lunes, 29 de diciembre de 2014

Correspondencia, I



La abultada correspondencia del filósofo Friedrich Nietzsche (1844-1890), que recopilan el sello Trotta y la Fundación Goethe en una monumental edición en seis tomos (los cuales iré reseñando gradualmente), se abre con la etapa que va desde 1850 a 1869. El traductor de este primer volumen es Luis Enrique de Santiago Guervós, quien incorpora 1373 enjundiosas notas eruditas a las 633 cartas del pensador alemán.
Nos enteramos en estas páginas, por ejemplo, de que un jovencísimo Friedrich, apenas llegado a la pubertad, ya estaba dándole vueltas a la confección de su biografía (carta 18); o descubrimos contrastes igualmente juveniles, donde a la noticia más terrible sucede una petición nimia, casi irrespetuosa (“Aquí en Pforta, el viernes, ha muerto un alumno tras largos y atroces dolores. Le darán sepultura el domingo. Enviadme también una cucharita de café de plata; seguro que no se perderá, me hace muchísima falta para cuando tomo mi leche”, carta 27); o nos iremos enterando de las precoces molestias físicas del filósofo, que se ceban con sus pies (carta 50), su vientre (carta 59), su garganta (carta 205), su cuello (carta 209), su pecho (carta 350), su oído (carta 355), sus muelas (carta 458), su reumatismo (carta 469) ... y sobre todo su cabeza, que lo tiene martirizado durante largos períodos de tiempo. Notable fue también el enojoso accidente que tuvo durante su servicio militar: tras caerse de un caballo y golpearse con fuerza en el pecho se provocó una herida muy profunda, y le extrajeron de allí “cuatro o cinco tazas de pus” (carta 565). Fue un quebranto de salud que le duró meses.
También comprobaremos cómo, estudiante alejado de la casa familiar, Friedrich Nietzsche se ve impelido a enviar de continuo ropa sucia a casa, pedir que le compren comida, libros y utensilios de escritura, o interesarse por la salud de los diferentes parientes. El apartado sin duda más molesto (y su incomodidad va aumentando conforme pasan los meses) es la cuestión económica: a pesar de no ser dispendioso y de vigilar con escrúpulo sus gastos, Nietzsche se ve obligado a pedir constantemente dinero a su madre.
Sus inquietudes intelectuales son también precoces e intensas: nos habla de sus lecturas latinas, del interés por los más selectos músicos (Bach, Mozart) y por los libros mejores (al cumplir 15 años pide que le regalen Don Quijote de la Mancha, según consta en la carta 87), y también del temor que siente a la hora de tener que especializarse en el futuro en alguna disciplina, quitándole tiempo y entusiasmo a otras. En esa atmósfera intelectual es decisivo el momento en que conoce a Richard Wagner, en noviembre de 1868. Desde el principio se le antoja “la más evidente ilustración de lo que Schopenhauer llama un genio” (carta 604). Y también resulta significativo el momento en que Nietzsche, tan concentrado siempre en la exquisitez y el estudio, se queja del ambiente universitario que vivía en Bonn (“Me disgustaba profundamente una vida ociosa entre hombres penosamente groseros”, carta 523).
Como anécdota curiosa se registra la primera borrachera del filósofo, que se produjo en abril de 1863 y de la que dio cuenta a su madre en la carta 350, con líneas abochornadas. Y como detalle revelador, una confesión de índole íntima: en la carta 478 nos deja bien claro uno de los ejes que constituyen su vivir: “Mi principio de no abandonarme a las cosas y a los hombres más tiempo de lo que sea necesario para conocerlos”.

Buen e ilustrador arranque. Veremos qué nos deparan los siguientes volúmenes.

