla general, no solemos acercamos como lectores.
Hoy rompo esa inercia (en la que reconozco haber naufragado en más de una ocasión) para recorrer las páginas de Los amantes de Teruel, una de sus piezas más emblemáticas. Y seré tan honesto como siempre soy en este Librario: me ha parecido una obra notable, que he leído con gusto.
En ella seguimos las peripecias amorosas de Diego Marsilla, que se alejó de su amada Isabel para buscar fortuna durante seis años y merecerse así su mano. Por crueldades del Destino se encuentra preso en las manos del rey moro de Valencia… cuya esposa, como no podía ser menos para enredar la acción romántica, se enamora fatalmente del seductor cautivo cristiano. Entretanto, en su Teruel natal el poderoso don Rodrigo de Azagra acumula méritos para obtener en matrimonio a Isabel, que espera con ansiedad el retorno de su amado. Don Rodrigo, que ha efectuado innumerables buenas acciones para ganarse el favor de la chica y de su familia (sería mezquino no reconocerle esas virtudes), no dudará al final en recurrir al chantaje. Justo después de celebrarse la boda, don Diego Marsilla conseguirá regresar y se encontrará con la desagradable noticia de que su prometida ya no le pertenece.
Alternando prosa y verso, Hartzenbusch consigue en estas páginas un ritmo móvil, flexible y lleno de gracia, que consigue que pasemos por alto los sabidos infantilismos de los dramas románticos: impetuosas declaraciones de amor más bien hiperbólicas, muertes súbitas causadas por la pena, anagnórisis más aparatosas que creíbles, etc.

Podríamos decir que sobrevive a la zozobra del tiempo, lo que no es poca cosa.

domingo, 8 de mayo de 2016

Strindberg (Desde el infierno)



El sueco August Strindberg, como muy acertadamente señala Jordi Guinart, autor de esta memorable biografía que publica el sello Funambulista, “figura entre los dramaturgos más importantes de la Historia” (p.367). Tan sólo ese hecho debería bastar para interesarse por algunos detalles de su vida. Pero es que además nos encontramos con un hombre que estuvo oscurecido (o quizá iluminado, quién sabe) por innumerables anécdotas, que salpicaron su existencia de escándalos, polémicas, incertidumbres, opiniones enfrentadas y neblinas. Con una documentación amplísima y con una enorme capacidad para ordenar e interpretar los hechos, el biógrafo barcelonés nos presenta en Strindberg. Desde el infierno un libro valioso y de amena lectura.
Nos enteramos en sus páginas de que los padres del dramaturgo se conocieron en una posada, donde ella era camarera; que formaron un hogar tumultuoso y lleno de tensiones; que Strindberg se enamoró en su juventud de la baronesa Siri Von Essen y que contrajo matrimonio con ella cuando la mujer obtuvo el divorcio; que fue sometido a juicio por insultos a la religión; que fue un personaje misógino, polémico y con accesos puntuales de violencia (llegó a propinarle un puñetazo a Siri); que fue zarandeado por obsesiones de lo más peregrinas (creyó que quería envenenarlo, que lo perseguían, que tenía a varios espías acosándolo); que fue aficionado a la alquimia, a la filología, a la pintura y a la fotografía; que llegó a hablar ocho idiomas, incluido el chino; que admiró a Nietzsche (explica Guinart que en ocasiones se enfrascaba en “extrañas utopías, como la de recluirse en un convento y dedicarse a filosofar, y cuando se hubiera convertido en el Superhombre nietzscheano, abandonarlo y construir un barco vikingo de color dorado” (p.231); que afirmaba tener pulsiones suicidas desde la edad de 7 años; que fue un bebedor ferviente, que amaba el vino y la absenta; que elaboró “un estudio sobre la mariquita” (p.108); que tenía una cabeza muy pequeña e intentaba disimularlo alborotándose el cabello hasta alcanzar “el aspecto de un león encrespado” (p.299); o que tenía un pene que, en erección, alcanzaba las dimensiones que se indican en la página 150 del tomo.
Pero, salvadas todas esas anécdotas jugosas (que Jordi Guinart refleja con tanta gracia como buen sentido), lo que importa sobre todo en este volumen es que el biógrafo nos va haciendo conocer los entresijos de las obras principales del genio sueco, explicándonos que hay detrás de ellas, qué personajes reales se encuentran agazapados bajo la piel de los protagonistas, qué venganzas o qué ditirambos quiso acometer en sus líneas el dramaturgo de Estocolmo, cuál fue el devenir (afortunado o calamitoso) de cada una de esas piezas. Un notable apartado fotográfico sirve como complemento a esta investigación, y podemos poner rostro a las esposas de Strindberg (Siri Von Essen, Frida Uhl, Harriet Bosse), a los programas de mano que acompañaban a los estrenos o a algunos de los amigos y enemigos más cercanos al autor de La señorita Julie.
Libro excelente y necesario, esta biografía de August Strindberg es una auténtica joya que servirá a los amantes del teatro para acercarse a una de las figuras más discutidas e indiscutibles de la dramaturgia del siglo XX, y para formarse una opinión más completa y exacta del autor admirado por Chéjov, Gorki, Nietzsche, Kafka, Zola o Thomas Mann.