sábado, 27 de diciembre de 2014

La nueva madre



Las más fértiles historias infantiles de todos los tiempos (pensemos en Peter Pan, Pinocho, Alicia y otras por el estilo) esconden en su seno una lectura doble o múltiple, que las vuelve sorprendentes o inquietantes: desde el contenido sexual larvado de Caperucita hasta el trasfondo alquímico de Blancanieves. De ahí que su vigor narrativo o psicológico no se reduzca con el paso de los años, sino que se encuentre en constante ampliación, ofreciendo matices que el niño no percibe y que para el adulto son más que evidentes, a poco que reflexione sobre ellas.
La londinense Lucy Clifford (1846-1929) nos ha dejado algunas muestras sin duda magníficas de esta tendencia, de las que puede servir como ejemplo La nueva madre, que la editorial Traspiés acaba de presentar en España, traducida e ilustrada por el novelista leonés Federico Villalobos. La historia que nos traslada es tan sencilla (aparentemente) como removedora. Estamos en una casita cercana a un bosque de abetos. Allí vive una familia formada por una madre, dos hijas pequeñas y un bebé. El padre se encuentra lejos, navegando por alta mar. Un día, mientras visitan el pueblo para comprobar si tienen carta, las niñas encuentran a una adolescente de aspecto desgreñado que porta un instrumento musical al que llama zímpano, el cual cobija en su interior unas figuras danzantes. Pero, aunque las niñas sienten una extraordinaria curiosidad por esas figuras, la muchacha se niega a enseñárselas, con la excusa de que son niñas buenas. Solamente lo hará si se portan mal. Ellas, al principio, se niegan a cumplir ese requisito (y más cuando su madre les dice que, en caso de que se vuelvan malas, tendrá que abandonar la casa y dejarlas en manos de una madre nueva, que tiene los ojos de cristal y un rabo de madera); pero finalmente sucumben. El pánico surgirá cuando comprueben que su madre, con todo el dolor de su corazón, cumple su palabra y se va. Y llega la misteriosa, terrible, inquietante mujer de los ojos de cristal y el rabo de madera, con el que destroza la puerta para entrar en la casa.

Pocas veces he leído una historia tan turbadora, tan desasosegante y con un final tan turbio, sujeto a muchas discusiones psicológicas. No cabe duda de que la publicación de este relato aterrador y cenagoso es un acierto (uno más) de la editorial Traspiés.

jueves, 25 de diciembre de 2014

Monasterio



Saber quiénes somos es un ejercicio de aprendizaje más complicado de lo que parece. ¿Somos quienes nos dictan que somos? ¿Somos aquellos que fuimos al nacer? ¿Nos sentimos confortables en la religión, la lengua, la nacionalidad o la familia que el azar nos impuso desde el momento en que vinimos al mundo? ¿O quizá nos sentiríamos mejor (y en qué medida) liberándonos de esos corsés? ¿Hacia qué espacios nos conduciría la nueva luz?
El escritor guatemalteco Eduardo Halfon (1971) acaba de publicar en Libros del Asteroide su obra Monasterio, donde los elementos autobiográficos y narrativos se mezclan en una fértil combinación literaria que sobrecoge a los lectores. Nos habla de dos hermanos que acuden a Israel para asistir a la boda de su hermana, que se ha convertido en una judía recta y ultraortodoxa; y uno de ellos, llamado Eduardo (aunque su nombre judío es Nissim), vive en la constante duda de su propia identidad religiosa. ¿Se siente judío o dejó de experimentar esa pulsión hace ya años? ¿Salir de esa etiqueta es una traición o un modo de liberarse? El choque con el ambiente que ve en Israel (con su hermana y su futuro cuñado absortos en un mundo de ritos mecánicos y absorbentes; con el ambiente duro y amurallado de la ciudad; con su tensión armada; con sus inquinas difícilmente disimulables) sólo se verá atemperado por el reencuentro con Tamara, una chica hippie a la que conoció en Guatemala en un bar escocés y que ahora trabaja como azafata en Lufthansa. Ante ella tendrá también que reflexionar sobre su pensamiento religioso y sobre su esencia misma. Toda la tristeza del desarraigo, del disimulo, de la incomodidad y el fingimiento, flotan en las historias que van apareciendo por estas páginas, sobre todo en la zona final del libro, donde se nos desgranan las existencias malbaratadas de unos seres que tuvieron que mentir o camuflarse para salvar sus vidas: el hombre que suplantó una identidad que no era la suya para escapar del horror de un campo de concentración; el niño que fue disfrazado de niña por sus padres y recluido en un monasterio católico, con su nombre auténtico escrito en la palma de la mano (nombre que se borró tras muchos días de mantener la mano cerrada y apretada)... Tantas lágrimas. Tanta valentía forzosa. Tanta melancolía.