viernes, 6 de mayo de 2016

Aire de familia



Hay poetas que han ensayado la contabilidad minuciosa de un amor desde su antes hasta su ya no (será suficiente con aducir el ejemplo prodigioso de Pedro Salinas y su excelso La voz a ti debida), así que los lectores nos hemos acostumbrado a no observar con extrañeza estas filigranas diacrónicas. En este dulce Aire de familia que La isla de Siltolá acaba de publicarle al extremeño Juan Ramón Santos (Plasencia, 1975) se construye una propuesta lírica de idéntica intención y no inferiores resultados.
Concitados alrededor del “arcángel Predictor”, el poeta y su pareja descubren con un asombro estremecido que en su ventanita de cristal se perfila una línea rosa que les anuncia “que de una vez dejamos / de estar solos”. Comienzan en ese punto los instantes gozosos, pero también las zozobras de la incertidumbre (qué soberbio poema el que lleva por título “Los miedos”). Embriagados por la dicha de los preparativos, los dos miembros de esta pareja (que ya es un trío) se sienten “alegres como un cielo / o un sol o una manzana” y comienzan la extenuante operación de abastecer su casa con todos los adminículos que requerirá el futuro cachorro. Al cabo de varias semanas se instala en sus vidas otro reto no menos dificultoso: el de buscar un nombre adecuado para la niña. Y no se trata de una elección baladí, meramente eufónica o familiar, sino que comporta reflexiones arduas, “pues no se trata de buscarte un nombre / sino de averiguar cómo te llamas, / de encontrar la palabra que defina / tu carácter incógnito y huidizo, / las letras que dibujen el emblema / de tu futuro, indescifrable ser”. Paso a paso, la gestación va completándose hasta que llega el momento final, con la incorporación de su hija a la luz del mundo, que da paso a la secuencia de fotogramas desarrollados en forma de sonetos y que se extienden hasta una jornada especial, que sirve como punto de inflexión y de clausura para el poemario...

Tras mis experiencias con el Juan Ramón Santos prosista (varias y siempre dignas de aplauso) descubro que sus versos me atraen y me emocionan con la misma contundencia que sus relatos. Me siento muy identificado humanamente con esta obra (he sido padre cuatro veces y he transitado por estas mismas veredas que él convierte en versos) y, sobre todo, me ha servido para corroborar que la admiración que siento por su obra no se detiene en las fronteras de un solo formato.

miércoles, 4 de mayo de 2016

La criatura del bosque



Pedro Riera nos ofrece en estas páginas un relato de iniciación, misterio y amor protagonizado por el Bichogordo, una criatura a la que nadie ha visto con nitidez durante años, pero que preside la vida del pequeño pueblo de Acedo de los Aguiluchos, cuna del prepotente millonario Simón Rotundo, un auténtico líder del mundo de la publicidad. La leyenda del Bichogordo arranca de treinta años antes, cuando dos niños fueron sorprendidos en el bosque por una presencia sobrecogedora que rugía a su paso, pero que no les atacó. Esta actitud, mezcla de amenaza y de ausencia de peligro, provocó que se instaurara en el pueblo la ‘Noche del Bichogordo’, un ritual en el que los niños se adentran en la espesura, con el corazón latiéndoles muy fuerte, a la espera de la aparición del monstruo...
Pero este año va a ser diferente, porque está en el pueblo Matías, el hijo de Simón Rotundo, un niño con una imaginación portentosa... y con unas capacidades sorprendentes: por ejemplo, puede oír lo que dicen los objetos y los animales. Así, durante la obra veremos cómo conversa con servilleteros, moscardones, paredes, bonsáis, escalones, cerillas o bolígrafos. Esto genera unas situaciones llenas de humor, muy refrescantes para el desarrollo de la novela.