Monasterio es, en mi opinión, uno de los libros más líricos, emocionantes y cuajados de 2014.

lunes, 22 de diciembre de 2014

La memoria del barro



Fue allá por el año 2006 cuando leí La memoria del barro, la novela con la que debutaba en el mundo narrativo Paco López Mengual, y recuerdo que aquellas páginas, desde el principio, me sorprendieron y me maravillaron: no sólo porque la historia que iba contando en ellas era atractiva, sino porque su estilo mostraba a un narrador de primera categoría, capaz de combinar la elegancia con el humor, la fidelidad histórica con la imaginación, lo literario con lo oral. Ahora, cuando la obra es oportunamente reeditada por La Fea Burguesía y la vuelvo a leer, me doy cuenta de hasta qué punto todo el universo narrativo de Paco López Mengual estaba ya escondido, camuflado, insinuado, en este breve tomo: aquí está el gusto por contar historias; aquí está la voluntad de que las ignominias del tiempo no sean olvidadas; aquí está el análisis del alma humana a través de las personas más humildes; aquí están la zumba, la ironía, la sonrisa, la retranca; aquí está la guerra civil; aquí están los ideales de justicia... Pero es que, hilando más fino, podemos constatar que en esta obra ya nos adelantaba incluso a algunos personajes, que irían apareciendo en sus libros posteriores: por ejemplo, cuando nos habla del bandolero Hilarito y del presuntuoso galán llamado El Querido, que luego han rebrotado en dos historias de su reciente volumen La pistola de Hilarito.
En esta novela simpática, amena y profunda se nos habla de una figura religiosa, un Niño Jesús que esculpió Roque López, discípulo de Salzillo; y se nos cuentan las peripecias que atravesó esa figura desde su origen hasta la actualidad: cómo el conde de Floridablanca sugirió que le pusieran en la corona una flor de lis (homenaje a los Borbones); cómo Emilio Funes recibió con toda seriedad de manos de un párroco un documento donde éste le aseguraba una plaza en el Cielo; cómo la niña Elena Cornejo se enamoró de la belleza de aquel Niño y aprovechó el descuido de sus cuidadores para ponerle un anillo de compromiso en el dedo y besarlo en los labios; cómo una Virgen comenzó a tener la regla en una pequeña iglesia de la localidad, ante la estupefacción de clérigos y seglares... Mil anécdotas contadas con desparpajo, prosa excelente y buen sentido del humor, que mantienen en todo momento la atención de los lectores.
Humor que, por cierto, también aparece en la figura de esa curandera que, para garantizar que una pareja tenga hijos, no tiene mejor ocurrencia que freír vello púbico de ambos en aceite de oliva. O en esa explicación que nos da cuando habla de la Cofradía del Santo Reproche, cuyos miembros reciben en el culo una escarificación cada vez que desfilan. Pronto corre el rumor de que rozándose con ellas se obra el perdón de los pecados, lo que da lugar a situaciones bien chocantes. Pero dejemos que sea el propio Paco quien lo cuente: “Corría entre las mujeres mundanas la quimera de que restregando su coño por una de aquellas flores de lis, podían purificar la parte más pecadora de su cuerpo; y es que basaban esta delirante práctica en el hecho de que las escaras, producidas por el fuego en el asiento de los penitentes, era cicatrizadas a base de agua bendita, recogida de las pilas de Nuestra Señora del Rosario. Que se sepa, al menos dos de los miembros de la hermandad fallecieron por acudir a las casas de lenocinio, sin esperar siquiera a tener secas las heridas. El roce de la flor de lis con la flora y fauna que habitaba en el sexo de estas señoritas produjo tal infección que les envió directamente al cielo”.
Una novela para sonreír, para pasear por la historia de Murcia en los últimos doscientos años y, también, para aprender algunas lecciones de melancolía.

sábado, 20 de diciembre de 2014

El imperio de Yegorov



Estamos en el año 1967, cerca del río Mekeo (situado en Papúa-Nueva Guinea), y acompañamos al antropólogo japonés Shigeru Igataki y sus hombres en una incursión científica que tiene como objetivo desvelar las costumbres de los hamulai, un pueblo alejado de la civilización y que sobrevive en condiciones casi animales, quizá incluso canibalescas. Después de unas jornadas agotadoras, en las que tienen que matar serpientes venenosas, hacerse entender por los nativos más refractarios a la comunicación (les ayuda un misionero catalán al que encuentran por aquella zona, el padre Ernest Cuballó) y vencer la hostilidad del medio, alcanzan su meta y se instalan entre los hamulai con la pretensión de estudiarlos. Hasta aquí, como es fácil constatar, parece que estuviéramos leyendo una crónica publicada en el National Geographic o el diario de algún aventurero decimonónico; pero un desagradable acontecimiento quiebra la tranquilidad del grupo: la bella Izumi Fukada, después de comerse un pescado casi crudo, comienza a experimentar un doloroso trance, en el que su vientre se hincha y la sitúa al borde de la muerte. Por fortuna, una indígena machaca unas flores amarillas y ofrece esa pasta (mezclada con su propia saliva) a la enferma, quien de inmediato recobra la salud.
Este es el arranque de El imperio de Yegorov, la última entrega literaria de Manuel Moyano. Como se puede observar, ésta muestra desde el principio una acción enigmática, que pronto se irá trufando con más detalles jugosos: el matrimonio entre Shigeru Igataki e Izumi Fukada; la sorprendente belleza de la mujer, que la edad no mengua por muchos años que pasen; un pingüe negocio relacionado con una sustancia llamada elatrina; personajes del mundo del cine y la canción que comienzan a adquirir una longevidad sospechosa (y que tienen, de forma unánime, un extraño color amarillento en los ojos); vagabundos, senadores, investigadores privados y periodistas de investigación que empiezan a morir en extrañas circunstancias; un misterioso potentado ruso que aparece en la zona final de la narración y que no muestra escrúpulos de ningún tipo (chantajea, mutila, extorsiona, mata)... Es muy evidente que Manuel Moyano ha distribuido por esta historia un elevado número de imanes narrativos y psicológicos, con los que intentar atar y retener la atención de los lectores.

Después de tantos años conociendo al cuentista y ensayista Manuel Moyano (Córdoba, 1963) y siguiendo su limpia trayectoria literaria resulta que el narrador andaluz me sorprende con esta obra y me deja sin palabras, porque es llamativo que en este volumen Moyano rompa de forma tan radical con sus códigos. En primer lugar, nos entrega una novela (no muy extensa, pero novela al fin y al cabo), género en el que apenas se ha prodigado. En segundo lugar, la acción presentada se expande hacia el futuro (mediados del siglo XXI), lo que la convierte también en un texto anómalo en su trayectoria. En tercer lugar, el narrador ha preferido potenciar esta vez muy notoriamente los aspectos argumentales y arquitectónicos por encima de los estilísticos. Tres significativas rupturas. En todo caso, el experimento ha tenido que ser satisfactorio para el escritor: la obra, guiada por una mano eficaz, ha quedado finalista en el premio Herralde, convocado por la editorial Anagrama. Un impacto publicitario que determinará el futuro narrativo de Manuel Moyano. Seguiremos con ojo atento sus siguientes pasos. Como siempre.

martes, 16 de diciembre de 2014

La escuela de las mujeres



Comenté hace bien pocas fechas, en esta misma página, aquella deliciosa pieza de Molière que se llama La escuela de los maridos; y hoy, como contrapunto, le uno hoy La escuela de las mujeres, una pieza que se llevó a los escenarios en los últimos días de 1662, en la que Molière nos muestra una historia de similar textura, aunque con un final menos logrado. En ella conoceremos a Arnulfo, que es un experto en burlarse de los maridos cornudos y que tiene a gala ser capaz de proteger su frente de los adornos innobles. Tan jactancioso personaje (nadie está libre de sufrir afrentas que no espera o no merece) se verá inmerso en unos incidentes que pronto lo sobrepasarán y que lo pondrán en aprietos: el joven y atractivo Horacio ha decidido poner cerco a la bella Inés, a quien Arnulfo cobija en su casa como quien custodia una joya de enorme valor. La muchacha, lela y hacendosa, irá avispándose de una forma espectacular gracias al amor, maestro insuperable de comportamientos, como bien nos explicara el Fénix de los Ingenios en varias de sus comedias.