No obstante, la historia de Matías no es cómica. De hecho, su padre, que intenta controlar su vida desde que se divorció de su madre, se ha empeñado en que Matías ingrese en la Eximia Escuela de Creativos Publicitarios, para hacer de él un hombre con un porvenir tan brillante como el suyo. La estancia en Acedo de los Aguiluchos forma parte de una estrategia de Simón para comprobar si el chico puede continuar viviendo con su madre o debe matricularse en la escuela que él ha decretado. Únase a esa situación la existencia de un primo de Matías que lo odia profundamente; un antiguo futbolista de fama mundial que, tras retirarse del deporte, montó un Zoológico Inteligente, con conejos que jugaban al ajedrez, caballos que sabían sumar y otros prodigios; un conde llamado György, que viene al pueblo con la intención de cargarse al Bichogordo para incorporarlo a su sala de trofeos; una alcaldesa llamada Úrsula, que es capaz de manipular incluso al soberbio Simón Rotundo; Asia, la pequeña prima de Matías, que lo recibe al principio con hostilidad pero que finalmente acabará poniéndose de su lado, con tal de salvar al Bichogordo... Y muchas más sorpresas y personajes llamativos, que el lector irá descubriendo en la obra. ¿Una lectura para jóvenes? Indudablemente. Pero también los adultos disfrutan con ella, por su combinación de sonrisas y drama. Doy fe.

lunes, 2 de mayo de 2016

Las tres hermanas



Decía el escritor murciano Miguel Espinosa en su inclasificable obra Asklepios que no existe infortunio mayor que sentirse desterrado en el tiempo; pero no es menos verdad que el sentimiento de haber sido despojado de tu entorno físico o del lugar en el que te sientes enraizado o consideras que constituye tu felicidad adquiere también en ocasiones dimensiones de tragedia íntima. Es lo que ocurre en esta pieza con Irina, Masha y Olga, tres hermanas que viven en una ciudad provinciana, alejada de Moscú, y que sueñan y suspiran a diario con la idea de volver a la capital rusa.
No son, en este nuevo emplazamiento, dichosas: ni han logrado un trabajo que las satisfaga profesionalmente; ni han encontrado al hombre que las llene sentimentalmente; ni han conseguido un entorno de amistades que las haga sentirse plenas. Se limitan al ejercicio de la añoranza y de la supervivencia. Contemplan con melancolía (y en ocasiones con rabia que no se detienen a disimular) el paso de las estaciones y de los años; y continúan recibiendo golpes que les vienen de lugares emocionales incluso muy cercanos (su hermano Andréi no ha dejado de envilecerse con la práctica del juego, en el que pierde cantidades enormes de dinero, lo que le ha obligado incluso a hipotecar la casa sin la autorización de sus hermanas, que son copropietarias). La frase “¡A Moscú!”, que repiten como un mantra, se va convirtiendo poco a poco en un sintagma carente de sentido, en el que siquiera ellas mismas creen, porque se dan cuenta de que la vida fluye y el retorno es impensable, que el dolor carece de lenitivos y que esa ciudad es un fetiche que anida en sus mentes pero que ya no tiene una entidad real. Su padre ha muerto, los vecinos que habitaban su barrio habrán cambiado o quizá han muerto, incluso la piel que las recubre ya no es la misma. En el fondo, intuyen que seguir pensando en Moscú es, en realidad, una metáfora acerca del tiempo: querrían volver a la juventud, al ayer, a la edad de la inocencia, ese territorio que ya les está vedado. Irina, en un instante del acto tercero, lo dice con nitidez: “¿Adónde ha ido a parar todo? ¿Adónde? ¿Dónde está? ¡Dios mío de mi alma! Todo lo he olvidado, todo... Se me ha hecho un lío en la cabeza... No recuerdo cómo se dice ventana o suelo en italiano. Lo voy olvidando todo, a diario olvido cosas mientras la vida se escapa y no volverá nunca, como tampoco nos iremos nunca a Moscú”.
Se trata, en suma, de eso: de comprender que la vida nos va derivando por senderos que se bifurcan y que resulta ingenuo pensar en un retorno a los orígenes, porque la presunta felicidad que pudimos gozar en ellos ya no existe ni volverá a existir.