Esta pieza presenta a unos personajes quizá más elaborados y firmes que la primera, de eso no me cabe la menor duda, pero estimo que está resuelta con más brusquedad y de un modo notoriamente más artificial, en una escena IX del acto V (con esos parlamentos entrecortados y más bien artificiosos entre Oronte y Crisaldo) que sorprende por su condición abrupta y casi arbitraria: Molière despacha el asunto como quien remienda una toga de seda con una aguja de coser esparto.

domingo, 14 de diciembre de 2014

El nervio de la piedra



Si tuviera que condensar en unas pocas líneas qué nos cuenta el nuevo poemario de Isabel Martínez Barquero reconozco que tendría serios problemas para lograr mi objetivo. No creo que la poesía, en general, admita ser explicada de un modo rectilíneo y nítido, porque siempre nos dejamos fuera el aliento del misterio, la magia de la luz lírica; pero es que los poemas que se cobijan dentro del volumen El nervio de la piedra (que nos entrega el sello Ediciones Oblicuas) son mucho más escurridizos aún, porque incorporan una larga serie de imágenes oscuras, inestables o ambiguas, que difuminan sus contornos y los vuelven proteicos, galvánicos. Así, cada texto de los que componen el volumen queda abierto a múltiples interpretaciones, que provocan el pasmo y la intriga de los lectores, por su condición líquida y misteriosa. ¿Qué ha querido decir exactamente la autora en este poema? ¿Qué ha querido consignar o denunciar en este otro? ¿Cuál será la interpretación más adecuada para el de más allá, que parece una auténtica bajada a los infiernos? Quizá sólo ella lo sepa. Y en ese cofre enigmático se esconde la llave última para El nervio de la piedra. En ocasiones, las líneas esconden menos niebla, y entonces sonreímos, porque creemos acceder al fondo estricto de la comprensión. Puede servir como ejemplo la composición que ocupa la página 33, “Hipocresía cotidiana”, cuyos versos rezan de este modo: “Una vez más, / se derogan soles / en avenidas oscuras, / se desfiguran días / en modelar nuevas formas, / impávidas máscaras / para la ardua tarea de esconderse”. Pero lo más frecuente es, como digo, que el sentido de las palabras juegue al escondite con quien las recorre, y que debamos confiarlo todo a la intuición anímica. Julio Cortázar le escribió una vez a José Lezama Lima que, leyendo con fervor y con gran interés unos versos suyos, se había sentido perdido y confuso, porque no lograba situarse en el mismo ángulo de interpretación que el poeta cubano. “Excéntrico a ese punto” (le decía) “todo el sistema se me escapa”. Sumérjase el lector de poesía en las páginas de Isabel Martínez Barquero y pruebe a encontrar su propia versión del contenido. Puede ser una aventura tan sugerente como enriquecedora.

jueves, 11 de diciembre de 2014

Los ojos de la niebla



Raquel Lanseros sabe muy bien lo que se hace. Y lo demuestra de la mejor manera posible: escribiendo libros sabios y llenos de belleza, donde asistimos al despliegue de una visión lírica espectacular y de unos modos literarios que anonadan por su hermosura y perfección. Si su Diario de un destello obtuvo el accésit del premio Adonais, con Los ojos de la niebla recibió el XXII premio Unicaja de poesía, que publicó Visor con su habitual elegancia. Y es una felicidad decir que las páginas de este volumen son tan brillantes como todas las publicadas por su autora, que constantemente se aquilata y acendra.
Raquel Lanseros, dueña de un espacio verbal y sentimental de gran vigor, se aproxima con infinito mimo a una serie de personajes erosionados por su circunstancia: el desengaño amoroso de una joven que, sin desearlo, descubre con languidez “cómo el alma dibuja / serenas cicatrices sobre viejas heridas”; el fervor mudo con el que una anciana arregla los aledaños de una sepultura; el llanto milenario de una mujer cuando ve marcharse los trenes, los infinitos trenes (el amor, la vida); la sonrisa de una antigua lectora de Kundera, que jamás pudo imitar a su personaje Sabina porque “nunca ha conseguido enfriar su corazón”; ese hombre que pasea su anonimato por Manhattan; la historia de esa mujer que, a una hora destemplada, acude a la oficina con pasos grises sobre el asfalto gris, mientras recuerda a los hombres que han hollado o acariciado su vida (“Ella quiso a uno de ellos más que a sus propias manos. / Pero ya no lo ama”); o el impresionante poema con el que se cierra el libro: un texto sensible, conmovedor y emocionado que tiene como protagonista a Beatriz Orieta, una maestra nacional muerta a los 26 años en una época difícil (1919-1945), y que ahora yace enterrada junto al hombre que la amó.
En este vademécum de erosiones, en este catálogo de existencias golpeadas y dolientes, descubrimos la otra gran virtud de Raquel Lanseros: su honda humanidad, la cercanía celayiana de quien siente cerca de sí a los que sufren y la inmediatez nerudiana con la que los envuelve con su mirada compasiva y poética. Ella, como todos los creadores auténticos, posee el don de la palabra, pero sobre todo el don de la mirada. Sabe ver a su alrededor y sabe ver en sus interiores. De ahí que los demás se le conviertan en espejos, lágrimas, futuros y metáforas. Es decir, materiales emocionales con los que sustentar el edificio de sus versos.

Todos los idiomas de la poesía y todos los dialectos del alma humana caben en los libros de Raquel Lanseros. No dejen que el fulgor de la belleza pase inútilmente ante ustedes.

domingo, 7 de diciembre de 2014

La escuela de los maridos



Pocas informaciones son necesarias cuando hablamos de Jean-Baptiste Poquelin, más conocido por su seudónimo literario: Molière. Enfant terrible de la escena francesa de su tiempo, fustigador implacable de hipocresías y de comportamientos pedantes, enemigo acérrimo de los matrimonios concertados, burlón frente a los médicos palabreros y martillo de burgueses infulosos, el gran Molière es conocido sobre todo por piezas como El médico a palos, El enfermo imaginario, El burgués gentilhombre o Tartufo, pero su producción incorpora también otras composiciones que, sin ser tan conocidas ni tan perfectas, suelen reeditarse de vez en cuando para alegrías de los lectores.
Es el caso de La escuela de los maridos, una obra estrenada en 1661, en la que nos encontramos con la repelente figura del obsesivo Sganarelle, que está empeñado en controlar al milímetro a su tutoranda, la hermosa y jovencísima Isabel, de cuya virtud no tiene dudas y que resguarda entre algodones para convertirla en su esposa. En su opinión, la forma más adecuada para asegurarse la fidelidad de una dama es fiscalizar sus movimientos, visitas y horarios, para ayudar al fortalecimiento de su entereza y su virtud.  Pero los evidentes excesos de su vigilancia incomodan a su hermano Aristo y también a la doncella Lisette, que intentan hacerle ver que el mejor camino para ganarse el corazón de una mujer no es desde luego ése, sino que es confiar en ella y permitirle el limpio ejercicio de la libertad. “Lo más seguro, a fe mía (son palabras de la sirvienta), es confiar en nosotras; el que nos presione se pone en un peligro extremado, pues nuestro honor siempre quiere guardarse por sí mismo. Es casi inspirarnos deseo de pecar poner tanto cuidado en tratar de impedírnoslo” (acto I, escena II). Con lo que no contaba Sganarelle, desde luego, es con la capacidad que tiene el amor para volver espabiladas  e ingeniosas a sus presas, como ya demostrara Lope de Vega en su deliciosa pieza La dama boba, de feliz memoria. Pero pronto tendrá ocasión de comprobarlo de la forma más desagradable.

Acérquese a estas páginas de Molière quien aún no las conozca, porque sin duda disfrutará con ellas.

jueves, 4 de diciembre de 2014

Los tigres devoran poetas por amor



La imagen más nítida que me viene a la memoria cuando pienso en Alberto Soler es la de un muchacho incansable, que subía y bajaba del escenario donde se estaban celebrando los actos del Premio Mandarache, de Cartagena, y que hablaba con unos y otros, dirigía a todo el mundo sin perder nunca la sonrisa, recomendaba educadamente, planificaba con inteligencia y velaba por que todo funcionase con la perfección de un reloj atómico. Ahora, el recién nacido sello editorial Balduque apuesta por otra vertiente de Alberto: su condición de poeta. Y nos coloca en las manos el volumen Los tigres devoran poetas por amor, que se abre con un verso reverencial (“A veces no ves hasta que miras con palabras”) y que se cierra con uno metafísico (“Merece el riesgo correr la pena”). En medio, toda la magia sonora y anímica de una voz auténtica.
En estas páginas breves, deliciosas, depuradas con esmero, Alberto Soler (Cartagena, 1980) nos entrega instantes de altísimo interés, como cuando nos ofrece su definición de lo que es un poeta (“Que no es títere del verbo, / ni de su física prisionero, / ni de alientos divinos traductor / sino motor de su propia y ajena / hermosa obsesión”) o, más ampliamente, de lo que entiende por ser humano (“Nada es un hombre / sino la magnífica ruina de lo que quiso ser”). Todo en este libro, o así se me antoja, es transparencia noble, apertura de ventanas íntimas para que los lectores podamos asomarnos con libertad al interior de su alma. Y en ese sentido ­–dejando a un lado la pura expresión verbal, que es espléndida– yo no dudaría en etiquetar esta obra como egregia e impresionante. Porque, además, Alberto Soler elige para sus versos una dicción pura, limpia, descarnada, vehículo idóneo para mostrarse. Acudamos a la página 41 y se podrán leer allí los nueve venablos que el poeta dedica a los vates infulosos: “No eres especial. Ese poema es una mierda”; “Tu tristeza es muy honda. Vale”; “¡Menos trascendencia y más cerveza!”; “Estás solo. Oh, sí, el drama. Venga”; “Está lloviendo. No, mejor no escribas”; “¡Melancolía para todos!”; “Eres muy sensible pero muy cargante”; “¡No nos importa!”; “La poesía es más un buzón de sugerencias / que una ventilla de quejas”.

Pero basta. No desvelaré más. No es mi intención. Lea este libro quien quiera conocer a una persona. Saldrá, se lo aseguro, encandilado con un poeta.

martes, 2 de diciembre de 2014

La pistola de Hilarito



Recuerdo que mi abuela Esperanza, ya nonagenaria, solía contarme historias cuando yo era niño. Se instalaba en su mecedora, yo me sentaba a sus pies... y daba comienzo el relato del día. Por desgracia, nunca tuve ni la memoria ni la precaución de ir grabando en mi mente aquellas aventuras singulares, aquellos hechos inauditos, aquel tropel de personajes rocambolescos o magnéticos que me mantenían embobado y que ahora se ha tragado inevitablemente el olvido. Luego, de mayor, he seguido conociendo a otras personas que relatan de forma oral con maestría insuperable (me viene a la memoria mi amigo Paco Ros, de Mula); pero tampoco, ay, he tomado nunca notas de sus narraciones.
Por suerte para los lectores y curiosos, Paco López Mengual ha tenido la enorme generosidad de reunir en un delicioso volumen catorce historias que escuchó o vivió durante los años de su infancia, en un libro que ha titulado La pistola de Hilarito (y otras historias que me narraron). Aquí nos topamos con ladrones temerarios y bravucones, que protagonizaron anécdotas sonadas antes de morir a traición (Hilarito); judíos que intentaron defraudar al Erario Público y que pagaron muy caro el intento (Sión); pueblerinos que se obstinaron durante toda su vida en encontrar tesoros legendarios de los moros, excavando sin cesar larguísimas galerías subterráneas (el tío Pilín); muchachas que vinieron hasta Molina para trabajar como telefonistas y que encontraron la muerte de la forma más misteriosa (Lolita Cuenca); atractivos seductores que fueron apuñalados en madrugadas de aguacero y que dejaron una misteriosa herencia de burbujas rojas cada vez que vuelve a llover en la misma zona (El Querido); pequeñas vasijas encontradas en un pósito y que contienen, mezclado con la tierra, un buen caudal de oro que la hace brillar en la noche; un sacerdote ultraortodoxo que consigue arruinar con sus malas artes un baile de máscaras que se celebró en el casino de Molina en 1948; la asistencia de medio millar de molineros a la última ejecución pública que tuvo lugar en España, el 23 de octubre de 1896; el caso documentado de un habitante de la región de Murcia que, allá por los finales del siglo XVIII, fue operado por el doctor Correa, en Madrid, de unos llamativos cuernos que le salieron en la frente y que le tuvieron que ser cortados; la historia de Antonio el de la Torrealta, un muchacho bobo, pobre y aquejado de gigantismo, que terminó muriendo en circunstancias bien tristes; o los macabros acontecimientos que tuvieron lugar en el callejón de las calaveras, con alguna muerte enigmática incluida.

Personalmente, reconozco que he sentido debilidad por la hermosa historia de los amantes de Molina, que entiendo que el autor podría exprimir en forma de novela, porque los resultados serían maravillosos. Lanzado queda el guante, que espero que Paco López Mengual recoja.